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Por fortuna, Tallien estaba tan feliz con su triunfo que no tenía oídos para habladurías. Albergaba la esperanza de que su magnanimidad hiciera que la Fortuna volviera a sonreírle, pero dicha diosa siempre se mostró esquiva con Tallien. Y es que bastaron apenas un par de días para que Sieyès, uno de los diputados que siempre había sabido, como Fouché, aprovechar con éxito las situaciones para su provecho propio, vio en la clemencia que Tallien había demostrado con los chouans una forma de acabar para siempre con aquel incómodo individuo que jugaba con tantas barajas sin tener talento para ello. Sieyès denunció a mi marido ante la Convención y lo acusó del peor crimen que se podía cometer en aquel momento en que la sombra de Luis XVIII era ya demasiado alargada y los ingleses habían intentado ayudar a los chouans: lo acusó de connivencia con los realistas. Incluso tuvo la desfachatez de presentar cartas que, supuestamente, aludían a una restauración monárquica en la que Teresa Cabarrús jugaba, una vez más, el papel de espía de España y de su rey Borbón. Todo era una gran mentira. Yo apenas había tenido tiempo de poner en marcha mi plan, de modo que nada podían conocer de él ni Sieyès ni ninguno de los suyos. Pero mucho me temo que este individuo, famoso por sus insidias, sabía utilizar bien las medias verdades, las apariencias, las sospechas, y hacer válido ese refrán tan español que dice que, cuando el río suena, agua lleva.
— Vamos–le dije a Tallien cuando me contó lo que se estaba fraguando contra él-. ¿Quién va a creer a ese miserable de Sieyès? ¿No es él acaso el mismo que asistió a la Convención durante todos los años del Terror sin despegar jamás los labios, y cuando le preguntaron qué había hecho durante ese tiempo por salvar a la patria, dio sonriendo esa contestación que se ha hecho famosa de puro cínica: J'ai vécu, he vivido? Con seguridad nadie puede tomar en serio las acusaciones de un hombre de su catadura.
Tallien movió tristemente la cabeza.
— No se trata sólo de las palabras de un hombre como él, sino también de la verdad, Thérésia.
— ¡Una verdad que nadie más que tú y yo sabemos! — respondí con calor-. Lo único que debes hacer ahora es hablar en la Convención. Explicarles cómo Hoche y tú habéis desbaratado una tentativa de los malditos ingleses por acabar con nuestra gloriosa República.
— Eso sería tanto como entregar a los chouans a la Louisette, amor mío. Ellos se rindieron sin condiciones bajo mi promesa de clemencia. Sería poco menos que un crimen…
— ¡No! — insistí-. Tú puedes fácilmente hacer ambas cosas; demostrar a todos tu afán republicano y también guardar tu palabra. ¿Sabes qué fecha es hoy? 7 de Thermidor, el 9 es el primer aniversario de la caída de Robespierre. Te será muy fácil aprovechar la efemérides del día en que fuiste un héroe para volver a serlo. El fantasma del Incorruptible va a ser esta vez nuestro mejor aliado. Nadie quiere que vuelva la venganza, ni el dolor, ni la sangre. Lo que Francia necesita son gobernantes como tú: decididos y a la vez magnánimos, fuertes y también clementes.
— No saldrá bien, vida mía, es demasiado arriesgado. No hace falta que te recuerde lo mucho que pueden cambiar las cosas, las fortunas, incluso la vida cuando uno se sube a la tribuna en la Convención. Le pasó a Danton, le pasó a Robespierre, a hombres mucho más grandes que yo. Una palabra inadecuada, un gesto imprudente y todo estará perdido.
— Te equivocas una vez más–le dije a punto de perder la paciencia-. Tú has salido airoso de situaciones más difíciles que ésta y eres un hombre mucho más grande que Robespierre. Yo estaré en la Convención para darte ánimo. juntos podemos lograrlo todo, siempre hemos podido.
