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— No, no sólo eso. También me gustan las mujeres que son las mejores amas de casa–añadió, y dicho esto se dio media vuelta dejándola sola con su derriére al aire, digamos.
***
Esa noche, todos reímos para nuestros adentros aquella estruendosa derrota de la futura autora de Corinne, incluida yo. Pero aun así no pude evitar un cierto desasosiego. Era más que evidente que le petit gringalet quería marcar distancias con todos nosotros, demostrar que él era distinto. Tal vez por eso una decisión que Bonaparte hizo pública apenas unos días más tarde fue motivo de alegría para muchos. Para Talleyrand, que no había logrado ablandar el corazón del general con su elegante y sofisticada fiesta; para Josefina, que a pesar de su recientemente descubierto amor conyugal seguía prefiriendo ser la esposa de un héroe… lejano; por supuesto para el pueblo de París, que adoraba a su ídolo y apoyaba cualquier idea suya. Pero sobre todo lo fue para los directores, que ya empezaban a estar más temerosos que cansados de su presencia en París. La noticia era que Napoleón deseaba llevar a cabo un viejo sueño: el de emular a Alejandro Magno e ir hacia Oriente. En realidad, tras esta idea se escondía otra mucho más pragmática, la de retar las posiciones inglesas en el Mediterráneo, por lo que decidió viajar a Egipto. El Directorio inmediatamente apoyó la idea: una expansión hacia otros y muy distantes territorios, qué magnífica iniciativa. Además, ahora que la República empezaba a recibir buenos dineros de sus conquistas, Francia bien podía permitirse otro viejo anhelo: mostrarle las uñas a su insufrible enemiga ancestral, la Gran Bretaña, que tanto había hecho por neutralizar nuestra gloriosa Revolución.
Otro de los que se alegraron y mucho con esta iniciativa de Napoleón fue Tallien; para él resultó casi una bendición del cielo. Y es que dada su cada vez más difícil situación tanto personal como profesional, la idea de poderse sumar a la expedición de Bonaparte y alejarse por un tiempo de París se le antojaba una ocasión única de recuperar algo de prestigio, más aún si lo hacía entre las filas de amigo tan antiguo como querido. Tallien pensaba en Napoleón casi como en un camarada, puesto que fuimos nosotros los primeros en abrirle las puertas de nuestra casa cuando era un don nadie y la amistad se consolidó aún más al ser testigos de su boda. Sin embargo, lo que parecía no comprender Tallien era que dicha amistad poco tenía que ver con él. De hecho, Bonaparte ni siquiera le tenía simpatía. Y si antes de sus éxitos militares aguantaba la charla de Tallien en La Chaumiére con la condescendencia que uno otorga a un anfitrión pelmazo, ahora, tras sus triunfos, no tenía ni tiempo ni humor para disimular. Consideraba a Tallien, y así lo dijo en público, méchant et corrupteur, de ahí que al principio todas sus tentativas para que lo incluyera en su expedición a Egipto parecieran abocadas al fracaso.
— Si tú pudieras hablar con él… — me dijo un día en el que, como tantos otros, coincidíamos en las habitaciones de los niños-. Bonaparte te adora y no puede negarte nada.
— Si eso es lo que deseas–le respondí sin mucha convicción-, ¿pero en calidad de qué debo decirle que quieres ir a Egipto?
— No sé, dile que como observador, o incluso como modesto escriba. Dile que podría colaborar en el inventario de todos esos maravillosos tesoros que, según cuentan, duermen enterrados en aquella lejana tierra. O mejor aún, no le digas nada de todo esto. Tú sabes bien cómo convencer a un hombre sin tener que dar explicaciones fastidiosas, vida mía.
Sonreí. Tallien era apenas la sombra del hombre que había sido. Estaba muy delgado últimamente y sus ropas parecían flotarle alrededor del cuerpo. Me entretuve en ver cómo subía y bajaba su nuez bailoteando en ese cuello que poco tiempo atrás había sido fuerte y también bello. Apenas tenía treinta y un años, pero había perdido ya parte del pelo y casi todos los dientes.
— ¿Verdad que te alegras de que tenga esta nueva posibilidad de reconducir las cosas?, ¿verdad que me ayudarás a conseguirlo, amor mío?
