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Sin embargo, hasta que esta estrella de la que mucho habremos de hablar estuvo un poco más alta en el firmamento, lo que predominaba en la Convención era la misma falta de rumbo que caracterizaba a Tallien. Y ésta se reflejaba en las decisiones que tomaban los diputados, ora de un signo, ora de otro. Para demostrar que no eran derechistas, por ejemplo, Tallien y sus amigos decidieron llevar con gran pompa al Panteón los restos de Marat, exponente máximo de los extremistas de la Montaña y asesinado un año antes por Charlotte Corday. Sin embargo, apenas cuatro meses más tarde los retiraron mientras la jeunesse dorée, inspirada directamente por Fréron, se dedicaba a derribar todos los bustos de Marat que encontraba por ahí. Con cada uno de estos actos contradictorios y erráticos se hacía más y más evidente que el nuevo régimen adolecía de equilibrio y también de autoridad, y muy pronto comenzó a decirse que toda esta falta de rumbo se debía a que eran hombres mediocres como Tallien quienes detentaban el poder.

***

Aun así, y a pesar de tan agoreros nubarrones, en la calle lo único que preocupaba realmente a las gentes era divertirse y vivre, como se decía entonces. La multitud de salas nuevas abiertas en París día y noche daban cabida a una nueva fiebre, la del baile, cuanto más desenfrenado, cuanto más exhibicionista, mejor. Los jóvenes que habían visto a sus padres y hermanos arrastrados por los verdugos de Robespierre hacia el patíbulo, lo que deseaban ahora era pasear por París vestidos como los muscadins[6] , petimetres, pisaverdes, también llamados incroyables. El lector comprenderá por qué los llamaban «increíbles» si digo que vestían con enormes corbatas, chalecos chillones y chaquetas cortas con descomunales cuellos tan altos que les tapaban las orejas. Llevaban además zapatos con punta de vértigo y el sombrero (también enorme) colocado de través y se saludaban enlazando sus dedos meñiques. El atuendo se completaba con garrote o bastón nudoso de grandes dimensiones, así como unos anteojos o impertinentes harto ridículos a través de los cuales miraban a las merveilleuses. Y las merveilleuses éramos nosotras, las muchachas (y no tan muchachas) parisinas. En los libros de Historia se me atribuye el ser la inspiradora de esta moda tan curiosa como excesiva que ahora voy a describir, y me gustaría poder afirmar que no es cierto. Pero mucho me temo que mentiría. Ahora, cuando miro ilustraciones de la época, no puedo evitar una sonrisa condescendiente e incluso avergonzada. Sin embargo, observar el pasado con los ojos del presente no sólo es injusto, sino estúpido, porque impide comprender cómo eran entonces las cosas. Espero que el gentil lector sea más amable que yo y refrene también su sonrisa, porque así vestíamos las merveilleuses que yo contribuí a inventar.

Lo primero que hay que decir es que dicha moda no consistía en un tipo de vestimenta determinada, sino en varias, todas inspiradas en tiempos pretéritos. De este modo, por ejemplo, unas veces yo me presentaba en el teatro ataviada a lo salvaje, esto es, con un maillot color carne (o bien desnuda si la temperatura lo permitía), cubierta apenas por una túnica de lino transparente que se abría en tajos pronunciados para dejar ver las piernas en su totalidad, así como unas ajorcas o aros de oro que me adornaban los tobillos. En otras ocasiones decidía abrazar la estética clásica bien espartana o bien romana. A tal efecto, me vestía de Minerva, con búho aleteando en el hombro incluido. Otras veces imitaba a Diana cazadora, con un pecho descubierto y su areola decorada con diminutas flores campestres. O bien de jefa de las amazonas (y entonces eran ambos pechos los que llevaba descubiertos, ocultos apenas por las cintas del carcaj). O de vestal con peluca negra y larga hasta la cintura. O de la reina de Saba. Tan esperadas eran mis apariciones en los teatros y salas de baile de París para ver qué atuendo había inventado esa noche que tuve que pedir ayuda artística a mi buen amigo el pintor Vernet. Él me procuraba grabados y camafeos antiguos para que pudiera copiar nuevos vestidos, nuevos peinados. Fue por aquel entonces cuando comencé a usar anillos en los dedos de los pies. «Lo hago para tapar los mordiscos de las ratas de La Force», decía yo riendo, y lo cierto es que también logré poner aquello de moda. Era muy divertido y también halagador comprobar cómo lo que yo inventaba una noche al día siguiente era imitado por todas las mujeres jóvenes y no tan jóvenes que ahora se paseaban por ahí semidesnudas. En realidad, el cielo de París, tan a menudo plomizo y frío, debía de estar muy sorprendido, pienso yo, al contemplar por los bulevares las siluetas de tantas mujeres (des)vestidas como si estuviéramos en la templada Atenas o en la misteriosa Adis Abeba. Además, para que las muselinas se adhirieran más al cuerpo, revelando todas sus curvas, solíamos empapar nuestros vestidos. Como el cielo no suele perdonar ciertas extravagancias, los catarros y las neumonías estaban a la orden del día, de modo que tuve que inventarme otra moda que sirviera para cubrirnos camino de los bailes y de los teatros. Se trataba de unas suaves mantas o cobertores confeccionados con las más finas lanas traídas por los ingleses desde lejanas tierras de Oriente a los que ellos llamaban shawl o chal.

