38610.fb2 La Ciudad Prohibida - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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Capítulo 14

Al cabo de un mes de que yo desapareciera de su vista, el emperador Hsien Feng tomó cuatro nuevas concubinas chinas de origen Han. Como las reglas imperiales no permitían mujeres que no fueran manchúes en el palacio, Nuharoo lo arregló todo para introducirlas.

Es duro para mí hablar de aquel dolor. Era como si me ahogara lentamente; me habían cortado el aire en los pulmones y la muerte aún no llegaba.

– Sus pies adolescentes en forma de loto han cautivado a su majestad -me informó An-te-hai-. Las damas han sido un regalo del gobernador de Soochow.

Supuse que a Nuharoo no le había costado sugerir a los gobernadores que era el momento de complacer a su amo. An-te-hai descubrió que Nuharoo había alojado a las nuevas concubinas en la ciudad en miniatura de Soochow, dentro del más grande jardín imperial del palacio de Verano, situado a varios kilómetros de Yuan Ming Yuan. El palacio de Verano, con su pequeña Soochow, había sido levantado alrededor de un lago y estaba formado por más de trescientas construcciones en casi trescientas hectáreas.

¿Habría actuado de otro modo de haber estado en su pellejo? ¿De qué me quejaba? ¿Acaso no había acudido yo con todo el descaro a una casa de putas para aprender técnicas para complacer a un hombre?

El emperador Hsien Feng no me había visitado desde mi partida. Mi añoranza de él me hacía pensar en cuerdas blancas de seda. Las pataditas del interior de mi vientre me animaban y fortalecían mi voluntad de sobrevivir. Reflexionaba sobre mi vida y luchaba para mantener la compostura. Para empezar, Hsien Feng nunca había sido mío; así eran las cosas. La ironía era que se suponía que el emperador, después de la muerte de su madre, tenía que permanecer sobrio y abstenerse de hacer el amor durante tres meses pero él solo respetaba las tradiciones que le convenían. No podía imaginar a mi hijo educado del mismo modo que su padre. Necesitaba convencer a Nuharoo de que yo no sería una amenaza para ella con el fin de estar siempre cerca de mi hijo.

Los rumores de la obsesión de su majestad por las damas chinas se esparcieron por todos los rincones de la Ciudad Prohibida. Yo empezaba a tener sueños horribles. Soñaba que estaba durmiendo y alguien intentaba tirarme de la cama. Yo me resistía en vano y era arrastrada fuera de la habitación; mientras tanto, veía claramente que mi cuerpo estaba aún en la cama, inmóvil.

En mis sueños también veía bayas rojas que caían prematuramente de los árboles, e incluso las oía caer: pop, pop, pop. Según la superstición, aquello profetizaba un aborto, así que en medio de un ataque de pánico, envié a An-te-hai afuera para comprobar si era cierto que los arbustos de bayas de la parte trasera de mi palacio habían empezado a soltar sus frutos. An-te-hai regresó y me informó de que no había encontrado ninguna baya en el suelo.

Día tras día oía los sonidos de las bayas que caían en mis sueños. Sospechaba que las bayas podían haber quedado atrapadas entre las tejas del tejado. Para reconfortarme, Ante-hai, junto con otros eunucos, subió por una escalera hasta el tejado y miró entre las tejas, pero no encontró ninguna baya.

Seguía sin noticias de su majestad hasta que llegó Nuharoo con una amplia sonrisa. Me sorprendió ver al emperador Hsien Feng detrás de ella.

Mi amante parecía un poco incómodo, pero pronto recuperó la compostura. No podría decir si me había echado de menos, supongo que no. Lo habían educado para no comprender el sufrimiento ajeno. Me preguntaba si había estado disfrutando de su mujer. ¿Habían estado dando paseos «hombro con hombro, bañados por la luz del sol poniente»? ¿Había deseado su majestad «besar las flores de sus manos»?

No me importaba de dónde salían aquellas mujeres; las odiaba. Cuando imaginaba que acariciaban a mi amante, se me llenaban los ojos de lágrimas.

– Estoy bien, gracias -le dije al emperador Hsien Feng intentando sonreír.

Nunca le permitiría que supiera de mi terrible dolor.

