38610.fb2 La Ciudad Prohibida - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Capítulo 8

Lo primero que atrajo mi atención en el Gran Teatro Changyi del Sonido Magnífico no fue el emperador Hsien Feng, ni sus invitados, ni el fabuloso decorado operístico, ni los actores con sus atuendos. Fue la diadema de la cabeza de Nuharoo, hecha de perlas, coral y plumas de martín pescador en forma de la letra shou, longevidad. Tuve que apartar la mirada para mantener la sonrisa en mi rostro.

Me condujeron a través de una puerta férreamente custodiada y un pasillo; luego entré en el teatro al aire libre, que estaba en un patio. Los asientos ya estaban ocupados. El público vestía con fastuosidad. Eunucos y damas de honor recorrían los pasillos con bandejas llenas de teteras, tazas y comida. La ópera había empezado, sonaban gongs y campanas, pero la multitud no se callaba. Más tarde supe que era costumbre que el público siguiera hablando durante la representación. Me pareció una molestia, pero era la tradición imperial.

Miré a mi alrededor. El emperador Hsien Feng estaba sentado junto a Nuharoo en el centro de la primera fila. Ambos vestían túnicas amarillas de seda bordadas con los motivos del dragón y el fénix. La diadema del emperador estaba coronada por una gran perla manchú y tenía incrustaciones de plata con cintas y borlas. La cinta de su barbilla era de marta cibelina.

Hsien Feng observaba la representación con gran interés. Nuharoo se sentaba con elegancia, pero no centraba su atención en el escenario; miraba a su alrededor sin girar la cabeza. A su derecha se sentaba su suegra, la gran emperatriz. Vestía una túnica de seda bermellón con mariposas azules y púrpura bordadas. El maquillaje de la gran emperatriz era más dramático que el de los actores que estaban sobre el escenario. Se había pintado las cejas tan oscuras y gruesas que parecían dos trozos de carbón. Se le movía la mandíbula de un lado a otro como si mascara nueces. Su boca pintada parecía un caqui mustio. Sus ojos barrían al público de un lado a otro como una escoba. Detrás de ellas las nueras imperiales, las damas Yun, Li, Mei y Hui, todas suntuosamente vestidas, se sentaban con cara de palo. Detrás y a los lados, los príncipes de la realeza, sus familias y otros invitados.

El eunuco jefe Shim vino a saludarme. Me disculpé por llegar tarde; aun cuando no era culpa mía, el palanquín no había llegado puntual. Me dijo que mientras pudiera sentarme sin molestar a mi marido y a mi suegra, todo iría bien.

– Su majestad nunca exige realmente la presencia de sus concubinas -dijo Shim, haciéndome caer en la cuenta, para mi aplastante decepción, de que yo estaba allí solo por mera formalidad.

El eunuco jefe Shim me ayudó a sentarme entre la dama Li y la dama Mei. Me disculpé por distraerlas y ellas me devolvieron educadamente las reverencias sin decir nada.

Nos concentramos en la ópera. Se llamaba Las tres batallas entre el rey mono y la zorra blanca. Me sorprendió el talento de los actores, quienes, según me dijo la dama Mei, eran eunucos. Me gustó en especial la zorra blanca. Su voz era excepcional y hermosa y su danza tan sensual que olvidaba que era un actor y no una actriz. Para lograr aquel nivel de destreza y flexibilidad los actores empezaban su entrenamiento desde muy niños.

La representación llegó al momento de acción en que los monos desplegaron sus acrobacias. Dando volteretas y saltos mortales, el rey mono saltó sobre los hombros de los monos más pequeños, se propulsó en el aire y aterrizó suavemente en la rama de un árbol, un apoyo hecho de madera pintada.

La multitud aplaudió. El rey mono se encaramó de un salto a una nube, una tabla colgada del techo mediante cuerdas. Cayó una gran tela blanca que representaba la cascada celestial, izaron la nube y el actor salió.

– ¡Shang! ¡Dadle una propina! ¡Shang! -gritaba el emperador mientras aplaudía.

