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— Y Napoleón y yo también estamos condenados a entendernos–le dije un día a Frenelle, porque, transcurridos varios meses de pequeños desaires, de falta de invitaciones y de nula respuesta a mis cartas por parte de Josefina, después también de haber dedicado a Clemence todos los cuidados maternales que su tierna edad requería, andaba yo un tanto deseosa de volver a los salones-. A entendernos y a admirarnos–añadí mientras enseñaba a Frenelle una nueva y finísima malla de seda color carne. Se trataba de una maravilla de sutileza que había encargado a Venecia y tenía intención de lucir en un próximo estreno. Mi idea era usarla bajo una túnica corta confeccionada con piel de pantera para simular que iba desnuda. Se trataba de un disfraz de Diana cazadora pensado especialmente para asistir al próximo estreno en la ópera de París.
— ¿Qué te parece esta obra de arte? ¿Tú crees que encandilará a nuestro Primer Cónsul? Me han dicho que él presidirá esta noche.
Frenelle volvió a poner esa cara reprobadora suya, la que siempre ponía cuando no estaba de acuerdo conmigo en absoluto.
— Ay, Teresa, tú nunca te das por vencida, ¿verdad? No te bastan todas las señales que recibes de que ya no eres persona grata: el silencio de Josefina, la falta de invitaciones oficiales, el modo en que tus disfraces no son aplaudidos ni en la calle ni en los teatros. Mucho han cambiado las cosas desde que Napoleón manda en Francia y tú no quieres aceptarlo.
— Lo que yo quiero Frenelle, es cambiarlo todo como ya he hecho en otras ocasiones. ¿Cuánto tiempo crees que durará esta actitud pacata y provinciana con la que pretende moralizarnos nuestro amigo? París es una ciudad alegre, viva, que sólo busca divertirse, reír, bailar, olvidar…
— Sí, querida, tienes razón sobre todo en lo último. Olvidar el hambre, las desigualdades afrentosas, la corrupción, los «vientres podridos» y también a las merveilleuses como tú. ¿Realmente no te das cuenta de lo que te está pasando?
— De lo único que me doy cuenta es de que sólo necesito que Napoleón me vea vestida así para convencerle. Para lograr que borre de su rostro ese gesto severo con el que me observa cada vez que coincidimos en un lugar público. Bastarán unas cuantas palabras y un par de coqueteos. Yo siempre he sabido arrancar una sonrisa de esos severos labios y una mirada tierna de unos ojos a los que todos temen.
— Sufres de la misma ceguera que todas las mujeres bellas, Teresa. Vosotras–dijo Frenelle como si ella misma no fuera muy hermosa–confundís una batalla con la guerra. Y lo hacéis porque a las guapas, en lides amorosas, casi siempre les basta con una sola contienda para vencer al contrario. «Yo siempre he sabido arrancarle una sonrisa y una mirada tierna», dices, y es verdad, Pero hacerlo es útil sólo si a continuación se procede a enamorar al otro. Y en este caso es del todo imposible lograrlo, Napoleón ya está enamorado.
— Frenelle, por favor, suenas tan pacata como esa campesina corsa madre de nuestro cónsul. ¿Qué importa que Napoleón esté enamorado de Josefina?
— Te equivocas, querida. Bonaparte ya no está enamorado de Josefina, eso es historia. Otra persona mucho más importante ocupa ahora su corazón. Y se trata de alguien a quien él nunca traicionaría, a quien jamás pondría en peligro por ninguna causa, no te equivoques.
— Te refieres sin duda a…
Aquí yo empecé a pronunciar el nombre de una muy conocida y lánguida muchacha con la que se rumoreaba que tenía amores nuestro Primer Cónsul, pero no llegué a hacerlo porque Frenelle me interrumpió.
