38607.fb2 La cinta roja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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Se dio la circunstancia de que ese día Ouvrard estaba invitado al palacio de Luxemburgo para un desayuno con Barras. Las relaciones entre nosotros tres, después de que me fuera a vivir con el primero, eran tan cordiales como no podía ser de otro modo en aquellos acomodaticios tiempos. Además, Ouvrard y Barras tenían negocios juntos, tanto privados como estatales, y eran frecuentes sus encuentros, lo que propició que Ouvrard viviera tan histórica jornada en el mismo escenario en que se desarrollaron los hechos.

— Fue todo muy extraño–me relató él varios días más tarde una vez consumado el golpe-. Para empezar, nada hacía presagiar que aquella fuera una mañana distinta de las demás. Cuando llegué a palacio comprobé, por ejemplo, que el servicio de desayuno estaba dispuesto para treinta personas por lo menos. Ya sabes, querida, cuánto le gustan a Barras estas «pequeñas reuniones» con lo que él llama un reducido grupo de amigos para hablar de negocios. Sin embargo, en cuanto subí las escaleras pude apercibirme de que reinaba una tensa calma. En el comedor, la mesa estaba preparada: los panecillos en sus cestas, el café humeante, pero todo el recinto parecía desierto, no se veía un alma. Las malas noticias corren veloces, tú bien lo sabes, de modo que es fácil adivinar la causa de tan temprana desbandada. Sin duda, el resto de los convidados, al saber lo que se preparaba, decidieron dar media vuelta y volver a sus casas para esperar allí acontecimientos.

— Y tú tendrías que haber hecho otro tanto–dije yo a Ouvrard-. ¿Qué necesidad había de exponerse así?

Él hizo un significativo gesto de vaivén con una mano descartando tal posibilidad.

— No sería yo mismo si hubiera salido corriendo como el resto, querida. Además, para entonces ya había comenzado a comprender qué estaba ocurriendo. Días atrás, el zorro de Sieyès, junto a otro de los directores, Ducos, se había puesto de acuerdo con Lucien Bonaparte, quien, mira tú qué casualidad, desde finales del mes pasado es presidente de la Asamblea de los Quinientos, para hacer correr el rumor de que se estaba preparando una conjura jacobina. Ésa fue la excusa que se dio para explicar por qué ese día el Consejo de Ancianos y el de los Quinientos habrían de reunirse lejos del palacio de Luxemburgo, en el castillo de Saint–Cloud, para ser exactos. Luego, el hecho de que al castillo acudiera un destacamento al mando del general Murat se justificó como «una medida de protección».

— Una que a vosotros, en el palacio de Luxemburgo, os dejaba por tanto más que desprotegidos–apunté yo.

— En efecto, la idea era precisamente ésa, dejarnos lo más desamparados posible. Pero debo decir que el golpe de fuerza se llevó a cabo del modo más civilizado. Una vez conocida nuestra situación de indefensión, lo que hicieron los emisarios de los conjurados fue ir a los aposentos de Barras.

— ¿Tú estabas con él en ese momento?

— Sí, y pude presenciarlo todo. Desde la ventana vimos cómo, después de un redoble de tambores, uno de los generales involucrados en la conjura entró en el patio por la puerta principal en compañía de una brigada ligera. Minutos más tarde, en el silencio más absoluto, Barras y yo comenzamos a oír los pasos que subían hacia sus habitaciones. Entonces hicieron su entrada los demás. Me refiero al almirante Bruix y a Talleyrand, que, en medio de un significativo silencio y en nombre de Napoleón, entregaron al director su acta de renuncia para que la firmara.

— ¡Talleyrand! — exclamé yo-. Obispo, revolucionario, ministro y ahora conjurado contra Barras, ¡qué traición!

— Sí, querida, ya conoces a tu amigo. A pesar de su cojera, siempre ha sabido saltar con donaire de un barco a otro antes de los naufragios. Deberías haber visto su expresión de severa censura cuando le entregó a Barras aquel documento.

— ¿Y qué hizo Paul? — pregunté sin poder evitar una punzada de dolor por aquel hombre al que tanto había amado.

— Es extraño–respondió Ouvrard-. Yo diría que parecía resignado a su suerte. ¿Sabes qué ocurrió a continuación? Tras firmar su renuncia, se acercó a la ventana, miró hacia la Rue Tournon, que se veía ennegrecida por las miles de cabezas de la muchedumbre que acompañaba a las tropas gritando vivas a Napoleón y se pasó un pañuelo cuajado de puntillas por la frente. «Gritaremos, pero será en vano–dijo-, no hay eco ya para nuestras voces».