El público lo imitaba y gritaba:

– ¡Shang! ¡Shang! ¡Shang!

La cabeza de Hsien Feng se mecía como el tambor de un mercader. A cada golpe del gong, pataleaba y reía.

– ¡Excelente! -gritó, señalando a los actores-. ¡Tenéis pelotas! ¡Grandes pelotas!

Bandejas de nueces y platos de temporada pasaban junto a la gran emperatriz. Como no había comido nada desde la noche anterior, me serví panecillos de bayas, dátiles, judías dulces y nueces. Parecía ser la única que realmente disfrutaba de la ópera además de la gran emperatriz. El resto de las damas parecían aburridas; Nuharoo se esforzaba en parecer interesada, la dama Li bostezaba y la dama Mei charlaba con la dama Hui.

Para animar a sus nueras, la gran emperatriz nos ofreció abanicos de papel. Los cogimos e hicimos una reverencia en dirección a su majestad; luego nos sentamos y abrimos los abanicos.

Era el momento de la escena culminante. Los monos guiados por su rey, todos a cuatro patas, rodeaban al enemigo, la agonizante zorra blanca, que cantaba al público:

Si quieres un consejo, amigo mío,no te preocupes por la riqueza.Sino que, mientras tengas juventud y lozanía,aprovecha cada precioso momento.Cuando las flores estén listas para ser cogidas,arráncalas mientras puedas.¡Ah! No esperes a que la flor se marchitepara coger una ramita.

El público aplaudió al cantante y la dama Yun se levantó. Supuse que necesitaba ir al excusado, pero algo en su movimiento atrajo mi atención: contoneó el trasero y su vientre parecía hinchado.

¡Está embarazada! Nuharoo, Li, Mei, Hui y todas las demás pronunciaron la misma frase.

Después de una severa mirada, Nuharoo se dio media vuelta. Cogió el abanico y movió la muñeca con violencia. Las demás damas imperiales hicieron lo mismo.

Mi humor se ensombreció. La diadema de Nuharoo y el vientre de la dama Yun eran como dos brasas ardientes pegadas a mi piel. El emperador Feng ni se molestó en saludarme. Se levantó y se fue en el intermedio. Lo vi salir seguido de eunucos y damas de honor llevando lavamanos, escupideras, abanicos, platos de galletas, soperas y bandejas.

El eunuco jefe Shim nos dijo que nuestro marido volvería enseguida. Esperamos, pero su majestad no regresó. El público volvió a dirigir su atención hacia la ópera. Tenía la cabeza como una olla hirviendo de malos pensamientos. Me quedé sentada hasta el final; los oídos me zumbaban con el ruido de los tambores.

La gran emperatriz estaba complacida con la representación.

– ¡Es mucho mejor que la original El rey mono! -dijo al director de la compañía-. La versión antigua me da sueño, pero esta me ha hecho reír y llorar.

Alabó la interpretación y le dijo al eunuco jefe Shim que aflojara dinero.

La gran emperatriz me pidió que me reuniera con los principales actores, el joven que interpretaba el rey mono y el que interpretaba la zorra blanca. Los actores salieron de bastidores aún maquillados; tenían las caras como si las hubieran empapado en salsa de soja.

La gran emperatriz ignoró al rey mono y habló efusivamente con la zorra blanca.

– Me encanta tu voz. -Sacó una bolsa de taels y la depositó en su mano-. Me embriaga de felicidad. -Le había cogido la mano y no se la soltaba-. Un auténtico pájaro cantor. ¡Mi pájaro cantor! -Miraba al actor con los ojos de una joven enamorada, murmurando-: ¡Hermoso muchacho! ¡Adorable criatura!

En mi opinión el actor tenía un aspecto convencional, aunque admiraba enormemente su canto y su danza. Su zorra blanca poseía la esencia de la belleza femenina. Nunca había visto un hombre que representara a una mujer de una manera tan poética. Me asombraba lo que el arte podía hacer, pues la gran emperatriz era famosa por su odio hacia los eunucos.

