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De este modo se expresaba Mallet du Pan a propósito de los hombres del poder. De nosotras, las mujeres, no hablaba mucho mejor que digamos:
Ellas son igualmente viles en sus costumbres y principios. Exhiben su inmoralidad en carruajes suntuosos en los que no les importa pasearse cubiertas de joyas y descubiertas de ropa. La mujer de Barras recibe la adoración de una reina, y madame de Staël expone su propia inmoralidad y petulancia.
A pesar de que la situación era altamente inflamable, a pesar de que los periódicos denunciaban estas conductas y que incluso se representaban multitud de obras teatrales en las que se satirizaban los modos provocadores e insostenibles de los actuales responsables políticos, Barras tenía razones para estar contento consigo mismo. El Directorio, bajo su poder, había adquirido un aire grandioso, bizarro. Tan barroco y extravagante como el de su jefe máximo, que últimamente se había hecho confeccionar el siguiente atuendo, que muchos consideraban digno de una ópera bufa: pantalones de satén, capa tipo Francisco I, profusión de encajes, sombrero con enormes plumas y dos espadas, una como emblema de la justicia y la otra un fino estoque que colgaba de su banda. Claro que este atuendo no desentonaba en absoluto con lo que era la moda masculina del momento y que tenía como máximos exponentes a esa juventud dorada de la que ya hemos hablado, que, como ya sabemos, les llamaban los incontables.
En cuanto a los modos, otra característica de aquella época consistía en hablar con un acento que imitaba la pronunciación de los ingleses, que a todos nos parecía de lo más elegante, con esa languidez suya afectada y deliciosa. Para hacerlo bastaba con prescindir de la «r» (letra denostada además por ser la inicial de «Revolución») en todo aquello que se decía. Así, no era difícil, por ejemplo, oír a un incroyable decir de una merveilleuse:
— Quelle femme cha'mante, elle est a fai'e mou'i d'amou'.
Sí, en tan estúpido fanal lleno de frivolidades vivíamos Barras, yo y todos nuestros amigos. Y mientras tanto, allá fuera, en el mundo real, se desvalorizaba la moneda, crecía el número de agiotistas o especuladores sin escrúpulos, reinaban los fantasmas del hambre y del desempleo. Una vez más e igual que antes de la Revolución, los pobres podían ver cómo los ricos se divertían nadando en el lujo mientras ellos pasaban estrecheces y calamidades. Y la máxima representación de tan obsceno lujo era yo, Teresa Cabarrús, Nuestra Señora de Thermidor; pero, si hasta hace muy poco el hombre de la calle se embobaba mirándome porque sabía las muchas vidas que había ayudado a salvar de la guillotina, ahora lo único que veía era una tonta atolondrada a la que le gustaba demasiado exhibirse desnuda. Yo, por mi parte, no me daba cuenta de nada de esto; tan cerca estaba de Barras y tan lejos de la realidad.
Mientras todo esto ocurría, Napoleón triunfaba en Italia. A los éxitos de Millesimo y Castiglione le siguieron los de Arcole, Rivoli y Mantua. He aquí los nombres de victorias cada vez más sonadas y también geniales que a todos asombraban. Noticias de sus triunfos llegaban a París y eran, por cierto, la única fuente de regocijo para un pueblo que sufría. Sin embargo, a pesar de sus fulgurantes éxitos, no puede decirse que el futuro emperador fuera feliz. Si en la esfera de lo público se estaba convirtiendo en un héroe, en la de lo privado no era más que un marido incapaz siquiera de lograr que su mujer fuera a visitarle unos días al frente. Cartas iban y venían; ella primero se hacía de rogar; luego comenzó a poner excusas; más tarde inventó un falso embarazo que, según dijo, imposibilitaba su viaje… Por fin, al cabo de muchos meses y después de incontables ruegos, Josefina accedió a reunirse con su marido, pero lo hizo… escoltada por uno de sus amantes, el bello capitán Hippolyte, uno de los visitantes más asiduos de la casa del matrimonio en ausencia del héroe.
