38607.fb2 La cinta roja - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Una vez que hube tomado esta prudente determinación y como si un muy sensato Cupido hubiera escuchado mis plegarias, apareció en mi vida el segundo Jean del que antes hablaba. Y, como si el destino se hubiera propuesto compensarme de mi anterior fracaso por culpa de mi falta de alcurnia, Jean–Jacques resultó ser (casi) de tan buena cuna como mi amado Laborde. Cierto es que no pertenecía a la antigua nobleza de espada como él, sino a la nobleza de toga como madame Boisgeloup, pero, en cambio, a sus veintisiete años poseía una carrera brillante: era consejero del Rey en el Parlamento de París.

No obstante, antes de hablar más extensamente de mi matrimonio he de consignar que el año de gracia de 1787, además de la aparición de tan sensato Cupido, trajo otra visita tan fugaz e inesperada como bienvenida, me refiero a la de mi padre, Francisco Cabarrús, acompañado del señor Moratín. Hay que decir que, en los dos años que llevaba yo alejada de mi querida casa de Carabanchel, la fortuna familiar había crecido considerablemente. El Banco de San Carlos se había convertido en ese tiempo en una muy sólida piedra angular de la economía española, y la innovadora idea de mi padre de crear unos vales con interés anual logró devolver la confianza a los mercados. Tal era la fama de la que gozaba que ésta logró traspasar las fronteras e interesar al mismísimo Gobierno francés. Francia, decían todos, atravesaba una muy difícil situación económica, y personas cercanas a Luis XVI le habían hablado de «cierto ilustre hijo de Bayona que, con su espíritu emprendedor y su osadía financiera, había creado un moderno banco pionero en su estilo en casi toda Europa» (esto es, una vez más, madame Boisgeloup dixit).

Sea como fuere, la visita de papá y del señor Moratín fue muy breve. Sospechosamente breve, en realidad. Más tarde se diría que fueron sus «hermanos masones» los que organizaron el viaje de mi padre para contrarrestar con su presencia el negativo influjo que en Francia estaba teniendo la publicación de un escrito contra su persona, puesto en circulación por mi conocido y después amigo el conde de Mirabeau. Otros, por el contrario, sostuvieron que mi padre vino a Francia para ayudar al desorientado Gobierno francés a encontrar salida a la crisis en la que estaba inmerso. Yo de esto nada sé. Sólo recuerdo que en su corta visita encontré cambiado a mi padre. Era ahora un hombre triunfador, y así lo proclamaban sus ojos chispeantes y sus gestos enérgicos, pero había perdido aquella belleza varonil que yo tanto amaba de niña. Se parecía ahora y alarmantemente a ese caballero ovoide y blancuzco que inmortalizaría años más tarde don Francisco de Goya en uno de sus cuadros menos artísticos.

Respecto del propósito de su viaje, me gustaría mucho poder decir que sé a qué se debió, pero lo cierto es que, por más que intenté escuchar con todo cuidado detrás de las puertas, nada llegué a averiguar. Oía palabras sueltas como «logia», «fraternidad», «hermandad» o «progreso», pero ni madame Boisgeloup ni mi buen amigo el señor Moratín quisieron satisfacer en modo alguno mi curiosidad. La primera me despachó diciendo que había cosas que era mejor que las niñas no supieran; el segundo sólo me miró con su sonrisa triste de siempre y prometió a la primera oportunidad llevarme a pasear por el Palais Royal. No hubo ocasión, sin embargo. Esta vez, y muy a mi pesar, no hubo caminatas juntos ni buenos consejos, ni confidencias sobre el amor y otros tormentos. Posiblemente la presencia de mi padre hiciera a mi amigo mostrarse aún más reservado de lo que era ya por naturaleza. Sólo en la despedida, cuando me acerqué a desearle buen viaje antes de que subiera al carruaje, me miró con esos ojos suyos apesadumbrados pero al mismo tiempo tan tiernos. «Se avecinan tiempos difíciles–me dijo-, tiempos de valientes. Pero tú lo eres, Teresita. Aun así, te ruego que tengas mucho cuidado».

Iba a preguntarle qué quería decir con aquellas extrañas palabras, pero no pude hacerlo. Mi padre le apremiaba desde dentro del carruaje.

— Adiós, hija mía–dijo-, y no olvides escribir cada semana. Tu madre y yo queremos saber todo lo bueno que pasa contigo en esta ciudad. Especialmente–añadió guiñando un ojo–en lo que se refiere a temas casamenteros.

Con tristeza los vi partir. Más tarde se llegaría a decir que la razón de este viaje de ambos a Francia estaba relacionada, conspiraciones políticas aparte, con ciertas negociaciones para procurarme un marido «conveniente». Con sinceridad, no creo que así fuera, porque Jean–Jacques entró en mi vida un par de meses después de esta visita y lo hizo del modo más casual. O tal vez no. Tal vez esté del todo equivocada y sí hubiera un plan organizado detrás de ello. La figura de mi padre siempre fue para mí un enigma, una vida tan pública la suya y al mismo tiempo tan desconocida para sus más allegados. Quién sabe, me dije entonces, tal vez el mundo de los mayores fuera así, extraño y secreto. Y en cuanto a las palabras del señor Moratín antes de partir: ¿a qué se refería con aquello de que se avecinaban tiempos de valientes? Todo el mundo hablaba entonces de que se aproximaban por el horizonte oscuros nubarrones, pero a los ojos de una niña de casi catorce años con el corazón partido, las únicas nubes negras que vislumbraba eran aquellas que oscurecían su triste y perdida historia de amor con Jean–Alex Laborde.

