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— Miradla–decía una tercera-, es increíble, inaudito…
Lo curioso del caso es que el traje que yo había escogido para esa noche y que tanta conmoción masculina (y también femenina) estaba causando no era uno particularmente escandaloso. Si en otras ocasiones había yo elegido sorprender a mis amigos ataviada de vestal o de Diana cazadora con apenas unas pocas pulgadas de tela cubriendo mi cuerpo, esta vez habían sido necesarios muchos pies de muselina para confeccionar mi atuendo. Tenía un escote poco pronunciado y un corte bajo el pecho al estilo que más tarde se conocería como «imperio». Tampoco podía decirse que tuviera abertura alguna que permitiera ver mis piernas ni los dedos de los pies, llenos de sortijas como otras veces. La falda caía hasta el suelo y luego se prolongaba en una cola, pero ésta era igualmente discreta. En realidad, si resultaba tan fuera de lo común dicho vestido, no era por su factura, sino por el enorme contraste que producía con la apariencia del resto de los invitados. Porque si todos iban á la victime, es decir, de negro riguroso, yo iba de blanco inmaculado, adornada tan sólo por una cascada de perlas de distintos tamaños, un regalo de mi padre, que no me había atrevido a lucir desde la muerte del buen Luis XVI.
Una vez más llegaron hasta mí los cuchicheos femeninos.
— ¡Dejarnos a todas en ridículo y vestidas como pájaros de mal agüero, eso es lo que ha hecho! ¡Nunca podré olvidarlo! — se decían unas a otras en voz baja-. ¡Nunca! — Y luego, al ir yo a besarlas con la más amplia de mis sonrisas, cambiaban a duras penas el discurso-: ¡Querida, estás espléndida, guapísima! ¿Cómo se te ocurrió esta idea? Eres única…
Los comentarios masculinos eran aún más admirativos y sin duda también más sinceros: «¡Qué idea tan brillante, ma belle, pareces un ángel entre tantas tinieblas!».
Es un hecho sabido que las mujeres nos vestimos para las mujeres y nos desvestimos para los hombres, pero yo esa noche rompí la regla. No me había vestido para ellas ni desde luego entraba en mis planes desvestirme para complacer a ninguno de aquellos caballeros. Lo que deseaba era sorprender a unos y a otros, y, sobre todo, recordarles la fecha que estábamos celebrando: el aniversario del 9 de Thermidor. Todo un año había transcurrido desde el fin del Terror y de tanto sufrimiento y, a mi modo de ver, era ya hora más que cumplida de dejar de jugar a víctimas.
En cuanto hube saludado a todo el mundo, llegó el momento de pasar al comedor. Si el salón estaba decorado en blanco y plata, el comedor lo estaba en blanco y oro y su visión levantó, afortunadamente, el mismo murmullo de admiración. La cena servida poco después transcurrió bien. A ello ayudaba, y no poco, la originalidad de los platos, de modo que hasta las mujeres mudaron el gesto para alabarlos. «Querida–me dijo Germaine de Staël, que podía ser pedante y tediosa pero a la que desde luego nunca le dolieron prendas en decir todo lo que pensaba-, al descubrir la jugarreta que nos has preparado me faltó poco para despellejarte viva, pero este faisán a las uvas merece cien años de perdón. En cuanto a esta mousse de albaricoque, ¡el maestro Rousseau estaría más que orgulloso del uso que haces de los tesoros de la naturaleza!».
Este y otros comentarios me hicieron albergar la esperanza de haber logrado cumplir mis dos objetivos de la noche: uno muy frívolo, otro muy necesario. El primero era seguir siendo la mejor anfitriona de París; el segundo, apoyar a Tallien y lograr que todos olvidaran sus coqueteos con los realistas. Miré a mi alrededor. «Cuidado», me dije, porque mi intuición me avisaba una vez más de que algo imperceptible comenzaba a cambiar en París y había que ser muy precavido. Tal como decía Germaine de Staël, allí estaban todos revueltos: el cordero paciendo con el lobo y el cabrito con el leopardo, o, lo que es lo mismo, comiendo manjares dorados y haciendo de victimes. Allí se encontraban, no había duda, todos los personajes más relevantes del momento. Los miembros de la Convención, los émigrés recién llegados del extranjero, también los jacobinos, aún muy influyentes, así como esa nueva fauna que ya conocemos llamados los muscadins, que coqueteaban con los realistas. Dados los últimos acontecimientos, hacía falta mucho valor para declararse abiertamente monárquico, pero a estos jóvenes petimetres no parecía importarles hacerlo cada vez más abiertamente.
