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Sin embargo, a pesar de que aquella batalla la gané con largueza, existe un triste epílogo para esta historia. Pocas horas más tarde, cuando ya todos se habían marchado y Fontenay y yo nos habíamos retirado cada uno a sus habitaciones, la manilla de la puerta que comunicaba la mía con la suya cedió dando paso a su silente figura. Apenas alcanzaba a verlo a través de los pliegues de las cortinas de mi cama, pero aun así pude observar cómo se detenía con una expresión que bien puede calificarse de deseo. Cerré los ojos con fuerza. Su visita era un hecho infrecuente por aquel entonces. Fontenay tenía tantas o más amantes que yo y, una vez nacido nuestro primer hijo, no había ya muchas razones para cumplir con eso que tan prosaicamente llaman «el débito conyugal».
Descorrió las cortinas del lecho y apartó las sábanas para mirar mi cuerpo. Yo me aferraba al camafeo de mi amado Laborde esperando el momento en que sus manos, sus labios iniciaran sobre mí todos los previsibles y sincopados recorridos de un deseo sin amor. Con los ojos cerrados, con el cuerpo laxo e inerte de quien no se opone pero tampoco colabora, fingí estar dormida y me dejé hacer. Sus manos, temblonas, comenzaron a desatar primero las cintas de mi camisa de noche hasta desnudarme por completo y luego, tras observarme así unos segundos, comenzó a recorrer mi torso no con besos ni con caricias, sino con toda su lengua, igual que un perro. Nunca lo había visto actuar de ese modo e imaginé que estaba borracho, pero su aliento, aunque húmedo y acre, no delataba vestigio alguno de licor. «Dios mío, ayúdame», pensé cuando primero sus dedos y a continuación su sexo empezaron a abrirse paso entre mi carne. Ya era imposible fingirme dormida. Podía sentir su baba en mi boca y el peso de su cuerpo sobre el mío mientras continuaba con sus embates, abriéndose paso con inusual violencia. Ni siquiera se había tomado la molestia de despojarse de sus ropas; estaba completamente vestido, incluidas las botas, y yo desnuda, pero a pesar del dolor y la humillación, ni una queja salió de mis labios. Ni cuando me violentó una vez, ni cuando lo hizo una segunda, ni tampoco cuando continuó con sus extraños lamidos de can y otras prácticas que no menciono porque aún hoy procuro olvidarlas. No, ni una lágrima brotó de mis ojos, esos que tanto habían llorado por la desgracia de mi padre; desgracia y deshonra que–no había más que ver la reacción de mi marido–también se habían convertido en causa de las mías. Que la violación existe dentro del matrimonio es algo que saben muchas mujeres, pero yo hasta entonces no había tenido que sufrirla nunca. Al fin y al cabo, Jean y yo éramos eso que se conoce como un matrimonio «abierto» y nuestras sesiones de amor conyugal tenían algo de cortesanas y mucho de frío y, a la vez, compartido sentido del deber. Era cosa instaurada, por ejemplo, que los hombres de nuestra clase se embarcaran en ellas diciendo que lo hacían por «cumplir con mi legítima» o por «visitar el establo», según dos expresiones populares de la época. Nosotras, por nuestra parte, y puesto que estaba tan de moda todo lo inglés, utilizábamos una frase muy conocida en el idioma de Shakespeare. «¿Qué haces tú–me había preguntado un día no muy lejano madame de Staël–cuando tu marido visita el establo?». Yo entonces era muy niña y no tenía respuesta para según qué cosas, de modo que, a la gallega, le devolví la pregunta con un « ¿Y vos qué hacéis?». «Muy sencillo, querida; hago como nuestras amigas las inglesas: I look at the ceiling and think of England». La frase la pronunció en su idioma original, pero, al adoptarla yo también como propia, pude constatar que la mayoría de mis amigas la conocían y la usaban traducida y convenientemente adaptada: cuando había que cumplir con el débito conyugal, todas, «mirábamos al techo y pensábamos en la patria».