***

Como ya había empezado a apuntar más arriba, el año 1787 trajo dos visitas, o, mejor dicho, tres. La de mi padre y el señor Moratín por un lado, y la de un muy sensato Cupido, por otro. Y este último no vino acompañado ni de música de violines ni de coros celestiales ni de dolorosas flechas. Al contrario, apareció en mi vida una tarde de otoño sin ninguno de sus proverbiales atributos y armas. Se trataba en esta ocasión de un joven de aspecto agradable y modales correctos. Tenía el pelo rojizo y la mirada entre desafiante y desconfiada de quienes saben que su posición en la sociedad, sin ser de primer rango, es confortable y goza de un cierto prestigio. No era ni demasiado inteligente ni demasiado torpe, ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, «una perfecta medianía, pero una medianía cómoda». Eso me dijo un día madame Boisgeloup a propósito de él: «Y la comodidad, niña, es algo muy agradable con lo que convivir transcurrido algún tiempo. Porque los maridos, por si no lo sabes, ma belle, son como el calzado. Entre un bello zapato de fiesta de puntera y tacón fino y una pantufla, todo el mundo prefiere en principio lo primero, ¿verdad? Sin embargo, a la larga, te aseguro, son más felices los que eligen pantuflas. De hecho, esto es algo que las mujeres deberíamos aprender de los hombres. Mira a tu alrededor y lo comprobarás. Si funcionan tan bien los matrimonios de conveniencia es precisamente por eso. Ellos procuran elegir entre las candidatas «convenientes» a las más confortables, las más cómodas, las más «pantuflas». Y es que la belleza, el desasosiego, en otras palabras: la dulce tortura de una horma difícil, ya la buscan ellos fuera del matrimonio. Nosotras, por nuestra parte y si somos inteligentes, niña mía, deberíamos, dentro de nuestras más limitadas posibilidades, hacer otro tanto. Y Jean Devin de Fontenay es sin duda un buen ejemplo de ello».

Yo no estaba tan segura de que Fontenay fuera exactamente una pantufla, pero asentí juiciosamente; ¿qué otra cosa podía hacer? Aun así, aparte de esta filosofía de andar por casa de madame para describir al que sería mi futuro marido, creo que para explicar más claramente lo que significó en mi vida su aparición, quizá lo más indicado sea que reproduzca aquí una carta que envió un tío de mi padre, el señor Léon Lalanne, a éste, en la que le informaba–con el romanticismo de una carta notarial y el sentimentalismo de un contrato de negocios–de la existencia de un nuevo pretendiente a mi mano. Dice así:

París, 29 de diciembre de 1787

Creo que debo unirme, mi querido sobrino, a mi hermano y a otras voces para proponeros un matrimonio que me parece muy conveniente para vuestra hija. El sujeto que se presenta ahora es Monsieur Devin de Fontenay, consejero en el Parlamento, hijo de M. Devin, presidente del Tribunal de Cuentas, que es primo hermano de M. Dumoley, porque el abuelo, que era comerciante en París, casó con la hermana de madame Dumoley. Todo el resto de la familia, que es muy dilatada, es infinitamente honorable y de lo mejor del foro y la alta burguesía de París. M. de Fontenay tiene veintisiete años, es de exterior agradable y atrayente, de buen tono, tiene gran costumbre en sociedad, ingenio, carácter agradable y ordenado en sus asuntos; tal es el resultado de los informes que he solicitado. Su fortuna actual es de 1.100.000 libras, que producen una renta neta de 54.000. Son los bienes de su madre, muerta hace quince años. El presidente Devin, su padre, es un hombre dulce, de lo más honrado y leal. Ofrece ceder su cargo a su hijo si se desea. Yo le he contestado que vm. se contentaría igualmente con que siguiese siendo consejero del Parlamento. A continuación se le ha ofrecido como dote 500.000 libras, pero al recibir carta vuestra en la que se indicaba que no podíais dar más de 400.000, reservando, naturalmente, a vuestra hija los derechos de sucesión, el muchacho ha venido a verme. Me ha dicho sobre ello las cosas más propias y al tiempo sensatas y razonables. Para no entreteneros demasiado, os diré que ha convenido conmigo en que si, independientemente de las 400.000 libras, vm. querríais asegurarle en contrato 100.000 pagaderas en diez años sin intereses, el asunto se concluiría inmediatamente, salvando siempre los derechos de sucesión. Ahora, pues, a vm. toca decidir. Si la proposición os conviene, no tenéis más que enviar un poder y vuestra hija estará casada antes de Cuaresma. En caso contrario, se procurará encontrar otro partido. Pero sea comoquiera, contestad, os lo ruego, sin tardar. El muchacho me ha prometido esperar, pero yo también le he prometido que no se emplearía sino el tiempo preciso. Sé que se habla de él en relación a otros partidos, uno de los cuales es muy ventajoso.