¿Cómo–me decía yo–podía sostenerse una situación en la que las fuerzas eran tan distintas y divergentes? ¿Y cómo Tallien y yo podíamos ganar el favor de unos y otros? En las fiestas posrevolucionarias el momento de los brindis era decisivo. Más que un acto simbólico, era la oportunidad para pulsar la opinión de las gentes y ganar voluntades. Yo esperaba con inquietud para ver por dónde soplaban los vientos al tiempo que confiaba en que el champagne, los bellos decorados y, por qué no, también mi «angelical» aspecto ayudaran a nuestra definitiva rehabilitación. Así había ocurrido otras veces. Los invitados a mis fiestas, en especial los masculinos, tal vez entraran en casa algo tibios respecto de su anfitriona, pero desde luego todos salían de allí convenientemente caldeados.
Sin embargo, en cuanto empezaron los brindis noté que algo no iba bien. En los toasts protocolarios apenas se citaba a Tallien y los diputados que tomaban la palabra se limitaban a hacer votos por sus propias esperanzas en el futuro. De hecho, no hubo mención alguna a los anfitriones, ni siquiera nos dispensaron esa mínima amabilidad. Quienes habíamos visto caer tantas cabezas por el súbito cambio en la apreciación de la mayoría, sabíamos lo volubles que eran las voluntades y cómo no había que dejar el menor resquicio a la animadversión; tampoco a la indiferencia. No hay más remedio, me dije entonces, que jugarse el todo por el todo. Tal vez me hubiera equivocado provocando, innecesariamente a las mujeres con mi atuendo, y todos sabemos cuán peligrosas pueden ser cuando se las agravia. Sin embargo, de los rencores femeninos tendría que ocuparme en otro momento. Ahora lo urgente era ganar el favor masculino. Hice una señal a mi buen Bidos para que sirviera más champagne y a los músicos para que tocaran de nuevo a Mozart mientras yo me disponía a proponer un brindis. Me puse en pie. Era muy consciente de que todas las miradas estaban fijas en mí y en mi vestido blanco. El mundo es sin duda de los hombres, pensé, pero a veces nosotras conseguimos cosas que ellos nunca lograrían. «Un minuto un héroe y al otro un villano, cuidado, Teresa… », añadí, y luego, tragando saliva, miré al frente.
No recuerdo las palabras iniciales que dirigí a la concurrencia pero sí el sentimiento que puse en ellas. Hablé de que un año sin Terror había vuelto a traer la paz a Francia; insistí en que ahora lo importante era olvidar todas las rencillas; que era el momento de perdonar las ofensas y mirar juntos en la misma dirección, hacia delante, hacia el lugar que la Historia tenía destinado a este glorioso pueblo capaz de romper sus cadenas y crear una sociedad nueva. Hablé luego de algo que siempre alcanzaba los corazones de todos sin excepción: de la valentía de nuestros soldados luchando en los diversos frentes que Francia tenía abiertos contra los que querían ahogar nuestra Revolución. Hablé y hablé hasta que tuve que parar para tomar aliento porque las lágrimas corrían por mis mejillas; yo, que siempre las he odiado.
En realidad no sé qué obró el milagro. Si las palabras que me dictaba la desesperación o mis lágrimas, o tal vez fuera el discreto corte de mi vestido blanco entre tantas damas de negro y semidesnudas, pero lo cierto es que se hizo un silencio. Entonces pude ver cómo las miradas agrias se suavizaban y los rictus severos se volvían amables. Entre todas ellas elegí fijarme en dos: en la de Tallien y en la del hombre que estaba a mi derecha y que no era otro que Paul François Nicolas, ci–devant conde de Barras. La de este último tenía ese brillo entre frío y lleno de determinación de los cazadores que calibran y sopesan una futura pieza. «Debo tener cuidado con este hombre», me dio tiempo a pensar antes de que mi vista se deslizara hacia la mesa de mi izquierda, que presidía Tallien. Él estaba semihundido en su silla y se diría que mi discurso, si por un lado no había podido menos que complacerle, por otro le producía horror. Horror de comprobar cómo, una vez más, todos lo veían como una rémora, un estorbo o, lo que es peor, como el perrito de madame Cabarrús. Tallien, el héroe que nunca lograba serlo más de dos días seguidos, el gauche, el patán, el…
Un escalofrío hizo que desviara la mirada y, al hacerlo, ésta se encontró por segunda vez con los ojos de Barras. Sí, debía tener mucho cuidado con un hombre como aquél…
DE CÓMO ENTRÓ BARRAS EN MI VIDA
Barras era para muchos el personaje del momento y, como he dicho, contaba en su haber con no pocos atributos que lo hacían atractivo. No sólo se trataba de un aristócrata ganado para la causa revolucionaria, sino que contaba con la ventaja adicional, muy importante en la era posterior a Robespierre, de que sus manos no estaban tan teñidas de sangre como otras. Porque mientras gentes como Tallien y Fouché tenían a sus espaldas la muerte de innumerables inocentes en su época de représentants en mission, Barras había estado brevemente en provincias y después hizo la revolución desde la bancada de la Montaña, donde votó, eso sí, la muerte de Luis XVI. Además, por si su persona necesitara adornarse con otros elementos positivos, había jugado un papel destacado en la conjura que puso fin al reinado del Incorruptible, puesto que, como recordarán, fue él quien comandó las tropas de la Convención que marcharon contra el Ayuntamiento, donde Robespierre se había refugiado a la desesperada.