No quería decirle que me había negado a irme a casa cuando se me concedieron diez días de fiesta como recompensa por mi embarazo. Aunque añoraba mucho a mis seres queridos, no habría podido ocultar mis sentimientos al verlos. La frágil salud de mi madre no habría soportado mi frustración y habría sido malo para Rong, que seguía confiando en mí para que le encontrara un pretendiente. Rong se habría sentido defraudada si le hubiera dicho que ya no era la favorita y que mi capacidad para ayudarla ahora era limitada.

Su majestad permaneció en silencio durante un rato, y cuando abrió la boca, lo hizo para hablar de los mosquitos y de cómo lo torturaban. Maldijo a los eunucos y se quejó de que el médico Sun Pao-tien no había conseguido quitarle un grano que le había salido debajo de la barbilla. No preguntó por mí y actuó como si mi gran barriga no estuviera allí.

– He estado jugando con mi astrólogo al juego de los Palacios Perdidos -dijo su majestad para romper el silencio que se abría entre nosotros-. Tiene muchas trampas que te conducen a una apreciación equivocada. El consejo del maestro es quedarme donde estoy y no molestarme en descubrir mi camino hasta que el tiempo esté maduro y aparezca la clave para resolver el problema.

¿Me creería Hsien Feng si le explicase lo que Nuharoo había hecho? Llegué a la conclusión de que no. Era de conocimiento público que Nuharoo paseaba por el jardín como si estuviera borracha y en realidad era porque temía pisar alguna hormiga. Cuando las pisaba accidentalmente, les pedía disculpas; los eunucos eran testigos. Nuestra difunta suegra la llamaba «la más tierna criatura».

Nos sentamos a tomar el té mientras discurría la conversación entre su majestad y Nuharoo. Con el fin de cuidarme, Nuharoo propuso enviarme a cuatro de sus propias doncellas.

– Esto expresa mi agradecimiento a la dama Yehonala, mi mei-mei, por su contribución a la dinastía. -Ella me llamaba ahora oficialmente mei-mei, «hermana pequeña»-. Mi Pequeña Nube es la mejor de las cuatro -dijo Nuharoo-. Me costará dejarla ir, pero tú eres mi prioridad. La esperanza de renovación y prosperidad de la dinastía reside en tu vientre.

El emperador Hsien Feng estaba complacido; alabó a Nuharoo por su amabilidad y luego se levantó para marcharse. Evitó mirarme mientras me decía adiós.

– ¡Buena salud! -murmuró con sequedad.

Yo era incapaz de disimular mi tristeza; mi corazón seguía buscando una muestra de reconocimiento del cariño que compartíamos, pero ya no estaba allí. Era como si nunca nos hubiéramos conocido. Deseé no tener mi vientre delante de los ojos, que no estuviera hinchado de aquella manera, que no exigiera atención y caricias. Deseé poder borrar los recuerdos.

Miré cómo se alejaban el emperador Hsien Feng y Nuharoo. Sentí deseos de arrojarme a los pies de mi amante, besárselos y suplicarle amor. An-te-hai acudió a mi lado y me sujetó fuertemente.

– Las bayas están madurando, mi señora -susurró-. Pronto estarán listas.

Las ramas de los cipreses se extendían hacia arriba como abanicos gigantes y su sombra bloqueaba la luz de la luna. Aquella noche hubo una tormenta. Oía las ramas barrer y arañar el suelo. A la mañana siguiente, An-te-hai me dijo que había bayas por todas partes.

– Parecen manchas de sangre -dijo el eunuco-. Han cubierto el suelo de vuestro jardín y algunas se han quedado atrapadas entre las tejas del tejado.

Recibí a Pequeña Nube, una doncella de ojos pequeños y mejillas regordetas de unos quince años. Como se esperaba que yo siguiera los deseos de la primera esposa, le di a Pequeña Nube un buen sobresueldo, a lo que ella respondió con un dulce «gracias». Le ordené a An-te-hai que no la perdiera de vista y, a los pocos días, la sorprendieron espiando.

– ¡La he pillado! -gritaba An-te-hai arrastrando a Pequeña Nube hasta mi presencia-. ¡Esta miserable esclava estaba leyendo las cartas que os escribió su majestad!

Pequeña Nube negó la acusación. Cuando la amenacé con azotarla si no confesaba, reveló su naturaleza. Sus pequeños ojillos se hundieron en su rostro rollizo y comenzó a insultar a An-te-hai:

– ¡Animal sin cola! -Y luego continuó conmigo-. ¡Mi señora entró por la puerta de la Pureza Celestial cuando llegó y vos lo hicisteis por una puerta lateral!