***

Así, envuelta en gasas y en finísimos chales, se aprestaba Teresa Cabarrús a entrar bailando en el año 1795, o Nivôse del año III de la Revolución. Sin embargo, mientras yo brillaba y seducía en los salones, la estrella de Tallien menguaba a ojos vista. Y es que, desde el mismo momento en que nos instalamos en nuestra nueva casa de La Chaumiére, se hizo muy evidente que quien atraía a tantos amigos y gente importante del momento no era el héroe de Thermidor, sino yo.

— ¿Sabes lo que soy para toda esta gente, Thérésia? — me dijo un día cuando despedíamos a Barras y a otros invitados que se habían quedado hasta tarde bebiendo y hablando de política-. Nada más que una escoba que algunos han utilizado para barrer la basura y a la que, una vez realizada la tarea, pretenden olvidar detrás de la puerta.

Estaba algo ebrio y le temblaba la voz.

— ¿Cómo puedes decir eso? — le repliqué-. Todos saben que fuiste el único que tuvo el coraje de enfrentarse a Robespierre. Sin ti, sus cabezas hace meses que se hubieran juntado con la de Danton para festín de los gusanos.

El negó tristemente.

— No, Thérésia, hay hombres como yo que sólo sirven para hacer el trabajo sucio. Para limpiar Burdeos de contrarrevolucionarios, para eliminar a tiranos, pero una vez que lo han hecho, los barridos son ellos.

No respondí, sino que mentalmente me dediqué a repasar lo que estaba ocurriendo con el resto de los termidorianos. Fouché había desaparecido temporalmente de la escena, pero en cambio Fréron y sobre todo Barras cada vez tenían mayor predicamento. Entonces, sin darme cuenta, me puse a comparar la figura de este último con la de mi amante. Desde luego, Barras estaba mucho más en sintonía con el papel que requerían los tiempos. Él era hijo de un noble provenzal, distinguido y muy seguro de sí mismo. Vestía de forma tan ridícula como todos por aquellas fechas, pero su elegancia aparatosa le daba, a pesar de ello, un aire juvenil que él cuidaba mucho de fomentar. Tenía buena planta, la frente alta, la boca fina, la nariz perfecta y una sonrisa algo cruel que resultaba inquietantemente atractiva. Tallien, en cambio, a pesar de una cierta apostura rústica, era uno de esos hombres a los que los franceses llaman gauche, apelativo que nada tiene que ver con su inclinación política. Era gauche o poco diestro en el trato, en la conversación y sobre todo en sus modales. Dígase lo que se diga, la Revolución, con sus aires igualitarios, nunca logró suprimir del todo las distinciones en lo que a orígenes sociales se refiere, y Tallien, por muy hijo ilegítimo del duque de Bercy que presumiera ser, estaba considerado un patán. No sabía comportarse en sociedad y aburría a todos con la incómoda y reiterativa conversación de los que creen que nunca se les reconocen suficientemente sus méritos. Tenía, por ejemplo, la enojosa costumbre de relatar una y otra vez cómo había sido su intervención en la Asamblea el 9 de Thermidor, lo que le había espetado a Robespierre, lo que había respondido el Incorruptible, lo que había contrarreplicado él… Y para escenificar mejor su actuación, solía sacar del pecho el mismo puñal que había blandido en aquella ocasión y apuntar con él a sus interlocutores. La gente, al principio, le escuchaba con educación, más tarde comenzaron a ignorarle, y últimamente, con todo descaro, abandonaban la estancia cuando lo veían acercarse. En cuanto a su predicamento político, estaba corriendo igual suerte que su predicamento social. Comenzaba a ser evidente que no había sabido sacar partido a su momento de gloria, puesto que no pudo o no supo utilizarlo una vez que lo tuvo en sus manos. Así, sus intervenciones en la Asamblea eran cada vez más escasas, y durante sus discursos ya nadie se molestaba en disimular sus bostezos. Tallien se daba cuenta de todo ello y sufría.