Una vez muerto éste, y a diferencia de Tallien, Barras había sabido utilizar su gesta para hacerse un nombre. Era consciente, como también lo era yo, de que en aquellos tiempos de sentimientos tan inestables era necesario ganar una batalla todos los días contra ese monstruo caprichoso e insaciable de lo que más tarde se llamaría «opinión pública». Y para hacerlo era menester no bajar nunca la guardia y jugar un papel destacado en todos los manejos políticos, tanto en los lícitos como en los que no lo eran. En cuanto a sus finanzas, su pertenencia a una muy antigua familia no lo había hecho rico, pero sí lo había dotado en cambio de gustos caros que él procuraba satisfacer. Y para ello nada mejor que participar en negocios oscuros de toda índole, muy frecuentes entonces, que le permitieron lograr una sólida base financiera. En otras palabras: Barras era, respecto de Tallien, la otra cara de la moneda. La suya, brillante; la de de mi marido, cada vez más opaca. Por si fueran pocas todas estas diferencias, habría que añadir una más: el hecho de que, a pesar de que Tallien también participaba entonces en no pocos negocios irregulares, no tenía el talento de Barras. En su época de representante en misión en Burdeos, Tallien había logrado reunir una pequeña fortuna, pero ésta había desaparecido prácticamente en su totalidad. El tren de vida que llevábamos no era lo que se dice barato y, a pesar de que yo conservaba algo de dinero, las cláusulas de mi divorcio con Fontenay habían mermado considerablemente mi fortuna. Bajar nuestro tren de vida y vender algunas propiedades habría sin duda aliviado la situación, pero yo nunca he sabido vivir con estrecheces. De esto era consciente Tallien, quien, en los últimos meses, se había metido en dos o tres ruinosas operaciones de esas en las que sólo se embarcan los incautos o los desesperados (y ambos adjetivos, me temo, le cuadraban admirablemente). De un tiempo a esta parte se dedicaba también al trueque y a la usura, prestando y tomando dinero por semanas. La usura se había convertido en la diosa de los franceses en aquel mundo desigual en el que los pequeños rentistas se morían de hambre mientras otros, desde los ministros hasta los empleados humildes, buscaban dinero fresco donde fuera, y sólo lo encontraban a cambio de intereses exorbitantes. Por eso, Tallien, cada vez más acuciado por las deudas, intentaba salir adelante arrimándose a cambistas, agiotistas y gentes a cual más deshonesta sin que yo supiera ya cómo ayudarle.
Así las cosas, y tal como más tarde diría Germaine de Staël en una frase que no sé si estaba pensada como alabanza o como una de sus sutiles y perversas ironías, «con nocturnidad y haciendo sonar profusamente su bolsa», entró en mi vida Paul Barras. Y lo hizo «porque el primer hombre de París buscaba, como es natural, ser el dueño de la primera mujer de la capital».
A esto yo podría argumentar que ambos comentarios son falsos, puesto que no hubo nocturnidad (a menos que con ello se aluda a nuestras miradas en la mesa la noche de mi baile de víctimas). Y en cuanto al tintinear de su bolsa, creo poder decir sin falsa modestia que eran muchas las que tintineaban a mi alrededor sin que yo les hiciera el menor caso. Sin embargo, lo evidente no siempre lo es para nuestros contemporáneos, de modo que dejemos que sea otro de mis «amigos» quien hable de lo que entonces presenció, aunque lo que diga no sea del todo favorable a mi persona:
Barras supo que tener a su lado a una mujer como Teresa significaría un triunfo para él. Era consciente de que para medrar mucho podía ayudarle una mujer brillante, puesto que su esposa–inteligente mujer ella–vivía lejos de París.
Ya está, ya está dicho. Dos comentarios más muy poco halagadores para con mi persona, pero mucho me temo que éstos sí son ciertos. Veamos cómo comenzó todo y también qué estaba pasando en París en aquel entonces.
