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— Pero ¿por qué? — porfiaba yo-. Nos queda tanto por ver. No hemos visitado aún los alrededores de Versalles, tampoco el famoso Palais Royal, en donde, según me ha contado el señor Moratín, puede uno encontrar desde artistas de circo a cortesanas o actores. ¡Yo no quiero volver todavía a Madrid!
— Y no volverás, niña–repuso mi madre, siempre aferrada a su pañuelo empapado en eau de Cologne-. Bien sabe Dios que no me gusta esta ciudad. Hace un calor pegajoso, del río viene una brisa húmeda y los árboles huelen a cualquier cosa excepto a azahar, como en mi querida Valencia natal. Tampoco me gustan los franceses, ni su comida, ni sus aires de superioridad y su condescendencia para con los extranjeros. Pero por tus venas corre su misma sangre, hija mía: tú eres una de ellos.
Entonces fue cuando supe de labios de mi madre que aquel viaje, lejos de ser de placer, tenía como oculta misión dejarme allí, sola, para terminar mi formación y «pescar» marido. «Pescar»: ésa fue la palabra que utilizó.
— Porque ya vas teniendo edad de pensar en el futuro, niña, y tu padre, que tanto te quiere, cree que sería conveniente para él y también para toda la familia que matrimonies bien. ¡Al fin y al cabo los Cabarrús ya empezamos a ser alguien en la corte de Madrid!
— Entonces, ¿por qué no me puedo casar allá? — exclamé mientras las lágrimas comenzaban a rodar por mis mejillas.
Yo nunca he sido de llanto fácil, aunque en mi nueva vida pronto aprendería a fingirlo muy bellamente porque así lo requería esa actitud «romántica» tan de moda de la que hablaba el señor Moratín. Sin embargo, en aquella ocasión mis lágrimas no podían ser más reales. No volver a mi amada casa de Carabanchel ni ver a mis hermanos, tampoco a papá ni a Mademoiselle… Casarme con alguien que fuera «conveniente», eso había dicho mi madre. ¿Acaso papá y ella se habían casado por «conveniencia»? ¿Acaso el hecho de que la familia Cabarrús comenzara a ser rica e importante significaba que yo era para mi padre otra pieza con la que comerciar, con la que conseguir aún más dinero? Miré a don Leandro. Él había presenciado toda la escena, evitando mi mirada. Yo no podía saberlo entonces, pero ahora pienso que al verme arrasada en lágrimas posiblemente recordase su triste historia de amores contrariados con Sabina Conti, su amada y, andando el tiempo, inspiradora de El sí de las niñas.
Y ahora era yo la que debía decir «sí». Sí a quedarme sola, sin familia ni amigos, en aquella oscura casa de una oscura viuda de nombre Boisgeloup. Sí también a una nueva vida desconocida en la que me esperaban, con toda seguridad, otras muchas obligaciones propias de las niñas complacientes y casaderas. Sí por tanto a aprender latín, amén de un poco de literatura y de filosofía, puesto que todas esas disciplinas estaban de moda en París y eran necesarias para mantener una conversación mundana. Además debería aprender algo más de música y, supuestamente, perfeccionar mi francés… Debo decir, ahora que menciono esto, que yo hablaba dicha lengua con total soltura desde niña y sin el menor rastro de acento gracias al buen hacer de Mademoiselle. Aun así, muchos coinciden en apuntar que nunca perdí la entonación española y un delicioso deje madrileño. Falso. No pude perderlo puesto que nunca lo tuve; pero lo cierto es que, ese día en que mi madre me descubrió sus intenciones, decidí impostarlo de ahí en adelante. ¿No estaba acaso en la ciudad de los disfraces y de las mascaradas? ¿En la de las mentiras y los fingimientos? Muy bien: un cierto aire foráneo y racial me pareció una coquetería más que añadir a mi personalidad.