— ¿Y qué crees que va a pasar ahora, Gabriel? Si Talleyrand ha traicionado a Barras, la deslealtad es aún más grande en el caso de Napoleón. Al fin y al cabo es a Paul a quien debe su carrera, fue él quien lo puso al frente de las tropas para sofocar la insurrección realista del 13 de Vendémiaire y también quien lo nombró general en jefe del ejército en Italia, una traición en toda regla.

— ¿Y qué es la política sino una larga y muchas veces acertada sucesión de traiciones? — respondió Ouvrard con un encogimiento de hombros, no sé si de resignación o tal vez de hastío; eran tantos los cambios que estábamos acostumbrados a vivir que ya ninguno nos sorprendía demasiado.

— ¿Y qué va a pasar ahora?

— Aún no te lo he contado todo. Sin duda se trata del fin del Directorio. Al día siguiente después de muchas vicisitudes y más de veinticuatro horas de intrigas y reuniones, los diputados decidieron nombrar tres cónsules. Dos son antiguos directores: el siempre acomodaticio Roger Ducos y por supuesto tu «amigo» Sieyès, que por fin ve cumplido su deseo de dar a Francia «una cabeza y una espada».

— La espada será la de Napoleón, me imagino…

— Y la cabeza, muy a pesar de ese viejo zorro de Sieyès, sospecho que también será la de Bonaparte, ma belle.

LA PENÚLTIMA MASCARADA

— ¿No crees que deberíamos dar una gran fiesta en su honor? — le dije a Ouvrard apenas un par de días más tarde cuando las noticias de lo ocurrido comenzaban a dar paso en las calles a una alegría casi tan grande como la que había acogido la muerte del Incorruptible. Tan similar me parecía el ambiente con el de Thermidor que se me antojaba natural comportarme del mismo modo que entonces: dar rienda suelta a la alegría, convocar a muchos amigos, celebrar la imparable ascensión de Napoleón Bonaparte, ahora convertido en el hombre más poderoso de Francia.

— Podríamos organizar un baile en Raincy–añadí ilusionada-. ¡Uno de máscaras, por ejemplo! Escribiré sin tardanza a Josefina para planear juntas los detalles.

Detengo un momento la narración, pues me parece importante señalar que durante la expedición de Napoleón a Egipto, Josefina y yo habíamos continuado viéndonos con tanta o más frecuencia que antes. Y nuestra amistad se había visto enriquecida además con la presencia de Ouvrard, puesto que Gabriel acababa de rendir a la futura emperatriz un favor de gran importancia para ella. Durante la ausencia de Bonaparte y fiel a su forma de ser tan pródiga en lo que a lujos y comodidades se refiere, Josefina le había echado el ojo a un pequeño palacete en Malmaison. La propiedad no era barata y desde el principio ella tuvo ciertas dificultades para reunir los treinta y siete mil francos que requería el primer depósito, y no digamos para hacer frente a los ciento sesenta mil que valía la propiedad. Pero, por fin, Josefina había logrado hacerse con unos quince mil francos, según ella gracias al generoso préstamo que le había hecho uno de sus criados (¿?), y el resto procedía de sus ahorros, pero aun así le faltaban veintidós mil para completar la cifra; de ahí que ella decidiera recurrir a Ouvrard, quien le concedió de mil amores un préstamo. Muy bien; ahora Napoleón estaba de vuelta en París convertido en cónsul, Josefina tenía su bella propiedad, y todos éramos grandes y viejos amigos, ¿acaso no era más que lógico organizar una fiesta en su honor?, me decía yo. Una en la que hubiera bailes y música–popular, bien entendu–porque la otra, la música seria, Bonaparte la consideraba «el menos molesto de los ruidos».

— ¿Sabías tú que le petit gringalet se pirra por los bailes de máscaras? — le dije a Ouvrard al tiempo que tomaba pluma y papel para escribir a Rose-. Ahí donde lo ves, tan circunspecto, le encanta disfrazarse, ya verás cómo vamos a divertirnos.

— No lo hagas, Teresa–dijo Gabriel deteniendo mi mano cuando ya me disponía a sentarme a la tarea-, resulta más prudente aguardar un tiempo y ver cómo se comporta él con nosotros.