Era así, con una mezcla de humor y resignación, como maridos y mujeres de ciertas clases sociales procedíamos a copular. Y una vez acabado tan latoso trámite, nos agradecíamos mutuamente con cortesía: «Merci, madame». «Merci á vous, monsieur».
Sin embargo, lo de aquella noche estaba muy lejos de ser un trámite y ese día aprendí, dolorosamente, una lección que no pocas mujeres conocen: que los hombres, incluso los que no nos aman–o tal vez habría que decir precisamente éstos-, gustan cobrarse en sexo determinados favores, como el que Jean me había brindado horas atrás, por ejemplo, al fingirse el marido ideal ante nuestros invitados una vez descubierta la desgracia de mi padre. A algunos hombres, me dije entonces, les produce un incomprensible placer violentar a mujeres que no les aman, y por las que tampoco ellos sienten especial afecto, sólo para demostrar quién es más fuerte. Se había tratado sin duda de un acto de poder, de sometimiento, del que yo me defendí con la única arma con la que cuenta una mujer forzada que no puede ni debe protestar o rebelarse: con la imaginación. Hasta el momento en que las caricias se convirtieron en violencia, me esforcé en imaginar que sus besos eran los besos de mi otro Jean; sus caricias, las de otras manos; sus gritos de placer, los de mi amado. Sí, las mujeres casadas sabemos mucho de violaciones dentro del matrimonio, pero ellos no saben nada de la libertad de nuestros pensamientos, y ésa es nuestra pequeña pero no del todo desdeñable venganza.
Cuando por fin se fue, tan en silencio como había venido, me costó mucho conciliar el sueño y, cuando al cabo de unas horas logré adormilarme, lo hice llorando y aferrada al camafeo con la silueta de mi adorado Laborde. Por un momento, en aquel intranquilo duermevela, la imagen de mis dos amantes, Alexandre Lameth y Félix Lepeletier, apareció para confundirse con la de mi amado y eso me hizo comprender, dolorosamente, cuán importante era la una y cuán débiles las otras dos. Nunca los había querido en realidad. ¿Volvería a amar a alguien alguna vez? Parecía del todo imposible.
DOS AÑOS INCIERTOS
El año de 1791 trajo finalmente el destronamiento de Teresa Cabarrús como reina de los salones de París. Mi sustituta era menos bella que yo, pero, mucho me temo, harto más fascinante y sensual para los hombres: me refiero a esa dama exigente y caprichosa a la que llaman… política. Y es que, por aquellas fechas, en los salones mundanos ya no se amaba ni se reía como antaño; tampoco se jugaba a las cartas ni se bailaba; sólo se platicaba, se discutía. Y los temas de conversación no puede decirse que fueran atractivos para una muchacha como yo, que aún no había cumplido los dieciocho años.
Se hablaba mucho, por ejemplo, de lo difícil que estaba siendo vencer la resistencia del pueblo frente al problema religioso. Y de cómo, a pesar de que miles de sacerdotes habían jurado la Constitución, la mayoría de los franceses seguía siendo fiel a los refractarios o partidarios del Papa, creando una suerte de corriente contrarrevolucionaria que muchos tachaban de extremadamente peligrosa. Se hablaba también de la Ley d'Allarde, que abolía el régimen corporativo. Y se hablaba sobre todo de la cada vez más desesperada situación económica del país. Y es que en toda Francia escaseaba el pan y los productos esenciales, lo que hacía crecer día a día la impopularidad del Rey y el odio a l’autrichienne.
Aumentaba también de modo notable la lista de aristócratas que optaban por el exilio. Y una vez fuera del país, su mayor empeño era instar a las distintas potencias extranjeras a que invadieran Francia para reinstaurar en la persona del cada vez más debilitado Rey, o si eso no era posible, en la de alguno de sus dos hermanos, una monarquía absolutista como la de antes, lejana a limitaciones constitucionales, escarapelas tricolores y otras zarandajas.