La gran emperatriz se volvió hacia nosotras.

– ¿Os ha gustado la ópera?

Capté la indirecta; era el momento de ofrecer nuestra contribución. Las esposas y concubinas imperiales, incluida yo misma, echamos mano a las bolsitas que todas llevábamos. Los actores se arrodillaron, tocaron el suelo con la frente y se retiraron.

La gran emperatriz se levantó de su asiento y comprendimos que era hora de marcharse. Nos arrodillamos y exclamamos:

– ¡Hasta la próxima ocasión! ¡Os deseamos una estación plácida!

Nuestra suegra se fue sin hacer una reverencia.

– ¡Los palanquines imperiales, en marcha! -gritó el eunuco jefe Shim, y llegaron los porteadores con nuestras sillas.

Inclinamos la cabeza ante Nuharoo y luego ante las demás en silencio. La cortina de mi palanquín estaba echada. Luché con todas mis fuerzas contra la amargura y me avergoncé de mi debilidad. No mejoró cuando me dije a mí misma que yo había elegido entrar en la Ciudad Prohibida y que no tenía derecho a quejarme ni a sentirme desgraciada.

La imagen de An-te-hai apareció en el espejo mientras me desmaquillaba. Me preguntó si necesitaba que mi asistenta me ayudara a desvestirme. Sin que me diera tiempo a responder, dijo que podía ayudarme él si no me importaba. Dejé que me ayudara. An-te-hai cogió un peine y empezó a soltar cuidadosamente los adornos de mi cabello.

– Mi señora, ¿os importaría ir al jardín del este mañana? -preguntó-. He descubierto ciertas plantas interesantes…

Le hice callar porque notaba que mi rabia buscaba una válvula de escape. An-te-hai cerró la boca; sus dedos trabajaban mis cabellos sin cesar. Quitó una flor de jade y luego me quitó el collar de diamantes. Iba dejando las piezas en el tocador una tras otra. Incapaz de controlar mis sentimientos, rompí a llorar.

– La mente comprensiva es lo suficientemente poderosa como para recuperarse del desastre -susurró An-te-hai en voz baja como si hablase para sí.

Una compuerta se rompió en mi interior y salió el agua furiosa.

– Pero para mí la comprensión es dolorosa.

– La comprensión es el principio de la curación, mi señora.

– Sigue y ahonda en mi herida, An-te-hai. La verdad es que he fracasado estrepitosamente.

– Ninguna dama en este lugar puede hacer que las cosas sucedan sin pagar un precio.

– ¡Nuharoo lo hizo y también la dama Yun!

– Pero esa no es toda la verdad, mi señora. Vuestra perspectiva necesita ajustarse.

– ¿De qué perspectiva estás hablando? Mi vida ha sido desarraigada por un tornado; me ha arrojado por los aires y ahora estoy dando tumbos. ¿Qué otra cosa puedo hacer salvo rendirme?

An-te-hai me miró por el espejo.

– Nada, mi señora, nada es más terrible que rendirse.

– ¿Cómo continuaré, entonces?

– Estudiando el modo en que el tornado sigue su curso. -Cogió un cepillo y siguió peinándome el cabello.

– ¿Qué curso?

– Un tornado está en la cúspide de su fuerza alrededor de los extremos. -El eunuco me sujetó el cabello con una mano y con la otra lo cepillaba con un rápido movimiento-. El viento tiene fuerza para levantar vacas y carruajes y arrojarlos otra vez a la tierra, pero el centro del tornado está en calma… -Se detuvo y sus ojos trazaron el recorrido de los cabellos hasta mis rodillas-. Hermoso cabello, mi señora. Es sedoso y negro, lo que promete una salud fuerte. Así es la esperanza en su sentido más básico.

– ¿Y el tornado?

– ¡Ah!, el tornado, sí, el centro en calma, está relativamente inmóvil. Allí es donde vos deberíais estar, mi señora. Deberíais evitar ciertos senderos donde sabéis que tenéis pocas oportunidades y concentraros en crear nuevos senderos por los que nadie haya transitado y donde las espinas son aparentemente gruesas.