— Napoleón Bonaparte, así se llama el nuevo amor de tu amigo, y contra una pasión así, créeme, no hay mujer que pueda competir, ni siquiera tú. Ya has visto cómo actúa. Está entregado a la causa de regenerar Francia de todos sus pasados excesos y para eso tiene que hacer exactamente lo contrario que los vientres podridos del Directorio: devolverle a los franceses el orgullo, el honor, el pundonor y la grandeza. Pretende potenciar todos esos conceptos grandiosos que tanto gustan a los hombres y en mucha menor medida a las mujeres. Tú, querida, conseguirás de él una sonrisa y una mirada, no me cabe la menor duda. Ganarás por tanto la primera batalla, pero perderás la guerra. Porque a sus ojos ya no eres la tentación, tampoco eres madame Thermidor ni mucho menos Nuestra Señora del Buen Socorro. Sólo eres la sombra de un pasado incómodo. Se acabó. Teresa Cabarrús, la que tantos papeles ha representado en esta larga tragicomedia que es nuestra historia reciente, se ha quedado fuera del reparto. Son ahora otros actores, otros comparsas los que están pidiendo paso para subir al escenario.
LA ÚLTIMA REPRESENTACIÓN
No me molesté en rebatir ni una sola de las crueles palabras de Frenelle, ni en el momento en que las pronunció ni tampoco a la mañana siguiente. Y eso que la noche anterior, en la ópera, ocurrió exactamente lo que ella había vaticinado. Me presenté en mi palco junto a un muy reticente Ouvrard ataviada á la Diana, esto es, con una piel de leopardo hasta los muslos, el pelo suelto, los hombros desnudos y, en uno de ellos, un carcaj con flechas. Mi presencia en la sala revistió caracteres de escándalo. Hubo murmullos, codazos y miles de ojos que se clavaron en mí y en Gabriel a lo largo de toda la representación; entre ellos, los del Primer Cónsul, que, según pude ver con satisfacción, me observaban a través de sus prismatiques; sin embargo, lo cierto es que ni una de las metafóricas flechas que Diana disparó en su dirección durante el primero y segundo actos logró traspasar el escudo de desdén que parecía haber levantado aquel viejo amigo mío. No me desanimé y decidí aguardar al descanso para acercarme. «Espera y verás, gringalet», dije para mí esbozando las más dulce de las sonrisas. Y llegó el momento: el foyer estaba repleto de gente y yo, dejando atrás a Ouvrard, me abrí paso sola y casi desnuda entre una muchedumbre que murmuraba caminando directa hacia él. Se hizo entonces un silencio y todo el mundo aguardaba expectante el veredicto de Napoleón. Él se detuvo un segundo, me miró de arriba abajo demorándose en especial en mis muslos descubiertos y en mis pies cuajados de sortijas y luego, sin una palabra, sin un gesto, continuó su camino. Sentí que me flaqueaban las rodillas y tuve que apoyarme en un brazo que solícito se tendía hacia mí. Era el de Ouvrard, bendito Ouvrard, siempre a mi lado, sobre todo en los peores momentos. «Vamos, Teresa», dijo, y yo aún me resistí a moverme de donde estaba hasta que llegó a mis oídos una voz anónima de entre la muchedumbre que mucho se parecía a aquella que una vez se burló de mí en el palacio de Luxemburgo. «Miradla–decía esta vez-, ese vestido de Diana parece el sudario de la Cabarrús».