Todo esto no escapaba ni mucho menos a la gran inteligencia de Napoleón, pero aun entonces su amor era mayor que sus celos. He aquí una de las muchas cartas que le escribe por esas fechas:
Napoleón a la ciudadana Bonaparte:
Me aseguran que tú conoces desde hace tiempo a este señor que pretendes recomendarme para una empresa. Si esto es verdad, serías un monstruo. ¿Qué haces ahora? Duermes, ¿verdad? Y yo no estoy ahí para respirar tu aliento, contemplar tu gracia y llenarte de caricias…
Pero si Napoleón era un hombre tan enamorado como infeliz en lo personal, como estratega militar era extraordinario y muy astuto. Sabedor de que sus éxitos constituían la mayor fuente de satisfacción del pueblo, decidió hacer algo que estaba seguro sería muy bien recibido: enviar a su fiel Junot a París. La misión de este último consistía en llevar a la capital las banderas arrebatadas a los austríacos en el campo de batalla para entregarlas al Directorio como representante del pueblo. Pero he aquí sin duda un regalito envenenado. Si bien el Directorio no tenía más remedio que mostrarse satisfecho con aquella señal de victoria, se dio cuenta perfectamente del efecto que dicho gesto podía tener sobre la población hastiada. Porque el triunfo y la popularidad de un militar resultan siempre inquietantes en tiempos políticamente precarios. Más aún si, como en el caso de Napoleón, dichos triunfos vienen acompañados–además de banderas enemigas–de un considerable botín de guerra y de una gran cantidad de dinero que él obliga a los países conquistados a entregar a las arcas de Francia.
Sin embargo, aunque se daban perfecta cuenta de la jugada de Bonaparte, Barras y el resto del Directorio no tenían más remedio que preparar un gran recibimiento para Junot. La fiesta para celebrar su llegada tuvo lugar en el palacio de Luxemburgo con toda la pompa y, al mismo tiempo, el recelo de quien no tiene más opción que agasajar a un huésped incómodo. Por eso se procuró no dar demasiados detalles de cuándo iba a tener lugar la recepción para evitar en lo posible los vítores callejeros, pero a pesar de los esfuerzos la noticia trascendió y muchos fueron los que se agolparon a las puertas de Luxemburgo para aclamarle a su salida.
Ocurrió entonces que Junot, sabedor de la expectación que había creado, decidió hacer uno de esos mutis teatrales que tan del gusto eran de la sensibilidad de entonces y salir del palacio esperando ser aclamado por la muchedumbre que se apiñaba fuera. Lo protocolario hubiera sido que, en un momento así, llevase a su lado a un chambelán, a un maestro de ceremonias o, mejor aún, a Barras. Pero ni éste ni ninguno de los representantes de la Convención deseaba exponerse a tan peligroso honor. ¿Y si la gente comenzaba vitoreando a Junot y terminaba abucheando a su acompañante? ¿Y si alguien soltaba una inconveniencia, como una alusión a los que ellos llamaban los «vientres podridos»? No, la situación lo desaconsejaba; era preferible alentar que Junot saliera del brazo de alguna de las damas. Y puesto que estábamos en la época de las divinas merveilleuses, las diosas paganas, ¿qué mejor–se dijo el jefe del Directorio–que llevar en su brazo derecho a la esposa de su general en jefe, la ciudadana Josefina Bonaparte? De su brazo izquierdo, por expreso deseo no de Barras, a quien estos despliegues escénicos (o mejor dicho, éste en concreto) no satisfacían en absoluto, sino de la ciudadana Bonaparte, iba yo, Teresa Cabarrús.
Cuando Josefina me propuso acompañarles, acepté de inmediato. Al fin y al cabo, volver a casa en compañía de uno de los héroes del momento era la ocasión perfecta para recuperar el afecto del pueblo. Por eso, una vez organizada la comitiva y al salir del palacio, decidí prescindir del abrigo con ánimo de que la gente pudiera admirar bien mi vestuario. En aquella ocasión éste se componía de una túnica romana corta, abierta con un tajo lateral que permitía lucir, además de mis muslos, unas sandalias doradas cuyas tiras me subían hasta la rodilla. Los brazos iban igualmente desnudos y cuajados de pulseras de oro y en la cabeza lucía una gran peluca negra a lo Ceres.