***
Dos hechos importantes iban a marcar el otoño de 1795; uno sería la insurrección realista del 13 de Vendémiaire (5 de octubre) y el segundo la desaparición de la Convención para dar paso al llamado Directorio, una forma de gobierno compuesta por cinco directores, en el que Barras se convirtió inmediatamente en el hombre fuerte. Tallien, por su parte, hizo ímprobos esfuerzos por compartir con él tal honor, pero fracasó. No contaba ya con los apoyos ni de los de derechas ni de los de izquierdas, y se tuvo que contentar con convertirse en miembro del llamado Consejo de los Quinientos; poco más que una limosna, puesto que estaba subvencionado con veintiocho francos diarios, cuando yo, para que se hagan una idea, llegaba a gastar ocho mil en una peluca. Nuestra economía por tanto se volvía cada vez más precaria a medida que avanzaba el año IV de la Revolución, pero si bien yo ya no podía obsequiar a mis invitados con veladas tan costosas como mi último bal des victimes, La Chaumiére continuaba siendo el lugar de reunión favorito de todo París, en el que, dicho sea de paso, comenzaban a brillar nuevas estrellas. Y entre ellas había una que estaba destinada a convertirse en la más rutilante de toda una era. Dicha estrella había entrado en mi vida apenas un par de meses antes y lo hizo de un modo oscuro e insignificante.
— Decidme, ciudadana, ¿quién es ese tipo de aspecto ridículo que está junto a la ventana? Si no fuera porque viste de uniforme, se diría que es un pordiosero. ¿Pero habéis visto el lamentable estado de su casaca? ¡Qué desdoro para el ejército francés! ¿Y qué me decís de ese cabello desgreñado? Ya sé que ahora se lleva el pelo en la cara al estilo orejas de perro, largo por delante, pero ese tipo parece un chucho callejero recién salido del agua…
Quien irrumpió en el escenario de mi vida de esta triste guisa era un militar corso de corta estatura y aire taciturno que por entonces respondía al peculiar nombre de Napoline o Napoleone di Buonaparte. En mayo de 1795, y a pesar de haberse destacado en Toulon frente a los ingleses, Buonaparte malvivía en París. Y lo hacía con media paga en castigo por haber rechazado el mando del Ejército del Este aduciendo que era un puesto que no tenía futuro. Jacobino de corazón, sus apreciaciones sobre la política de París y sus más que reveladores comentarios sobre las mujeres las dejó reflejadas en una carta que envió a su hermano José y que dice así:
Las mujeres están en todos lados, en los teatros y en los espectáculos públicos, en los paseos y en las librerías. Por todos lados se ven mujeres bellas. Aquí, más que en ninguna otra parte del mundo, parecen llevar las riendas del gobierno y los hombres se vuelven peleles en su compañía. Piensan sólo en ellas y viven sólo para ellas. Una mujer debe vivir en París apenas seis meses para ver qué le corresponde, para comprobar cuál es su imperio.
Sin embargo, antes de conocer mejor a este personaje que ahora entra en escena, dejémosle unos minutos más taciturno junto a su ventana para que yo pueda describir a otros actores del momento. Junto a Tallien, quien por aquellas fechas había adquirido la enojosa costumbre de vagar por los salones ocupado tan sólo en la triste tarea de comprobar si estaban llenas o vacías las copas de nuestros invitados, eran varios los nuevos amigos que frecuentaban La Chaumiére. En lo que a compañía femenina se refiere, a la siempre brillante Germaine de Staël y a la no menos brillante (aunque por distintas razones) Rose de Beauharnais, se unía ahora la de Jeanne Françoise Julie Adélaïde Récamier, más conocida como Juliette Récamier. Esta muchacha, que estaba destinada a convertirse en una de las mujeres más famosas de París y a inspirar a escritores tan dispares como Chateaubriand y a la propia madame de Staël, tenía por aquel entonces dos características encantadoras: jugaba a ser virgen y contaba, hélas!, con once años menos que yo. En cuanto al segundo atributo, no era algo que tuviera importancia en ese momento de nuestras vidas. En aquel año de gracia yo disfrutaba de unos muy bellos veintisiete abriles, edad que, por lo general, resulta bastante más atractiva que unos tiernos dieciséis. El primero de los atributos, en cambio, ya empezaba a molestarme entonces. No porque yo considerase que la virginidad fuera algo digno de admiración, más bien todo lo contrario; sin embargo, y para mi estupor, esa monserga de la virtud y la doncellez pareció calar hondo en el ánimo de bastantes de mis amigos y admiradores. Y es que como ya he apuntado en alguna ocasión, París era una ciudad que amaba por encima de todo lo novedoso, lo diferente, fuera de la índole que fuere, y una muchacha que se proclamaba virgen en un mundo lleno de mujeres que, disfrazadas de concubinas romanas, coleccionaban amantes de uno y otro sexo, era, cuanto menos, una flor exótica. La virginidad de madame Récamier parecía tanto más sorprendente por estar casada hacía tres largos años. Sin embargo, lo cierto es que monsieur Récamier, banquero de renombre y mayor fortuna–y que triplicaba la edad de su joven esposa, dicho sea de