Prometí hacerlo y aproveché una visita que tenía que hacer al Palais Royal para desviar mi ruta y pasar brevemente por casa de los Bonaparte en la Rue de la Victoire. Hacía días que no había intercambiado con Josefina nuestras habituales notas intrascendentes y al llegar allí me dijeron que estaba ausente. No me sorprendió que así fuera, raras eran las mañanas que ella no aprovechaba para ir de compras, sobre todo ahora que, gracias a los éxitos de su marido, su situación económica había mejorado considerablemente.
— No, no es a la ciudadana Bonaparte, sino al general, a quien deseo ver–dije a la persona que me abrió la puerta. Se trataba de un muchacho muy joven vestido de militar, apenas debía de tener unos dieciocho años, y ya me disponía a dirigirme hacia la biblioteca sin más preámbulos cuando me detuvo.
— ¿Os espera el general, ciudadana?
En vano intenté explicar a aquel lampiño muchachito (que mucho me recordaba, dicho sea de paso, a Marc–Antoine Jullien por su aspecto y su insolencia) que yo nunca había necesitado ser anunciada en esa casa, que era amiga de la ciudadana Bonaparte, una más de la familia.
— Los tiempos han cambiado–dijo haciendo oídos sordos a mis protestas-. Esperad aquí, ciudadana.
No tuve más remedio que hacerle caso y me entretuve–ya que su figura tanto me había recordado a mi primer fracaso en lo que a seducciones se refiere–cavilando qué habría sido de aquel otro insolente muchacho, Jullien, el protegido de Robespierre. No soy persona rencorosa y nadie puede decir que haya utilizado mi influencia para vengarme, pero debo reconocer que en lo que a Marc–Antoine se refiere hice una pequeña excepción. Una vez muerto el Incorruptible, todos sus colaboradores acabaron guillotinados o en prisión, y yo me ocupé personalmente de ordenar que aquel espía que Robespierre había mandado a vigilarme durante la ausencia de Tallien en Burdeos no escapara al castigo.
En estos pensamientos tan poco caritativos estaba cuando se abrió de nuevo la puerta y entró Bonaparte. Aquellos eran tiempos vertiginosos, todo y todos cambiábamos con suma rapidez. Naturalmente, yo había tenido ocasión más que sobrada de observar a Napoleón esos días atrás en las fiestas dadas en su honor, pero aun así, ahora, lejos de las candilejas y a la siempre inmisericorde luz matinal, me sorprendió ver cuán distinto parecía. Su cara era tan juvenil como siempre, pero había profusas líneas alrededor de sus ojos y un brillo nuevo en ellos muy frío. Me extrañó que así fuera, pero no le di importancia; yo siempre me he considerado experta en caldear miradas, maestra en disolver recelos.
— Querido general, qué bien os veo y qué suerte poder tener estos minutos a solas los dos como antes.
El hechizo funcionó. Una tenue sonrisa iluminó el rostro de Bonaparte y entonces aproveché para explayarme sobre el motivo de mi visita.
— Y por todo ello–concluí una vez expuesta la situación actual de Tallien con toda la diplomacia y el eufemismo que el caso requería–os estaré eternamente agradecida si pudierais incluirle en vuestra expedición a Egipto. Es un hombre que ha vivido muy distintas situaciones y sabe adaptarse a todo. Además, vuestra posición y la suya son tan distintas en este momento que seguramente apenas lo veréis en todo el viaje, salvo si deseáis hacerlo.
Él me observaba en silencio, de modo que continué hablando. Entonces me pareció notar cómo la mirada del general se detenía más de lo que la cortesía requiere en el bonito escote de mi vestido y al instante adopté una posición que le permitiera observarlo mejor mientras le decía:
— En realidad, si lo aceptáis, será uno más en una expedición de miles de hombres. Para él, en cambio, acompañar al más glorioso de los generales es una posibilidad única de regenerar su prestigio ante los demás y, sobre todo, ante sí mismo.
Fue en ese momento, cuando ya del ceño del general había desaparecido por completo toda expresión severa y volvía a establecerse entre nosotros la corriente de simpatía (o algo más) que hubo siempre, cuando hizo su entrada Fortuné. El perrito apareció por la puerta abierta del vestíbulo haciendo sonar un pequeño cascabel que colgaba de su collar rojo y, muy decidido, vino hacia mí. Yo lo tomé en mis brazos sin dejar de mirar al general.