Con todos estos temores, olvidadas quedaron ya para siempre aquellas frívolas meriendas, vestidos unos de pastores y otros de jóvenes revolucionarios, en las que nos dedicábamos a tomar helados en Fontenay–aux–Roses. También desaparecieron las deliciosas veladas en nuestra casa de París, reunidos para hablar del amor y otros demonios. Ahora, el único Luzbel que infestaba los salones mundanos era la fiebre revolucionaria. Mi rival, la política, como femme fatale que es, lo devoraba todo, creencias, amores y, por supuesto, devoraba la presa que le es más preciada: la inocencia de aquellos que se consideraban sus amantes.
El espectro político del país se había ido definiendo cada vez más, subdividiéndose en distintas facciones que recelaban unas de otras. Los girondinos, por ejemplo, grupo formado por los representantes de las provincias de la Gironda, como Burdeos y otras cercanas, y que ocupaban el ala derecha de la Convención, miraban con sospecha a los delegados de París y, por supuesto, a los lafayettistas. Dichos girondinos, capitaneados por Brissot, eran partidarios de tomar medidas contra los emigrados realistas y querían declarar la guerra a los países extranjeros como medio de unir a toda Francia tras una causa común: expandir la Revolución. Por su parte, los feuillants, club fundado por Mirabeau y al que pertenecía mi amigo Lameth, apoyaban la idea de una monarquía constitucional y por tanto recelaban de los grupos anteriores. Los jacobinos, mientras tanto, con Robespierre a la cabeza, se consideraban los guardianes de los logros de la Revolución frente a los posibles ataques de la aristocracia, de modo que miraban con igual desconfianza a feuillants, lafayettistas y girondinos. Otro tanto ocurría con Danton, quien hacía poco había fundado un club llamado Los Cordeliers junto con Camille Desmoulins, aquel joven cuyas bellas palabras yo tanto había admirado en el Palais Royal.
Y por supuesto todos, girondinos, feuillants, jacobinos, lafayettistas y cordeleros miraban con enorme recelo a la estrella emergente del momento, Jean–Paul Marat, médico, escritor y editor del influyente Ami du Peuple. Él habría de jugar poco tiempo más tarde, junto a su grupo radical llamado Les Montagnards, un papel destacado en la condena a muerte del Rey de la que hablaré más adelante. Pero ya en el año de 1791, su poco agraciada y enfermiza figura se había hecho célebre en todo París no sólo por las soflamas que publicaba en su periódico, sino por sus teatrales actuaciones desde los bancos más altos de la Asamblea, llamados por ello La Montaña.
***
La primavera del 91 trajo además otras dos convulsiones. La primera tuvo lugar en el mes de abril, cuando un rumor se extendió por todo París: se decía que habían envenenado al hombre más importante de Francia, el ci–devant conde de Mirabeau.
— ¡Dios mío, nuestro gran Honoré! — exclamó madame Boisgeloup, que, como siempre, era la primera en enterarse de lo que tout Paris sabía. Por aquel entonces, madame Boisgeloup no me visitaba con tanta frecuencia como antes. Le desagradaba mi marido y no hacía nada por disimularlo, pero esta vez, dada la magnitud de la noticia y sabiendo que por las tardes él no estaba en casa, vino a verme-. ¡Muerto! — repetía aferrada a su sempiterno pañuelito de puntillas-. Él, el ciudadano Mirabeau, el mayor defensor y soporte de la monarquía constitucional, el tribuno de la voz tronante, el casanova de la cara picada de viruela. ¿Qué será ahora de Francia? Era el único que ponía un poco de cordura en la vida pública.
— ¿Qué le ha sucedido? — pregunté yo-. Se le veía tan saludable como siempre. ¿De veras lo han envenenado?