Aún me parece que estoy viviendo la escena. Una gran multitud se ha dado cita a las puertas del palacio. Son las mismas buenas gentes de París que hasta entonces siempre habían sonreído a mi paso gritando, primero, Vive Notre–Dame du Bon Secours!, y más tarde: Vive Notre–Dame de Thermidor! También ahora sonreían y vitoreaban, aunque yo no alcanzaba a entender sus palabras. Estábamos acercándonos a la reja del palacio, de modo que agucé el oído. Por fin alcancé a oír lo que decían: Vive Notre–Dame des Victoires! ¡Viva nuestra benefactora! Eso gritaban; sin embargo, ni siquiera miraban en mi dirección, sino hacia el otro flanco de Junot, hacia donde estaba Josefina. Era a ella a quien aclamaban, a la esposa de Napoleón, no a madame Thermidor, la esposa de Tallien o, lo que es peor, la amante de Barras. Intentando mantener inalterable mi mejor sonrisa procuré mirar por detrás de Junot para espiar el rostro de Josefina. Ella saludaba a la multitud con ese aire suyo tan encantador como despistado. Sentí entonces cómo se me helaba el gesto y no precisamente por lo bajo de la temperatura ni por mi falta de ropa. «Dios mío», pensé con una punzada de envidia, algo que hasta entonces jamás había conocido, pero inmediatamente logré sobreponerme. «Vamos, Teresita–dije para mis adentros procurando reírme de mí misma-. No hay que intentar acaparar siempre la atención. Estás demasiado acostumbrada, ma belle, a ser el centro de todas las miradas. Esta vez es más que comprensible que la gente aplauda a la mujer de un héroe y no a ti».
«Un poco de humildad, querida», añadí, y gracias a este último pensamiento logré recomponer la sonrisa. Sin embargo, fue entonces, mientras miraba confiada una vez más hacia la muchedumbre, cuando llegó un golpe que no esperaba en absoluto. Entre las muchas voces que aclamaban a Nuestra Señora de la Victoria se destacó una que comenzó a entonar otro grito que logró elevarse sobre los demás y llegar hasta mí:
— Vive Notre–Dame du Septembre!
Por unos segundos no me di cuenta de la ironía que entrañaba dicho calificativo, pero cuando lo hice, palidecí mortalmente. ¡Nuestra Señora de Septiembre! Para todos los que vivimos aquellos atribulados tiempos, septiembre era sinónimo de sangre, puesto que se relacionaba con las masacres en las cárceles de París, uno de los episodios más terribles de toda la Revolución, y aquel grito cruel significaba que alguien me identificaba con ellas.
Como un rayo, la frase hizo diana en mi cerebro y éste empezó a escenificar uno a uno todos los desmanes cometidos en aquel infausto mes de 1792. Los asesinatos indiscriminados, los falsos tribunales que iban de prisión en prisión. Y luego, la cabeza ensartada en una pica de la princesa de Lamballe a la sombra de la que se recortaba la figura de Tallien, mi amante, mi marido.
Después de que esa única voz me llamara por tan desdichado apelativo se hizo un corto silencio, aunque no duró mucho la tregua. Cuando ya ganamos la calle, pude oír una vez más cómo esa misma voz surgía de entre las otras por segunda vez:
— ¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!
Fue entonces cuando cobré conciencia de mi desnudez y de aquel ridículo disfraz de diosa pagana que apenas cubría mi cuerpo. Comprendí también mi error al haberme apartado de la gente sencilla a la que en otro tiempo ayudé a paliar su sufrimiento y a la que ya no escuchaba. Y sobre todo, fui consciente de cómo una vez más mi destino, al igual que el de todos nosotros en aquellos tiempos inciertos, pendía de un finísimo hilo que en cualquier momento podía romperse y arrastrarme al abismo. Fueron los peores instantes de toda mi vida. Durante unos segundos pensé que iba a desmayarme, pero, por fortuna, mi largo aprendizaje en el mundo de las mentiras y de las representaciones me mantuvo en pie. Logré sonreír una vez más e incluso dedicar un alegre y burlón saludo a aquella voz anónima que me había increpado con sarcasmo tan cruel.