— Es un favor especial que os pido–dije-, una ayuda para un hombre cubierto de deudas que no tiene ni para comprarse unas botas nuevas como quien dice. — Al pronunciar estas palabras noté como si algo cambiara entre nosotros. Tal vez fue la irrupción de aquel perrillo, que no era desde luego santo de la devoción de Bonaparte. O tal vez fuera la mención a ese viejo favor sin importancia que un día le hice al entonces taciturno y muy necesitado general Buonaparte, pero lo cierto es que Napoleón se puso en pie. En su rostro podía verse una vez más aquella mirada fría del principio de nuestra entrevista.
— Descuidad, me ocuparé de que Tallien sea incluido en la expedición–dijo al tiempo que me besaba, no en la mejilla como era natural entre nosotros, sino en la mano-. Vuestro marido–añadió poniendo más énfasis del necesario en esta última palabra–no es precisamente santo de mi devoción, pero (y lo que viene ahora lo dijo adoptando de pronto un acento italiano en su habitualmente impecable francés) un corso nunca olvida.
Si las palabras pudieran separarse del tono con el que son pronunciadas y si yo no hubiera visto en su rostro la sombra de aquel gesto frío que disolvió lo que antes era una expresión risueña, habría salido de aquella entrevista con la mejor de las impresiones. Bonaparte me acompañó con toda amabilidad hasta la puerta y, esta vez sí, depositó en mi mejilla un beso que bien podía calificarse de cálido. Yo, agradeciéndole su generosa ayuda, le devolví entonces otro todavía más caluroso, pero aun así, al agacharme con deliberada coquetería para despedirme de Fortuné, segura de que con dicha actitud componía una bella estampa, tuve la nítida impresión de que había ganado una pequeña batalla, pero tal vez perdido una contienda. «Un corso nunca olvida». ¿Qué habría querido decir el general con esas palabras? Tal vez de ahora en adelante, reflexioné, tendré que dedicar redoblado interés a ese petit gringalet convertido en héroe.
***
Tallien, por su parte, se mostró feliz con el resultado de mi gestión. Iba y venía por la casa preparándolo todo, dando órdenes a los criados, parecía un hombre nuevo. Tan contento estaba que me enterneció verlo así. «Quién sabe–dijo llegado el momento de las despedidas-, tal vez la suerte me esté dando una nueva oportunidad; la tercera, en este caso. Y a la tercera va la vencida, ¿no crees, vida mía?».
Su viaje comenzó con grandes esperanzas, pero, al llegar a Alejandría, le aguardaba un primer motivo de desencanto, pues nada más desembarcar se encontró cara a cara nada menos que con Marc–Antoine Jullien, el espía que Robespierre mandara a Burdeos para lograr pruebas que nos llevaran a ambos a la guillotina. Es curioso cómo ocurren las cosas en la vida. Podría decirse que hay ciertos fantasmas que anuncian sus apariciones. Días antes, yo había creído verle en casa de Bonaparte y ahora el auténtico Jullien reaparecía en la vida de mi marido. « ¿Qué hace aquí este traidor a la patria? — se preguntaba Tallien amargamente en una de sus cartas-. ¿Es que he de tener la desgracia de toparme siempre con lo peor de mi pasado?».
No le faltaba razón. El destino quería que una vez más tuviera que vérselas con otra muestra de su falta de autoridad. Porque era evidente que, a pesar de que él había explícitamente ordenado prisión para Jullien tras la caída del Incorruptible, éste no sólo estaba libre, sino que era ahora oficial destacado del ejército de Napoleón. El descubrimiento fue todo un golpe para el antiguo héroe de Thermidor. Él era ahora un paria y Jullien un triunfador. Él se había convertido de perseguidor en perseguido; de héroe, en comparsa; de estrella, en fracaso; todo lo contrario de ese tipo que ahora lo miraba con una sonrisa que no hacía más que subrayar abiertamente su desprecio.