Quedo con el más sincero afecto, querido sobrino, muy vuestro,

LALANNE

Como bien puede verse, toda una carta de amor. Y muy grande debía de ser la confianza que mi padre tenía en los poderes negociadores de su tío Lalanne, porque, menos de dos meses más tarde, el 21 de febrero de 1788, en la iglesia de Saint–Eustache de París, tras las correspondientes amonestaciones, Jean–Jacques y yo nos casamos. Fue una boda discreta y no demasiado alegre. Una muerte repentina en la familia de mi futuro marido aconsejaba recato y yo, que no cesaba de pensar en mi otro Jean, no lamenté este luto inesperado, al contrario. Monsieur Picard, por su parte, estaba desolado porque no le encargamos para la ocasión uno de sus suntuosos vestidos de novia, sino uno con una cola de apenas cuatro varas. En cuanto al velo, contra su mejor opinión, me empeñé en llevar mantilla española, lo que hizo que monsieur, tras la sempiterna sonrisa de su máscara de porcelana, lanzara varios improperios. «¡Mira que querer parecerte a esas horribles vírgenes españolas que aun cuando son alegres parecen dolorosas! — decía-: Trés lugubre, ma chére, de veras estás loca si piensas cubrir tu maravilloso pelo con esos encajes antiguos y apolillados, quelle horreur!». Y luego, mirando a madame Boisgeloup como quien busca un cómplice en su enojo, añadía levantando mucho las manos al estilo de quien implora al cielo: «¡Pero qué sabrá una niña de esta edad sin criterio ni juicio!».

Sí, la mía fue una boda triste. Y no precisamente por esa muerte repentina de alguien a quien jamás conocí pero a quien mucho agradezco me proporcionara la coartada perfecta para mantener durante la ceremonia una cara seria. En cuanto a los invitados, la lista fue también reducida y no estuvieron presentes ni mi padre ni mis hermanos. En cambio, mi madre asistió, y lo hizo aferrada a su pañuelo perfumado en eau de Cologne y llorando a mares, como era de esperar. Aparte del viejo marqués, mi suegro, y de mi madre, María Antonia Galabert, firmaron el registro parroquial «los altos y poderosos señores» Devin de Galante, Alberdi, Charles Gabriel y Jean Rousseau de Thelonne como testigos de Jean–Jacques. Y como testigos míos, además de nuestro «negociador», el tío Lalanne, y de mi muy querida madame Boisgeloup, el señor José Ocáriz, amigo y agente de mi padre al tiempo que cónsul general de España en París. Y para darle un cierto lustre que contrarrestara los distinguidos nombres de mi familia política, también firmó el embajador español en Francia, el entonces conde de Fernán Núñez.

— Sonríe, ma chére–me dijo madame Boisgeloup en un aparte cuando a punto estábamos de despedirnos-. Por muy imposible que te parezca ahora, la vida sentimental y amorosa de las niñas como tú no acaba, sino que empieza el día de su boda. ¡Sonríe!

MI ENTRADA EN SOCIEDAD

Jean–Jacques, futuro marqués de Fontenay, y yo formamos desde el primer día de nuestro enlace lo que comúnmente se llama «una pareja perfecta». Tengo observado que dicha expresión suele utilizarse para describir cualquier cosa salvo lo que verdaderamente debería describir; esto es, en ningún caso se aplica a personas que se compenetran o aman, sino que se refiere a atributos tan ajenos a sus sentimientos como deseables para prosperar en buena sociedad. Jean y yo formábamos una pareja perfecta porque él era consejero del Rey y yo era muy bella. También porque él poseía eso que los ingleses–y en aquella época todo lo inglés hacía furor–llaman social graces. Y dichas «gracias sociales» eran, por ejemplo, ser un gran jugador de cartas. O tener una conversación ingeniosa. O vestir a la última. O poseer dos casas: un hôtel particulier en la Rue Paradis y también una pequeña finca en Fontenay–aux–Roses, a las afueras de París. En aquel crucial año de 1788, el que precedió al inicio de la Revolución, «la ya conocida tendencia natural imperante había puesto de moda–frente a lo francés, que se consideraba recargado y artificioso–todo lo inglés». Eso decía un cronista de la época antes de explayarse en explicar cómo los franceses podían tener contra sus vecinos del norte un cierto resquemor político por viejas y muy reiteradas confrontaciones bélicas. Pero aun así, con la proclividad de esos tiempos a amar todo lo «distinto», «foráneo» e incluso lo antagónico, en los salones elegantes de París se cultivaba la anglomanía. Hacían furor, por ejemplo, los coches ingleses, tan sobrios y ligeros, las carreras de caballos y también los jardines ingleses, que se consideraban «anárquicos» y «salvajes» y, por tanto, mucho más naturales. En cuanto a la moda, a todos nos había dado por usar redingotes, palabra que proviene de la expresión inglesa riding coat. Y dicha prenda podía ser utilizada tanto por hombres como por mujeres y se confeccionaba en distintos colores, a cual más llamativo. Con todo lo dicho, bien puede asegurarse que Francia caminaba hacia uno de los momentos más turbulentos de su historia; pero lo hacía, por un lado, hirviendo en fiestas y extravagancias y, por otro, fingiendo ser «natural» o «silvestre» o «extranjera».