— No lo creo en absoluto, eso sólo lo dicen las malas lenguas. Por lo visto, el problema es otro. Llevaba varios días de juerga, des femmes et tout ça–apuntó madame con gran aspaviento de sus regordetes brazos -, y al cabo de ellos comenzó a sentirse mal. Llamaron al médico, pero a pesar de sus cuidados fue de mal en peor; más de diez días ha durado su agonía, imagínate. Según me ha contado un buen amigo que es médico, también se sospecha de que se trata de una inflamación de hígado, una enfermedad muy poco común. Claro que eso, con ser terrible, no es ni mucho menos lo más destacado de toda esta historia, ma chére.
— ¿Y cuál es entonces? — inquirí muy intrigada porque, por el modo en que madame había bajado el volumen de su voz al pronunciar la palabra «historia», estaba segura de que lo que venía a continuación iba a ser interesante.
— Pipismo[5] -declaró madame, que, como siempre, tenía su forma personal de reinventar los términos médicos.
— ¿Pipismo? — repetí-. ¿Y eso qué es?
— Querida, parece mentira que seas una mujer de mundo. Se llama así a la continua y muy dolorosa erección del «pipí» masculino («o pene», puntualizó madame bajando aún más la voz, como si aquello necesitase más explicación). ¡Figúrate que, según me han contado, una vez muerto, al destapar el cadáver se descubrió que el de nuestro buen amigo estaba erecto como un mástil! Comprenderás que en cuanto se supo tal circunstancia, todas las personas que se habían dado cita desde hacía días a la puerta de su casa para interesarse por la salud del gran hombre olvidaron inmediatamente traiciones, conjuras y envenenamientos. Ya no se hablaba de otra cosa más que del pipismo del ciudadano Mirabeau.
»Y de nada sirvió–continuó relatando madame–que, tras conocerse el caso, los allegados del difunto intentaran que se volviera al recogimiento y solemnidad que la situación requería; no, querida, no hubo manera. Y eso que, como buen tribuno romano, Mirabeau había dedicado su larga agonía a escenificar muy bellamente su muerte preparando el lecho mortuorio, la intensidad de la luz que se filtraba por las ventanas y hasta el tipo de flores que debían adornar la estancia. Como era de esperar, también dejó escritas unas palabras para ser leídas póstumamente desde la ventana. Pero todo esto quedó de lo más deslucido, ma belle, con el asunto de la grande érection. ¡Cuánto lo siento por Honoré, con lo que a él le gustaba una buena mise en scéne! Sin embargo, y a pesar de todo, no puede decirse que sea desdeñable su mutis final. No todo el mundo puede presumir de una hazaña post mortem de su «pipí». ¿No crees, querida?
Yo asentí muy formalmente con la cabeza, pero como por aquel entonces estaba muy influenciada por la moda de los grandes gestos y de las grandes palabras, sobre todo si eran póstumas, pasé por alto los comentarios escandalosos de madame y me interesé más por conocer cuáles habían sido aquellas palabras póstumas dejadas por Mirabeau.
— Sí, querida, muy sensato por tu parte preguntar por ellas–respondió madame al tiempo que abandonaba el tono bajo de las confidencias indiscretas para adoptar otro mucho más rotundo y acorde con lo que iba a decir-. Helas aquí: «Me voy–dejó dicho el ciudadano Mirabeau–y llevo conmigo la muerte de la monarquía. Ahora las facciones se disputarán mis despojos».