Le pedí a An-te-hai que se llevara a la doncella y la dejara tres días sin comer. Como si disfrutara de mi rabia, Pequeña Nube continuó:

– ¡Será mejor que penséis en quién es el propietario del perro al que dais una patada! ¿Y qué pasa si os he estado espiando? ¡Vos habéis estado leyendo documentos de la corte en lugar de hacer bordados! ¿Sois culpable? ¿Tenéis miedo? Dejadme que os diga que es demasiado tarde para sobornarme, dama Yehonala. Informaré de todo lo que he visto a mi ama. Me recompensará por mi lealtad y vos acabaréis sin miembros metida en una tinaja.

– ¡Dadle unos latigazos! -grité-. ¡Castigad a esta muchacha hasta que se calle!

Nunca supuse que An-te-hai se tomaría literalmente mis palabras, pero, por desgracia, eso fue lo que pasó. An-te-hai y los demás eunucos llevaron a Pequeña Nube hasta la sala de castigo, situada en el extremo del palacio, y la azotaron con la intención de que se callara, pero la muchacha era demasiado obstinada. Al cabo de una hora An-te-hai vino a informarme de que Pequeña Nube había muerto.

– Tú… -Estaba conmocionada-. ¡An-te-hai, no te di la orden de que la azotaras hasta matarla!

– Pero, mi señora, ella no se callaba.

Como jefe de la casa imperial, Nuharoo me mandó llamar para que acudiera ante su presencia. Yo esperaba tener la suficiente fortaleza para soportar lo que se avecinaba, pues me preocupaba el niño que llevaba dentro.

Antes de que hubiera acabado de cambiarme, irrumpió en mi palacio un grupo de eunucos procedentes de la sala de castigo. No dijeron quién les enviaba; arrestaron a mis eunucos y doncellas y buscaron entre mis cajones y armarios.

– Será mejor que me enviéis cuanto antes a informar al emperador -me sugirió An-te-hai mientras me ayudaba a ponerme la túnica de la corte-. Van a atormentaros hasta que la semilla del dragón se desprenda.

Empecé a notar contracciones; asustada, le dije a An-tehai, mientras me sujetaba el vientre, que no perdiera tiempo. Cogió un orinal y salió hacia el excusado de atrás, simulando tener necesidades.

Oí una voz de fuera que me decía que me diera prisa en acabar de vestirme.

– ¡Su majestad la emperatriz aguarda!

No sabía si eran mis eunucos u otras personas quienes habían acudido a destrozar mi palacio. Tardé todo lo que pude para ganar un tiempo que An-te-hai iba a necesitar y entraron mis dos damas de honor; una comprobó mis lazos y botones y la otra, mi cabello. De pie ante el espejo, me eché el último vistazo; no podría decir si era la emoción o el maquillaje lo que me hacía parecer enferma. Llevaba una túnica bordada con orquídeas negras y doradas. Pensaba que si algo iba a sucederme, quería dejar este mundo llevando aquel vestido.

Avancé hasta la puerta y mis damas levantaron la cortina. Mientras caminaba hacia la luz, vi al eunuco jefe Shim de pie en el patio. Vestía formalmente, con una túnica púrpura y un sombrero a juego, y no respondió a mi saludo.

– ¿Qué sucede, jefe Shim? -le pregunté.

– La ley me impide hablar con vos, dama Yehonala. -Intentó parecer humilde, pero había un júbilo soterrado en su voz-. Por favor, permitid que os ayude a subir al palanquín.

Sentí una tirantez alrededor del cuello.

Nuharoo estaba mayestática mirándome desde lo alto del trono. Me arrodillé y me postré con la frente en el suelo. Habían pasado solo unas semanas desde que nos habíamos visto por última vez y parecía que estaba aún más bella. Vestía una túnica dorada con fénix bordados, lucía una gruesa capa de maquillaje y un punto rojo en su labio inferior. Sus grandes ojos de doble párpado parecían más brillantes de lo habitual. No podía decir si era debido a sus lágrimas o al efecto de la pintura oscura de sus ojos.