***

Yo, por mi parte, y como he apuntado más arriba, cumplía con dos de los requisitos primordiales para ser la perfecta mitad de una muy buena naranja: tenía una cuantiosa dote y era muy bella. Ahora, con la distancia que otorgan los muchos años transcurridos, no debería darme pudor hablar de mí o de mi belleza. Al fin y al cabo, ya no soy aquella joven que tanta admiración despertó, sino una anciana cargada de años y de kilos. Pero aun así, una cierta prudencia me hace preferir que sean otros quienes hablen de mis atributos. Como lectora de memorias y biografías siempre me ha resultado embarazoso y un tanto ridículo ese orgullo retrospectivo, esa impudicia tardía de la que hacen gala viejas beldades que hablan de sí mismas como si aún lo fueran. No, no seré yo quien caiga en esa tonta inmodestia, de modo que prefiero que sea uno de los muchos cronistas de la época quien hable por mí. Así cuenta, por ejemplo, el barón de Montbreton de Norvins lo ocurrido una noche cualquiera en un salón cualquiera cuando coincidí con la vizcondesa de Noailles, la belleza más célebre del París de entonces:

Es forzoso reconocerlo: la vizcondesa de Noailles, la deliciosa, la encantadora francesa con su cabeza coronada de cabellos dorados, fue destronada instantáneamente por la divina andaluza (¡!) que lucía soberbia cabellera azabache, cuya punta más alta hacía descender, hasta la extremidad de los imperceptibles pies, la escala de perfecciones humanas que el Creador había derramado sobre su cabeza durante una fiesta paradisíaca, a fin de mostrar al mundo el tipo no renovado hasta entonces de la belleza de la madre del género humano…

Salvo la simpática equivocación de convertirme en andaluza–como ya digo, la Francia de entonces adoraba todo lo foráneo, y cuanto más exótico, mejor-, el barón no miente. Mis apariciones en sociedad, potenciadas por el aura de respetabilidad que proporciona un «buen matrimonio», eran muy comentadas. ¿Y qué pensaba yo de mi nueva vida? ¿Me compensaba acaso el brillo social y tanta y tan rendida admiración de otras carencias, de otras soledades y, en último término, de la ausencia de amor? Sería fácil y muy conveniente para lograr la simpatía del lector decir que no. No me costaría nada afirmar en tono apesadumbrado que había en mi vida un vacío, un hueco oscuro que no podían llenar ni la adulación ni el éxito mundano. Sin embargo, sería faltar a la verdad. Primero, porque yo siempre he tenido una capacidad innata para disfrutar de las cosas, aunque éstas no fueran perfectas. Y segundo, porque tal vez Devin de Fontenay no fuera el hombre con quien soñaría una niña de mi edad; pero un marido, pienso yo siguiendo los sabios consejos de madame Boisgeloup, no debe valorarse sólo por lo que es, sino también por lo que significa, y él significaba muchas cosas. Como, por ejemplo, la posibilidad de dejar de ser una niña y jugar por fin y de verdad a ser una gran dama. Y es que, tal como había soñado en mi lejana casa de Carabanchel, a mis catorce años y medio tenía yo una gran casa (dos casas, de hecho) llena de criados, así como mi propia doncella con la que ensayar peinados y trajes. Se llamaba Frenelle, era muy bella y, andando el tiempo, se convertiría en entrañable amiga y compañera de múltiples aventuras. En cuanto a mi matrimonio, éste significaba además poder contar con una holgura económica considerable que me permitía comprar todos los aderezos necesarios para encandilar no sólo a los hombres, sino también a las mujeres, puesto que, digan lo que digan, no hay triunfo tan dulce como comprobar el efecto de nuestras conquistas en ojos rivales. Mi matrimonio significaba, además, entrar en círculos cada vez más selectos de París y ser el centro de atención no sólo de los salones, sino de los muchos pasquines y publicaciones que por aquel entonces se hacían eco de la vida social de la ciudad, como el Journal de Paris. Y por último, pero no por ello menos importante, ser madame Devin de Fontenay significaba ser libre. Libre, sí, para amar a quien yo eligiera con toda la fuerza del amor mundano y también, por qué no, del amor romántico. Y es que así era la moral de aquella época, y no sería, desde luego, la pequeña madame de Fontenay quien iba a cambiarla. Así, vestida con los más hermosos trajes de muselina blancos y sombreros de paja, organizando en nuestra bella casa de Fontenay–aux–Roses las más recordadas fiestas pastoriles, en las que se tomaban dulces helados de leche fresca recién ordeñada; riendo y haciendo reír… de este modo es como recuerdo aquel año anterior a la Revolución. «Quien no vivió antes de 1789 no conoció la dulzura de vivir», leí hace poco que había escrito mi viejo amigo Talleyrand; y no le falta razón: no existió nunca, pienso yo, un tiempo como aquél.

Pasaban los meses, todos bailábamos hacia el borde del precipicio, es cierto, pero lo hacíamos riendo, bebiendo, amando; y también yo lo hice. Sobre todo amando, porque una vez casada no tardé más de un par de meses en encontrar en dos hombres muy apuestos los sustitutos, o al menos los suplantadores en mis sueños, de la imagen de mi querido Jean–Alex Laborde. Se llamaban respectivamente Alexandre Lameth y Félix Lepeletier de Saint–Fargeau, y ellos y sus familias habrían de desempeñar un papel muy importante en los turbulentos años venideros. Sin embargo, por el momento, en aquel año de 1788–y, como diría madame de Staël, que siempre fue más leída que yo y recibió con gran aprovechamiento las preceptivas y aburridísimas clases de latín-, nada hacía presagiar que «et in Arcadia ego». Tan bello latinajo, que significa «también yo estoy en Arcadia», se ha utilizado muchas veces en relación a los tiempos previos a la Revolución, y tengo entendido que Germaine de Staël lo pronunció para poner de relieve el contraste existente entre la brillantez y la despreocupación de la reina María Antonieta en sus primeros años de reinado con lo que habría de ser su vida poco más tarde. Pero dicha reflexión puede aplicarse también a todos nosotros. Madame de Staël apuntaba que la actitud de la frívola y joven María Antonieta le recordaba a ese famoso cuadro de Poussin que intenta reflejar la omnipresencia de la muerte. En él puede verse cómo unos alegres pastores se sorprenden al descubrir, en tan perfecto paraíso, una lápida con la antes dicha inscripción: «Yo (la muerte) también estoy en Arcadia».