Pensará tal vez el lector que después de este fiasco me iba a dar por vencida; no me conoce quien así opina. Siempre me ha gustado ganar, si no al primer envite, al segundo; y si no es al segundo, al tercero o al cuarto. Por eso, un mes después de estos acontecimientos y como si yo fuera uno de esos tahúres tan en boga en mis tiempos, guardaba en mi manga un as que no había confiado a nadie, ni siquiera a Ouvrard y mucho menos a Frenelle, quien desde el episodio de la ópera me miraba con esa irritante expresión de «ya te lo dije» que a veces adoptan aquellos que más nos aman. El as al que me refiero lo había adquirido después de infinitas súplicas y humillaciones, y era el hecho de que por fin una de mis innumerables cartas a Bonaparte había obtenido respuesta. Sí, al fin una pequeña victoria y aquí estaba en mi mano. Se trataba de una breve nota escrita de su puño y letra. Y rezaba así:
Madame:
Ante vuestra indesmayable insistencia y para acabar con esta enojosa situación, asiento a que parlamentemos brevemente en el baile de máscaras de Marescalchi. Podréis así exponer vuestra causa, aunque no garantizo en absoluto el resultado. Para identificarnos sin dificultad, llevaréis un lazo verde en la muñeca y deberéis aceptar el brazo de un enmascarado con disfraz de Dominó, que portará otro del mismo color en la diestra. Atentamente,
N
La nota no puede decirse que fuera exactamente cariñosa, pero ¡un lazo verde!, me decía yo esperanzada, el color preferido de Napoleón, ¡qué buen presagio! Como bien podrá adivinar el lector, en cuanto recibí estas líneas puse en marcha toda mi imaginación para encandilar al Primer Cónsul de Francia como se merecía. ¿Qué lucir para la ocasión? ¿Un disfraz de Ceres con peluca roja? ¿Tal vez uno de Minerva, la siempre prudente diosa de la sabiduría? ¿O debería quizá optar por otro disfraz más a tono con los nuevos y puritanos tiempos que deseaba imponer Bonaparte? ¿Uno de Juana de Arco quizá? Eligiera lo que eligiese, lo que debía sin duda procurar era aparecer lo más guapa posible, puesto que, dígase lo que se diga, la belleza es (casi) siempre el camino más directo al corazón de un hombre. Miré mi cara en el espejo: no tenía la menor duda de que esta vez iba a conseguir lo que deseaba, acababa de cumplir veintiséis años, y cr
Con gran dolor escribo estas líneas. La vida de mi madre, Teresa Cabarrús Galabert, se extinguió súbitamente anoche a los sesenta y dos años de edad. La frase que estaba escribiendo en ese momento quedó tal cual se reproduce, trunca. ¿Qué palabra querría formar con esas dos letras, «cr»? Nunca lo sabré. Ahora soy yo, Marie–Louise de Caraman–Chimay, su hija, quien a toda prisa garabatea estas líneas en la misma cuartilla que ella dejó inconclusa. Más tarde, cuando sus restos mortales descansen ya para siempre en el panteón de nuestros antepasados, volveré a su manuscrito para completar la narración que la muerte ha interrumpido. Pero es mi deseo en este momento, en que acabamos de descubrir su cuerpo sin vida, dejar el testimonio de lo ocurrido en sus últimas horas y de cómo le llegó la muerte, cuando nadie la esperaba, como un ladrón en la noche.
Se da la circunstancia de que ayer mismo arribé a nuestra casa familiar de Chimay. Era el día 14 de febrero de 1835. Mamá se encontraba como siempre, algo más pálida, es cierto, pero llena de energía como era habitual en ella. Apenas una semana antes de mi viaje había yo recibido estas líneas suyas convocándome a Chimay:
Querida hija:
Los días pasan veloces y deberíamos vernos para comentar la marcha de este laborioso proyecto en el que tú, con el ímpetu de tus pocos años, has logrado embarcarme. Con las malas pulgas y el espíritu cascarrabias a los que me da derecho la edad, debería yo ahora protestar y decir lo trabajoso que me está siendo satisfacer este capricho tuyo y lo difícil de la empresa para una dama añosa que no goza de tan buena salud como antes. Pero ya sabes, niña mía, lo poco que me gusta fingir melindres. Escribir está siendo una gran distracción y ni siquiera el hecho de dar nueva vida a los momentos más duros logra empañar el placer que me produce recrearlos. Ahora me dispongo a narrar mi famoso encuentro con Napoleón en el baile de disfraces de los Marescalchi. Cuando vengas, tengo que hablar contigo de algunas cosas que me preocupan, como la circunstancia de que todo lo que he escrito hasta el momento carezca de filtro, de censura, de prudencia incluso. ¿Serás capaz, Marie–Louise, de dejar las cosas tal como las he escrito o aplicarás a ellas un bello y pudoroso velo como hacen siempre los familiares de aquellos que han tenido una vida escandalosa?