MENOSPRECIO Y DESCORTESÍA
Con la marcha de Tallien a Egipto cesaron también aquellas pesadillas que antes me atormentaban. Me refiero a las que de vez en cuando me visitaban para revivir el día en que, del brazo de Junot y junto a Josefina, alguien en la calle me había increpado gritando: «¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!». Cierto es que ya la gente no me distinguía al pasar con los amables epítetos de antes, sino con un forzado silencio. Pero como el ser humano posee un indudable talento para olvidar lo malo y buscar signos positivos que le reafirmen en sus convicciones, yo me tranquilizaba pensando que aquella cruel acusación había sido sólo un incidente aislado, apenas una voz discordante entre una multitud que me adoraba. Así parecían confirmarlo además otros muchos signos positivos, como el hecho de que continuara siendo el centro de la moda en una sociedad, la parisina, para la que dicha palabra era casi religión. Pagana, sin duda, pero religión al fin y al cabo. Cierto es que ahora tenía que compartir mi particular Olimpo con otra diosa cada vez más popular: la ciudadana Bonaparte, pero ¿acaso no era ésta mi mejor amiga? A ella la nueva ausencia de su marido la colocaba, dicho sea de paso, en la muy envidiable situación de ser la esposa del hombre más popular del momento y, al mismo tiempo, una dama sola que podía pasear con diversos amigos y divertirse a su antojo.
Y es que divertirse seguía siendo la consigna general, sobre todo en ciertos círculos, más aún ahora que Francia era ya una gran potencia militar. Sin embargo, aunque las arcas comenzaban a llenarse con el botín de guerra, también eran muchos los caudales que se quedaban por el camino, de modo que cada vez eran más frecuentes las voces que se alzaban para denunciar la escandalosa corrupción. Como la del viejo Mallet du Pan, por ejemplo, a quien tanto le gustaba vocear: «¡Cada día es más afrentosa la diferencia entre los vientres vacíos del pueblo y los malditos vientres podridos del gobierno!», «¡Sodoma y Gomorra, amigos míos!». Y a continuación se dedicaba a poner de relieve ciertos datos relacionados con la moral que, según él, hablaban por sí mismos. Como el elevado número de divorcios que se producía en París, sobre todo después de que la Convención tirara por la borda el último lazo que constreñía la libertad personal permitiendo, de un solo golpe, que seis mil maridos y esposas «incompatibles» se divorciaran en tan sólo doce meses. O los cuatro mil niños abandonados que aparecían anualmente en las calles de París. O los cuarenta y cuatro mil bastardos de otros departamentos. Tout le monde s'aime, tout le monde se divorce. Todo el mundo se ama, todo el mundo se divorcia, se decía entonces. Un ciudadano parisino, por ejemplo, llegó a casarse con cuatro hermanas, una detrás de la otra, y un segundo solicitó autorización para contraer nupcias con la madre de sus dos anteriores esposas.
En cuanto al dinero que comenzaba a llegar del exterior y el uso que de él se hacía, éste era tan escandaloso como las costumbres imperantes. Al gran número de agiotistas, especuladores y acaparadores de todo tipo de mercancías se unían ahora los financieros que se dedicaban a enriquecerse con los suministros al ejército. «¡Botas de suelas tan finas como hojas de papel y ropas de abrigo confeccionadas de paño podrido!», así describe aquellas mercancías el tronante Mallet du Pan, pero tal vez exagerase un tanto, porque hay que tener en cuenta que Mallet du Pan era un agente secreto de los realistas que deseaba a cualquier precio acabar con el Directorio y con todos sus corruptos amigos.
Entre estos suministradores del ejército había por cierto un caballero que hacía tiempo se había convertido en asiduo a nuestras reuniones. Se llamaba Gabriel–Julien Ouvrard y su aspecto físico distaba mucho del tipo que la caricatura ha fijado para los hombres de su profesión. No era ostentoso en sus maneras ni burdo en su trato; tampoco era viejo ni gordo, sino muy joven, apenas veintiocho años, y tenía un físico más que agradable, así como una prudencia que bien podía confundirse con elegancia. Todo lo contrario, dicho sea de paso, que Barras, quien por esas mismas fechas se encontraba redecorando de arriba abajo una de sus carísimas propiedades en las afueras de París, la llamada Grosbois, que había pertenecido a Monsieur, es decir, al hermano del guillotinado Luis XVI. Durante meses, un batallón de carpinteros, albañiles, tapiceros, broncistas, pintores, jardineros y operarios de todo tipo trabajaron sin descanso para entregar al ciudadano Barras, que antaño votara la muerte de Luis XVI, un palacio digno de un rey. En realidad, podría decirse que todo lo que había en aquella magnífica residencia parecía desmentir la reciente historia de Francia. La opulencia y la ostentación eran tan similares a las del Antiguo Régimen que resultaba difícil creer que entre aquel lujo desmedido y éste casi obsceno hubiera tanta sangre, tanto sufrimiento y tantos cadáveres. Grosbois se convirtió muy pronto en el centro de reunión de todos los hombres relevantes del momento. Por allí podía verse a los diversos integrantes de la sociedad de entonces: los convencionales, los militares brillantes (salvo Napoleón, que seguía a la sombra de las pirámides), también los émigrés, que habían vuelto a Francia y ahora ocupaban de nuevo un lugar destacado en sociedad. Entre ellos estaba, como ya hemos visto, el ciudadano Talleyrand, reconvertido ahora en ministro de Asuntos Exteriores del Directorio. Porque, igual que las aves retornan cuando comienza a caldear el sol tras el crudo invierno, también este avispado pájaro estaba de regreso y con él sus suaves modales. Así, un día de los primeros en que todos nos encontrábamos disfrutando de uno de los nuevos y más bellos salones de Grosbois, recuerdo que se acercó a mí con estas palabras:
— Querida, hace tiempo que quería deciros que estáis tan bella como la última vez que nos vimos antes del diluvio. ¡Pero si incluso se diría que os encontráis en la misma deliciosa situación de entonces! Ved si no: estáis aquí, de pie, junto a una mesa de juego mirando el ir y venir de los naipes mientras vuestro hombre despluma a los incautos. Realmente, ma chére, hay que reconocer que plus ça change, plus c'est la même chose [9].