ÚLTIMOS DAS EN EL PARAÍSO

Sí, también nosotros estábamos en la Arcadia, cada uno en la suya particular. Por ejemplo, la de Jean–Jacques, mi marido, consistía en pasar varios días con sus correspondientes noches (y no es metáfora) ante los tapetes de juego rodeado de bellas señoritas que alababan su osadía en las apuestas y el sutil filo de su lengua. Su anglofilia tan á la mode le hizo incluso copiar una nueva costumbre recién importada de Londres. Por lo visto, allí, un tal lord Sandwich acababa de inventar una forma de comer muy apropiada para los que no deseaban levantarse innecesariamente de las mesas de juego. Se trataba de un modo de emparedar carnes o viandas frías entre dos trozos de pan que resultaba bastante sabroso. Las partidas de cartas eran entonces inacabables y el invento triunfó de forma inmediata también en París, donde todos, empezando por la propia María Antonieta, eran jugadores infatigables. Todavía se recordaba, por ejemplo, cómo la soberana, con ocasión de uno de sus cumpleaños, había empezado una partida de lansquenet la noche del 30 de octubre, y cómo ésta continuó todo el día 31 hasta acabar a las tres de la madrugada del día de Todos los Santos, cuando el Rey, cuya paciencia con su esposa era casi infinita, irrumpió en la habitación protestando que eran todos «una pandilla de inútiles». Ignoro cuántos emparedados al estilo lord Sandwich habrían ingerido en esos tres días aquellos «inútiles» de los que hablaba el Rey, pero a juzgar por los que teníamos que preparar todas las noches en casa, apuesto a que una montaña de ellos.

Yo, por mi parte, tenía dos maneras de disfrutar de la Arcadia; una, privada; la otra, pública. La privada comenzaba cada mañana al decidir, por ejemplo, en qué parte de mi rostro pegaría un lunar. Y es que dominar los códigos de los grains de beauté era entonces todo un arte. Un lunar junto al ojo derecho, por ejemplo, significaba voluptuosidad; junto al izquierdo, premura; junto a la boca, «me atrevo»; junto a la nariz, «desconfío»… Se trataba, naturalmente, de deliciosos pasatiempos secretos con los que comunicarme con mis admiradores y, sobre todo, con mis dos amantes, Alexandre y Félix. Mi forma pública de vivir en la Arcadia, por su parte, consistía en pasear, ir al teatro y organizar diversas y muy concurridas meriendas campestres en Fontenay–aux–Roses del brazo un día de uno, otro día del otro y muchos días de los dos, puesto que los celos estaban considerados indignos de las clases privilegiadas y por tanto ambos se llevaban admirablemente.

No había cumplido yo los quince años y ya tenía dos amores. Nada demasiado escandaloso para la época, en realidad. Las crónicas pacatas de tiempos posteriores, queriendo sin duda hacerme un favor, dirían que tomé la resolución de ser infiel a mi marido sólo cuando Jean, en un deliberado insulto hacia mí, instaló a su última concubina en una de nuestras casas. Aseguran que aquello supuso un golpe demasiado fuerte, si no para mi condición de esposa enamorada, sí al menos para mi orgullo. No es verdad. Si nuestra unión naufragó fue por otras razones que ya explicaré más adelante. Baste decir por el momento que nuestro matrimonio no se diferenciaba demasiado de otros tantos de entonces, en los que la amalgama que los mantenía unidos era mucho más sólida que el amor y la ternura. Me refiero a la conveniencia mutua. En nuestro caso, Jean–Jacques buscaba en mí belleza que adornara sus salones y una buena dote que hiciera lo propio con sus arcas. Yo, por mi parte, buscaba independencia, y también, por qué no, la tranquilidad de una vida desahogada y respetable que me permitiera aturdirme y no pensar en cosas tristes.

Por eso debo decir también que es completamente falsa otra de las calumnias que corrieron por París en las postrimerías de aquel año de 1788, me refiero a una que llegó a publicarse en ciertas revistas vocingleras de la época a las que me vi obligada a escribir para defender mi inocencia. La «noticia» de la que hablo informaba de que nuestro primer hijo, cuyo nacimiento estaba previsto para mayo, tenía por padre a Alexandre Lameth. Nada más lejos de la verdad. En el nunca explicitado código moral de aquella época sin moral, nosotras, las mujeres casadas, nos cuidábamos muy mucho de que los hijos, o al menos el primogénito, fueran de sus padres legales.

Sin embargo, si las costumbres de la época eran tan laxas y convenientes para las mujeres de cierta clase, ¿cómo es posible–podría algún curioso lector preguntarse–que fuera yo víctima de calumnias, de los dimes y diretes en los pasquines insidiosos? Supongo que mi condición de extranjera y de parvenue, es decir, de advenediza según la opinión de muchos, fue una de las causas. Sin embargo, la principal era otra. Los pasquines, que por aquel entonces se dedicaban primordialmente a acusar de adúltera y lesbiana a la reina María Antonieta, necesitaban rellenar el resto de las páginas con otras calumnias y mentiras. Y esta práctica, lejos de menguar, no hizo sino acrecentarse cuando a la fiebre por la vida ajena se unió otra aún más virulenta y letal: la fiebre revolucionaria.