Pobre mamá. Al ver ahora sobre su mesa el manuscrito en el que estaba trabajando apenas hace unas horas, no puedo evitar las lágrimas. Frenelle me ha dicho que últimamente se encerraba durante horas en su habitación sin más compañía que estas cuartillas y a veces le daban las luces del alba en la tarea. Decía que escribir le hacía bien, incluso comentaba que sus problemas de hígado, esos que la han hecho peregrinar junto a mi padre por todos los balnearios de Europa, parecían haber remitido desde que estaba «cumpliendo los caprichos de Marie–Louise». Ayer, en cambio, fue distinto; según Frenelle, se quejó de que no podía concentrarse en la escritura y le pidió a su buena amiga que la acompañara a tomar el aire en la terraza. Lucía un triste sol de invierno, según parece, por lo que al cabo de un rato mi madre se quejó de un gran y súbito escalofrío y la llevaron con presteza a sus habitaciones. Apareció muerta al día siguiente. Sobre su regazo encontramos esta última hoja que he reproducido más arriba en la que ella se preparaba para su encuentro con Bonaparte. «Acababa yo de cumplir veintiséis años, y cr».
He ahí sus últimas palabras. Pobre, pobre mamá; el llanto impide que continúe con estas líneas, ya volveré a ellas cuando la hayamos acompañado hasta su última morada. Fue una gran mujer, una gran esposa y también una magnífica madre, la más entregada y cariñosa que darse pueda.
***
Chimay, 1 de marzo de 1835
Ahora que han pasado varios días de su muerte, retomo estas líneas con el ánimo de continuar el relato de la vida de mi madre, Teresa Cabarrús. Nada menos que treinta y seis años de existencia quedan por contar y, sin embargo, no deja de ser curioso, por no decir extraño, que ella muriera mientras estaba narrando su año vigésimo sexto de vida, porque lo cierto es que bien puede decirse que a esa edad murió la Teresa Cabarrús que todos conocen. La alegre y escandalosa, la diosa pagana que se paseaba semidesnuda por Burdeos y, así ataviada (o, como a ella le gustaba decir, des–vestida), se ocupaba de salvar de la guillotina a tantos desdichados. La reina de Thermidor, que brillaba tanto por su belleza y sus amoríos como por su bondad. Sí, en 1800 murió la Cabarrús y nació mi madre, la que yo conozco y amo. A continuación procuraré explicar la diferencia que existe entre una Teresa y otra. No tengo la elocuencia ni la gracia de ella, pero intentaré narrar lo que viene a continuación impostando en lo posible su estilo desenfadado y coloquial. Creo que ése será el mayor homenaje que pueda hacerle; ése y el no censurar ni una línea de las que escribió. En su última carta ella hacía alusión a esa actitud pudorosa e implacable que empuja a tantos descendientes a suprimir los episodios de la vida de sus más allegados que no consideran honorables o decentes, o simplemente favorables a esa persona. No te preocupes, mamá. Yo no pienso omitir ningún pasaje. Ni la parte en la que hablas abiertamente de diversos acts passionnels aderezados con las confidencias al respecto que Josefina y tú intercambiabais, ni cuando narras tu incomprensible amor por un personaje tan egocéntrico y corrupto como Barras o el modo en que pasaste de sus brazos a los de Ouvrard cuando, según tus propias palabras, consideraste necesario «cambiar de montura». Tampoco tu pasión física por Tallien, un hombre de una dimensión mucho más pequeña que la tuya en todos los aspectos. Ni siquiera pienso amputar esa escena en la que, para llegar desde Burdeos a París, Frenelle y tú tuvisteis que saltar de un lecho a otro, del de un sans–culotte al de un ladrón de caminos y de éste al de otros forajidos. «¿Te escandalizas, hija mía?», eso escribes tú después de narrar lo más elegantemente posible tales… encuentros. No, mamá; te confieso que leerlos fue turbador, al fin y al cabo eres mi madre, pero quién soy yo para juzgarte. Como tú bien dices, quién es nadie para censurar lo que ocurre en esos momentos terribles de la Historia, cuando se borra la tenue línea que habitualmente separa al ser humano de las bestias. Cuando la única pulsión es sobrevivir y para hacerlo vale todo, hasta lo más humillante o inconfesable, lo más vil.