***
Estas últimas palabras del mayor defensor de la monarquía constitucional estaban destinadas a ser proféticas, puesto que la primavera de 1791 traería consigo el principio del fin de dicha institución. Ocurrió que la noche del 20 de junio la familia real, con la gallarda ayuda del amante de la Reina, el conde Fersen, intentó la huida y al día siguiente fue arrestada en Varennes, gracias a un maestro de postas llamado Jean–Baptiste Drouet, que desde entonces pasaría a la historia por su perspicacia. Al detenerse el coche para cambiar los caballos, Drouet comenzó a desconfiar, según dijo, de «un cierto criado grueso que iba en el carruaje y que guardaba un gran parecido con Luis XVI, cuya cara conocía por las monedas de curso legal». Otros sostienen, por el contrario, que Drouet reconoció al Rey porque había sido soldado raso y alguna vez había tenido oportunidad de verlo de lejos. Sea como fuere y gracias a aquellas dotes de buen fisonomista, en Varennes acabó la esperanza de la familia real, que fue obligada a regresar a París, donde sería recibida por una muchedumbre mortalmente silenciosa. Más tarde, alguien escribiría que tanto silencio anunciaba ya «el ceremonial funerario de la monarquía».
A partir de ahí muchos acontecimientos se precipitaron de forma vertiginosa. En agosto, Leopoldo II de Austria y Guillermo II de Prusia firmaron la Declaración de Pillnitz por la que amenazaban a la nación revolucionaria con intervenir militarmente, y la confrontación se hizo inevitable. «En vez de una guerra interna habrá una guerra con el exterior», escribió por esos días un esperanzado Luis XVI a su agente el barón de Breteuil. «Entonces–añadía en su carta-, seguro que las cosas mejoran sensiblemente para Francia y también para nosotros». Tampoco como profeta se distinguiría el buen rey Luis. Si bien al principio la amenaza exterior logró distraer la atención de los franceses de sus acuciantes problemas internos, sólo fue un respiro momentáneo, puesto que el próximo año que ahora comenzaba iba a ser particularmente trágico.
Noticia de todos estos acontecimientos llegaban hasta nuestra casa en el centro de París con toda su carga de dramatismo e incertidumbre. A partir de entonces procuramos salir lo menos posible y también mantener las cortinas cerradas para no ver qué pasaba en la calle. Y es que lo que se veía no podía ser más desolador. Recuerdo que unos meses antes a los hechos narrados, un grupo de ciudadanos entusiastas y alegres había hecho levantar cerca de nuestra vivienda un árbol patriótico de los muchos que se veneraban en toda Francia como símbolo de la nueva savia de nuestra Revolución. Sin embargo, al llegar la Navidad, del árbol no quedaba más que un esqueleto gris y raquítico. Allí solían reunirse ahora ciudadanos de aspecto tan depauperado como fiero para bailar alrededor de su tronco. Todos llevaban armas. Unos, navajas; otros, hoces; hasta las mujeres lucían cuchillos a la cintura. Ça ira, ça ira, ça ira…, cantaban dando vueltas y vueltas a aquel palo seco como en una extraña y premonitoria ceremonia que helaba el alma.
***
Entre tristes presagios fueron pasando los primeros meses del año de 1792 hasta que, a mediados de junio, nos enteramos de que una turba enfurecida había asaltado el palacio de las Tullerías y obligado al Rey a ponerse el bonete rojo que un ciudadano le ofreció clavado en una pica de carnicero. El gorro era demasiado pequeño y quedaba ridículo sobre la cabezota empolvada del monarca, lo que despertó las carcajadas y burlas de todos. Al pequeño delfín se le colocó otro tan grande que le cubría los ojos y la boca, todo un símbolo.