La fiebre revolucionaria… Para entender bien lo que habría de significar en la historia del mundo el crucial año que ahora alumbraba, el de 1789, voy a seguir los sabios consejos del señor Moratín. Como él decía siempre, para ver el rumbo que toman los acontecimientos es necesario mirar hacia atrás. Debo, sin embargo, señalar que lo que voy a contar a continuación–me refiero a los primeros síntomas del gran cambio que se avecinaba–no fue algo que llegara a inquietarme o siquiera interesarme mientras lo estaba viviendo, puesto que por aquel entonces prácticamente nada noté. Y la falta de visión no sólo fue mía. Se ha comentado muchas veces cómo, en su diario privado, el buen rey Luis escribió en la página que corresponde al 14 de julio de 1789, día de la toma de la Bastilla, una sola palabra: rien, o lo que es lo mismo, nada. Para disculpar en parte tan increíble ceguera hay que señalar que el Rey, en su diario, apuntaba datos relacionados, sobre todo, con sus actividades como cazador, y que rien se refiere a que ese día no cobró pieza alguna. Pero aun así, valga la anécdota como metáfora del modo en que muy a menudo viven las personas los hechos históricos más relevantes. Ocurre con frecuencia que sólo mucho después alcanza a verse la trascendencia de lo que en su momento se ha vivido como rien.

Y ahora sigamos un poco más los consejos del señor Moratín para ver cómo se estaban formando los negros nubarrones que pronto estallarían en tan singular tormenta. Miremos hacia atrás para conocer cómo se llegó al 14 de julio de 1789. Lo que voy a contar a continuación está tomado de escritos de diversos autores más inteligentes y sin duda mucho más sabios que yo.

A menudo se ha señalado que la Revolución francesa se debió no a la falta de voluntad de cambio de la monarquía, sino precisamente a la errática forma en la que se intentó llevarlo a cabo. Como la Historia gusta tanto de las ironías, por no decir de las carcajadas sarcásticas, se da el caso de que el último y más triste representante del despotismo ilustrado, Luis XVI, puede apuntarse en su haber los siguientes logros avanzadísimos para su tiempo: diez años antes de la Revolución suprimió los vestigios de la figura del siervo y varias restricciones respecto de los judíos. También abolió la tortura y mejoró las condiciones de vida en la armada y en el ejército. Para esas fechas, además, el uso que el Rey hacía de las llamadas lettres de cachet (prerrogativas reales por las que el Rey podía enviar a alguien a prisión sin ser juzgado) era casi nulo. No obstante, y para su desgracia, a finales de la década de los ochenta lo que Luis XVI intentaba hacer ya no contaba con las simpatías de nadie. Y es que con sus reformas lo único que logró fue enojar tanto a los inmovilistas, por intentar llevarlas a cabo, como a los partidarios del cambio, por no hacerlo como ellos deseaban. A todo este malestar habían contribuido, y no poco, otros factores importantes: una aguda crisis financiera y algunos datos nuevos en la historia de Francia. Se da el caso de que, antes de 1780, la ausencia de hambrunas y ciertos avances en la medicina y en la higiene hicieron crecer notablemente la población. Esto permitió que aumentara el número de jornaleros, pero no así la cantidad de tierra cultivable, que continuaba siendo la misma y estaba en manos de los terratenientes de siempre. El resultado es que, en 1789, los campesinos estaban mucho peor que en 1730: habían crecido en número, pero la mayoría eran jornaleros sin trabajo. La corona, por su parte, era incapaz de solucionar dichos conflictos puesto que no contaba ya con la ayuda de los nobles, ya que éstos preferían ahora apoyar al Parlamento (donde ellos hacían las leyes) antes que al Rey. Si a esto unimos la desigual y muy injusta forma de recaudar impuestos y el impacto que en la forma de pensar de la burguesía y la aristocracia francesa tuvo la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos, tenemos ya todos los ingredientes necesarios para formar un muy revolucionario pastel. Porque es importante señalar que la guerra librada por los patriotas americanos y que culminó con su independencia de Inglaterra en 1776 tuvo dos consecuencias directas sobre los acontecimientos en Francia una década más tarde. La primera, ideológica; la segunda, financiera. Francia apoyó desde el principio con todo entusiasmo y mucho dinero a los americanos. Y lo hizo no sólo porque las ansias de libertad de éstos y sus deseos de crear una nueva sociedad en un mundo nuevo contuvieran todos los ingredientes románticos que la sociedad francesa de entonces admiraba, sino, sobre todo, por una vieja e inveterada rivalidad con los ingleses. La segunda consecuencia del apoyo de Francia a la independencia de los Estados Unidos iba a ser menos romántica y desde luego mucho más cara. Dada la mala situación que atravesaba el país, financiar una guerra encubierta con Inglaterra no podía más que resultar ruinosa. Por eso, las voces airadas que se elevaban contra María Antonieta llamándola «Madame Déficit» debido a sus dispendios y excentricidades habrían estado sin duda mucho más justificadas de alzarse contra los gastos bélicos que generó dicha contienda y que fueron enormes.