Por todo ello no cambiaré ni una línea de lo que escribiste. Lo que sí pienso hacer en cambio es poner una vela a Dios y otra al Diablo. Lo que quiero decir es que el resto de tus hijos no son tan transigentes como yo y sin duda se horrorizarán al saber que ciertos pasajes de la vida de su madre van a hacerse públicos contados por ella misma. De ahí que tengo pensado someter estas memorias a un prudente sueño. Prudente y muy largo, el suficiente como para que pase el tiempo redentor que todo lo cura y todo lo disculpa. Más adelante, cuando ya todos hayamos muerto, dejaré en mi testamento este manuscrito que ahora tengo en mis manos con indicación de que lo publiquen mis hijos. Porque está claro (y la reflexión es digna de ti, mamá, a quien tanto gustaban las curiosas ironías) que tener una madre con un passé, que dicen los franceses, es… complicado, pero tener una abuela con un pasado escandaloso resulta de lo más romántico e interesante. El tiempo será por tanto nuestro aliado, y también tu juez, mamá. A mí ahora sólo me queda escribir el epílogo; uno corto, pero que resuma el resto de tu vida.
Creo que comenzaré el relato donde tú lo dejaste, esto es, narrando el momento en que Teresa Cabarrús acudió al baile de los Marescalchi para entrevistarse con Napoleón Bonaparte, los dos enmascarados y con una cinta verde atada a la muñeca. Y para hacerlo me valdré de las notas que al respecto tú habías esbozado con ánimo de desarrollar más tarde la escena, pero también pienso narrarla desde el punto de vista del otro participante. Resulta muy sencillo hacerlo en este caso. Bonaparte recogió dicho encuentro en su Memorial de Santa Elena y lo hizo con mucho detalle. Hay que señalar, para beneficio del curioso lector, que dicho Memorial está escrito en tercera persona, pero no es otro que el emperador de Francia quien se esconde tras esta débil argucia.
Por su parte, las notas de mi madre sobre el baile de máscaras son muy breves, apenas hay en ellas detalles como el vestido que llevó esa noche (uno muy recatado, blanco y «mortalmente aburrido», según sus propias palabras). A continuación habla someramente de cómo se produjo el encuentro. Por lo visto, mientras tocaba la orquesta, una figura masculina en cuya muñeca podía verse una cinta verde le salió al encuentro desde detrás de una cortina. «¡Napoleón vestido de Dominó! — dicen las notas entre signos de exclamación-, he aquí todo un león con piel de cordero», añade, y ya no hay más datos salvo este corto apunte: «Durante un buen rato y mientras bailábamos, procuré recordarle al Primer Cónsul nuestro pasado común y lo mucho que habíamos disfrutado juntos, luego hablamos, reímos…».
Hasta aquí el inexplicablemente breve relato de mi madre sobre tan significativo encuentro. Veamos ahora cómo vio la escena Napoleón Bonaparte.