— Un día de éstos tú también me dejarás, Thérésia. Me olvidarás detrás de la puerta como han hecho otros–me dijo aquella noche una vez que despedimos a nuestros últimos invitados. Estaba bebido, pero era otro brillo que nada tenía que ver con el alcohol el que iluminaba sus ojos. Era, yo lo sabía bien, el temor, el horror a perderme o a que lo dejara por otro. Tuve que asegurarle que no había nadie más que él en mi vida, que lo único que quería era divertirme, disfrazarme, olvidar el Terror, igual que hacíamos todos por aquellas fechas. Pero desde esa noche Tallien no tuvo más que una obsesión:

— Casémonos, vida mía. Tú estás divorciada, yo soltero, es lo único que logrará salvarme, salvarnos.

No pude menos que reír. ¿Qué importancia podía tener un acta de matrimonio? ¿De qué o de quién debíamos salvarnos? Vivíamos juntos y nuestra unión era más que conocida por todos sin necesidad de que la refrendara papel alguno.

— No por conocida deja de ser ilegal–me respondió-. Y mi carrera política sufre por este motivo. Noto perfectamente cómo me miran los otros diputados…

No quise decirle lo que de verdad pensaba. Que se engañaba una vez más. Que los diputados no lo miraban de esta u otra manera porque viviera en concubinato con una extranjera, con una ex aristócrata ni con Nuestra Señora de Thermidor. Eran otras las razones. Pero de nada servía quebrantar aún más su ya de por sí frágil equilibrio. Tallien era un hombre que sabía que se estaba ahogando y buscaba desesperadamente una tabla de salvación. Miré sus ojos, tan atormentados, luego la línea de su antaño bello y rizado pelo que comenzaba ya a menguar, y a continuación vi la amargura que se había apoderado de esa boca que, en otros momentos, tanto y tan inesperado placer me había proporcionado. Apenas tenía veinticinco años y ya parecía un viejo. Lágrimas acudieron a mis ojos. Si él era ahora un náufrago que buscaba asidero, también yo en tiempos lo había utilizado a él como tabla de salvación cuando mi mundo naufragaba. Y Tallien entonces había estado ahí para salvarme, para jugarse su carrera, e incluso su vida, por mí.

— Jean… — le dije, y él, confundiendo mis lágrimas de piedad con las de otro sentimiento que yo ya no podía albergar, me abrazó con desesperación.

— Júrame que no me dejarás nunca. Júrame al menos que, cuando te canses de mí, permitirás que me quede cerca de ti, como una escoba vieja, detrás de la puerta, en el último rincón de tu casa, de tu vida, como un trasto inútil, como un perro, pero cerca de ti, mi amor, mi única vida.