Dice un refrán castellano que «a perro flaco todo son pulgas», y yo siempre he sido gran entusiasta de los refranes de mi tierra. Si a toda la situación que he descrito agregamos ahora un período de vacas flacas–o peor aún, las siete plagas de Egipto-, ya tenemos el panorama completo de lo que estaba ocurriendo el año anterior a la Revolución. Sucedió que, en julio de 1788, una gran tormenta de granizo azotó gran parte del centro de Francia. Se cuenta que las piedras de hielo eran tan monstruosas que mataban en su caída a liebres y perdices. Quedaron arrasados los viñedos de Alsacia, de Burdeos y del Loira; arruinados también los campos de Orleáns, los frutales de Calvados y los olivos y naranjos del Midi. Lo mismo ocurrió en Beaucé, cerca de París. A esto siguió una gran sequía y, a continuación, un invierno de tal severidad como no se había conocido desde 1709, cuando el vino de Burdeos llegó a helarse en la copa del buen rey Luis XIV Algo muy parecido ocurrió en 1788: se hablaba de pájaros congelados en sus ramas y de lobos hambrientos que entraban en los pueblos en busca de comida. En el campo, los ya empobrecidos campesinos se vieron obligados a hervir cortezas de los árboles para subsistir. Las publicaciones de la época hablaban de ríos congelados y de olas del mar heladas en crestas que parecían dientes del mismísimo demonio. En enero de ese mismo año, el señor Mirabeau describió la región de Provenza como visitada por el ángel de la muerte. «Todos los azotes posibles han caído sobre nosotros–decía-. Allí donde voy, veo hombres muertos de frío y de hambre».

Y aún no habían de terminar las plagas, puesto que el deshielo trajo a su vez nuevas penurias. A mediados de enero, el Loira comenzó a crecer anegando las tierras y los campos. El hambre se instaló entonces en toda Francia, puesto que la calamidad alcanzó a toda la población como en un efecto dominó. Y con la penuria vino la sospecha. Se decía que los aristócratas, y en concreto los allegados a María Antonieta, estaban acaparando trigo para especular con él a costa de los más pobres. Crecía el malestar y, aunque a principios de 1789 la enorme mayoría de los franceses veía aún a Luis XVI como el padre–rey que les ayudaría a salir de la penuria, eran cada vez más numerosas las voces que se alzaban gritando que algo había que hacer.

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Y se hizo, o al menos se intentó. «A grandes males, grandes remedios», debió de decir el Rey, puesto que, en enero de ese mismo año, convocó los llamados Estados Generales. Con este nombre se denominaba antiguamente a la reunión en asamblea de los tres estados del reino: la aristocracia, el clero y el Tercer Estado o pueblo llano. Dicha asamblea no se convocaba más que en momentos de especial urgencia y no se había reunido desde 1614, cuando la minoría de edad de Luis XIII aconsejó hacerlo. Hay que decir que, ya en aquella lejana ocasión, la Asamblea demostró su mayor debilidad: la incapacidad de los tres estamentos para ponerse de acuerdo. Aun así, y a pesar de sus inconvenientes, en 1789 la situación política y económica era tan apurada que se decidió reunir a los tres estados. Lamentablemente, los sucesos revolucionarios posteriores fueron tan dramáticos que han logrado hacer olvidar la magnitud del experimento que tendría lugar en Francia desde la convocatoria de los Estados Generales hasta el mes de mayo de 1789, cuando éstos abrieron sus puertas. Durante ese tiempo, en una acción sin precedentes en Francia y también en el mundo, los representantes de los tres estamentos confeccionaron cincuenta mil cahiers u hojas de petición con propuestas sobre cómo y qué había que modificar para mejorar las viejas estructuras del país. Un ejercicio de voluntad popular completamente desconocido hasta entonces en la Historia.

VAMOS A CAMBIAR FRANCIA PARA CAMBIAR EL MUNDO

Tal como era previsible en un país con tanta ansia de cambio, los cahiers se convirtieron de inmediato en uno de los temas favoritos de conversación en los salones de la época. Mis dos amigos más… cercanos, digamos, Alex Lameth y Félix Lepeletier, gustaban discutirlos a todas horas, incluso durante nuestros paseos más agradables. «Comprenderás, Thérésia», me decían. Y aquí debo hacer un pequeño inciso para explicar el porqué de esta forma de llamarme. A mí siempre me ha gustado pronunciar mi nombre, Teresa, así, en español, y no Thérèse, Titi o Theté ni ninguno de sus diminutivos en francés. Y es que, al igual que me esforcé en conservar a lo largo de toda mi vida un suave acento castellano, me empeñé también en mantener mi nombre con su sonido original. Pero la lengua de los franceses es poco dúctil a los sonidos de mi tierra, y lo más cerca que logré que llegaran mis amigos parisinos a su pronunciación fue a este extraño Thérésia o, en el mejor de los casos, Thérisia. Hasta el momento sólo mi amado Laborde había logrado domeñar su dulce lengua para que mi nombre sonara en sus labios tal como yo deseaba.

— Has de saber, Thérésia–me dijo pues mi amigo Alex Lameth mientras paseábamos por el Palais Royal-, que he decidido junto a otros amigos colaborar en la redacción de un cahier. Hay tantas cosas que cambiar en este caduco país que lo mejor es hacerlo a fondo.