– No me gusta que me obligues a hacer esto -dijo, y sin darme permiso para levantarme, prosiguió-: Todo el mundo sabe que yo no estoy hecha para soportar un momento así; sin embargo, es la ironía de la vida. Como responsable de la casa, no me queda otra opción; mi deber me obliga a impartir justicia. La regla está clara para todos en la Ciudad Prohibida: nadie tiene derecho a maltratar a una doncella, y no digamos a quitarle la vida.

De repente bajó la barbilla, se mordió el labio y rompió a llorar; al poco estaba sollozando.

– Majestad -anunció el eunuco jefe Shim-, los látigos están empapados y los esclavos están dispuestos a cumplir con su obligación.

Nuharoo asintió.

– Dama Yehonala, de pie, por favor.

Cogiendo un grueso y largo látigo a su asistente, Shim hizo una profunda reverencia a la emperatriz y salió de la habitación. Por los cuatro costados entraron guardias y me aferraron con sus manos. Yo me resistí.

– ¡Llevo el hijo del emperador Hsien Feng!

El eunuco jefe Shim regresó y me retorció el brazo a mi espalda. Me fallaron las rodillas y caí. Mi vientre se balanceó en el suelo.

Me arrastré de rodillas hasta Nuharoo y supliqué:

– Siento mucho lo que le ha sucedido a Pequeña Nube, majestad, pero fue un accidente. Si tenéis que castigarme, por favor, hacedlo después de que dé a luz. Aceptaré cualquier tipo de encarcelamiento.

Nuharoo esbozó una sonrisa que me hizo estremecer. La sonrisa me dijo que era su deseo que perdiera el niño y que restauraría la armonía entre nosotras solo a ese precio. Estaba segura de que sabía bien que yo no me rendiría, que tendría que obligarme y que la respaldaban el resto de las concubinas. Ella quería que supiera que su voluntad era fuerte y no podía ser contrariada. Nos miramos y entre nosotras se produjo un entendimiento manifiesto.

– Yo juego limpio, dama Yehonala, eso es todo -declaró Nuharoo casi con amabilidad-. Puedo asegurarte que no es nada personal.

– ¡Al potro! -gritó el eunuco jefe Shim.

Los guardias me levantaron como a una gallina.

– Majestad emperatriz Nuharoo -grité, luchando por liberarme-, como esclava reconozco mi crimen; aunque sea indigna, os suplico que tengáis piedad de mí. He empezado a explicar a este niño de mi vientre que vos sois su verdadera madre, vos sois su destino. La razón de que este niño nazca a través de mí es para llegar hasta vos. Tened piedad de este niño, emperatriz Nuharoo, del que será vuestro hijo.

Pegué la frente al suelo. La idea de perder a mi hijo me resultaba peor que mi propia vida.

– Nuharoo, por favor, dadle la oportunidad de amaros, hermana mayor. Yo volveré en mi próxima vida para ser aquello que vos deseéis. Seré la piel de vuestro tambor, el papel con el que os limpiáis el trasero, un gusano para vuestro anzuelo…

El eunuco jefe Shim le susurró algo al oído y Nuharoo cambió de expresión. Shim debió de decirle que si enojaba a los ancestros imperiales, sería despojada de sus títulos y golpeada por el rayo. Al igual que An-te-hai conmigo, Shim estaba allí para proteger no solo el futuro de Nuharoo sino también el suyo.

– ¿Continuamos? -preguntó Shim.

Nuharoo asintió.

– Zah! -El eunuco dio un paso atrás mientras concluía su reverencia. Me cogió por el cuello y ordenó a su gente-: ¡A la manera de Woo Hua, la Flor! ¡Cuerda!

Me arrastraban afuera y de repente noté un líquido cálido resbalando por entre mis piernas; me sujeté el vientre y chillé. Fue entonces cuando oí un gran grito de protesta.

– ¡Quietos y en silencio!

El emperador Hsien Feng entró como una exhalación entre el eunuco jefe Shim y yo. Aún vestía su túnica de seda amarilla clara. Resopló enfadado, con los ojos llenos de rabia. An-te-hai estaba detrás de él sin aliento. El eunuco jefe Shim fue a saludar a su majestad, pero no recibió respuesta. Nuharoo se levantó de la silla.

– Majestad, gracias por venir a liberarme. -Se arrojó a los pies del emperador-. No puedo soportarlo más, no consigo ordenar el castigo de la dama Yehonala sabiendo que lleva un hijo vuestro.