– Has pensado bien, An-te-hai.

– Gracias, mi señora. He pensado el modo en que podéis hacer de vuestra vida real una ópera, en la que vos interpretaríais a la primera dama.

– Quiero oírlo, An-te-hai.

Como un consejero ofreciendo su estrategia a un general, An-te-hai me reveló su plan. Era sencillo, pero parecía prometedor. Yo realizaría una ceremonia imperial de sacrificio, un deber que pertenecía al emperador Hsien Feng.

– Creo que deberíais ir y realizarla en el nombre de su majestad, mi señora -me aconsejó An-te-hai, cerrando la caja de los adornos. Se sentó y me miró-. El sacrificio se sumará a la piedad del emperador y le servirá en el cielo.

– ¿Estás seguro de que es esto lo que desea su majestad?

– Completamente -respondió el eunuco-. No solo su majestad sino también la gran emperatriz.

An-te-hai me explicó que las fechas en que debía honrarse a los antepasados imperiales eran numerosas y la familia real llevaba retraso.

– El emperador rara vez tiene energía para asistir a las ceremonias.

– ¿Han hecho esto la gran emperatriz y las demás concubinas?

– Sí, pero no tienen interés en hacerlo cada año. El emperador Hsien Feng teme molestar a sus antepasados, por lo que ha pedido al eunuco jefe Shim que envíe a Nuharoo y a la dama Yun, pero ellas se han negado aduciendo como excusa su mala salud.

– ¿Por qué no me ha enviado a mí el jefe Shim?

– Bueno, no quiere daros ninguna oportunidad de complacer a su majestad.

– Yo he hecho todo lo posible para complacerle.

– Bueno, estáis en vuestro derecho de realizar la ceremonia en lugar de vuestro marido.

– Mañana, prepara mi palanquín lo primero.

– Sí, mi señora.

– Espera, An-te-hai. ¿Cómo se enterará el emperador de mi acto?

– El eunuco encargado del templo tomará nota de vuestro nombre. Tiene la obligación de informar a su majestad cada vez que alguien presenta respetos a sus antepasados en su nombre.

No sabía cómo se honraba a los antepasados imperiales. Según An-te-hai, todo lo que tenía que hacer era arrojarme al suelo y reverenciar a los diversos retratos y estatuas de piedra. No parecía duro.

Al alba siguiente viajé en el palanquín con An-te-hai caminando a mi lado. Atravesamos la logia de la Fresca Fragancia y luego la puerta del Valor Espiritual. En una hora llegamos al templo de la Paz Eterna. Delante de mí se levantaba un espacioso edificio con cientos de pájaros anidando bajo sus aleros.

Me recibió un joven monje que también era eunuco, con mejillas sonrosadas y un lunar entre las cejas. An-te-hai anunció mi nombre y título y el monje sacó un gran libro de registro y un pincel, lo mojó en tinta y apuntó mi nombre en mayúsculas en el libro.

Me condujeron hasta el interior del templo. Después de pasar por unas cuantas arcadas, el monje dijo que tenía que atender unos asuntos y desapareció detrás de una hilera de columnas. An-te-hai le siguió.

Miré a mi alrededor; la sala gigante, de varios pisos de altura, estaba llena de estatuas doradas. Todo estaba pintado en tonos dorados. Había templos dentro del templo. Los pequeños templos hacían juego con el diseño del principal.

Por un arco lateral apareció un monje anciano. Tenía una barba blanca que le llegaba casi hasta las rodillas. Sin hablar, me dio una botella llena de varillas de incienso. Le seguí hasta una serie de altares.

Encendí el incienso, me puse de rodillas y reverencié las diversas estatuas. No tenía ni idea de a qué antepasado estaba adorando. Moviéndome a través del templo, repetí el acto una y otra vez. Después de rendir homenaje a una docena de antepasados, estaba cansada. El monje se sentaba en un rincón con los ojos cerrados. Salmodiaba, tapando con una mano el instrumento de canto, un mooyu, o pez de madera. La otra mano jugueteaba con una ristra de cuentas de oración. Su canto átono me recordaba a las plañideras profesionales que contratábamos en el pueblo para los funerales.