Era yo entonces una niña, pero aparentaba más edad de la que figuraba en mi fe de bautismo. De hecho, un par de años más tarde, a los catorce y medio, cuando me casé, tenía la misma estatura que de adulta. Aún conservo el pasaporte francés que me hicieron con ocasión de mi viaje de bodas y, como en él aparece una descripción muy detallada de la viajera, lo reproduzco aquí para que el curioso lector se haga idea de mi aspecto:
Estatura, cinco pies cuatro pulgadas; cabello rizado y abundante de un castaño oscuro, ojos del mismo color grandes y expresivos, rostro blanco y bello, cejas arqueadas, frente bien hecha, nariz regular, boca generosa, barba redonda…
Tal vez cuando mi madre me dejó en París a mi suerte y en casa de la viuda Boisgeloup mi estatura fuera ligeramente inferior, pero creo que el resto de la descripción responde bien a mi aspecto de entonces.
***
Así, a pesar de todas mis súplicas, una mañana lluviosa vi partir a mi madre camino de España. Iba con ella el señor Moratín. Muy flaco, serio y con grandes ojeras, hacía varias noches que yo le oía salir de casa con sigilo cuando todos dormían. ¿Adónde iría? Tal vez a visitar alguno de aquellos cafés cercanos al Sena en los que, según dicen, se reúnen los literatos. O tal vez no. Tal vez fuera al Palais Royal, una propiedad del duque de Orléans llena de cafés y tiendas de la que todo el mundo hablaba en París y por la que, según parece, a ciertas horas paseaban las damas de la corte y, a otras (y por el mismo lugar), las prostitutas. Me entristeció verle partir; sin duda iba a echar mucho de menos su sabiduría y, en especial, sus comentarios sobre el carácter y el comportamiento de los seres humanos.
Una forma de ser «romántica», había dicho don Leandro semanas atrás cuando intentaba explicarme cómo era la sociedad francesa del momento. Y dicha forma de ser, según había entendido, significaba dejar que la emoción primara sobre la razón, el corazón sobre la cabeza, la naturaleza sobre la cultura, la espontaneidad sobre el cálculo y la belleza por encima de cualquier otra consideración. Muy bien, me dije yo: si ésa era la sensibilidad o, dicho en francés, la sensibilité de esta ciudad en la que me obligaban a permanecer contra mi voluntad, seguramente mi aspecto físico me sería de mucha ayuda a la hora de «pescar» un marido que reuniera dos requisitos: ser conveniente para mi padre y conveniente también para mí. Sí; esa reflexión tan poco «romántica» la hice al despedirme del señor Moratín aquella mañana a la puerta de la casa de madame Boisgeloup. Y es que para entonces ya había llorado en silencio todo lo que podía llorar, de modo que después de agotar mis lágrimas me dediqué a pensar en cómo ganar ciertas batallas que veía muy próximas: la de la soledad en una ciudad fascinante pero también extraña, por ejemplo. La de haber nacido para ser moneda de cambio de un padre que decía adorarme. Y, por último, la batalla de ser mujer y extranjera en un mundo que, según don Leandro, tocaba a su fin.
Lo que me propuse a continuación fue no derramar ni una lágrima más. Los llantos debía reservarlos para ablandar otros corazones, no para consumir el mío. Y así lo hice desde ese mismo día. Aún no había cumplido los trece años.
APRENDIENDO A SER UNA DAMA
Al empezar a contar mi vida en París es importante que reseñe que mi casera y tutora, madame Boisgeloup, pertenecía a lo que entonces se llamaba nobleza de toga o aristocracia de segundo rango, puesto que su marido–muerto apenas unos meses antes de mi llegada–había sido consejero del Rey en el Parlamento de París. Por aquel entonces la nobleza de toga, es decir, los abogados, notarios y demás profesiones similares, se había convertido en importante puente de unión entre la aristocracia y las clases inferiores gracias a su talento. Y también a su dinero; todo hay que decirlo, que permitió que tuvieran lugar no pocos matrimonios entre los herederos de la aristocracia y los de aquella nueva y pujante clase. Dicha clase estaba destinada, por cierto, a jugar un papel muy importante en la Revolución, puesto que muchos de ellos, sabedores de las desigualdades existentes no sólo en Francia, sino en toda Europa, deseaban acabar con los privilegios de los antiguos nobles, a quienes consideraban caducos y ociosos.