DE CÓMO LA CABEZA DE LA PRINCESA DE LAMBALLE VOLVIÓ PARA ATORMENTARME
Así acabó aquella escena, pero si bien en el momento logré salir más o menos airosa, no conseguí borrarla de mi cabeza y durante muchas semanas me visitó en sueños. En ellos podía verme bajando las escaleras de palacio del brazo del Junot, riendo y completamente desnuda mientras el pueblo se burlaba de mí. En otras pesadillas, no era Junot sino Tallien quien me escoltaba y entonces la gente nos gritaba: «¡Muera el asesino!», mientras yo pugnaba sin éxito por cubrir mi desnudez con la raída capa de mi marido. «Marido», qué odiosa palabra. En mi caso, dicho término servía para describir, primero a un indeseable como Fontenay, y ahora, a un pobre hombre como Tallien.
Como cuando estaba casada con Fontenay, Tallien y yo ocupábamos habitaciones separadas. Pero, así como en el caso de Fontenay nuestros dormitorios estaban comunicados por una puerta por la que, una noche de infausto recuerdo, Jean había entrado para violarme, en La Chaumiére era imposible que se realizase tan indeseable visita. Primero, porque yo me había asegurado, incluso antes de que se enfriaran nuestras relaciones, de que no existiera tal puerta. Y segundo, porque Tallien jamás se habría atrevido a algo así. Sea como fuere, esa noche soñé que cierta invisible puerta que nos separaba se abría y entraba mi marido. Lo hacía con ese aire de perdedor irredento que arrastraba desde hacía tiempo. Tallien el torpe, el vencido; Tallien el consentidor, que miraba hacia otro lado cuando se cruzaba con Barras camino de mis habitaciones privadas. Sin embargo, él era, además de todo lo dicho, otras muchas cosas. Era Tallien el asesino de Burdeos, el despojacadáveres, el hombre responsable de aquellas terribles Masacres de Septiembre por las que ahora me habían colgado tan cruel epíteto. Y de nada había servido, por lo visto, que yo con mi conducta posterior hubiera ganado los amables títulos de Nuestra Señora del Buen Socorro y de heroína de Thermidor; aquello estaba ya olvidado porque la suerte de una mujer siempre estará irremediablemente unida a la de su hombre, y mucho ha de cambiar el mundo para que deje de ser así, cavilaba yo en mis sueños. Por eso, ahora, a todos los efectos, yo no era nada más que madame Tallien, la esposa de un héroe fallido, de un muerto en vida.
***
En el sueño que tuve esa noche, Tallien entraba en mi habitación, descorría las cortinas de mi cama y luego intentaba abrazarme. Yo podía sentir su peso y, peor aún, su aliento fétido, mezcla de alcohol y podredumbre, inundando mi boca. «Thérésia, ámame, Thérésia, no me abandones», suplicaba mientras su lengua pastosa y gruesa se entreveraba con la mía inundándome de un olor nauseabundo de cadáver. Después fueron sus manos, sus dedos, su sexo los que buscaron abrirse camino entre mi carne mientras ésta se desgarraba de dolor y de miedo. Y, por encima de nuestras cabezas, como un exponente más de hedor y podredumbre, velaba la desdichada calavera de la princesa de Lamballe, con sus rizos perfectos, su carne tumefacta y las cuencas de sus ojos brillantes, vivos, oh Dios mío, gracias al bullir de innumerables gusanos que celebraban en ellos un inacabable festín. «Eres mía, Thérésia–decía entonces Tallien-, mía como lo fuiste en Burdeos cuando sellamos nuestro amor a la sombra de la guillotina. Ella nos unió», añadía mientras su sexo se hundía en mí una y otra vez.