Me encontraba muy a gusto en el templo. Como nadie miraba, mis reverencias eran cada vez menos pronunciadas. Gradualmente las reverencias fueron sustituidas por simples inclinaciones de cabeza. Mis ojos se aseguraron de que el monje no descubría mi artimaña. Seguí mirándole hasta que el sonido de su mooyu se extinguió en el silencio. Debió de quedarse dormido. Me enjugué el sudor pero permanecí en posición reverencial por si acaso. Mis ojos iban de un rincón a otro. El templo estaba lleno de dioses de todo tipo. Además del dios oficial manchú, que se llamaba Shaman, había dioses taoístas, budistas y Kuan Kong, un dios popular chino.

– Hubo un príncipe que durante su culto descubrió que el caballo de arcilla del dios chino estaba sudando -me dijo el monje de repente como si me hubiera estado mirando todo el rato-. El príncipe llegó a la conclusión de que el dios debía de haber estado trabajando duro a lomos de su caballo, patrullando los palacios. A partir de entonces, Kuan Kong se convirtió en una figura clave para los fieles de la Ciudad Prohibida.

– ¿Por qué cada dios se sienta en su propio altar? -le pregunté.

– Porque merecen atención por quienes son -respondió el monje-. Por ejemplo, el venerable Tsongkapa fue el padre fundador de la secta amarilla del budismo. Es el que se sienta en una silla dorada junto a esa pared llena de cientos de pequeñas reproducciones de sí mismo. A sus pies hay un sutra budista escrito en manchú.

Mis ojos se dirigieron al fondo del pasillo, donde se exhibía una gran pintura de seda vertical. Era un retrato del emperador Chien Lung con una túnica budista. Le pregunté al monje si Chien Lung, mi abuelo político, era creyente. El monje me informó de que no solo era un devoto budista sino también un adepto de la religión Mee Tsung, que en su origen era una rama del budismo.

– Su majestad hablaba tibetano y leía los sutras en ese idioma -dijo el monje, y siguió golpeando su mooyu.

Estaba agotada. Ahora entendía por qué las otras concubinas no querían ir.

El monje se levantó de su alfombra de oración y dijo que debíamos irnos. Le seguí hasta un altar situado en un patio abierto. Me guió hasta arrodillarse enfrente de un bloque de mármol y empezó su salmodia otra vez.

Era mediodía y el sol me daba directamente en la espalda. Recé por que acabara la ceremonia.

Según An-te-hai, aquel debía ser el último acto. El monje estaba a mi lado de rodillas, y su barba tocaba el suelo. Después de tres pronunciadas reverencias, se levantó. Abrió un manuscrito de acciones escritas y empezó a leer en mandarín los nombres de los antepasados seguidos de descripciones de sus vidas. Las descripciones eran muy similares; todo alabanzas y nada de críticas. Palabras como «virtud» y «honor» aparecían en cada párrafo. El monje me indicó que golpeara el suelo con la frente cinco veces por cada nuevo nombre. Seguí sus instrucciones.

Los nombres de la lista del monje parecían interminables y la frente empezaba a despellejárseme. Solo la idea de que la ceremonia estaba a punto de acabarse me daba fuerza para seguir, pero me equivocaba. El monje continuó su lectura. Tenía la nariz a pocos milímetros de sus pies y podía ver sus callos. Pensé que llegado este punto debía de sangrarme la frente. Me mordí el labio. Por fin acabó con la lista, pero entonces dijo que tenía que repetir la misma ceremonia en idioma manchú.

Recé por que An-te-hai viniera a rescatarme. ¿Dónde estaba? El monje había empezado en manchú. Canturreaba y yo no entendía nada salvo los nombres de los emperadores. Estaba a punto de perder la consciencia cuando vi a An-tehai, que corrió hacia mí y me ayudó a levantarme.