Sin embargo, en aquellos años de 1786 y 1787 lejos estaba yo de saber una palabra sobre nuevas clases o movimientos sociales. A lo que me dedicaba por aquel entonces era a perfeccionar mis aburridos conocimientos musicales y a recitar versos de Racine, a la espera de que madame Boisgeloup considerara que estaba ya preparada para presentarme en sociedad. ¿Y qué sociedad sería ésa? Desde luego, una viuda de la nobleza de toga era una persona de una cierta posición social, pero en ningún modo de primera fila. Si mi padre había supuesto que pagando generosamente a madame su tutela ésta me iba a facilitar la «pesca» de un marido de primer rango, me temo que su optimismo sólo demostraba su gran desconocimiento de la sociedad francesa. Es cierto que la nobleza de toga tenía, como antes he dicho, acceso incluso a la corte, pero siempre que se tratara de un abogado o juez en ejercicio. Una viuda, en cambio, veía cómo, una vez enterrado su marido, se enterraban también con él todas sus aspiraciones sociales. Aun así, a pesar de estas y otras dificultades, lo cierto es que madame Boisgeloup, como se verá, resultó ser una alcahueta muy eficaz.
***
Quienes se han interesado por retratar mi vida, tan amables ellos, tienden a conceder el mérito de mi pronto éxito en sociedad únicamente a mis encantos y a mi belleza; pero no sería yo justa si olvidara las buenas labores celestinas de la señora Boisgeloup. Era ella una mujer de aire enérgico y estrategia casi militar y, aunque algún malpensado podría opinar que su forma de tratarme, casi maternal, era debida a los buenos dineros que mi padre le prodigaba desde Madrid, yo pienso que otra en su lugar posiblemente hubiera sido bastante menos cariñosa con mi persona. Aunque tal vez la palabra exacta no sea «cariñosa». Creo que madame Boisgeloup, que, por cierto, adoraba todo lo que tuviera que ver con el reino vegetal–las plantas, las flores, los árboles-, me cultivaba más o menos como a una de sus verdes criaturas. Lo que quiero decir es que, de vez en cuando, la sorprendía ojeándome con la misma expresión que ponía, por ejemplo, al preparar un bello bouquet para su gabinete. Me miraba estudiando cómo potenciar mis encantos, tal como haría al arreglar un ramo: habría que añadir un crisantemo aquí, dos o tres lilas allá, una rosa desmayada acullá…, y así hasta lograr una pequeña obra de arte. Pero bien podría decirse que, si yo fui su bouquet, ella fue sin duda una generosa y artística jardinera a la que mucho debo. Desde el primer momento se dedicó a planear cómo sacarme el mayor partido, y su estrategia consistió, para empezar, en llevarme a los mejores modistos con intención de que me confeccionaran unos cuantos trajes.
— La moda madrileña–me decía–es demasiado chusca, trop coloriste, ma chére; tal vez podamos conservar de todo esto que has traído en tu equipaje una redecilla de madroños para el pelo, por ejemplo, o un par de camisas de hilo, pero el resto, querida, hay que adaptarlo a los gustos modernos: fuera faldas recargadas, fuera corpiños rígidos y grandes miriñaques; ahora todo es mucho más souple.
Para ser una viuda de sesenta y tantos años, madame Boisgeloup tenía una idea muy avanzada de la moda. Ella lo atribuía a su vieja y gran amistad con una de las mujeres más importantes de toda Francia, me refiero a madame Rose Bertin, modista de María Antonieta. Yo nunca llegué a saber si lo que madame Boisgeloup llamaba «gran amistad» era lo que comúnmente se entiende por tal o sólo una vieja relación casual que se remontaba a un compartido y oscuro pasado, pero, sea como fuere, el nombre Rose Bertin brotaba a cada rato de sus labios. «¡Cómo puede haber gente tan maligna!», se escandalizaba madame, trajinando en su jardín al tiempo que pasaba de vez en cuando por su congestionada cara un pañuelito de puntillas que mucho me recordaba al de mi madre y su eau de Cologne. «¡Mira que decir que la Reina y Rose son unas manirrotas cuando tout Paris sabe que la favorita de Luis XV, la maldita Du Barry, llegaba a gastar cien mil libras al año sólo en encajes!».
Pronto descubrí que los comentarios más escandalizados de madame Boisgeloup se acompañaban siempre de la mundana muletilla tout Paris. Y como yo nada sabía por aquel entonces y tout estaba dispuesta a aprender, a ella le encantaba ilustrarme, y a mí, escucharla.