Según él, aquel encuentro se produjo no una sino varias veces a lo largo de años sucesivos; siempre idéntico, siempre charmant, según sus palabras. Él lo narra así:
En los bailes de máscaras a los que aceptaba ir, el emperador tenía la certeza de tener siempre un mismo encuentro. Se hallaba interpelado por una misma máscara que le recordaba pasadas intimidades al tiempo que solicitaba con ardor que tuviera a bien readmitirla en su corazón. Se trataba de una mujer muy buena, amable y también muy bella a quien él mucho debía. El emperador, que la trataba siempre con gran afecto, le respondía un año tras otro exactamente lo mismo: «No niego que sois encantadora, pero meditad un poco sobre vuestra demanda. Juzgadla vos misma y luego dictaminad: tenéis dos o tres maridos e hijos de todo el mundo. Uno podría hacerse cómplice de una primera falta; se enojaría por la segunda, pero podría también perdonarla, pero a partir de ahí y después y después… Ahora imaginad que sois el emperador y juzgad; ¿qué haríais en mi lugar? ¡Yo, que me he propuesto hacer renacer un cierto decoro!».
Entonces la bella solicitante guardaba silencio y al poco rato decía: «Dadme al menos una esperanza…». Y volvía a intentarlo el año siguiente. Y cada uno de nosotros decía lo mismo al año próximo.
Hasta ahí el testimonio de Napoleón, que sin duda parece dar a entender que hubo más intimidad entre mi madre y él de la que yo tengo noticia. ¿Pensaba ella, llegado este punto, desvelar en la redacción de sus memorias algún dato inédito sobre tan singular amistad? Yo siempre he creído que entre ellos hubo mucho más de lo que ha trascendido. Ya sabemos que Bonaparte se sintió atraído por mi madre más que por su futura esposa cuando se conocieron, pero, según todos los testimonios, nunca se atrevió a requerirla por estar ella en el cenit de su gloria mientras que él era sólo un militar sin recursos. Quizá más adelante, a medida que iba convirtiéndose en hombre de éxito, o quién sabe si incluso una vez proclamado Primer Cónsul, mientras formalmente renegaba de ella por encarnar todas las frivolidades del Directorio, tuvieron algo más que una amitié amoureuse. Eso explicaría sin duda el comentario de Napoleón en sus memorias, en el que la describe como «una persona que le recordaba pasadas intimidades». La muerte es caprichosa y se llevó a mi madre precisamente cuando se disponía a relatar este enigmático episodio de su vida. ¿Por qué el emperador apartó tan violentamente a Teresa de su lado nada más erigirse como Primer Cónsul? Existe incluso una carta, recogida en la correspondencia de Napoleón a Josefina, en la que habla de mi madre en términos muy duros. Está escrita en Berlín y dice así:
Amiga mía:
Te prohíbo que veas a madame X bajo ningún pretexto; no admitiré excusas sobre el particular. Si piensas en mi estimación y quieres complacerme, no infrinjas jamás la orden presente. Ella querrá ir a tus apartamentos y permanecer en ellos durante la noche: prohíbe a tus porteros que la dejen entrar. ¡Un miserable la ha desposado con ocho bastardos! ¡La desprecio mucho más que antes! Era una muchacha adorable y se ha convertido en una mujer de horror e infamia.
¿Qué pasó entre ellos para que hablara de Teresa en esos términos después de su larga amistad? Mi madre siempre apuntaba como comienzo de sus desencuentros el hecho de que a los poderosos no les gusta tener cerca incómodos testigos de sus tiempos oscuros, y mucho menos personas a las que deben favores. ¿Sería esa circunstancia u otra de tinte más íntimo la que la convirtió de la noche a la mañana de «una muchacha adorable en una mujer de horror e infamia»?…
Como ocurre a menudo en la Historia, tendrá que ser el lector quien rellene estos intrigantes puntos suspensivos.
***
Lo cierto es que ya nada sería lo mismo en la vida de mi madre una vez que Napoleón la apartó de su lado. La vida brillante y aventurera de Teresa Cabarrús acabó ahí y a partir de ese momento empezó a tener una vida mucho más privada, más tranquila también. Tal vez yo debería aprovechar que ella muriera precisamente mientras narraba la postrera escena de su vida galante para poner punto final a sus memorias, pero mi madre se propuso contarlo todo con luces y también con sombras, de modo que debo ser fiel a sus deseos y narrar ahora la última metamorfosis de Teresa Cabarrús como mejor sepa.