— ¿Y cómo crees que se va a comportar? Él siempre se jacta de su buena memoria, de modo que no creo que haya olvidado, por ejemplo, el hecho de que le brindara mi casa cuando nadie sabía quién era; ni cómo lo ayudé en su momento a conseguir un uniforme decente; ni menos aún que fue en mi casa donde conoció a Josefina. En cuanto a ti, Gabriel, también te debe bastante. ¿No es suficiente razón para seguir disfrutando de su amistad el préstamo que le hiciste a Josefina para comprar Malmaison?

— Precisamente… — dijo Ouvrard, y se detuvo. Gabriel era hombre de gran prudencia. Más aún, era el tipo de persona que jamás habla mal de otros y menos todavía de la índole de la relación que con él o ella hubiera mantenido. Por eso nunca llegué a saber qué ocultaba tras esa única palabra que pronunció: «Precisamente». Quizá él hubiera oído alguna vez ese sabio refrán español que dice «Nunca pidas a quien pidió… » y pensara que el general no iba a agradecer ni mi antigua ayuda ni mucho menos el préstamo que le había hecho a su notoriamente manirrota esposa. Pero hay otra explicación posible a su cautela. Tal vez ésta se debiera a asuntos más «galantes», digamos; más típicos de aquella época ligera de moral que se llamó el Directorio. Me refiero al hecho de que entonces, quien más quien menos, todos habíamos visitado en alguna ocasión las camas de la mayoría de nuestros amigos y conocidos. ¿Entre la no precisamente escuálida lista de amantes de Josefina se encontraría también Ouvrard y noticia de esos viejos amores habrían llegado a oídos de Napoleón? Y si así fuera, ¿tanto habría cambiado Napoleón en lo que a fidelidad conyugal se refiere?

— Napoleón es corso, Teresa–dijo Ouvrard como único comentario, y yo no supe exactamente a qué se refería con esas palabras. Puede que al hecho de que, en otras épocas menos prósperas de su vida, Napoleón había tenido que transigir con cosas que ahora, convertido en cónsul de Francia, no estaba dispuesto a tolerar. O quién sabe, quizá se refiriera a cierto rasgo del carácter de Napoleón del que yo misma había sido testigo cuando solicité ayuda para Tallien. «Yo nunca olvido», eso me había dicho Napoleón Bonaparte con una extraña sonrisa.

Sea como fuere, después de esta conversación con Ouvrard en la que fue más lo omitido que lo dicho, decidí no dar fiesta alguna y esperar unas semanas para ver en qué tipo de ciudad se convertía París bajo la nueva situación política. Además, por esas fechas tenía yo un nuevo y gran motivo de felicidad que llenaba mi vida, excluyendo otros afanes. Me refiero al nacimiento del primero de los cuatro hijos que tendría con Ouvrard. Fue niña y la llamamos Clemence Isaure Teresa. Tenía el pelo rubio y ensortijado como su padre y los ojos muy negros como yo, y pronto se convirtió en el juguete favorito de mis otros dos hijos, el siempre tímido y circunspecto Théodore, que pronto cumpliría once años, y la pequeña Rose Thermidor, de cinco. Recuerdo además que muy poco después de este feliz acontecimiento tuvieron lugar otros dos que fueron también motivo de alegría. El primero de ellos tuvo por protagonista al que todavía era mi marido, Jean–Lambert Tallien, quien continuaba enviándome cartas llenas de dulces y añorantes palabras como si nuestros destinos siguieran unidos. Por una de ellas supe que después del regreso de Napoleón a Francia, él se había quedado una temporada más en Egipto ocupado en pequeñas tareas. Al fin, decidió emprender la vuelta a casa con intención, según él, de recuperar mi cariño, pero con tan mala (o como más tarde se verá, buena) fortuna que cayó prisionero de los ingleses. Éstos lo llevaron a Londres y, ante su sorpresa, allí fue recibido con afecto y admiración «por parte de muchas y muy principales personas», según rezaba su carta.

Sí, vida mía, me han acogido como el héroe de Thermidor, aquel que acabó con los jacobinos. Y hasta tal punto me dispensan todo tipo de amabilidades que con ello han logrado mitigar, al menos en parte, el dolor de estar lejos de ti y de la pequeña Rose Thermidor. Te ruego, amor mío, que colmes a la pequeña de besos por mí. Yo, por mi parte, no sueño más que con abrazaros, pero creo que permaneceré aquí un tiempo más.