paso-, alentaba a su vez la leyenda. Para añadir más interés aún a la historia se decía además que Juliette era completamente fiel a su añoso marido, y que ello era debido a una «explicación fisiológica». Como no soy amante de los chismes baratos no puedo decir exactamente de qué explicación fisiológica se trataba, pero sea lo que fuere, lo que sí puedo asegurar es que la muchacha supo sacarle un enorme partido a su virtud y ser por ella admirada. Para completar esta, para mí, latosa imagen de virgen intacta, Juliette solía vestir, además, de modo distinto del que se estilaba entonces. Nunca se la vio copiar mis atuendos de Aspasia, aquella cortesana griega consejera de Pericles, ni mucho menos mis disfraces de Diana cazadora o de Mesalina. Todo lo contrario: Juliette Récamier paseaba (algunos rendidos recamieristas dirían «levitaba») por los salones vestida con castísimos vestidos de color rosa muy pálido o blanco, largos hasta los pies y con escotes de lo más recatado, lo que, unido a su indudable belleza, le confería un aire de casto desvalimiento que pedía a gritos protección.
En cuanto a los hombres, me gustaría destacar como sobresaliente la presencia en mi casa de dos caballeros de porte muy distinto. El primero era Fréron, jefe de los voyous, o «granujas», una fracción de los muscadins. Este personaje se puede decir que era prototípico de nuestra época. Participante entusiasta en las Masacres de Septiembre primero y miembro de la Convención y regicida después, se convirtió a continuación en uno de los más encendidos defensores de la causa antirrobespierista, colaborando activamente en su caída. Sin embargo, una vez muerto el Incorruptible, comenzó a coquetear con la causa realista a través de su periódico L'Orateur du Peuple; él, que había votado la muerte de Luis Capeto. Miembro destacado de esa tan extravagante juventud dorada de la que ya hemos hablado en otros capítulos, todos lo consideraban el casanova de la política y paseaba por mis salones vestido de forma sumamente flamboyant. El otro personaje del que quiero hablarles es Barras.
Paul Barras se coló en La Chaumiére y también en mi vida como la mala hiedra y, a partir de ahí, comenzó a crecer y crecer hasta abarcarlo todo. Se paseaba por mis salones como si fueran su casa. Al principio no me importó, al fin y al cabo era el hombre más influyente de Francia y me distinguía con su amistad. Además, era encantador cuando se lo proponía y muy generoso, al menos al comienzo de nuestra relación. En cuanto a ésta, no es una etapa de mi vida de la que me sienta orgullosa. Temo que mi hija María Luisa nuevamente torcerá el gesto al leer las líneas que vienen a continuación, pero ¿de qué sirven unas memorias si los pasajes turbios se maquillan o falsean? En la vida de todo ser humano hay oscuras sombras, pasajes vergonzosos y pequeñas infamias, y las mías tienen un nombre: Paul François Barras.
Digamos que todo comenzó como un juego y con un flirt en el que participaba también mi buena amiga Rose. En aquella época no era raro que dos amigas compartieran cama con el mismo hombre. No a la vez, me apresuro a aclarar, sino sucesivamente, y ello no enturbiaba en absoluto la pasión que sentíamos por el objeto de nuestros favores, ni mucho menos la amistad que nos unía. Así, Rose fue la primera de nosotras en tener amores con Barras, lo que le permitió, por cierto, recuperar muchos de sus efectos personales, incluidos un carruaje y caballos confiscados desde la muerte de su marido. También, y gracias a la ayuda de Barras, en agosto de 1795 pudo instalarse como inquilina en un bonito petit hôtel de la Rue Chantereine, lo que ayudó a su bienestar y al de sus hijos. En cuanto a él, yo creo que le atraían mucho los femeninos encantos de Rose, y más aún ciertas técnicas amatorias y tropicales de la futura Josefina, algunas de las cuales ella tuvo a bien enseñarme. Como por ejemplo, los placeres de eso que el marqués de Sade llamaba el «segundo santuario», algo que, según he podido comprobar, es muy del gusto de los caballeros. Mi hija María Luisa una vez más se llevará las manos a la cabeza al ver que escribo estas cosas: «Hay detalles que en nada ayudan a perpetuar tu buen nombre, mamá», dirá, estoy segura. «Te prohíbo terminantemente que describas qué es el segundo santuario». Yo por mí lo haría de mil amores, pues creo que es algo que vale la pena saberse, pero como temo que después de mi muerte mi mojigata hija borre este capítulo y, además, es harto difícil hablar de ciertas cosas sin caer en la vulgaridad, remitiré al lector curioso a la obra de Sade. Porque el divino marqués no ganó este apodo por sus gestas eróticas, como cree la mayoría, sino por ser un escritor de enorme talento capaz de hablar de todo, hasta de lo más inconfesable, utilizando para ello un lenguaje preciso y a la vez muy bello. De él se valió, y muy bien, para explicar mejor que nadie lo que es este oscuro y a la vez muy intenso placer. Y si no leen a Sade, echen ustedes al vuelo la imaginación, seguro que no les será nada difícil adivinar en qué consiste penetrar por este secreto escondrijo.