***
Me desperté con el corazón desbocado y me costó comprender que todo era un sueño. Que la cabeza de la princesa de Lamballe no estaba allí y que, gracias a Dios, tampoco se había repetido la violación de la que había sido víctima cuando era poco más que una niña. No había nadie más en la habitación, estaba sola con mis fantasmas. Aun así, desde ese día ya no fui capaz de dispensar a Tallien ni siquiera las migajas de un afecto que antes solía ofrecerle. La indiferencia que por él sentía se convirtió primero en desdén, más tarde en repugnancia. Por fortuna, no hubo necesidad de que intercambiáramos palabra para que él se diera cuenta del cambio. Si antes apenas hablábamos, ahora éramos dos sombras que intentaban evitarse cuando se encontraban, por ejemplo, en un pasillo o camino de la habitación de alguno de mis hijos, la del siempre silencioso Théodore o la de la pequeña Rose Thermidor.
Tallien se refugió entonces en esta última. La niña tenía apenas año y medio, pero se parecía tanto a mí… Él pasaba todo su tiempo libre, que era mucho, en el cuarto de juegos; cubría a su hija de besos, de caricias desesperadas, pero ni siquiera estas escenas, de un patético dramatismo que él intentaba redoblar cuando yo estaba presente, lograban conmoverme. Tallien se había convertido en un espectro y no sólo para mí. En realidad, ya nadie en la casa reparaba en su presencia, ni siquiera Frenelle, que lo conoció en sus mejores años, y menos aún el resto de los criados, que sólo lo habían tratado cuando ya era un don nadie.
«No soy más que una escoba que los políticos de este país han utilizado para barrer la basura y a la que ahora pretenden olvidar detrás de la puerta. Un día, también tú harás lo mismo, amor mío… ». Eso había dicho él un año antes al darse cuenta de cuál había sido su verdadero papel en los acontecimientos históricos por los que, hasta el día de hoy, se le recuerda. «Júrame, Thérésia, que no me dejarás nunca. Júrame al menos que cuando te canses de mí permitirás que me quede cerca, en el último rincón de tu casa, como un trasto inútil, como un perro, pero cerca de ti …». También esto me había dicho él al comienzo de su caída, y ahora estas palabras adquirían toda la fuerza de una profecía.
TALLIEN INTENTA RESUCITAR POR TERCERA VEZ
Así como existen en la Historia vidas paralelas, las hay también que son como líneas divergentes y otras que cuando una crece, la otra mengua. Este pensamiento parece propio de madame de Staël o del señor Moratín, pero es mío. Nada sé de matemáticas, ni mucho menos de física, por lo que la metáfora puede ser errónea, pero lo que quiero decir es que hay vidas que parecen un juego de opuestos, como la de Jean–Lambert Tallien y la de Napoleón Bonaparte. Porque si este último era un pobre diablo con las botas remendadas cuando a Tallien lo aclamaban como el héroe de Thermidor, ahora Napoleón cosechaba cada día éxitos más resonantes mientras que el mayor triunfo al que podía aspirar Tallien era obtener una sonrisa de la pequeña Rose Thermidor. Nos encontrábamos ya a finales de 1797. Tras sus triunfos en Italia, Napoleón Bonaparte (hace tiempo ya que había desaparecido esa «u» italiana de su verdadero apellido, Buonaparte) regresó a Francia. ¡Y qué gran júbilo para el pueblo supuso la noticia de su retorno! El triunfo de nuestros ejércitos era la única alegría y también el único motivo de unión en una sociedad cada vez más dividida. Así, mientras París esperaba la llegada del héroe, todo eran alabanzas, parabienes, preparativos. Se decidió, por ejemplo, que la calle en la que tenía fijada su residencia Napoleón cambiara inmediatamente de nombre y pasara a llamarse calle de la Victoria y toda la ciudad se preparaba para las fiestas que habrían de celebrarse en cuanto hiciera su triunfal entrada en la capital.