Quién sabe, quizá este nuevo golpe de suerte sirva para que esta vez sí y de verdad renazca de mis cenizas. ¿No sería maravilloso? Rezo para que así sea y pueda volver entonces y recuperarte.

La noticia de su rehabilitación, al menos en Inglaterra, me llenó de alegría. Su estancia allí, lejos de París, era más que conveniente tanto para él como para mí.

La segunda causa de alegría de la que antes hablaba tiene como protagonista a Ouvrard y dice mucho de su forma de ser. Gabriel, tal como ocurre a menudo con aquellos que son capaces de labrar con su esfuerzo una temprana y gran fortuna, no tenía el menor inconveniente en derrocharla con sus amigos, y más aún conmigo. Uno de los defectos de carácter que, según él, tenía su primera esposa era que desconocía totalmente el sutil arte de provocar y recibir regalos con donaire, un don que, siempre según él, yo poseía con largueza. Así, a Ouvrard le complacía sobremanera sorprenderme con todo tipo de obsequios: joyas, pieles, objetos estrafalarios, muebles carísimos, caballos, pelucas… Pero todas las mujeres sabemos que este tipo de presentes son con frecuencia una forma de adornarse los caballeros, un modo tal vez inconsciente de demostrar al resto del mundo que ellos tienen en jaula de oro a la más bella entre las bellas. Gabriel no era así; su generosidad era mucho más amplia, más desprendida que todo eso. Para que se hagan una idea les contaré que un día me invitó a dar una vuelta por París en carruaje. De pronto, mientras transitábamos por el Faubourg Saint–Germain, ordenó al cochero detenerse cerca de la Rue Babylone delante de un magnífico palacio estilo Luis XV que se alzaba entre las profundas sombras de un gran parque. Entonces, Ouvrard sacó del bolsillo una llave de mediano tamaño cuajada de brillantes y, cuando ya habíamos inspeccionado todas las habitaciones y los espléndidos jardines de la propiedad, me la entregó con estas palabras: «Adiós, madame, ésta es vuestra casa». En efecto, lo era. Cuando toqué el timbre éste fue inmediatamente atendido por los criados con los que él había equipado la propiedad. Es curioso señalar además para los amantes de las casualidades, o tal vez debería decir de las ironías, que el anterior propietario del palacio era Barras, y que Gabriel se lo compró para ofrecérmelo. Así, por un extraño vericueto, de ese amante anterior que nunca había sido especialmente generoso adquiría yo de pronto un muy caro y también maravilloso recuerdo. Por cierto, ahora que menciono su nombre, me gustaría aprovechar para añadir unos datos más sobre Paul Barras. Después de su caída del poder, decidió retirarse a Grosbois en total soledad. Toda su antigua corte o cohorte de amigos, aduladores, comparsas, compinches, sanguijuelas y admiradores desaparecieron de un día para otro y como por ensalmo. Yo, en cambio, seguí visitándole con una cierta asiduidad. Tal vez se sorprenda el amable lector por esta revelación, pero yo siempre he procurado guardar una parcela de cariño para los hombres que han compartido mi vida una vez que éstos han caído en desgracia. Cómo no hacerlo, son parte irrenunciable de mí.

***

Sin embargo, de amores pasados y otros fantasmas similares tiempo tendremos de hablar más adelante. Volvamos ahora a la Rue Babylone, a la llave cuajada de brillantes y a la generosidad de Ouvrard para decir que, entre esta bellísima propiedad parisina y la no menos bella de Raincy repartíamos Gabriel y yo nuestro tiempo disfrutando de la compañía el uno del otro. Ésta fue sin duda una de las etapas más sosegadas de mi vida. Vivíamos esos momentos impagables al comienzo de toda relación, cuando tan pendiente está el uno del otro que todo lo demás no tiene importancia alguna. Ahora, con la distancia que dan los años transcurridos, puedo decir que tal vez mi relación con Ouvrard no tuviera ese pellizco de pasión y agonía que viví con Barras; tampoco contó con el decorado romántico y brutal que me unió a Tallien, pero ¿quién no cambiaría gustoso ambas cosas por serenidad y cariño cuando ya ha amado mucho con anterioridad? Tenía yo entonces veintiséis años. ¡Veintiséis años!, pero era tanto lo que había vivido que a veces me sentía una mujer de cincuenta. Maridos, amantes, adulaciones, riquezas, aventuras… todo lo había conocido, pero también había tenido que enfrentarme con el miedo, el dolor; también con la sombra de la muerte, tan próxima que casi llegué a acariciar su lúgubre rostro. Ahora en cambio tenía paz. ¿Sería tal vez mi nueva maternidad la que me hacía sentir así? Ni el nacimiento de Théodore ni mucho menos el de Rose Thermidor habían frenado mis ansias por brillar, por complacer y ser complacida, por divertirme. Ahora, en cambio, con la pequeña Clemence a mi lado, no creía necesitar nada externo, sólo la sonrisa de mi bebé y el amor de Gabriel Ouvrard.