Pero basta ya de primer y segundo santuario. Basta de alcoba y de amantes compartidos, volvamos una vez más a los salones, porque allí hemos dejado a uno de nuestros actores más principales junto a la ventana y muy taciturno.
Como ya he dicho unas líneas más arriba, aquel joven de veintitantos años se llamaba entonces Napoleone di Buonaparte e iba pobremente vestido. Era corto de estatura y la moda de llevar el pelo largo y desgreñado al estilo «orejas de perro» achaparraba aún más su figura. Buonaparte, a pesar de su juventud, era ya general y se había destacado en la reconquista de Toulon dos años antes. Allí conoció a Barras, y ésa era la razón por la que se encontraba en nuestra casa mirando por la ventana y con cara de circunstancias. El general no era amigo de reuniones mundanas, sobre todo de las que, como las mías, estaban llenas de hombres de oratoria brillante (y vacua según su opinión) y de mujeres bellas (y frívolas) como para reparar en un militar con la casaca desgastada y unas botas que pedían a gritos medias suelas.
— Rose, querida, ¿te han presentado ya al general Buonaparte? Su fama le precede, seguro que has oído hablar de él–le dijo esa noche Barras a Rose de Beauharnais al tiempo que la tomaba del brazo para acercarla a nuestro nuevo invitado.
Un cruce de miradas, apenas una sonrisa se prodigan entonces estos dos futuros actores principales de la historia de Francia, y Rose, que siempre fue generosa y atenta con los más débiles, tiende su mano al general. He aquí cómo empezaría a cumplirse lo predicho muchos años antes por la vieja hechicera Marie Celeste en Martinica. El futuro emperador de Francia y la futura emperatriz Josefina se saludan con una sonrisa, pero, de momento, diríase que el Destino tiene otros planes. Y es que la mirada de Buonaparte se posa sólo un instante en el hermoso rostro de Rose de Beauharnais. Ella, por su parte, que atenta a mis consejos ha aprendido a sonreír sin enseñar los dientes, está muy bella esa noche; sin embargo, los ojos del héroe de Toulon han seguido otra ruta.
— ¡Ah! — dice entonces Barras al darse cuenta del objeto de atención del joven militar-. Veo que no os he presentado aún a nuestra anfitriona. Teresa, ma belle, éste es el general Buonaparte.
Napoleone me miró entonces con esa expresión que tantas veces he observado en los hombres, sobre todo en los que son de corta estatura. Me refiero a una en la que se mezcla el deseo con una cierta altanería retadora que parece decir: «¿Me ves poca cosa, mi bella amiga? Espera y verás».
Yo, por mi parte, siempre he sido especialista en disolver suspicacias y altanerías, de modo que tomé del brazo a aquel pequeño general y hablando de esto y aquello le rogué que diera conmigo «una vuelta a la habitación». He aquí, por cierto, una de las muchas costumbres inglesas que se habían puesto de moda últimamente. La habían traído del otro lado del Canal de la Mancha nuestros émigrés copiada de lo que solía hacerse en las grandes casas de campo que hay en aquellas tierras, y consistía, por curioso que parezca, precisamente en eso: en recorrer del brazo de alguien el perímetro de una habitación una y otra vez saludando a aquéllos con quienes uno se encontraba por el camino entregados a la misma tarea. Frenelle llamaba a esto la promenade des idiots, porque, en su opinión, resultaba ridículo ver a personas serias e importantes dar vueltas como un burro en una noria, pero a mí me parecía una costumbre encantadora. Y es que dicho paseo no sólo poseía la virtud de permitir que luciera muy bien el vestido que una llevase puesto en ese momento, sino que servía además al salutífero propósito de estirar un poco las piernas cuando el clima exterior no permitía otro ejercicio más próximo a la madre naturaleza.
— ¿Damos otra vuelta, general? Vamos, concededme ese placer, os lo ruego–le dije con mi mejor sonrisa.