– Lo siento, mi señora. No sabía que este monje seguiría leyendo hasta que su víctima falleciera. Pensé que mis hermanos bromeaban cuando me lo dijeron.

– ¿Puedo irme ahora? -pregunté.

– Me temo que no, mi señora. Vuestra buena acción no será registrada hasta que se complete del todo.

– ¡No sobreviviré!

– No os preocupéis -susurró An-te-hai-. Le acabo de ofrecer una suculenta propina. Me ha asegurado que el resto de la ceremonia durará poco.

Dioses de piedra se alineaban en el extremo del lugar, un espacio abierto con una pared orientada hacia el oeste. En el sudeste se levantaba un mástil de bandera. Sobre el mástil había un comedero de pájaros. Se decía que los pájaros entregaban los mensajes del emperador a los espíritus. Había un extraño objeto colgando de la pared. Al acercarme pude observar que era una bolsa de algodón de color tierra.

– La bolsa perteneció al padre fundador de la dinastía, el rey Nurhachi -explicó el anciano monje-. Dentro están los huesos del padre y el abuelo del rey. Nurhachi los devolvió a la tribu para ser enterrados después de que los dos hombres fueran asesinados por el enemigo.

El monje dio unas palmadas. Aparecieron dos mujeres con los rostros cubiertos de barro.

– Las brujas de las tribus Shaman -dijo el monje a modo de presentación.

Las túnicas de las mujeres estaban llenas de dibujos de arañas negras. Escamas de cobre cubrían sus sombreros. En la cabeza, orejas y cuello, llevaban abalorios hechos con huesos de frutas, y campanas atadas a las extremidades. Tambores de diferentes tamaños colgaban de sus cuellos y cinturas. Una «cola» marrón de tiras de cuero trenzadas, de un metro de largo, les salía del trasero. Al empezar a bailar me rodearon. La boca les olía a ajo. Cantaban imitando sonidos de animales.

Nunca había visto una danza tan turbadora. Las mujeres permanecían en cuclillas la mayor parte del tiempo. Las «colas» parecían un excremento fibroso.

– ¡No os mováis! -gritó el monje al ver que intentaba estirar las piernas.

Las danzarinas se alejaron de un salto y fueron a rodear el mástil. Daban vueltas como pollos sin cabeza con los brazos hacia el cielo. Gritaron:

– ¡Cerdo! ¡Cerdo!

Cuatro eunucos trajeron un cerdo atado. El animal gemía. Las bailarinas saltaban por encima de él sin cesar. Se llevaron el cerdo. Trajeron una bandeja dorada con un pez moviéndose en ella. El monje me contó que habían cogido el pez en el estanque vecino. El monje joven regresó y ató el pez hábilmente con una cinta roja.

– ¡De pie!

El monje anciano me levantó y me cogió de la mano derecha. Antes de que me percatara de lo que sucedía, me pusieron un cuchillo en la mano y me obligaron a abrir el pez.

An-te-hai y el monje joven me sujetaban con sus rodillas y brazos para que no me cayese.

Trajeron la cabeza blanqueada del cerdo en una gran bandeja. El monje anciano me dijo que era el cerdo lastimero que acababa de ver hacía un momento.

– Solo un cerdo recién muerto y hervido garantiza la magia.

Cerré los ojos y respiré hondo. Alguien me cogió la mano derecha e intentó aflojar mis agarrotados dedos. Abrí los ojos y vi a las bailarinas, que me ofrecían un cuenco dorado.

– ¡Sujetadlo! -ordenó el monje anciano.

Me sentía demasiado débil para protestar.

Trajeron un gallo y lo colocaron ante mí. Una vez más me dieron un cuchillo. El cuchillo se me seguía cayendo de los dedos. El monje cogió el cuenco en sus manos y me dijo que sujetara el gallo.

– ¡Cortadle la cabeza y derramad su sangre en el cuenco!

– No puedo. -Sentí que estaba a punto de desmayarme.