Así las cosas, se comprende que no tuviera mucho interés ni tampoco excesivo tiempo para dedicarme a asuntos de la política. Sin embargo, noticias de lo que estaba pasando en París llegaban todos los días a Raincy. Según se contaba entonces, Napoleón, una vez convertido en Primer Cónsul, deseaba provocar una violenta reacción contra lo que él llamaba las costumbres disolutas del Directorio y esto significaba romper y hacer romper también a sus allegados con todo aquello que tuviera que ver con las frivolidades de antaño.

— En otras palabras–me dijo un día Germaine de Staël, que había venido a Raincy a conocer a la pequeña Clemence-: Lo que quiere es romper conmigo. Y también contigo, de modo que no te hagas ilusiones, querida–comentó al tiempo que se detenía en admirar un bello mosaico pompeyano que yo había hecho colocar como suelo en aquella salita-. Supongo que eres consciente de que para le petit gringalet tú y yo somos criaturas de Sodoma y Gomorra. O de Pompeya, si eso te parece más sofisticado–añadió señalando la escena erótica bastante explícita que había bajo nuestros pies-. Imagino que ya habrás notado un considerable cambio de actitud por parte de Rose.

Germaine, que nunca se había repuesto de aquel pequeño pero muy público desaire infligido por Bonaparte años atrás en casa de Talleyrand, no tenía la menor simpatía por el héroe del momento. De él decía que «su talla era innoble; su alegría, vulgar; su cortesía–cuando la tenía-, torpe; su modo, grosero y rudo, sobre todo con las mujeres». De ahí también que, cuando hablaba de Josefina, se empeñara en llamarla por su antiguo nombre y a él por ese mote, gringalet, cuyo significado, alfeñique, muy poco encajaba realmente con el actual Napoleón Bonaparte.

— No, ma chére–continuó Germaine en el mismo tono cáustico-, Josefina ya no es la misma ni conmigo; ni tampoco contigo, siento decirte. Tú no te das cuenta porque estás aquí encerrada jugando a mater amantisima y mater dulcisima, pero nuestra amiga ha cambiado mucho. En realidad, no podría ser de otro modo después de que él a punto haya estado de divorciarse a causa de su petite gaffe, pobre Rose.

Todos por aquel entonces, incluso los tan alejados de los salones de París como yo, sabíamos de la petite gaffe de Josefina. Los comentarios corrían de boca en boca y se repetían en voz baja adornada por sonrisas. Había ocurrido que, al regresar Napoleón a Francia para convertirse en Primer Cónsul, se produjo un desgraciado desencuentro entre los esposos Bonaparte. Napoleón, que ya en Egipto había sido informado por su camarada Junot del tipo de vida alegre que Josefina llevaba en París de la mano, según él, de «su inefable amiga Teresa Cabarrús», estaba pensando seriamente en divorciarse de la ingrata e infiel a su regreso a Francia. Al saber esto, Josefina no se inquietó en absoluto. «En cuanto me vea se lanzará a mis brazos», me confió ella en una de las innumerables notas que nos enviábamos de forma periódica cuando nuestras ocupaciones nos impedían el placer de estar juntas. Tan segura estaba que, al tener noticias de la inminente llegada de Napoleón a las costas francesas, se puso en ruta hacia Lyon con ánimo de salir a su encuentro y acabar con todas sus suspicacias. Pero quiso la mala suerte que ella eligiera la ruta de Borgoña mientras Napoleón, que había desembarcado antes de lo previsto, tomara la del Borbonesado. Así sucedió que, al llegar Bonaparte a París, encontró su casa de la Rue de la Victoire sin rastro de Josefina. «¡Me engaña una vez más, siempre me ha engañado! — se dijo entonces el encelado general-. ¡Exterminaré a toda esa raza de mequetrefes y corruptos que la rodean! ¡No quedará ni uno, lo juro!».