Aun suponiendo que su comentario no tuvieran intención de herirme y sólo se tratara de un pequeño chiste de esos que tanto gustan a los personajes mundanos, lo cierto es que sus palabras fueron una bofetada en pleno rostro. Sin duda, el encuentro «antes del diluvio» del que hablaba había tenido lugar en Fontenay–aux–Roses cuando yo estaba casada con mi primer marido. Fontenay era entonces consejero del Rey, empedernido jugador de cartas y un mujeriego que jamás me había amado. ¿Y cuál era mi situación actual? Yo no era ni siquiera la esposa, sino la amante del hombre fuerte del régimen actual. Barras, al igual que Fontenay, era jugador, pero no sólo con los naipes y con los corazones femeninos como aquél, sino con todo tipo de turbios negocios Y por último, al igual que ocurría con Fontenay, Barras nunca me había amado.
Yo, por mi parte, no me había hecho ilusiones respecto de sus sentimientos. Otros muchos errores he podido cometer en mi vida, pero desde luego no el de engañarme acerca de lo que sienten los hombres por mí. Siempre supe que Barras sólo tenía un amor, y era ese que se le aparecía cada mañana en el espejo mientras su criado lo rasuraba. Yo era para él otra cosa que nada tenía que ver con los sentimientos. Un adorno, una anfitriona brillante para sus muchas fiestas, el complemento perfecto para su éxito; en otras palabras, poco más que una bella pluma en el su ya de por sí ostentoso sombrero de héroe de la República.
Como en tantas ocasiones en mi vida cuando ésta se volvía amarga, sonreí. Más aún, reí a carcajadas ante la ocurrencia de Talleyrand. No podía dejar que ninguna de aquellas personas para las que el éxito era su único dios, adivinaran que la valiente madame Thermidor, la compasiva Señora del Buen Socorro–y, sobre todo, la que ellos más admiraban-, la muy bella Teresa Cabarrús, sufría.
— Tenéis razón–le dije al ex obispo, ex revolucionario y ahora ministro de Francia-, qué frase tan acertada la vuestra, amigo mío, prometedme que seguiremos con esta conversación más tarde. Ahora debo asegurarme de que todo está listo para que podamos pasar al comedor a su hora. ¿Os gusta el faisán, Talleyrand?
***
Mientras me dirigía hacia la puerta del comedor con tan tonta excusa me volví para observar aquel mundo que yo había elegido como mío. Allí estaban todos los actores principales de la actual comedia francesa: madame Récamier, vestida de rosa pastel representando su sempiterno papel de virgen intacta con la repetitiva estrategia de excitar y luego desdeñar a los hombres; Paul Barras, apostando en una mano de whist lo que un hombre honrado tardaba un año en ganar, pero que representaba tan sólo una ínfima cantidad de lo que él había acumulado impostando el inverosímil papel de político honesto en la Convención; Germaine de Staël, con su turbante a la criolla que de ningún modo lograba suavizar sus rasgos equinos y filosofando con un émigré sobre la miseria humana mientras bebían champagne; y por fin Rose, la actual Josefina Bonaparte. Podía verla allí, junto a la ventana, rodeada de un sinfín de aduladores. Era el centro de atención, en especial de los que intuían que, muy pronto, los vientos comenzarían de nuevo a rolar. Ella, por su parte, los escuchaba muy atenta y muy solícita, dedicándoles por turnos esa sonrisa de enigmática Gioconda que yo misma le había enseñado a perfeccionar y que no escondía misterio alguno salvo una muy mala dentadura.