Sin embargo, y a pesar de tantos preparativos, la llegada no tuvo nada de triunfal. Napoleón llegó a París sin avisar, fue directo a su casa y se encerró allí declinando toda invitación de los poderosos. «¿Qué pretenderá le petit gringalet? — recuerdo que dijo Barras, más perplejo que contrariado, más receloso que desairado-. No me fío en absoluto de sus artimañas. ¿Cuál será ahora la estrategia de ese que dice ser el mayor estratega de todos los tiempos?».
Sea cual fuere ésta, lo cierto es que hicieron falta muchos ruegos para que Napoleón consintiera al fin en asistir a tan sólo dos de las muchas fiestas que se habían organizado en su honor. Una sería la de los directores, con Barras a la cabeza; la otra, por cierto, la que pensaba organizar un viejo amigo de todos ustedes: me refiero al ci–devant obispo de Autun y ci–devant revolucionario Talleyrand, ahora reconvertido en la tercera de sus muchas reencarnaciones, nada menos que en flamante ministro de Asuntos Exteriores del Directorio. Ambas fiestas fueron sonadas y creo que merece la pena detenerse unos minutos en describirlas, puesto que darán al lector una certera recreación de lo que ocurría por aquel entonces en Francia. Como ya sabemos, un general vencedor y tan popular como Napoleón suponía un serio peligro para el Directorio. Y no sólo porque, cara al hombre de la calle, su presencia alentara una nada recomendable comparación entre dichos directores y el héroe del día, sino porque, además, permitía a las diversas facciones políticas entregarse a las actividades que les eran más propias, es decir, la intriga y la conspiración. «Ya veremos quién gana al final», me dijo Barras la víspera de la primera fiesta, y se dispuso a organizarlo todo en el estilo de entonces, es decir, del modo más teatral posible. «No se imagina aún ese pequeño corso con quién tiene que vérselas. Ya sabré demostrarle quién manda en París».
Como si el cielo hubiera querido unirse también a nuestras celebraciones, el tardío otoño de aquel año nos regaló un 10 de diciembre celestialmente claro, con una leve brisa y temperatura benigna. En el palacio de Luxemburgo se había hecho levantar un altar patrio adornado por varios trofeos de guerra traídos por Napoleón de los campos de batalla, así como por las banderas arrebatadas al enemigo. Allí, bajo una gran carpa tricolor y a cada lado del altar, los directores se dispusieron a esperar al héroe ataviados con sus trajes de ceremonia. Los cinco lucían mantos bordados o de armiño, profusión de puntillas, sombrero con grandes plumas, borlones, oros. También a los ministros, con Talleyrand a la cabeza, se les veía espléndidos en sus trajes de terciopelo, mientras los diputados dejaban ondear al viento togas escarlata con abundancia de bordados en azabache. Una vez que estuvieron todos en sus puestos, comenzó a sonar una orquesta sinfónica. Ésta interpretó diversas piezas clásicas, pero cada vez que la algarabía de los ciudadanos que fuera del palacio esperaban la llegada de Napoleón aumentaba, la orquesta se detenía y luego atacaba piezas patrióticas imaginando la inminente llegada del invitado de honor. Tres veces se repitió esta situación sin que nada sucediera; Bonaparte se hacía esperar. Tanto, que ya empezaban a impacientarse los directores, los diputados y hasta Talleyrand bajo su más que impresionante sombrero de plumas. Por fin, casi con una hora de retraso, un redoble de tambores y los gritos enfebrecidos del pueblo de París, anunciaron su llegada. «¡Ya viene! — decían todos-. ¡Napoleón se acerca!», y yo, que me encontraba junto a Germaine de Staël, me incliné para preguntarle al oído: «¿Por qué habrá tardado tanto? ¿Tú crees que prepara una entrada marcial y espectacular para fastidiar a los directores?». Germaine, que se había puesto un vestido especialmente décolleté, se había quedado helada con la larga espera. Y es que, por muy benigna que fuera la mañana, estábamos en pleno diciembre. Parecía molesta. «¿Entrada marcial? Ya lo veremos. Espero que al menos se haya cepillado el barro de sus botas y de la casaca que tú le procuraste», respondió ella despectivamente, recordando los tiempos en que Bonaparte no tenía dinero ni para renovar su uniforme y tuve que intervenir yo. No alcancé a responder a Germaine, porque en ese preciso momento un redoble de tambores anunció la entrada de Bonaparte en el recinto ante el estupor de todos. Estupor, sí, porque el héroe del día apareció vestido casi tan modestamente como en aquella lejana ocasión en la que le conseguí una nueva casaca. Bueno, tal vez exagere, pero lo cierto es que lo hizo con un simple uniforme de general desprovisto de todo adorno, casi un atuendo de campaña. Comenzó a caminar hacia nosotros, y como único ornamento llevaba suelto su largo pelo, que enmarcaba una cara pálida, marfileña, una nariz afilada y un mentón largo y fuerte. Tenía un aire de gran juventud, pero de juventud circunspecta, y sus ojos miraban hacia la tribuna de directores de un modo que nos obligó también a nosotros a dirigir allí nuestra mirada. Entonces no pude por menos que sentir un escalofrío, y la misma sensación debió atenazar al resto de los presentes, puesto que se hizo un silencio. Ahora el único sonido era el murmullo de la muchedumbre, que seguía aclamando a su héroe desde fuera del recinto del palacio. Y qué extraña sensación era ésa mientras Napoleón avanzaba hacia el lugar en el que se encontraban Barras y los demás directores. Miré a mi amante, pero él, envuelto en su manto bordado, cubierto de puntillas y plumas, no parecía darse cuenta de lo que estaba aconteciendo a su alrededor. Me refiero a cómo cambiaban las caras de todos los presentes al notar el contraste entre los directores emperifollados como pavos reales y aquel joven general en uniforme de campaña que los miraba con desprecio.
A medida que avanzaba, el silencio se fue haciendo más pronunciado. Por fin, Napoleón llegó al altar cívico que presidía la ceremonia. Ahora estaba de espaldas a nosotros y se detuvo unos segundos antes de girarse. «Un silencio religioso», así lo describió uno de los cronistas que han dejado sus impresiones para el recuerdo. Uno altamente inquietante, añadiría yo, y duró pocos segundos, puesto que, en cuanto Napoleón se volvió para saludar a los presentes, todos nosotros estallamos en el más enfebrecido de los aplausos.
— ¡Viva nuestro general! ¡Viva la República!
Una vez acabado el acto, preferí no comentar con Barras mis impresiones, no me pareció oportuno; bastaba con ver su cara para comprobar que estaba furioso. En cambio, sí se lo comenté a Germaine de Staël y ella quitó importancia al «silencio religioso» y al evidente contraste entre el general y los directores. Incluso se atrevió a hacer un pronóstico: «Ya verás–dijo-, conozco bien ese aire de virtud revolucionaria; la tienen todos los jóvenes cuando escalan posiciones con demasiada rapidez. Pero bastarán, te lo aseguro, unos días, apenas unas horas en París con sus pompas y sus obras, para que nuestro querido gringalet pierda esos fríos y poco favorecedores aires de héroe espartano. Ya veremos qué pasa esta noche en casa de Talleyrand; el ex obispo de Autun es un experto en agasajos, también en sutilezas, y siempre ríe mejor quien ríe el último, querida… ».