TALLIEN EN LA TRIBUNA UNA VEZ MÁS
Lo primero que me sorprendió al entrar en la sala aquella mañana fue lo mucho que había cambiado la Convención. Qué diferencia tan notable con apenas unos meses atrás, cuando el fantasma de Robespierre aún se adivinaba en detalles como la vestimenta austera de los diputados o en la presencia de las tricoteuses. Ahora, en cambio, todos los presentes vestían de forma alegre, la mayoría de los hombres como muscadins, con esas chaquetas coloridas y ostentosas tan a la moda. Y en los asientos destinados al pueblo ya no se veía ni una sola tricoteuse, sino mujeres ataviadas de diosas griegas, como yo en esta ocasión. Espero que el lector sea benevolente si le confieso mi atuendo ese día: túnica muy corta a lo Ceres, de una fineza transparente; peluca rubia y un coqueto sombrero a la jockey, sandalias, anillos en los dedos de los pies… en fin, continuemos porque adivino algunas sonrisas.
El Instituto Nacional de Música abrió la ceremonia entonando el recién compuesto himno al 9 de Thermidor, que fue cantado por unas bellas niñas de unos doce años que simulaban ser ninfas y llevaban túnicas blancas y hojas de hiedra en la cabeza. A continuación, el representante Lemoine, a modo de símbolo de triunfo y en nombre de la Cámara, hizo al presidente entrega pública del sable que había sido propiedad del Incorruptible, y por fin, cuando se apagaron los aplausos, que fueron prolongados, el maestro de ceremonias dio la palabra a Tallien para que subiera a la tribuna.
Desde donde yo estaba podía ver cómo el sudor le corría por la cara y el cuello, mojando de modo ostensible su camisa y su aparatoso foulard de colores. «Dios mío–me dije-, hace exactamente trescientos sesenta y cinco días consiguió salir airoso de una prueba infinitamente más difícil; ¿cómo no va a lograrlo también esta vez? Claro que lo conseguirá. Tallien, en las situaciones desesperadas, deja de ser él y se transforma. Sí–añadí tratando de tranquilizarme-. Hoy ocurrirá otro tanto», y luego lo miré regalándole la más persuasiva de mis sonrisas.
Él entonces pareció cobrar fuerzas y con paso firme subió a la tribuna.
— Representantes–dijo-. Vengo de las orillas del mar para unir un canto nuevo de triunfo a los himnos triunfales que deben celebrar tan gran solemnidad…
Se trataba de las habituales palabras ampulosas y huecas que todos empleaban por aquel entonces, pero por alguna razón no sonaban todo lo convincentes que Tallien y yo necesitábamos en ese momento. Él pareció notarlo y redobló su énfasis tratando de parecer más rotundo.
— ¡Yo te saludo, época augusta en la que el pueblo aplastó a la tiranía! — exclamó, y una corriente de desidia recorrió la sala. Una vez más, Tallien tomó aire, miró hacia donde yo estaba y luego a la concurrencia con gesto desafiante y ahora su voz sonó mucho más enfática al decir:
— Sí, representantes… Doblegado durante demasiado tiempo bajo el peso ignominioso de los buques de la pérfida Albión, el océano francés ha visto por fin a sus legítimos amos recuperar la actitud de victoria.
«Muy bien–me dije yo entonces-, qué astuta estrategia la suya. Ha decidido hablar primero de la pérfida Albión para apelar al patriotismo de la Cámara y a continuación, tal como yo le he indicado, hablará de la clemencia que es menester otorgar a esos infelices chouans. La clemencia ante el vencido es patrimonio de grandes hombres, bravo por Tallien».
Le sonreí con toda intención para indicarle lo acertado que me parecía su ardid, pero ante mi sorpresa éstas fueron las siguientes palabras que pronunció:
— Y aquellos miserables que tuvieron la malhadada osadía de aliarse con los ingleses, esos viles cómplices de William Pitt que, al volverse contra nuestra gloriosa República, serán devorados por la misma tierra que los vio nacer. ¡El oráculo se ha cumplido!