Según testigos, así se expresaba Napoleón a grandes gritos recorriendo a zancadas el salón de su casa mientras en la calle, como en la escena de una de esas comedietas frívolas y un punto ridículas que pueden verse en los teatrillos del Palais Royal, Josefina aporreaba la puerta suplicando que la dejara entrar y explicarse. Durante toda una noche ella suplica, grita, llora y se desespera, pero el futuro emperador se muestra inflexible. Pasan las horas, Josefina a punto está de rendirse rota por la fatiga y decidida a aceptar su destino cuando de pronto una de las criadas le da una idea salvadora: «Haced venir a vuestros hijos», le dice. Y he aquí que se obró el milagro. Napoleón, que siempre había sentido enorme cariño por Eugéne y Hortense, como bien lo demostraría más adelante prodigándoles todo tipo de honores, consintió por fin en perdonar a su madre. Los esposos cayeron entonces el uno en brazos del otro y aquellos que deseaban (léase la familia de Bonaparte) que todo lo sucedido fuera el comienzo del fin de una relación poco conveniente para el general, se sorprenderían muy desfavorablemente al encontrar, a la mañana siguiente, a los felices esposos abrazados en la cama.

He aquí pues la petite gaffe de Josefina. Hay que decir que todo lo que acabo de narrar había tenido lugar muy poco antes del 18 de Brumaire. A partir de esa fecha, la vida de los esposos Bonaparte comenzó a cambiar. Abandonaron la casa de la Rue de la Victoire para instalarse primero en el Petit Luxembourg y de allí pasaron a las Tullerías, el palacio que antes había pertenecido, qué ironía, al decapitado Luis XVI.

— No sé a qué te refieres–le dije a Germaine de Staël, que durante todo este tiempo había estado esperando mi respuesta sobre un posible alejamiento entre Josefina y yo tras el triunfo de su marido-. Si no he sabido nada de ella es porque debe de estar muy ocupada con tantas mudanzas. Y no me refiero sólo a las de domicilio, sino a las de toda índole. Mucho ha cambiado su vida en tan poco tiempo, Germaine, pero todo sigue igual entre nosotras.

— ¿Estás segura? — preguntó madame de Staël nada convencida de que así fuera.

— Naturalmente, ayer mismo recibí un regalo suyo para la pequeña Clemence. ¿Te gustaría verlo?

Era cierto que Josefina me había mandado el más encantador sonajero de plata para mi hija, pero también lo era que rara vez contestaba mis cartas. Incluso el regalo no iba acompañado siquiera de unas breves líneas, sino de un formal «con mis mejores deseos» garabateado a toda prisa y sin firma. Nada de esto le conté a Germaine, como es natural, pero aun así ella continuó insistiendo.

— La culpa de todo la tiene esa sarta de provincianos cejijuntos que con gusto le colocarían un cinturón de castidad a la pobre Rose, y aún está por verse que no lo hagan. Me refiero a la camarilla de los Bonaparte, capitaneados por Letizia, su madre, a la que algunos ya comienzan a llamar Madame Mére por lo mucho que manda y enreda. Si nuestro flamante Primer Cónsul está decidido a convertir a Francia en un país «moral», Letizia está decidida a reformar a toda costa a la pobre Rose. No me extrañaría saber que la tiene vigilada, por no decir secuestrada; ya sabes cómo se hacen esas cosas cuando toda la familia vive bajo el mismo techo.

***

Esta explicación de la falta de noticias de Josefina me pareció no sólo verosímil, sino incluso tranquilizadora respecto de su silencio. Además, yo sabía que, incluso antes de su partida a Egipto, Napoleón había encargado a su hermano José que controlase los gastos de su mujer y que, a partir de ese momento, la gran familia de Napoleón, con su madre a la cabeza, había comenzado a cerrar su cerco en torno a ella. Y es que a los Bonaparte nunca les gustó Josefina. Provenientes de una familia de baja nobleza corsa, consideraban a Rose una casquivana, una frívola que enseñaba demasiada carne en las fiestas y demasiada poca vergüenza con sus amantes. Y si Napoleón en sus primeras cartas decía no importarle la infidelidad de su esposa, las cosas habían cambiado mucho desde entonces, puesto que ni él era ya le petit gringalet, como se empeñaba en llamarle madame de Staël, ni los Bonaparte una familia más, sino toda una tribu y muy influyente. Sí, ahora lo comprendía todo. Esa vieja y astuta de Letizia había tejido alrededor de ella una muy poco sutil telaraña, y ésa era sin duda la razón del silencio de mi buena amiga.

PARÍS Y LOS NUEVOS AIRES