Sin embargo, después de dos vueltas del brazo del general, lo cierto es que apenas había conseguido arrancarle un par de sonrisas. Por eso me detuve delante de Rose de Beauharnais con toda la intención de pasarle a ella el testigo en la promenade des idiots con tan silente compañero.
— Tesoro–dije esbozando una de mis mundanas sonrisas-, ¿no te parece adorable nuestro nuevo amigo? ¿Cómo era vuestro muy difícil nombre?, ¿Napoline?, ¿Napoleone? Encantador, sin duda.
Después de decir estas palabras me reí con ganas, pero no de la cara que había puesto Buonaparte al ver interrumpido nuestro paseo, sino de cierto comentario que Rose acababa de susurrarme al oído en un aparte y que describía al recién llegado de una manera muy graciosa. «Vaya, vaya, con qué descaro piensas endosarme a este petit gringalet [7]», me había cuchicheado con ese acento criollo que lograba que todo sonara tanto más ingenioso, y las dos soltamos una carcajada que dejó desconcertado y no del todo contento a nuestro taciturno amigo.
***
Mucho se especularía más tarde sobre cómo y dónde se conocieron Napoleón y Josefina, pero fue exactamente así como tuvo lugar aquel histórico encuentro: entreverado de palabras frívolas, sonrisas traviesas y de una carcajada–lo reconozco–algo fuera de tono. Pero ocurrieron más cosas significativas esa noche, como la que voy a relatar. Al cabo de un rato, cuando Barras vino a reclamar la presencia de Rose para una partida de cartas, volví a quedarme a solas con Buonaparte. Entonces le tomé de nuevo el brazo y con el mismo aire desenfadado de antes me lo llevé a un aparte para decirle:
— Mi querido general, estoy muy feliz de que vengáis a mi casa, y los amigos de Barras son, desde luego, mis amigos. Creo por ello que puedo rendiros un pequeño servicio del que nada tiene que saber el resto de los presentes y que seguramente os será muy útil. Me refiero al estado de vuestro uniforme.
— Sí, ciudadana–dijo él enrojeciendo hasta la raíz del pelo e incluso a través de las orejas de perro-. No sé si Barras os ha explicado, pero me encuentro en una situación difícil. Después de un éxito militar no siempre viene otro, y tras la ya lejana hazaña de la toma de Toulon me veo destituido por causas que no hacen al caso. Si estoy en París y en este estado en que me veis, no es por mi gusto. Necesito un traje nuevo, sí. La intendencia me prometió uno, pero no es algo de lo que me guste hablar con una dama…
Entonces yo esbocé mi más amplia sonrisa de Nuestra Señora del Buen Socorro antes de decir:
— Mi general, eso no tiene importancia alguna. Lefebvre, que es quien se ocupa de los tan enojosos asuntos de intendencia, es un gran amigo mío. Os daré una carta para él y os atenderá enseguida. ¡Muy pronto tendréis una casaca y unos culottes nuevos, os lo aseguro!
La samaritana escena terminó con el pequeño general besando mi mano con devoción y agradecimiento por mi generosidad. Sin embargo, ahora, con la perspectiva que da ser más vieja y desde luego mucho más sabia, creo que en ese momento se decidió mi suerte respecto de Napoleón Bonaparte. Él y yo fuimos a partir de entonces grandes amigos, incluso más que eso… Pero mucho me temo que el orgullo de quien pronto sería el hombre más poderoso de su tiempo nunca olvidó que se había visto en una ocasión en la desairada circunstancia de recibir casi una limosna de manos de una mujer como yo. «Nunca sirvas a quien sirvió ni pidas a quien pidió», dice un juicioso refrán de mi tierra, y yo creo que tanta sabiduría requiere otra reflexión en la misma línea: nunca esperes tampoco que los vencedores agradezcan a aquellos que los ayudaron en sus momentos más bajos, porque ellos no gustan de los testigos incómodos. He aquí pues la historia del primer error de Nuestra Señora del Buen Socorro con el futuro amo del mundo. No sería el último, me temo.