Un aplauso unánime acogió estas palabras. La sala en pleno se había puesto de pie para aclamar al vencedor de los ingleses, al vencedor también de los chouans. Todo el mundo aplaudía, vitoreaba a Tallien; todos menos yo, que no podía creer lo que estaba viendo. Mi marido, que había subido a la tribuna temeroso y pálido, había conseguido una vez más enardecer a la Convención. Pero en esta ocasión lo había hecho a costa de su palabra, de la solemne promesa dada a los chouans y también a mí. No había duda, estaba entregando las cabezas de aquellos infelices para salvar la suya, y ahora me miraba con aire triunfal y la vez como un niño que cree haber logrado una proeza por la que espera la aquiescencia de su madre, de su maestra.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. No, no era esto lo que yo quería. No era para que sus manos volvieran a teñirse de sangre por lo que yo tanto había luchado. Ajena a mis pensamientos, la Convención en pleno esperaba las próximas palabras de Tallien. Entonces él sacó de su pecho aquel puñal, el mismo que había enseñado a la Cámara el día que acabó con Robespierre. Ese que solía blandir en casa ante nuestros invitados en sus patéticas reconstrucciones de lo sucedido en su único día de gloria. Tallien el sanguinario, Tallien el gauche… aquello era más de lo que yo podía soportar. Me volví buscando la salida, tenía que escapar de allí, impedir que aquella gente que me rodeaba viera mis lágrimas. Recogí mi shawl y me dirigí a la puerta, pero antes de alcanzarla, aún me dio tiempo a oír lo que decía:
— De un puñal similar a éste se valieron aquellos miserables traidores amigos de los ingleses para atravesar el pecho de los patriotas. Hay que enseñar a todas las naciones que un animal herido, al ser alcanzado, debe hacer que caigan los demás, porque es la única manera de salvar su vida. ¡Viva la República!
Sin duda, esa última alusión a un animal herido se refería a sí mismo y estaba destinada a mí, a hacerme comprender por qué había cambiado su discurso. Antes de abandonar definitivamente la sala me volví para mirarle por última vez. La Convención entera aplaudía, pero en su cara pude ver la misma mirada anhelante de unos minutos atrás, esa que esperaba el reconocimiento de una sola persona, la sonrisa de sólo unos labios. Giré sobre mis talones y me marché. Yo sabía perfectamente lo que iba a decirme al llegar a casa: que había tenido que hacerlo así, que eran ellos o nosotros, la vida de los chouans o el desprestigio de los Tallien, acusados de connivencia con los realistas, con los traidores.
— ¡Pero si lo he hecho por ti, vida mía! Fue tu imagen en la tribuna la que me dio fuerzas, gracias a tu presencia he sido capaz de convencer a toda esa gente. Tú a mi lado, he ahí mi fortaleza–me dijo esa misma noche, los dos solos en nuestra habitación, mientras recorría a grandes zancadas la estancia como un animal enjaulado, también como un niño que no alcanza a entender qué ha hecho mal.
De sobra sabía yo que lo que decía era cierto. Si Tallien había faltado a su palabra y vendido a los chouans era por mí. Pero lo había hecho no sólo para desviar la atención de nuestra pequeña y fallida tentativa de intrigar con un pretendiente español al trono de Francia y salvar una vez más su cuello. Lo había hecho sobre todo por una razón aún más poderosa para él: para recuperar mi estima, mi amor, mi admiración. Para que yo no tuviera que tolerar la compañía de un petit chien al que todos comenzaban a despreciar. En otras palabras, para no ser únicamente un hombre que en un momento de la Historia se había erigido en el salvador de Francia, pero sólo porque no lograba borrar de su corazón la imagen de una mujer a punto de subir al cadalso, una por la que hubiera derramado hasta la última gota de su sangre.
Afortunadamente para mí, nada de esto me reprochó Tallien mientras caminaba arriba y abajo por nuestra habitación, y yo le agradecí en lo más hondo de mi ser que no lo hiciera. De nada servía hablar de lo que los dos sabíamos, de su devoción y de cómo este mismo fervor por mí nos estaba distanciando. Él sólo se disculpaba por no haber interpretado bien mis deseos, y lo hacía llorando como un niño.
Entonces ocurrió algo que yo no esperaba: sus lágrimas, que tantas otras veces me habían inspirado piedad, me produjeron asco.