Ella siempre dijo que esta que viene ahora fue una etapa singularmente feliz, como la calma que se produce después de una bella tormenta. Es posible que para los amantes de las historias de lujo y romance lo que viene a continuación no sea tan singular como lo anterior. Sin embargo, yo, que soy su hija, puedo asegurar que aún falta por relatar mucho lujo y, sobre todo, una extraordinaria historia de amor. Juzgue el lector si no.
LA ÚLTIMA METAMORFOSIS
A pesar de la inquina de Bonaparte, Teresa consiguió conservar la amistad de la emperatriz Josefina, que tenía un gran corazón y nunca olvidó las muchas bondades de mi madre para con ella. A medida que Napoleón se hacía inmensamente poderoso, Josefina perdió todo su ascendiente sobre él y se convirtió en una prisionera del protocolo, pero aun así siguió entrevistándose con Teresa en secreto hasta que la noticia de estos encuentros llegó a Napoleón y él escribió a su esposa esa carta a la que acabo de hacer alusión. Por cierto, el «miserable» del que habla el emperador en su misiva es mi padre, el futuro príncipe de Caraman–Chimay, con quien ella casó en 1805. Y no tenía en ese momento ocho hijos, como sostiene Bonaparte, sino seis: mi hermano mayor, Théodore de Fontenay; la segunda, Rose Thermidor de Tallien, y luego cuatro hijos de Ouvrard: Clemence, a quien conocemos ya; luego el más célebre de mis hermanos, Édouard, que ha pasado a la historia como el doctor Cabarrús, homeópata avant la lettre, y por fin dos niñas, Clarisse y Stéphanie. El resto, hasta diez, nacerían de su relación con mi padre: dos chicos, Joseph y Alphonse; una niña, que murió antes de cumplir ocho años, y yo, Marie–Louise. ¿Pero qué pasó, se preguntará tal vez el lector, con todos los anteriores hombres que hubo en la vida de Teresa y cómo entró en escena su último y definitivo amor? Volvamos un poco atrás en el tiempo para dar a todos cumplido espacio.
Su primer marido, Devin de Fontenay, a quien en el curso de este relato hemos dejado en la Martinica, volvería a Francia unos años más tarde y sin blanca para atormentar a mi pobre hermano Théodore con sus caprichos. En cuanto a Tallien, también regresó de Inglaterra, donde como ya sabemos había sido muy bien acogido por los ingleses. Sin embargo, después de un tiempo, ellos también se aburrieron de sus batallas, de modo que, vencido y una vez más sin dinero, decidió volver a París. Así lo hizo en 1801 con la pretensión de que mi madre nada menos abandonara a Ouvrard y volviese «a vivir con su marido legal», según sus palabras.
Teresa se entrevistó con él, y según le oí contar sólo una vez (mi madre no era amiga de relatar sus actos caritativos) sintió infinita lástima. Tallien era una sombra de lo que había sido: estaba calvo y con la boca llena de dientes podridos, puesto que el alcohol y el sufrimiento habían hecho estragos en su cuerpo; también en su mente. Creo que el encuentro con Rose Thermidor fue especialmente doloroso y mi hermana siempre recuerda el modo en que su padre pasó largo rato besando el bajo de su vestido, un extraño gesto que la niña no supo cómo interpretar. Mi madre, como es lógico, no podía cumplir los sueños de Tallien de que volvieran a ser lo que él llamaba una familia feliz. «Lo que sí puedo ofrecerte en cambio–le dijo–es un hogar», y así lo hizo. Brindó a Tallien la posibilidad de instalarse en una de las casas que ella poseía en los Campos Elíseos, muy cerca de La Chaumiére.