— Y tout Paris–chismorreaba madame mientras cortaba el tallo de unas margaritas–sabe que a Rose la llaman la ministra de la moda y que en Versalles pasa «por delante de la mayoría de los ministros de verdad. Uno de estos días te voy a llevar a su atelier de la Rue Saint–Honoré para que la conozcas. Nadie que aspire a tener éxito en sociedad, querida, puede lograrlo sin pasar antes por su taller de costura.
Aunque fueron multitud las veces que madame Boisgeloup invocó el nombre de la gran Bertin y siempre para insistir en que nadie podía siquiera soñar con ser alguien sin pasar por su taller, lo cierto es que nunca me llevó allí. En cambio, con insistente frecuencia, siguió contándome que era una desfachatez que la gente murmurara de la prodigalidad de la Reina con su modista, puesto que tout Paris sabía que los gastos en Versalles eran inmensos y descomunales, en todos los ámbitos.
— ¿Cómo pueden decir–insistía ella con grandes aspavientos de sus regordetes brazos–que es un dispendio que la Reina encargue cuatro pares de zapatos nuevos por semana o treinta metros diarios de cintas o doce trajes de montar al año si es sabido que hay criados que viven, ¡y muy bien!, sólo de vender velas sin usar y también de pollos sin catar?
— ¿De vender velas y pollos? — preguntaba yo asombrada-. ¿Qué quiere decir eso, madame?
Entonces madame me explicaba que en palacio se cambiaban a diario las velas de todas las habitaciones, se hubieran usado o no, y siendo tan enorme el número que se necesitaba para mantener iluminado Versalles vender dichas bujías no usadas se había convertido en un pingüe negocio para algunos.
— Y lo mismo ocurre con los pollos, querida–me informaba madame Boisgeloup-. Desde que una noche la Reina encargó una pechuguita asada para su perro, y a pesar de que a su petit chien no le gustó nada el ave, en Versalles cada anochecer se asan varios pollos por si al perrito se le antoja.
Todas estas informaciones curiosas acababan siempre con una reverencial alusión a madame Bertin, aquella gran dama; pero, como digo, nunca llegué a conocerla y ni siquiera pisé su famoso atelier. Conocí en cambio a otros modistos también afamados, como el célebre monsieur Picard, y fue él quien se encargó de confeccionar mis primeros trajes.
— ¡Esta niña ha nacido para la muselina! — exclamó nada más verme aquel señor mientras me estudiaba desde detrás de su máscara. Máscara, sí, porque se contaba que monsieur Picard había sufrido en la infancia un terrible accidente al incendiarse las cortinas de su lecho, quedando su rostro completamente desfigurado. Un escultor se había encargado de confeccionarle una finísima careta de porcelana y desde entonces el modisto lucía una eterna sonrisa de labios muy rojos y mejillas contraídas y sonrosadas que no encajaba en absoluto con su forma de hablar. Y es que tan enérgico y enfático era el tono de su voz que incluso cuando alababa a alguien parecía enfadadísimo.
— ¡Ha nacido para la muselina! — repetía mientras se empeñaba en envolverme como un gusano de seda en una larga pieza de tela para ver el efecto de su futura creación-. A ver, Colette–añadió a continuación volviéndose hacia una de las oficialas, una temerosa muchacha de más o menos mi edad-, suéltale el pelo a esta maravillosa criatura para que veamos cómo luce tan hermosa cabellera sobre esta tela recién llegada de las Antillas.
Así fue como me enteré de labios de la máscara de monsieur Picard que en Versalles hacía furor este tejido que se adaptaba tan bien a la moda pastoril inspirada en el señor Rousseau. Las damas, con María Antonieta a la cabeza, se vestían con esta tenue tela casi transparente incluso durante los meses de invierno, por lo que se hacía necesario emplear doble cantidad de leña en todas las estancias de palacio para que ninguna de ellas acabara acatarrada o con pleuresía.
— ¡Y a ti, muchacha, ni se te ocurra empolvarte esta divina cabellera! — me dijo a continuación monsieur Picard lanzándome otra aterradora mirada desde detrás de su máscara-. ¡Flores!, ¡cintas!, ¡lazos!, ¡un bello sombrero de paja! Ésos son los únicos adornos que debe lucir una cabellera como ésta, te prohíbo otra cosa. Mira, mira este autorretrato al carboncillo que me ha regalado madame Vigée–Lebrun, he aquí el aspecto al que tú debes aspirar.