— Lo he hecho para que estuvieras orgullosa, para que todo vuelva a ser como antes–decía Tallien inclinándose para besarme las manos; y luego, sin que yo pudiera evitarlo, se abrazó a mis rodillas. Tenía la cara desencajada y de sus labios caía ahora un largo hilo de baba que le recorría el mentón, bajaba por el cuello y mojaba luego mi vestido. Yo no podía controlar la sensación de náusea que me atenazaba la garganta hasta ahogarme. «Como antes–dije para mis adentros-. Sí, mañana todo volverá a ser como antes, pero en el peor sentido de la frase. Mañana él será una vez más el hombre vacilante y torpe que es habitualmente cuando no le inspira el desesperado temor a perderme. Será Tallien el gauche, la estrella menguante que a nadie interesa y que a todos aburre. Y mañana también, o al otro, o al siguiente a más tardar, morirán los chouans que se entregaron bajo solemne promesa de perdón sin que Nuestra Señora de Thermidor ni tampoco la del Buen Socorro pueda salvarlos. Porque ocurre que esa buena dama que trata siempre de ayudar a otros, está ella misma necesitada de un buen socorro: tan unida se encuentra su suerte a la de su marido».
***
Esa noche le pedí a Tallien que durmiera en otra habitación. No me sentía con fuerzas como para tenerle cerca, para padecer su proximidad, su aliento en mi almohada y ese olor rancio de un cuerpo que otras veces había llegado incluso a amar. Pero había también razones de orden práctico para desear la soledad, y éstas fueron las que esgrimí para pedirle que me dejara sola. Necesitaba pensar, poner en orden mis ideas. Mañana, sí, mañana todo volvería a ser como antes para el matrimonio Tallien a menos que yo hiciera algo para sacar provecho de este nuevo y mínimo momento de gloria que había tenido mi marido a costa de la sangre de los chouans. Distraídamente miré el calendario que había sobre mi mesa. Era uno muy bello de nácar y marfil que había logrado sobrevivir conmigo todos estos años a tantas mudanzas, a tantas huidas. El 9 de Thermidor era la fecha que en él podía leerse. Y si la Convención había festejado ya con tanta pompa el aniversario de la muerte de Robespierre, ¿qué más natural que uno de sus actores principales lo hiciera también? «Una fiesta–me dije-, una gran fiesta que marque nuestro regreso al círculo de los más influyentes». Eso era lo que pensaba organizar. ¿No estábamos acaso en un tiempo en el que la mayor obsesión era divertirse? ¿No era yo madame Thermidor? ¿No hacía exactamente un año que Tallien había derrotado a Robespierre? Muy bien, pero esta vez iba a ser yo quien administrara nuestro recién conquistado patrimonio de prestigio y respetabilidad, y lo haría como más gustaba a la frívola sociedad parisina: con un gran baile de merveilleuses y de jeunesse dorée.
«Para celebrar el aniversario de una nueva era de libertad y esperanza en el futuro…. — Así comenzaría la invitación que pensaba enviar a todos nuestros amigos y a las personas más relevantes de la ciudad-: Y también para festejar el regreso de Jean–Lambert Tallien a la escena política, se celebrará el día 12 de Thermidor en La Chaumiére un baile de víctimas… Directora escénica, responsable del vestuario y de todo lo demás, Teresa Cabarrús».
Naturalmente, esta segunda parte de la invitación no estaba en el texto que pensaba enviar a mis convidados, sino sólo en mi ánimo. «Adelante», me dije; eran muchas y muy variadas las cosas que había que preparar.
UN GRAN BAILE DE VÍCTIMAS
Los entretenimientos que más interés despertaban en la sociedad de entonces eran los llamados bals des victimes, en los que, como si de un exorcismo se tratara, los invitados se dedicaban a escenificar de forma entre humorística y morbosa lo que habían sido los horrores de la era Robespierre. Para poder asistir a esas fiestas era indispensable tener un pariente, cuanto más cercano mejor, que hubiera perdido la vida en la guillotina, y tal era el furor por ellas que la gente falsificaba incluso documentos para conseguir una entrada. A estos bailes, la mayoría públicos, era costumbre acudir ataviados de luto y con algún signo luctuoso, como por ejemplo una cinta roja atada al cuello para simbolizar el tajo de la Louisette. «Ataviados» es aquí palabra engañosa, puesto que sirve en realidad para describir sólo el vestuario de los caballeros. Ellos, a pesar de los toques extravagantes de sus ropajes, al menos iban vestidos; nosotras, las damas, en cambio, íbamos más bien desvestidas. Recuerdo, por ejemplo, una tenue mía que tuvo mucho éxito en una fiesta organizada por madame de Staël y que consistía en una bella representación de Hécate. Al contarle que pensaba acudir así ataviada, Germaine de Staël se había sorprendido ante el personaje elegido por mí.