Lo último que recuerdo es que derramaba vino sobre los adoquines donde estaban el pez, el cerdo y el gallo bañados en su sangre.

De regreso al palanquín, vomité. An-te-hai me dijo que cada día se pasaba un cerdo por la puerta del Trueno y la Tormenta y se sacrificaba a mediodía. Se suponía que los cerdos decapitados se desechaban después de la ceremonia, pero no era así. Los eunucos del templo los escondían, los troceaban y los vendían a buen precio.

– Durante más de doscientos años, el caldo del gran caldero donde se cuecen los cerdos no se ha cambiado -me explicó An-te-hai-. Nunca se deja apagar el fuego del fogón. Los eunucos venden la carne del cerdo: «No es una carne corriente. ¡Ha sido sumergida en la sopa celestial! ¡Te dará suerte y fortuna a ti y a tu familia!».

Nada cambió después de mi visita al templo. Al final del otoño, la esperanza de atraer la atención del emperador Hsien Feng se desvaneció. Toda la noche escuchaba cantar a los grillos. Los grillos del jardín imperial no suenan igual que los de Wuhu. Los grillos de Wuhu cantaban cortas melodías, de tres compases cada intervalo. Los grillos imperiales cantaban sin descanso.

An-te-hai me contó que las concubinas mayores, que vivían en el palacio de la Tranquilidad Benevolente, criaban grillos. Cuando el tiempo era cálido, los grillos empezaban a cantar justo después de anochecer. Miles de grillos vivían en yoo-hoo-loos, vasijas en forma de botella que las concubinas hacían con calabazas secas.

Aquel año la estación de las lluvias empezó pronto y las flores se troncharon. Pétalos blancos alfombraban el suelo y su fragancia era tan intensa que llenaba mi habitación. Las raíces de mis peonías estaban empapadas por las lluvias, que duraban todo el día, y empezaban a pudrirse. Los arbustos estaban enfermos y tenían manchas parduscas. Había charcos por todas partes. Dejé de salir al exterior después de que Ante-hai pisara un escorpión de agua y se le hinchara el tobillo como una cebolla.

Cada día emprendía la misma rutina. Me maquillaba y me vestía por la mañana y me quitaba todo aquello por la noche. Esperaba a su majestad sin hacer nada más. El sonido de los grillos se hacía cada vez más triste a mis oídos. Intenté no pensar en mi familia.

An-te-hai fue al palacio de la Tranquilidad Benevolente y regresó con una cesta llena de yoo-hoo-loos hermosamente tallados. Quería enseñarme a criarlos y a tallar las calabazas. Me prometió que eso me ayudaría a sobrellevar mi soledad, como tantas otras concubinas. La calabaza, según me explicó, era un símbolo auspicioso; implicaba un deseo de «descendencia numerosa».

– Aquí están las semillas del año pasado. -An-te-hai me ofreció un puñado; parecían semillas de sésamo negro-. Se plantan en la primavera. Cuando florecen, las calabazas empiezan a tomar forma. Se diseña una jaula que obligue a la calabaza a crecer en la forma deseada: redonda, rectangular, cuadrada o asimétrica. Cuando está madura, la cáscara se endurece. Se saca la calabaza de la trama, se vacían las semillas y se labra una obra de arte.

Estudié las calabazas que An-te-hai había traído. Los dibujos y colores eran intrincados y vivos. Un motivo de primavera se repetía continuamente. Me impresionó una pieza en la que figuraban unos bebés jugando en un árbol.

Después de cenar An-te-hai me llevó a visitar el palacio de la Tranquilidad Benevolente. Llevábamos cada uno calabazas secas. En lugar de pedir el palanquín, fui caminando. Atravesamos tres patios. Al acercarnos al palacio, se hizo más intenso el olor a incienso. Cruzamos nubes de humo. Oí sonidos plañideros e imaginé que eran monjes entonando sus salmodias.