***
La segunda fiesta organizada en honor de Napoleón tuvo lugar en el hôtel Galliffet y desde luego no se pareció en absoluto a la de los directores. Si una estuvo adornada de la estética patriótica y teatral, la otra lo estaría, simplemente, del buen gusto. Desde su regreso a Francia tras el exilio, Talleyrand había tenido varios éxitos y un solo fracaso: no haber logrado que lo nombraran director pese a sus intrigas. Aun así, había sabido volver a la primera fila de la política convirtiéndose en ministro de Asuntos Exteriores y ahora arrastraba su pierna tullida por los salones más distinguidos de París. «Él sí que sabe hacer bien las cosas», me dijo Germaine mientras subíamos las escaleras de la casa de Talleyrand, y si había un deje de ironía en el acento que había puesto en pronunciar aquel pronombre, alguna velada comparación entre el ex obispo y Barras, yo decidí ignorarlo. Me entretuve, en cambio, calibrando lo que veía a mi alrededor. Cada uno de los grandes salones de la mansión estaba perfumado con ámbar, la fragancia preferida de Talleyrand. Había también diversos árboles aromáticos de pequeño tamaño que crecían en ornamentales cache–pots chinos dentro de la casa, lo que, junto con las velas y las antorchas, confería al recinto un aire entre misterioso y sofisticado. En honor a su invitado principal, Talleyrand había hecho decorar las paredes de todo el palacio con obras de arte traídas por Napoleón desde Italia: cuadros de maestros renacentistas, bustos romanos y hasta una gran columna cercenada de uno de los más importante templos clásicos de la ciudad de Roma. Germaine y yo atravesamos todos esos bellos decorados haciendo los comentarios pertinentes hasta llegar a la gran sala de baile, que estaba presidida por una madonna de Rafael. Bajo ésta, y con un aspecto tan recatado como la mismísima Virgen María, se recortaba la inconfundible figura de Josefina Bonaparte.
Desde la llegada de Napoleón a la ciudad yo no había tenido oportunidad de hablar con ella, pero solíamos escribirnos casi a diario. De hecho, esa misma tarde me había enviado la nota que reproduzco a continuación:
Mi querida, supongo que te veré esta noche en la fiesta. No tengo que preguntar si estarás allí, la velada no sería un éxito sin ti. Te escribo para preguntarte si vas a ponerte ese dessous color melocotón que tanto me gusta. Yo pensaba ponerme uno similar.
Te abraza, tu amiga.
Como es lógico, asentí con gusto, y Josefina llevaba por tanto las enaguas melocotón que tanto le agradaban, pero debo decir que no se veía demasiado favorecida con ellas. Había completado el atuendo con un vestido de manga larga y escote redondo que la hacía parecer exactamente de su edad, ni un día menos. En su mirada había además un brillo algo contrariado, parecido al que yo recordaba de los primeros meses de su matrimonio, cuando Napoleón le escribía encendidísimas cartas de amor importunándola para que fuera a visitarle al frente mientras ella inventaba mil excusas para no hacerlo. Sin embargo, ahora–qué infalible Cupido es el éxito-, Josefina estaba mucho más enamorada de él. Se notaba en todo: en su forma de vestir, también en el modo en que miraba a su marido, que estaba un poco más allá, y sobre todo se delataba en el modo en que observaba de reojo a otras mujeres. «Vaya, vaya, ésta no es mi Rose», me dije, pero inmediatamente mi atención se desvió hacia un tumulto de damas que revoloteaban como mariposas multicolores (y bastante desnudas) alrededor de Napoleón. Curiosa escena, porque la mayoría de ellas, con sus coturnos y pelucas, eran mucho más altas que el héroe y éste apenas resultaba visible entre tanto lepidóptero. Yo nunca he sido partidaria de sumarme a estos tumultos por muy deseada que sea la pieza, pero madame de Staël sí, y antes de unirse al resto de las damas me guiñó un ojo como quien dice: «Recuerda nuestra apuesta», y allá que se fue a atacar al vencedor de Castiglione. Cinco o seis codazos más tarde ya había logrado abrirse un hueco y entonces, desde donde estaba, pude oír la conversación que mantuvieron.
— General–le dijo sin más preámbulo que una más que intencionada media vuelta, para que Napoleón pudiera apreciar su bien torneado derriére (Germaine estaba muy orgullosa de su retaguardia)-. General, decidme, ¿qué tipo de mujeres preferís?
— Prefiero a mi esposa–respondió Napoleón cortante.
— Ah, pero ¿cuál es vuestro ideal de mujer?
— ¡Aquella que dé a luz más hijos, ciudadana!