Esa noche nos amamos como lo que éramos, él un náufrago y yo un trozo de madera inerte que nada puede sentir. En sus besos bañados en lágrimas busqué, como antes tantas veces había hecho junto a mi primer marido, imaginar las caricias de mi querido Jean–Alex Laborde, cuya imagen aún guardaba en el secreto camafeo que llevaba siempre oculto entre mis ropas, incluso las más frívolas y merveilleuses. No me resulta difícil imaginar la cara de sorpresa y de incredulidad de cualquiera de los que tanto admiraban a Teresa Cabarrús disfrazada de diosa pagana si descubrieran su secreta verdad. Aquella Venus que reía siempre no tenía junto a su corazón más que la compañía de un pobre hombre que se venía abajo y la de un camafeo con la imagen de un muchacho, apenas un niño, al que no había vuelto a ver desde hacía nueve años. Triste diosa.

Sin embargo, la gratitud es un sentimiento extraño. Algunos ni siquiera la conocen, muchos la recuerdan sólo cuando son de ella deudores y la mayoría no la considera razón suficiente para permanecer unido a alguien. Aun así, yo a mis frívolos y a la vez tan vividos diecinueve años, sabía muy bien lo que le debía a aquel hombre que ahora dormía abrazado a mi cintura, venturoso en su pequeño paréntesis de felicidad. Le debía la vida que él dos veces había salvado de la guillotina, así como la posición en la que ahora me encontraba, que si bien no era perfecta, sí al menos respetable. Además, me decía yo, él había sido lo suficientemente generoso como para reconocer siempre que fue el temor a perderme el que había guiado su mano para acabar con Robespierre. Y si otros estaban poco a poco olvidando lo que esa muerte había significado para Francia, yo no podía ni debía hacerlo. Aun así y a pesar de todo lo dicho, la gratitud no es como el amor, que nos ciega e impide ver a las personas tal cual son, de modo que yo me daba perfecta cuenta de cómo era Tallien y de cuál era mi situación junto a un hombre que estaba cayendo en el descrédito. Gratitud y descrédito son, por lo general, dos cosas fáciles de sopesar, y puestas en una balanza, para la gran mayoría pesa mucho más este último que la primera, pero yo tengo la desgracia (¿o tal vez debería decir la fortuna?) de no pensar como la mayoría.

«¡Oh, mi pequeña Teresa, tú siempre tan teatral! Cuando toca comedia siempre serás la mejor cómica; en la tragedia, la trágica más inspirada, y ahora en el drama…». Algo así diría mi padre si pudiera verme en este momento: «Teresita, la gran comediante… Teresita, la de los bellos gestos…». No, mon bon papa, no todo es teatro en la vida de tu hija, a la que hace tantos años que no ves. A veces, más que representar un papel, lo que da placer y también paz de espíritu es hacer, simplemente, lo que se debe hacer, lo que nadie espera de uno.

V

DE NUEVO, EMPIEZA EL BAILE

OTRA VEZ EN EL FILO DE LA NAVAJA

El 26 de diciembre del año 1794 o 6 de Nivôse del año III de la nueva era, con la discreción que la antigüedad de nuestra relación aconsejaba, Tallien y yo nos casamos y yo me convertí en madame Tallien, tercero de los cinco nombres con los que se me conoce en la Historia. Al poco tiempo nació mi segundo hijo, una niña a la que llamamos Rose en honor a su madrina. A Josefina se la conocía aún entonces por su verdadero nombre y éste era además muy del agrado tanto del felicísimo padre como del mío. A la recién nacida le añadimos además otro en recuerdo de los históricos acontecimientos de los que habíamos sido actores principales, y así mi pequeña se convirtió en Rose Thermidor, un bebé de una belleza extraordinaria que era el juguete preferido de todos los amigos que, cada vez con más asiduidad, frecuentaban nuestra casa de La Chaumiére. El invierno trajo, por cierto, otras modas y modos a ese París cuya consigna principal seguía siendo vivre y divertirse a toda costa. Por nuestra casa desfilaban ahora tanto jacobinos de atuendo severo como emigrados ataviados de verde (el color de los realistas), pero el toque más extravagante en el vestir lo poníamos como siempre las damas. Había que ver, por ejemplo, a las esposas de los diputados y, más aún, a las de los llamados agiotistas o especuladores, con sus joyas carísimas, que proclamaban a los cuatro vientos los pingües y muy turbios negocios de sus maridos.