Yo, gracias a otro de los «tout Paris sabe» de madame Boisgeloup, estaba al tanto de que Élisabeth Vigée–Lebrun era una muy célebre pintora que había retratado varias veces a María Antonieta y a otras muchas damas de la corte. Y también sabía que por ahí se cuchicheaba en voz baja que tan renombrada artista era además hija aventajada de Lesbos. Por lo visto, en su atelier se reunían muchas damas a gozar de los placeres de la pintura y también de los de su muy femenina compañía. Ella era, además, una de las abanderadas de la nueva moda «natural» que, dicho sea de paso, estaba causando gran inquietud y malestar en ciertos gremios. Como entre los fabricantes de pelucas, por ejemplo, que hasta hacía muy poco ganaban verdaderas fortunas proveyendo tanto a hombres como a mujeres de tan indispensable prenda. Ahora, en cambio, dichos artesanos habían tenido que solicitar ayuda real para subsistir porque, según decían, su oficio amenazaba ruina. Y lo mismo ocurría con los fabricantes de sedas, quienes se quejaban de que la Reina estaba faltando a su real obligación para con ellos puesto que ya no encargaba tantos trajes de este tejido como antes. «¡Qué malestar ni qué pamplinas! — exclamaba monsieur Picard al oír estas quejas-. No me da ninguna pena toda esa gente. Que se adapten a los nuevos tiempos. ¡Renovarse o morir, ése es mi lema!».
***
Sin embargo, a pesar del entusiasmo de monsieur Picard, «malestar» era una palabra que se oía cada vez con más frecuencia por aquellos días, casi tanto como las palabras «rumor» o «escándalo», unidas todas ellas a la figura de María Antonieta. Aun así, y siempre según madame Boisgeloup, lo curioso, lo paradójico y también lo terrible del caso era que los dimes, diretes y las mil maledicencias que circulaban respecto de la Reina tenían en realidad un origen minúsculo, muy estrecho, «tan estrecho, querida–y para pronunciar la palabra que viene a continuación mi casera bajaba mucho la voz-, como el prepucio de su real marido».
Yo ni siquiera sabía qué significaba aquello del prepucio, pero sin duda madame Boisgeloup debía de considerar que a mis trece años, y ya embarcada en la adulta tarea de «pescar» marido, contaba con edad más que suficiente para enterarme de detalles anatómicos, así como de algunos secretos de alcoba que tal vez me fueran útiles más adelante.
— Porque tout Paris sabe, ma chére, que si la Reina es ahora considerada una adúltera y una frívola, gran parte de la culpa la tiene el hecho de que su matrimonio no fue consumado carnalmente hasta nada menos que ¡ocho! años después de celebrarse.
— ¿Cómo es posible, madame Boisgeloup?
— «Pimosis» — repuso mi amiga, demostrando que su gran sabiduría natural era un tanto ajena a la anatomía y a los nombres médicos-. Sí, mi querida niña, pimosis es un pequeño defecto congénito que padecen algunos hombres y que dificulta el acto carnal, volviéndolo doloroso, cuando no imposible, ¿comprendes? No todo el mundo sabe, aunque debería saberlo, para no ir por ahí levantando calumnias innecesarias, que si la Reina estuvo tantos años sin tener hijos, sin duda el peor pecado que puede cometer una reina, y si se ha volcado en los tapetes de juego y en las amistades inconvenientes, es porque el Rey, durante todo ese tiempo, ¡no le tocó ni un cabello!