— Querida, ya que has decidido disfrazarte de bruja, bien podías haber elegido convertirte en Circe o en cualquier otra hechicera famosa por su belleza; la vieja y fea Hécate, en cambio, no te hará justicia.
Siempre me gustó epatar a Germaine y en aquella ocasión lo logré con creces. Aparecí en su fiesta como una vieja decrépita y harapienta para, al cabo de unos minutos, despojándome de mis harapos, lucir casi desnuda con tan sólo una malla transparente que simulaba una finísima tela de araña. Cuento esta anécdota para explicar que los bailes de víctimas, que siempre giraban en torno a temas lúgubres, requerían mucha imaginación y también una cuidada escenografía. Algunos se celebraban cerca de los cementerios o de viejas cárceles para dar desde el principio el adecuado marco a tan funeraria fiesta. Los que tenían lugar en casas particulares, exigían un esfuerzo añadido de organización por parte de los anfitriones y, como es natural, un gasto considerable. Pero en aquel entonces tal cortapisa no existía, todo el mundo gastaba a manos llenas los dineros logrados en negocios turbios. Recuerdo como particularmente bella y dramática, por ejemplo, la fiesta organizada por otra de las estrellas emergentes del momento, madame Villers. En su caso, ella optó por recubrir el suelo de una tela roja que semejaba sangre y que ondulaba bajo nuestros pies al caminar hinchada y deshinchada por grandes fuelles. Durante la cena (en la que se sirvieron sólo vísceras y frutos rojos), una orquesta de cámara amenizaba nuestro lúgubre banquete tocando la marcha fúnebre. Tal era el despliegue de imaginación morbosa, que sorprender a los invitados se estaba convirtiendo en una misión inalcanzable. Aun así, la ocasión merecía un esfuerzo especial por mi parte y durante varios días estuve trabajando en silencio sin confiarle a nadie, ni siquiera a Rose, la idea que tenía en la cabeza.
***
Llegó por fin el día y la fortuna tuvo a bien regalarme una noche perfecta llena de estrellas, cálida pero con una suave brisa. El jardín estaba muy bello iluminado por cientos de antorchas y desde la ventana de mi habitación me entretuve en observar a la luz de éstas cómo empezaban a llegar nuestros invitados. Una de las primeras en aparecer fue Germaine de Staël, impresionante en su caracterización de… en fin, eso tendría que preguntárselo más tarde, porque de momento iba cubierta con una larga capa (negra, naturalmente). Según sus gustos intelectuales, lo más probable es que bajo dicha prenda se escondiera un disfraz de Medea o de Clitemnestra o de alguna otra dama con las manos profusamente manchadas de sangre. Vi después a Rose, que, contraria a su costumbre, llegó bastante temprano. La futura emperatriz de Francia no tenía mucho dinero por aquel entonces. Aun así, era ya todo lo manirrota que le permitía su pequeña pensión de viudedad (y las dádivas de sus amantes, dicho sea de paso). Como eso no le bastaba, tenía por costumbre redondear su presupuesto dedicándose al trueque y debía de haber tenido un golpe de fortuna de uno u otro signo, porque esa noche iba espléndida. Esa noche había elegido un favorecedor vestido azabache que dejaba al descubierto su bello pecho, salvo las areolas. Éstas lucían recubiertas de minúsculos brillantes; falsos, naturalmente, pero reflejaban su luz de un modo muy hermoso que resplandecía gracias a las antorchas. Con ella venía Barras. Todos sabíamos que Rose y él tenían eso que en Francia llaman una amitié amoureuse, un término que adoro y que refleja lo muy civilizados que son los franceses en los asuntos galantes. Una amistad amorosa es aquella que incluye cama, amor y pasión, pero que deja fuera eso tan pesado que podemos llamar exclusividad. Nada de fidelidad, nada de celos, nada de drama. Baste decir que en el París de aquel entonces la moral no estaba invitada a nuestras fiestas; era algo engorroso y molesto que todos preferíamos dejar a la puerta. Además, a Rose su liaison con Barras le permitía gozar de la ayuda económica de su amigo, lo que era más que conveniente dadas sus precarias finanzas. Pero dejemos de hablar de las finanzas de la futura emperatriz de Francia y de sus amitiés amoureuses para observar quién más hace su entrada en La Chaumiére al baile de víctimas.