An-te-hai sugirió que nos detuviéramos primero en el pabellón del Arroyo para devolver las calabazas secas. Al pasar por la puerta y entrar en el jardín, me sorprendieron los grandiosos templos que cubrían las colinas. Por todas partes había estatuas de Buda. Las pequeñas eran del tamaño de un huevo y podía sentarme a los pies de las grandes. Los nombres de los templos estaban esculpidos en tableros dorados: palacio de la Excelente Salud, palacio de la Paz Eterna, salón de la Misericordia, mansión de la Nube Afortunada, mansión de la Calma Eterna. Algunos estaban construidos a partir de pabellones ya existentes; otros, a partir de habitaciones y jardines. Todo el espacio estaba lleno de pagodas y altares.

– Las concubinas más ancianas han convertido sus viviendas en templos -susurró An-te-hai-. Se pasan la vida sin hacer nada más que cantar. Cada una tiene un pequeño lecho detrás de la estatua de un Buda.

Quería saber cómo eran las concubinas, así que seguí el sonido de su cantinela. Descendí por un sendero que conducía al salón de la Abundante Juventud. An-te-hai me dijo que era el mayor de aquellos templos. Al entrar vi que el suelo estaba cubierto de figuras orantes envueltas en un humo denso. Los fieles se levantaban y se arrodillaban como la ola de un océano. Su canto era átono y en las manos movían rosarios de cuentas enceradas.

Me di cuenta de que An-te-hai no estaba conmigo; había olvidado que a los eunucos no se les permitía la entrada en ciertas zonas religiosas.

El sonido del canto se hacía más fuerte. El inmenso Buda, en mitad de la sala, sonreía con una sonrisa ambigua. Por un momento perdí el sentido de la realidad y me convertí en una de las concubinas del suelo. Me vi a mí misma tallando calabazas secas, con la piel arrugada y luego con las arrugas creciendo hasta hacerse pliegues, el cabello volviéndoseme blanco y cayéndoseme los dientes.

– ¡No! -grité.

Los yoo-hoo-loos se me cayeron de las manos. Dejaron de cantar y cientos de cabezas se volvieron hacia mí. Yo era incapaz de moverme. Las concubinas me observaban con las bocas desdentadas abiertas y el cabello tan fino que parecían calvas. Nunca había visto unas damas con semblantes tan graves. Tenían las espaldas curvadas y los miembros me recordaban los troncos retorcidos de los árboles de las cimas de las montañas. En aquellos rostros no quedaban vestigios de su pasada belleza. No imaginaba a ninguna de ellas siendo objeto del deseo del emperador. Las mujeres levantaron sus brazos delgados como palillos hacia el cielo, sus manos como garras se movían como si arañaran algo. Sentí una piedad sobrecogedora por ellas.

– Soy Orquídea -me oí decir a mí misma-. ¿Cómo están?

Se levantaron, entornando los ojos con expresión depredadora.

– ¡Tenemos una intrusa! -exclamó una anciana con voz temblorosa-. ¿Qué hacemos con ella?

– ¡Matémosla! -fue la respuesta chillona de la multitud.

Me arrojé al suelo y lo toqué con la frente varias veces. Expliqué que me había entrometido por error, les pedí disculpas y prometí que nunca me volverían a ver. Pero las mujeres estaban decididas a alcanzarme y a despedazarme. Una mujer me tiraba del pelo, otra me pegaba en la barbilla. Les supliqué que me perdonaran mientras intentaba llegar hasta la puerta. Las mujeres se reían como histéricas sin dejar de darme patadas, empujones y zarandearme de un lado a otro.

Me acorralaron contra la pared. Varias manos fuertes me agarraron por la garganta, notaba dedos de largas uñas apretándome y cortándome la respiración. Los viejos rostros se agolpaban ante mí como nubes negras surcando el cielo.

– ¡Ramera! -me maldijeron-. Ahora reza a Buda antes de morir.

De repente algo distrajo a la muchedumbre; An-te-hai se había subido a lo alto de la verja y les arrojaba calabazas secas llenas de piedras.

– ¡Fantasmas desdentados! -gritó-. ¡Volved, volved a vuestros ataúdes!