Mis conocimientos en materia amatoria eran escasos, pero no tanto como para ignorar que aquello de no tocar ni un cabello era más que una simple metáfora. Así lo corroboró al punto el resto del discurso de madame Boisgeloup:
— En efecto, querida mía, pasaban los años y el Rey no sólo no mantenía relaciones sexuales con su mujer, sino que no se le conocía ni siquiera una amante. ¡Un rey de Francia casto, dónde se ha visto semejante cosa! Otros ha habido que no concibieron hijos con sus esposas hasta pasados diez o quince años de la boda, como Enrique II con Catalina de Medici, por ejemplo. Pero todos ellos tenían sanos y robustos bastardos con sus favoritas para demostrar que la infertilidad no era asunto suyo. Sin embargo, nuestro buen Luis XVI, rien de rien. C'était un scandale! Y lo más increíble del caso, niña, es que se sabía que él adoraba a su esposa, la quería de verdad, sólo que la dichosa pimosis era muy dolorosa y le obligaba a retirarse antes de tiempo de las reales entrañas y, claro, así, rien de rien… No son pocos los chistecillos y rimas que corren desde hace años al respecto. Como, por ejemplo, los que se publican en Les nouvelles de la Cour, uno de los muchos pasquines escandalosos que se venden en París. En él se llegó a contar, por ejemplo, cómo madame de Lamballe, la mejor amiga de la Reina, trabajaba «con sus pequeños dedos» para aliviar la frustración de la soberana. Otras publicaciones que circulan por ahí se hicieron eco, por su parte, de estos versos apócrifos que muchos atribuyen a la madre de María Antonieta, la emperatriz María Teresa de Austria, pero yo estoy segura de que son falsos porque riman pésimamente:
Para mi hija tener un delfín
poco importa que el hacedor
delante esté del trono o detrás, al fin.
»Tal era el estado de cosas entre la pareja real hace unos años–continuó madame Boisgeloup–que tuvo que venir el mismísimo José II, hermano de la Reina, a poner fin a tan lamentable situación. Dicen que habló con el Rey y que le dijo que debía someterse a una mínima operación mucho más indolora de lo que él temía. Hay quien sostiene, por el contrario, que el Rey nunca se sometió a intervención alguna para solucionar su problema, y que fueron las contundentes (y brutales) palabras de su cuñado las que obraron el milagro. «¡El rey de Francia–dicen que le espetó el austríaco a su cuñado–merece ser azotado hasta que eyacule de pura rabia, como hacen los burros!». En fin, querida, sea como fuere y pimosis o no pimosis, el caso es que al poco tiempo la Reina quedó por fin encinta. Pero me temo que para entonces su fama de casquivana y frívola había crecido ya demasiado. Luego, para colmo, vino el escándalo del collar que tú conoces, por el que la acusaron hasta de tener amores sacrílegos con un cardenal y…
De todas estas conversaciones con madame sobre temas mundanos y políticos saqué yo varias cosas en claro. La primera, algunas recomendaciones interesantes sobre la función reproductora de las mujeres, y la segunda, la gran importancia que en la vida de las personas mayores tenían las pequeñas cosas: París hacía años que hervía con canciones y libelos procaces contra l’autrichienne, y esto se debía, por un lado, a una pequeña porción de piel, y, por otro, a un collar; dos cosas de muy reducido tamaño como para causar tan grandes males. Si ése es el mundo de los adultos, me dije yo entonces, más vale ir tomando buena nota, porque por lo visto las pequeñas brisas podían con suma facilidad convertirse en huracanes.
***
Pero volvamos una vez más a los preparativos para mi entrada en sociedad y a los desvelos de madame Boisgeloup para convertirme en la más bella de las flores. Cuando por fin, gracias a monsieur Picard, mi vestuario estuvo listo y sin que terminaran empero las aburridas clases de música, declamación y filosofía que madame Boisgeloup consideraba esenciales para completar mi educación, empezamos a frecuentar nuestros primeros salones. Salones no muy elegantes en un principio, todo hay que decirlo, pero en los que tuve la fortuna de conocer un día a madame Stéphanie Félicité Du Crest, condesa de Genlis, una dama muy introducida en los círculos de la corte. Esta señora, que era de noble cuna, había sufrido tiempo atrás los rigores de pertenecer a una familia arruinada. Aun así tuvo la suerte–o, mejor dicho, la gran habilidad–de saber abrirse camino en sociedad gracias a un raro don: tocaba el arpa. Por lo visto, debido a su virtuosismo con dicho instrumento que, según me explicó madame Boisgeloup, había estado en desuso en Francia casi desde el Renacimiento, logró inmediatamente destacar en los más distinguidos salones, siempre ávidos de sensaciones nuevas, de originalidades. La condesa era la institutriz de los hijos del duque de Orléans y se rumoreaba que también su amante.