***
Sin embargo, en ese momento nada de lo antes dicho tenía la más mínima importancia; a mediados de 1795, Napoleón no era más que un petit gringalet y el amo de Francia se llamaba Barras. El 5 de octubre, poco antes de que lo nombraran director, sofocaría (con la ayuda de Bonaparte y a hierro y fuego, dicho sea de paso) una insurrección realista en París, y durante toda la época del Directorio, del que fue pieza clave, Barras conseguiría practicar con verdadero talento el difícil arte de turnarse en aplastar ora a los partidarios de la monarquía, ora a los de la izquierda, logrando mantenerse en el poder contra todos y contra todo. Hay que decir, sin embargo, que la situación general del país no podía ser más penosa. Cada día aparecían cadáveres en el Sena, y desde la insurrección popular ocurrida en Germinal (abril) se hablaba de la lucha entre los «vientres vacíos» del pueblo y los «vientres podridos» de los dirigentes, con Barras a la cabeza. Sí, así era el hombre que compartía mi cama. En la esfera de lo privado, Paul como amante no era ni mucho menos perfecto, y de eso hablaré más adelante, pero en la esfera de lo público nuestra relación era mucho más gratificante, puesto que me permitía continuar ejerciendo las labores de socorro que tanto me satisfacían. Así, tal como había hecho antes con Tallien, yo procuraba utilizar mi influencia con Barras para paliar la desdicha de otros. Sin embargo, reconozco que mis labores caritativas de esa época no puede decirse que estuvieran tan cercanas al pueblo como antes. Encandilada por mi propio personaje y bastante estúpidamente, cometí varios errores. El palacio de Luxemburgo era la nueva corte en la que reinaban los directores. Había cinco, pero ¿a quién le interesaba por ejemplo aquel enano jorobado de nombre La Révelliére–Lépeaux?, ¿o el simiesco y gordo Reubell? ¿Y qué decir de Carnot, tan vulgar y avaro que cuando quería presumir de rumboso como gran cosa invitaba a sus amigos a tomar sopa?, ¿o del insignificante Letourneur? En medio de este cuarteto decadente y muy poco atractivo, Barras destacaba más que nunca. ¡Y qué maravilloso era el escenario en el que resplandecía! Antes de entrar en el palacio podía verse, por ejemplo, una cohorte de magníficos soldados que hacían guardia y que eran todo un símbolo de cuánto habían cambiado los tiempos. Por supuesto, ya no había por ahí tricoteuses, ni sans–culottes, ni ciudadano alguno del pueblo que acechase la entrada de la Asamblea. Ahora lo que podía verse cerca de este centro de poder eran coches elegantes, tílburis o cabriolés de los que se apeaban muscadins y merveilleuses invitados a los salones del todopoderoso director. Y allí, recibiéndolos a todos, presidiendo a la derecha de Barras, estaba yo, Teresa Cabarrús. Muy alejada, por cierto, de Tallien, que prefería quedarse en casa para no ver estos espectáculos, y alejada también de las gentes de la calle, a las que solía sonreír a través de los cristales de mi coche, pero de las que ya no recibía tan cálida respuesta. En principio, no le di importancia; al fin y al cabo, tenía buena conciencia, puesto que continuaba con mis labores de buen socorro, pero mucho me temo que éstas no estaban bien elegidas. Empleé mucha energía, por ejemplo, en salvar de la ruina a una industria de gran solera en Francia; sin embargo, tal industria era la muy elitista fábrica de porcelana de Sévres y mi forma de ayudarla consistió en usar sus vajillas y ornamentos con bastante ostentación en La Chaumiére para ponerlos de moda. Otra de mis cruzadas destinadas al fracaso fue intentar conseguir que el Directorio otorgara el plácet a mi padre, Francisco Cabarrús (que estaba en libertad en España desde el año 1792 y no desde 1795, como erróneamente señalan algunos), para que aceptaran su nombramiento de embajador en París. Habría sido muy gratificante que mi padre lograra tan estratégico puesto y contar con su compañía, de modo que puse todo mi empeño en apoyar esta empresa. Por aquel entonces, Manuel Godoy se entretenía una vez más conspirando para situar en el trono de Francia a un Borbón español, y dicha idea era apoyada vivamente por mi padre. Sin embargo, como el Príncipe de la Paz era un experto en ese arte tan del momento de jugar con varias barajas, al tiempo que intrigaba con Francisco Cabarrús favoreció también que Luis XVIII tuviera un representante oficial en Madrid, el duque de Havre. Por esta razón, no es difícil comprender que la embajada de Francia en Madrid fuera un nido de espías y contraespías en el que mi padre trataba de desenvolverse como mejor podía. Lamentablemente, uno de los muchos informantes que intrigaban por ahí era un tal Mangourit, masón y republicano exaltado que cometió no pocas imprudencias en la corte, lo que tuvo la desdichada consecuencia de indisponer a Godoy con el Directorio. Como resultado de esto, ni él ni el gobierno de Francia consideraron oportuno apoyar el nombramiento de Cabarrús en París. Para colmo, a la negativa de España de nombrar a mi padre, se unió el hecho de que, en París, mis labores como intermediaria se interpretaron como «una intolerable injerencia de la amante de Barras en los asuntos de Estado», de modo que todas mis tentativas se vieron abocadas al fracaso.