Después de esta revuelta y del consiguiente susto de la familia real, que ya se veía descuartizada a manos de la turba, se alzaron desde el extranjero voces airadas que amenazaban con que «si se llevaba a cabo cualquier ultraje contra la familia real, asaltaría París». Era el llamado Manifiesto de Brunswick, que trajo un hálito de esperanza a la aterrada Reina, pero, a su vez, acarreó no pocas y fatales consecuencias para toda la familia. Enfurecido el pueblo por la amenaza exterior y seguros de que el Rey los había traicionado y de que estaba de acuerdo con las potencias extranjeras, continuaron produciéndose disturbios hasta que otra gran multitud invadió de nuevo las Tullerías. En esta segunda ocasión la sangre correría a raudales. La odiada y extranjera Guardia Suiza, que protegía a la familia real, fue completamente masacrada ese día. Se cuenta que hasta los porteros fueron pasados a cuchillo por llevar uniforme rojo y confundirse con los guardias. Según supimos más tarde, las mujeres se dedicaron a despojar a los cadáveres de todo lo que encontraban mientras los hombres cercenaban miembros, cortaban genitales y ultrajaban cuerpos. «Ha comenzado la más bella Revolución que haya honrado nunca a la humanidad», dicen que exclamó un enardecido Robespierre mientras observaba cómo se apilaban los restos humanos de los soldados; el mismo Robespierre, por cierto, que hasta hacía muy poco, cuando era un joven y prometedor abogado de Arras, se declaraba contrario a la pena de muerte.
Los miembros de la familia real, a pesar de la masacre, alcanzaron afortunadamente a refugiarse a tiempo en la Asamblea Nacional, que estaba a escasos metros, sin sufrir daño. Sin embargo, una vez consumada la carnicería, la Asamblea Nacional, donde los prohombres del momento, como Roland y su grupo moderado de los girondinos, estaban algo confusos y amedrentados por el cariz que iban tomando los acontecimientos, decidió que todo lo ocurrido era señal de que el pueblo había vencido a la monarquía y de que ya era hora de que Luis XVI fuera suspendido en sus funciones de Rey. Y para refrendar esta decisión se acordó convocar lo antes posible otra asamblea, que se llamaría esta vez Convención Nacional.
El depuesto Rey pidió entonces que se le permitiera vivir en el palacio de Luxemburgo, pero el ala izquierda de los diputados (a partir de ahí derechas e izquierdas tomarían su nombre dependiendo de su ubicación en la cámara), haciéndose eco de la actitud beligerante de la calle en armas, exigió que se confinara a la familia real en el Temple, que no era otra cosa que una prisión.
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Todas estas noticias terribles llegaban hasta nuestra casa en el centro de París. Venían en boca de vecinos y de los pocos proveedores que aún se atrevían a frecuentar el hogar de unos ci–devant nobles. Pero sobre todo las traía la voz de la calle, con sus cánticos o sus gritos patrióticos. Por aquel entonces, mi marido, del que tantas cosas me separaban, y yo vagábamos de habitación en habitación como extraños, sin rozarnos, sin hablarnos siquiera. Yo solía pasar la mayor parte del tiempo en mi cuarto o visitaba el de mi pequeño Théodore para hacerle compañía. Fontenay, en cambio, tenía por costumbre encerrarse largas horas en la biblioteca con la sola compañía de su mazo de cartas y de una botella de aguardiente. A veces lograba oír su voz a través de la puerta y tenía la impresión de que estaba departiendo con alguien, pero tengo para mí que sólo hablaba con sus naipes con la esperanza de que éstos le dieran respuesta a las muchas preguntas que todos nos hacíamos entonces: ¿Qué pasaría después? ¿Sería el ala moderada de la Asamblea, ahora llamada Convención, capaz de domeñar a esa temible fuerza descontrolada presente en la calle y en el corazón de los antaño pacíficos ciudadanos que ahora patrullaban la ciudad con picas y hachas al son de canciones? ¿Y nosotros, los ci–devant marqueses de Fontenay, que tanto habíamos flirteado con la Revolución invitando a sus próceres a nuestra casa, seríamos también víctimas de sus cánticos y de su iras?