Una pareja de petimetres vestidos con levitas negras de altísimos cuellos que venían detrás de Barras y Josefina aceleraron su paso para saludar con aspavientos al que poco a poco se estaba convirtiendo en el hombre más importante de Francia. Barras, sin embargo, apenas los miró. Saludó á la victime como era de rigor e inmediatamente los despidió con lo que me pareció un muy aristocrático gesto de la mano. Entonces yo me entretuve en observarle bien desde mi escondite. Ahora que la gente poco a poco volvía a presumir de sus orígenes aristocráticos, el porte y la apostura de Barras no dejaban lugar a dudas: pregonaba que era vizconde y educado con esmero. Muchos lo consideraban la gran esperanza política del momento, pero debo decir que algo en aquel hombre me producía escalofríos. Tal vez durante la cena, me dije, debería dedicar un tiempo a conversar con él. Ojos como ésos es aconsejable mantenerlos pegados a un bello escote o a unas bien torneadas piernas. Y es que tengo para mí que cuando un hombre, por muy peligroso que sea, se entrega al dulce placer de conquistar a una dama, olvida aunque sea durante ese rato otras lides igualmente atractivas para él, como la intriga o incluso la traición.
Yo le había pedido a Tallien que bajara temprano y que se ocupara de recibir a nuestros invitados mientras ultimaba mi toilette. Con seguridad, me decía a mí misma, una vez pasado el efecto producto del miedo y la desesperación, gracias a los cuales había conseguido convencer de su inocencia a la Convención, Tallien volvería a ser el hombre socialmente torpe de siempre. Pero yo confiaba en que la puesta en escena que había preparado para aquella velada lograse que nuestros invitados se dedicaran a admirar la decoración y no a juzgar a Tallien. Y es que esa noche todo estaba pensado para provocar sorpresa, incluso estupor. Para empezar, el hall de entrada estaba decorado de modo que los huéspedes tuvieran la impresión de que se adentraban en La Force, la cárcel en la que Josefina y yo habíamos estado prisioneras. A tal efecto, había hecho colocar aquí y allá pesados grilletes y otros instrumentos de tortura, así como paja en el suelo e incluso alguna inmunda rata disecada. Hasta aquí, nada hacía presagiar un alarde de imaginación ni mayor ni distinto de lo que era habitual en los llamados bailes de víctimas con su estética lúgubre. A esta primera impresión engañosa contribuía además la música que tocaba una pequeña orquesta instalada en una esquina: un réquiem de Bach. La sorpresa vendría después, cuando todas las «víctimas» vestidas de negro y con sus cintas rojas al cuello pasaran a la siguiente estancia. Porque allí había yo preparado una variante a tan fantasmal desfile de muertos: los esperaba nada menos que el paraíso. O lo que es lo mismo: un decorado que reproducía el Más Allá al que accedían nuestros amados difuntos, aquellos que habían dejado su cabeza en la guillotina. Yo había hecho cubrir las cuatro paredes de nuestro salón de baile con tules blancos tachonados de estrellas plateadas. Poco antes de que los invitados entraran, estaba previsto encender cientos de velas que se reflejarían en veinte grandes espejos instalados a poca distancia unos de otros a lo largo de toda la sala, hasta lograr una luminosidad tan intensa como la luz del día. En cuanto se abrieran las puertas, además, una orquesta de mayor tamaño que la primera, situada en un balconcillo superior, tenía previsto interpretar la Primavera, de Vivaldi, mientras un centenar de camareros ataviados de blanco servirían champagne en altas copas en forma de flauta. Incluso la forma de las copas estaba deliberadamente elegida. Las copas de champagne más habituales en las casas de entonces eran las bajas y redondas, por estar inspiradas en el tamaño y forma del pecho de la Pompadour. Sin embargo, nada en fiesta tan «celestial» debía hacer pensar que el matrimonio Tallien tenía inclinaciones monárquicas, de modo que yo me había hecho fabricar unas altas y estilizadas copas a las que llaman flûtes.