Sin embargo, lo más notable de estas reuniones no era la forma de vestir, que de puro extravagante ya no llamaba la atención de nadie, sino el culto que ahora se hacía a una nueva forma de fraternidad. Y es que esta palabra, que junto a sus hermanas «igualdad» y «libertad» había sido el lema de nuestra Revolución, comenzaba a utilizarse para describir un nuevo entendimiento entre ciertas clases sociales mortalmente enfrentadas hasta el momento. Si con anterioridad se procuraba (al menos en apariencia) fraternizar con las clases bajas e incluso copiar su forma de hablar y de vestir, ahora este noble sentimiento fraternal se encaminaba hacia las clases dominantes, esto es, a las del Antiguo Régimen, y también a la de los representantes políticos del momento. Así, no era raro ver en mi casa, por ejemplo, a jacobinos departir con aristócratas de viejo cuño entre los que se había puesto de moda, por cierto, saludar á la victime; es decir, con un movimiento brusco de cabeza hacia delante, como si reprodujesen el momento en que la guillotina decapitaba a sus víctimas. «Míralos, ahí tienes al lobo paciendo junto al cordero y al leopardo con el cabrito–solía comentar Germaine de Staël, que jamás desaprovechaba la ocasión para soltar una cita culta-. ¿Qué crees que le estará pidiendo el marqués de X al diputado Z?».

Y lo que le estaba pidiendo el cordero al lobo o el cabrito al leopardo era, muy posiblemente, un salvoconducto que permitiera el regreso de algún pariente suyo que había tenido que huir del país debido a «su miedo a los terroristas», bien sûr, no porque careciese de ideas republicanas. Y es que aún en aquellos tiempos fraternales nadie se atrevía a decir, por ejemplo, que no estaba orgulloso de nuestra gloriosa Revolución. Los lobos paciendo con los corderos implicaba también que el jacobino que tan sólo unos meses atrás habría denunciado en el cuartel de policía más próximo la presencia de cualquier noble, ahora, ganado por los nuevos aires de opulencia de nouveau riche, incluso se sentía muy halagado por la presencia junto a él de un rico de toda la vida (aunque ese rico ya no lo fuera tanto y hubiera perdido la camisa o casi la cabeza en la Revolución).

***

Fuera de los salones galantes, en la arena de la política, esta mezcolanza de principios y credos era motivo de no poca desorientación. Se dictaban leyes ora de un signo, ora de otro, y mientras en los salones reinaba la opulencia, en la calle el hambre y la desesperación, unidos al descontento general, iban a inspirar dos revueltas históricas ocurridas en la primavera de 1795 que acabarían con un baño de sangre. Y de pronto, cuando todo parecía indicar que nos estábamos deslizando otra vez hacia los peores momentos de la Revolución, tuvimos noticia de que Luis XVII, el pequeño y desdichado delfín, acababa de morir en prisión, lo que iba una vez más a poner en peligro a Tallien. Sucedió que, una vez conocida la noticia, todos esperábamos del conde de Provence, hermano y heredero de Luis XVI, ciertas palabras de conciliación. Un gesto que sirviera tal vez para acercar posiciones con los que, como yo, para entonces secretamente deseábamos una no muy lejana unión entre los realistas moderados y los termidorianos con Tallien a la cabeza. Sin embargo, en vez de palabras de acercamiento, las que pronunció el conde de Provence fueron de una dureza inusitada. En su famosa proclamación de Verona, el hermano de Luis XVI dio a conocer al mundo que pensaba asumir el título de Luis XVIII. Y no sólo eso, sino que su deseo era instaurar la monarquía absoluta, que tenía por objetivo la supresión de todas las libertades logradas por la Revolución, así como también (y esto nos afectaba directamente a Tallien y a mí) la persecución implacable de aquellos que habían votado la muerte de su hermano.

Como es de suponer, en medio de todas las intrigas que se tejían y destejían en el seno de la Convención, estas declaraciones tuvieron un efecto devastador. Los que poco a poco se habían ido escorando a la derecha, como Tallien, se enfrentaban ahora a un considerable dilema: ser atropellados por los jacobinos si se inclinaban demasiado a la izquierda o subir al cadalso si se producía una restauración de la monarquía, puesto que todos eran regicidas o, como mínimo, habían participado en los más sangrientos capítulos de la represión. Había pues que dar un paso atrás y renunciar a toda esperanza política de derechas, puesto que nosotros nunca seríamos considerados por los realistas como de los suyos.