Sí, ése era mi mundo, el que había surgido a la sombra de la guillotina después de que tantos miles de personas la hubieran regado con su sangre. Uno en el que yo brillaba no por mis buenas obras, pues todo se olvida con suma rapidez, sino por mi belleza y sobre todo por estar cerca del poder. No cabía duda de que tenía razón Talleyrand y la cínica frase plus ça change, plus c'est la même chose: cuanto más cambian las cosas, más continúan siendo lo que eran antes.
— ¿Estáis bien, madame? Tened, se os acaba de caer el abanico. Un rostro tan bello debería tener siempre a mano tan útil implemento no sólo para no deslumbrar demasiado a quienes lo miran, sino también para ocultarse cuando sus pensamientos requieren un momento de privacidad.
Era Gabriel Ouvrard quien así se dirigía a mí tendiéndome el abanico de nácar que se me había caído. Agradecí su gesto, pero fui incapaz de contestar. En París, ahora como antes del diluvio, se estilaban las respuestas ingeniosas o, en su defecto, las boutades u ocurrencias, pero ni una cosa ni otra me venía a la cabeza. A falta de palabras sonreí mientras me detenía unos segundos en estudiar el rostro de aquel hombre. Lo que me acababa de decir podía interpretarse como un atrevimiento o como una gentileza; elegí tomarlo como lo segundo, pues me pareció más acorde con la sonrisa franca y admirativa que me dedicaba. Él siempre había sido extremadamente atento y generoso conmigo.
— Mil gracias–dije, y añadí-: Hacía tiempo que no os veía, Ouvrard. Imagino que ahora que nuestros gloriosos soldados ganan todas las batallas vuestra tarea como suministrador del ejército se habrá multiplicado. Decidme, ¿os gustaría que diéramos un paseo? Dadme vuestro brazo, hace una tarde espléndida.
***
Aquella noche volví a soñar. En mi pesadilla, la voz que gritaba «¡Viva Nuestra Señora de Septiembre!» era ahora la de Barras, que reía a carcajadas mientras una muchedumbre entusiasta admiraba mi atuendo de merveilleuse, mi pelo entretejido de diminutas perlas, las joyas que cubrían mi pecho y los dedos de mis pies llenos de sortijas. Poco a poco se fue dispersando la multitud hasta que quedamos él y yo, solos, frente a frente. Entonces, tomando mi cara entre sus manos, cuajadas también de anillos, pude ver cómo Barras bajaba la voz para decir, casi en un susurro: «Lo siento, querida, voy a tener que prescindir de ti. Te has convertido en un lujo demasiado caro, trop cher, ma belle, vraiment trop cher». Y luego reía con esa risa suya que yo, oh Dios mío, aún tanto amaba. Pero el sueño no acababa ahí. A continuación pude reparar en cómo Barras se volvía hacia otra figura que estaba junto a él para decirle: «Una mujer como ella os convendría mucho a vos, Ouvrard. Ahora que sois tan indecentemente rico gracias a mi amistad, a la patria y a los soldados de Francia, os irá de maravilla un adorno como Teresa Cabarrús. Tened, os la regalo. ¿O preferís tal vez que nos la juguemos al whist? Claro que si no aceptáis mi generoso ofrecimiento, lamentándolo mucho, la concesión que tenéis para suministrar bienes al ejército podría caducar… ».
Me desperté con esa inexplicable sensación de peligro que más responde a un instinto animal que a una verdadera amenaza. El corazón me latía con fuerza y por mucho que intenté calmarme diciéndome que aquello no era más que otra de mis pesadillas, cada vez que cerraba los ojos volvía a ver el rostro de Barras pronunciando aquellas crueles palabras: «Trop cher, ma belle, trop cher». Salté de la cama, apenas eran las siete de la mañana. Por aquel entonces yo, al igual que todas mis amigas, tenía la costumbre de levantarme tarde, rara vez antes del mediodía y en ocasiones bien entrada la tarde. Por eso debió de ser una sorpresa para Frenelle que la llamara tan temprano y así pareció traslucirse en su pregunta:
— ¿Estáis bien, madame?