En cuanto al menú, lejos de servir vísceras como se estilaba entonces–y Dios mío, a quién se le había ocurrido poner de moda semejante porquería por muy en concordancia que estuviera con la estética de victimes-, consistía en lo siguiente: llegado el momento de pasar al comedor, los invitados descubrirían que yo había hecho instalar, además de las veinte mesas redondas destinadas a los comensales, dos enormes consolas al estilo renacentista en las que podrían admirarse manjares de muy diverso tipo, pero con una particularidad: todos del color del oro. Como pulardas rellenas de foie–gras, por ejemplo, o huevos en salsa de Madeira, o grandes fuentes de arroz al azafrán; también esturión napado en dos tonos de amarillo, faisán a las uvas y hasta caviar persa, que me costó una fortuna y que no todo el mundo supo apreciar. En la consola de la izquierda podrían admirarse los postres, y éstos eran también del mismo y celestial color. Como un soufflé frío al Armañac, o una mousse de albaricoque, o un pastel de chocolate blanco con coulis de naranja a los que acompañarían además varias fuentes barrocas en las que podría verse una profusión de frutas de todo tipo recubiertas de una finísima capa de azúcar dorado.
***
Sí, todo esto verían mis invitados dentro de unos minutos. Pero de momento yo estaba arriba terminando de arreglarme mientras ellos se encontraban en el hall rodeados de ratas disecadas, grilletes, música fúnebre y, como única anticipación de lo que les esperaba en las habitaciones contiguas, la posibilidad de beber champagne de sus flûtes. Caminaban, se saludaban al son de la música, sonreían, comentaban, pero en la mente de todos, apuesto, había una misma pregunta: ¿dónde estaba la anfitriona?
Cuando ya estuve lista para bajar, indiqué a Frenelle que ordenara a los criados que abrieran las puertas de par en par para permitir que los invitados accedieran por fin al paraíso. Desde donde estaba, y entre los acordes de la Primavera, casi podía oír sus comentarios de sorpresa y también de incredulidad: ¿qué tipo de baile de víctimas era aquél en el que lo fúnebre brillaba por su ausencia y en el que no había anfitriona?
Por fin, cuando consideré que ya el champagne y Vivaldi habían comenzado a hacer su habitual efecto de entibiar (o enturbiar) corazones, descendí la escalera al tiempo que hacía señas a la orquesta para que interpretaran Cosi fan tutte, de Mozart, que me pareció el acompañamiento ideal para lo que yo quería transmitir esa noche a mis invitados.
Las puertas se abrieron entonces y yo me detuve unos segundos en el umbral a observar la escena. En el salón principal, la luz de las velas reflejadas en los espejos y en las cientos de estrellas plateadas hacía resplandecer toda la estancia. Ahora todos los ojos se volvían para mirarme, y entonces yo respiré hondo y, entre aquella ingente marea de casacas negras y vestidos enlutados, entre madame de Staël disfrazada de Medea y Josefina de viuda alegre, comencé a abrirme paso. O, mejor dicho, me limité a avanzar muy despacio mientras, como si del mar Rojo se tratara, aquella pleamar de ropas negras fue dividiéndose a derecha e izquierda dejándome paso. Sonaba un aria de Cosi fan tutte y mucho me complació ver en la cara de los caballeros una inequívoca muestra de admiración mientras me dedicaban sus mejores sonrisas o hacían reverencias. Algunos saludaban á la victime, esto es, con ese enérgico sacudir de cabeza que recordaba el corte de la guillotina, o bien se llevaban un dedo al cuello para significar un tajo. Otros, por el contrario, y a pesar de lo mal visto que aún estaba hacerlo, tomaban mi mano para besarla tal como se hacía antes del diluvio, lo que denotaba, una vez más, cómo comenzaba a languidecer la moda revolucionaria. Pero lo más sorprendente (y agradable para mí) fue ver la cara de mis congéneres femeninas.
— ¡Habrase visto desfachatez igual! — le oí cuchichear a Juliette de La Tour, una jovencita que acaparaba últimamente muchas miradas-. Creo que nunca podré perdonarla por esto…