— ¿Nunca? — le dije a Tallien mientras él me pintaba tan negro panorama-. Se me ocurre una idea que tal vez podría darnos una salida más que airosa.

— ¿A cuál te refieres? — inquirió Tallien, sirviéndose otra gran copa de coñac. Había comenzado a beber con demasiada liberalidad por aquel entonces y yo tenía que hacer verdaderos esfuerzos para que no se encerrara en su estudio durante horas entregado a negros pensamientos y con la única compañía de una botella de licor.

— Tengo la sensación–añadió dando el primer trago–de que hace tiempo que caminamos por el filo de una inacabable navaja que terminará por desollarnos.

— Y desde luego no ayuda en nada caminar por una navaja en compañía de una amiga como ésta–contesté señalando su copa rebosante-.

— Escucha lo que he pensado: tú conoces, naturalmente, el nombre de Manuel Godoy, y sabes también que es buen amigo de Francia.

— Pensé que era mentira toda aquella patraña de tus coqueteos con los Borbones españoles–dijo Tallien no sin amargura.

— Y lo era, pero las cosas cambian tan rápidamente en estos tiempos que las mentiras de ayer bien pueden ser nuestra salvación de hoy. Mi padre mantiene excelentes relaciones con Godoy. No sería nada difícil jugar esta carta.

— Dios mío, Teresa, ¿a qué te refieres ahora?

— A crear un nuevo pretendiente. A río revuelto, ganancia de pescadores, dicen, o lo que es lo mismo, de personas en dificultades como nosotros. Piénsalo por un momento: son muchos los que no se fían de ese gordo e intrigante hermano de Luis XVI, muchos incluso lo detestaban ya antes de la Revolución. Si nosotros encontráramos a otro Borbón que no recuerde tanto a tiempos pasados… Pongamos que sea un joven sin ataduras, uno que nos estaría eternamente agradecido por haberle hecho un favor impagable.

— Temo cuando veo en tus ojos esa mirada, Thérésia–dijo él, puesto que, según Tallien, cuando yo hablaba de ciertos asuntos un extraño brillo asomaba a mis ojos. El de la ambición, lo llamaba él; yo lo llamaba el de la más elemental supervivencia.

— Adelantarse a los deseos de los poderosos no sólo es fácil, sino muchas veces la única manera de salir de ciertas situaciones. Godoy es un hombre astuto pero también enormemente ambicioso. Piensa cuánto le complacería (y convendría) sentar a un Borbón español en el trono de Francia. Pongamos que sea uno de los hijos de Carlos IV; el vínculo familiar entre éste y el difunto Luis XVI no puede ser más cercano, se trataría por tanto de un pretendiente ideal. Lo único que hay que hacer es sembrar la idea en Madrid, y eso es tan fácil como que yo escriba a mi padre. Él conoce la situación privilegiada que tú tienes en la Convención y cómo puedes colaborar para conseguir nuestro objetivo.

Dije estas palabras y me mordí los labios; nunca me ha gustado mentir. Naturalmente, la situación de Tallien en la Cámara distaba mucho de ser privilegiada, pero eso no tenía yo intención de decírselo tampoco a mi padre, que vivía en Madrid y seguía los acontecimientos de Francia con el natural retraso que da la lejanía. Por otro lado, era un hecho incontrovertible que al resto de los termidorianos les convenía tanto como a nosotros que existiera un segundo pretendiente al trono que mermase las posibilidades del conde de Provence, y nadie tenía por qué saber de quién había partido la idea. Cuando algo conviene a muchos, sólo se precisa sembrar la tan útil semilla del interés propio para que ésta crezca sola. Y es que, según tengo observado, en esto como en otras cosas, la política se parece inquietantemente al amor: para ganar en ambos, es preferible invocar no nuestros deseos y pasiones, sino los del contrario. Y es a veces tan fácil…

Así pusimos en marcha Tallien y yo aquella pequeña estrategia. Él comenzó a sembrar la duda en las cabezas de sus compañeros termidorianos, que ya veían peligrar las suyas con la amenaza del conde de Provence, y yo escribí a mi padre. Lentamente comenzó a fraguarse un plan que, a buen seguro, hubiera resultado beneficioso para (casi) todos en Francia si no se hubiese cruzado en nuestro camino una nueva y muy alargada sombra.