Yo ni siquiera tenía la compañía de unos naipes o del alcohol para buscar respuesta a estas preguntas. Sólo me aferraba a lo cotidiano, a cortar rosas en nuestro pequeño jardín con las que adornar mi gabinete o a bordar junto a la ventana con una rendija de ésta abierta con la esperanza de oír qué se decía allá en la calle. Y me dedicaba también, como digo, a jugar tristemente con mi pequeño Théodore. El niño, además de ser la viva imagen de su padre, tenía un carácter que sólo puedo describir como melancólico. Era una criaturita taciturna pero que agradecía mis besos, mis muchas caricias. Recordaré siempre cómo sus manitas frías y trémulas buscaban abrigo en las mías igual que un animalillo que huele el peligro. No hablaba aún, pero sus balbuceos incoherentes producían en mí una gran ternura. Mi pequeño Théodore, mi pobre bebé al que tan poca atención había prestado hasta entonces. ¿Qué le esperaba de allí en adelante? No era fuerte, tampoco parecía demasiado espabilado ni era bello. ¿Sabría yo protegerle, guiarle en la vida? ¿Y qué vida sería ésa ahora que la que conocíamos se desmoronaba a nuestro alrededor?
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Una mañana de aquel caluroso verano tan lleno de sangre e incertidumbre una noticia vino a turbar aún más nuestra lúgubre rutina. Fue François, el jardinero, que todavía nos era fiel, quien la trajo.
— Lo he visto, madame, es más alto que un hombre.
— ¿A qué te refieres, François? — le pregunté alzando la vista de la labor de aguja que tenía entre manos.
— Al «artilugio», así lo llaman, y ha sido instalado en la plaza del Carrousel, frente a las Tullerías.
— Otros lo llaman «la máquina» — intervino entonces Frenelle, que venía también de la calle después de comprar lo poco que había encontrado, apenas unas cebollas y dos coles. La escasez era general entonces salvo en lo concerniente a las noticias. Éstas corrían a raudales y las malas tardaban apenas unos minutos en atravesar París de lado a lado con todo lujo de detalles.
— Y ese «artilugio», que yo diría que mide poco más de cinco pies, madame, es en realidad muy sencillo. Consta de dos palos verticales, luego una plancha horizontal y por fin una cuchilla de filo oblicuo que cae a plomo. Según he podido averiguar, hasta ahora estaba instalado en la plaza de Gréve y se usaba sólo para ajusticiar a los malditos falsificadores y agiotistas, esos miserables que se quedan con el dinero de los pobres.
— ¿Quieres decir que se trata de una especie de castigo nuevo? ¿Un artilugio para matar? Dios mío, ¿qué más se dice por ahí?
— Se trata, por lo visto, de un adelanto muy moderno, aunque la verdad, tanta modernidad no va conmigo. A la hora de ajustar cuentas con esos miserables que explotan al pueblo, a mí me gustaba más el método antiguo. Donde esté una buena procesión de condenados y luego las confesiones públicas y más tarde el bamboleo de un cuerpo moribundo estremeciéndose en el extremo de una cuerda… ¡Muerte a los traidores! ¡Muerte a todos!
Me horrorizó oír estas palabras en boca del buen François, aunque no puede decirse que fueran poco habituales en aquellos días. Todo el mundo hablaba de justicia y de castigo, de traidores y de muerte en las calles de París. ¿Pero a qué se refería él con lo de una nueva máquina? ¿No había la Asamblea aceptado hacía poco más de un año los Derechos del Hombre siguiendo el ejemplo dado al mundo por los patriotas de América? ¿No eran la mayoría de los diputados, incluido Robespierre, opuestos a la pena de muerte?
— Y precisamente eso es lo que intentan nuestros patriotas–me explicó entonces Frenelle-, que el «artilugio» se ocupe de matar de forma más acorde con los Derechos del Hombre.
— ¡Qué cosas dices, Frenelle!
— Sólo las que cualquiera puede escuchar en la calle, madame. Por lo visto, hace ya unos meses que la Asamblea encargó a un médico de nombre Guillotin que ideara una máquina que procurase una muerte más humana, más…