— Vamos–le interrumpió mi otro amigo, Félix Lepeletier, con claro desdén-, ahora me dirás que estás pensando unirte a esos estrafalarios caballeros que pretenden afiliarse no al Primer Estado de los nobles, tal como les corresponde, ¡sino al del vulgo del Tercero!

Caminábamos, como digo, por los jardines del Palais Royal y yo me interesaba en sus conversaciones políticas pero sólo a medias. Hacía una tarde gloriosa de primavera y mi curiosidad iba por otros derroteros. Como, por ejemplo, por conocer algunas de las nuevas atracciones que recientemente habían llegado al Palais y de las que se hacían eco todas las publicaciones mundanas.

Debo apuntar, por si no lo he dicho antes, que el Palais Royal era uno de los lugares más curiosos y estrafalarios del París de entonces y también, sin duda, el más espectacular centro del placer y de la política en toda Europa. Fue el duque de Orléans, el mismo que, una vez iniciada la Revolución, firmaría la muerte de su primo Luis XVI y al que la historia recuerda con el muy revolucionario nombre de Philippe Égalité, quien abrió sus jardines y galerías al público. Y hay que decir que fue la combinación del talento empresarial del entonces duque con su pródiga, por no decir manirrota, forma de ser la que había logrado crear aquella hermosa fantasía.

Se trataba de una curiosa mezcla de espectaculares jardines con cafés, teatros y tiendas que se alternaban con antros de mucha más dudosa actividad. Una larga galería conocida como Camp des Tartares, por ejemplo, albergaba tanto a prostitutas como a ladronzuelos, y sin embargo era, a su vez, lugar de paseo reservado a grandes damas y elegantes caballeros. En realidad, dependiendo de a qué hora se visitara dicha galería, podía uno topar bien con un tipo de público, bien con otro. Lo más curioso de este lugar era la posibilidad de maravillarse ante una increíble galería de «monstruos» que allí se exhibían. Como el hombre–masa, un alemán de cerca de doscientos kilos que podía verse encerrado en una jaula, o la Belle Zulema, una momia que, según se contaba, tenía más de tres mil años. Por unos sous o céntimos podía el curioso visitante acercarse a comprobar cómo su maravilloso y desnudo cuerpo estaba en perfecto estado de conservación, tal como si acabara de exhalar su último suspiro. Yo sabía por Félix que la Belle, a pesar de su increíble aspecto, no era más que una figura de cera, pero el resto del público lo ignoraba y solía incluso derramar unas piadosas lágrimas ante tan serena belleza. Y es que este tipo de esculturas «casi vivas» hacía furor en el París de entonces. Por otro puñado de sous, el público podía admirar también la fiel réplica en cera de la familia real ricamente ataviada y tomando el té en Versalles; o la imagen de otros personajes muy conocidos de la sociedad de entonces, como nuestro amigo el marqués de La Fayette fumando una entonces muy extraña pipa traída de las Américas.

Recuerdo incluso un día en que allí mismo, en el Palais Royal, Félix me presentó a una amiga suya, una mujer extremadamente tímida, de nombre Marie, que más tarde pasaría a la posteridad como madame Tussaud. En aquellos años se la conocía por su nombre de soltera, Marie Grosholz, y trabajaba a las órdenes del señor Curtius, un médico que era dueño de aquellas figuras casi vivientes. A pesar de su timidez, Marie era ya entonces profesora de dibujo de madame Élisabeth, hermana del Rey, lo que, por cierto, al llegar la Revolución le traería serios, por no decir terribles, problemas: encarcelada por realista en los años noventa, se le encomendó la lúgubre tarea de hacer máscaras mortuorias de las cabezas–a menudo de sus amigos–recién cortadas por la guillotina. Afortunadamente, esta fúnebre maestría suya le permitiría años más tarde abrir un museo de cera en Londres con su nombre, que, según me dicen, se ha hecho muy famoso.

El Palais era también el lugar preferido de los oradores. Subidos a una silla, otros a una mesa, se dirigían a las masas hablando de política con voz vibrante y verbo escogido. Fue ahí donde tuve la ocasión de reparar en un joven de rostro pálido, ojos profundos y hermosos cabellos largos y sin empolvar. Según me contó Félix se llamaba Camille Desmoulins y había comenzado a labrarse un nombre entre los partidarios de las reformas. Su padre, que no contaba con muchos medios económicos, había hecho esfuerzos por enviarlo al Lycée Louis–le–Grand de París con la esperanza de que más tarde estudiara leyes, pero a él le atraía más el mundo de la palabra y de la oratoria. ¡Y qué bien hablaba! Recuerdo haberme quedado extasiada oyéndolo desgranar uno de sus discursos.

— ¡Escuchad, escuchad, desde París a Lyon, Ruán y Burdeos, Calais y Marsella! De un confín a otro del país un grito universal se oye: ¡todos quieren ser libres!

Eso dijo y, a continuación, demostrando que era una criatura impulsiva que obedecía a los mandatos de la naturaleza y no a los de la cultura, se volvió hacia las ramas de un castaño cercano y exclamó «¡Adelante!» al tiempo que arrancaba un puñado de hojas del árbol. «¡Hagámonos todos con ellas unas escarapelas del color de la esperanza!».

Me pareció tan apuesto en esa actitud y tan bellas eran sus palabras que sentí un delicioso estremecimiento que recorría mi cuerpo. Si así son los nuevos hommes politiques, yo también deseo vibrar con ellos, me dije, al tiempo que hacía votos para que algún día mi camino volviera a cruzarse con el de aquel joven.

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