Mientras los termidorianos se mostraban verdaderamente atemorizados con el manifiesto de Luis XVIII, mientras Tallien y yo coqueteábamos secretamente con la idea de un Borbón español y mientras muchos en la Convención ensayaban diversos métodos para hacer olvidar a los de la izquierda los lazos comprometedores que los unían a los realistas moderados, el azar iba a añadir un nuevo elemento imprevisto a la situación. En junio de 1795 llegó a París la noticia de que un desembarco de emigrados realistas acababa de producirse en Quiberon con la ayuda de una flota inglesa. ¡Qué ocasión única–pensamos entonces todos–para aclarar cualquier situación! Porque lo cierto es que el hecho de que el desembarco tuviese lugar gracias a la ayuda del enemigo patrio por excelencia, la pérfida Albión, obligaba a todos a condenarlo. Y fue de este modo tan poco afortunado como hicieron su entrada en escena unos personajes que iban dar a la literatura muy bellas páginas. Se llamaban los chouans y eran un grupo de nostálgicos realistas que en el oeste del país se alzaron en armas con todos los ingredientes de romanticismo y de leyenda. La Convención, como digo, no podía de ninguna manera mostrarse indecisa, por lo que decidió mandar con urgencia a uno de sus generales a sofocar la rebelión. Se trataba de uno de los oficiales más prestigiosos del momento, el general Hoche, pero se consideró oportuno enviar, además, a algún miembro de la Cámara como observador. Tallien movió entonces todos los hilos posibles para ser elegido; su encomienda no era de una extraordinaria relevancia, pero aun así, la alegría que sintió al saber que había sido nombrado resulta difícil de describir.

— Thérésia, amor mío, los cielos han escuchado mis plegarias. ¡Actuar contra los ingleses!, contra los más inveterados enemigos de la patria y hacerlo junto a Hoche. Ya verás como a mi regreso nuestros amigos me mirarán con otros ojos. Bésame, Thérésia, deséame suerte, ¿me echarás de menos al menos un poquito? Prométeme que sí.

Lo cierto es que no le eché de menos. No sólo porque mis sentimientos hacia él eran cada vez más fríos, sino porque no me dio tiempo a hacerlo; la rebelión de los chouans, a pesar de todas las bellas páginas que ha inspirado, no fue más que un sentimental y muy breve hiato en la historia de Francia. Aquellos hombres de campo, tan apegados a la tierra, que se alzaron en defensa de la tradición y de la monarquía, no resistieron ni la primera embestida. Abandonados por los ingleses en el último momento y teniéndoselas que ver con la superioridad estratégica y armamentística del general Hoche, retrocedieron y finalmente se vieron obligados a replegarse en desorden. Fue lo que se dio en llamar la derrota de Quiberon. No podía ser de otro modo: los chouans no eran más que unos idealistas que luchaban contra un ejército bregado en todos los frentes que Francia tenía abiertos en esos momentos contra el resto de sus vecinos; un ejército que, gracias a sus conquistas y a los botines de guerra, se estaba convirtiendo en el más poderoso de toda Europa.

Días más tarde, Tallien regresó a París con la satisfacción del triunfo y la comprensible esperanza de que éste lo convirtiera de nuevo en el héroe que brevemente había sido después la muerte de Robespierre. Así, tras la derrota de los chouans eligió mostrarse magnánimo con los vencidos; les prometió clemencia a cambio de su rendición sin condiciones y ellos aceptaron agradecidos. Una vez más, Tallien prefería evitar un derramamiento de sangre.

— ¿Para qué? — argumentaba-, la victoria ha sido tan rápida, tan completa, que no es necesario más castigo.

Incluso se arriesgó a dar por su cuenta todo tipo de seguridades a los prisioneros, porque también, según sus palabras, «la República no necesita más cadáveres, sino concordia».