El emperador Hsien Feng se quedó helado durante un momento, luego se inclinó y con ambas manos se dispuso a ayudar a Nuharoo a levantarse.

– Mi emperatriz -dijo suavemente-. Levántate, por favor.

Nuharoo no se levantaba.

– Soy una emperatriz indigna y merezco un castigo -dijo con las lágrimas bajándole por las mejillas-. Perdonadme por no poder cumplir con mi deber.

– Eres la persona más misericordiosa que he conocido -respondió el emperador-. Orquídea es muy afortunada de tenerte como hermana.

Me tumbé en el suelo y An-te-hai me ayudó a sentarme sobre mis talones. El líquido caliente de entre mis piernas parecía haberse detenido. Cuando Hsien Feng me miró para ver si estaba realmente herida, vi que llegaba a la conclusión de que An-te-hai había exagerado.

Su majestad le dijo a Nuharoo que no había hecho nada malo, luego sacó su pañuelo y se lo dio.

– No era mi intención cargarte de responsabilidades; sin embargo, debes comprender que la casa imperial necesita una autoridad y esa eres tú. Por favor, Nuharoo, tienes mi más profunda confianza y gratitud.

Nuharoo se levantó e hizo una reverencia al emperador, le devolvió el pañuelo y cogió una toalla del eunuco jefe Shim. Se mojó las mejillas con la toalla y dijo:

– Me preocupa que el niño haya sufrido debido a esto. No sería capaz de enfrentarme a nuestros antepasados si le ocurriera algo malo.

Volvió a romper a llorar y entonces, el emperador Hsien Feng se ofreció a acompañarla al parque imperial por la tarde para ayudarla a recobrarse.

Era duro observar el modo en que su majestad demostraba afecto por Nuharoo y aún más duro pasar la noche sola sabiendo que Hsien Feng estaba con ella. Lo que podía haber pasado y lo que pasaría en el futuro, me asustaban más que cualquier pesadilla.

Vivía en un mundo caótico en el que la tortura era una práctica rutinaria. Empecé a comprender por qué tantas concubinas se obsesionaban con la religión; era eso o la locura total.

Había sobrevivido al peor invierno de mi vida. Estábamos a mediados de febrero de 1856 y mi vientre se había puesto del tamaño de una sandía. Contra el consejo de An-te-hai, salí a caminar por la tierra helada. Quería visitar mi jardín y anhelaba respirar aire fresco. La belleza de los pabellones y las pagodas cubiertos por la nieve me produjo un alegre sentimiento de esperanza. En pocos meses nacería el bebé.

Intenté cavar en el suelo, pero la tierra estaba aún dura. An-te-hai había traído un saco de bulbos de flores del año anterior y me había dicho:

– Plantad un deseo para el niño, mi señora.

Parecía que mi eunuco había estado durmiendo a pierna suelta, pues tenía las mejillas arreboladas como una manzana.

– Sí -le contesté.

Tardamos todo el día en plantar los bulbos. Pensaba en los granjeros del campo e imaginaba a las familias trabajando para quebrar la tierra helada.

– Si vas a ser niño -dije, colocando la mano en mi vientre- y alguna vez llegas a ser emperador de China, deseo que seas bueno y digno.

– A-ko!

En cuanto oí el grito de An-te-hai, mi mente se dirigió a un jardín en primavera donde todas las flores nacían a la vez. Aunque exhausta, estaba extasiada. Antes de que llegara Hsien Feng, entraron en mi palacio Nuharoo y las demás esposas de su majestad.

– ¿Dónde está nuestro recién nacido hijo?

Todos felicitaron a Nuharoo. Cuando me cogió el niño de los brazos y lo mostró orgullosamente a las demás, mi temor regresó. Seguí pensando: ¿ahora que han perdido la oportunidad de matar a mi hijo en mi vientre, lo matarán en su cuna? ¿Envenenarán su mente malcriándolo? De una cosa estaba segura: nunca abandonarían la idea de vengarse de mí.

El emperador Hsien Feng me concedió un nuevo título, el de Madre Auspiciosa. Se enviaron regalos y cajas de taels para honrar a mi familia, pero aun así no permitían a mi madre ni a mi hermana visitarme. Mi marido tampoco venía; se creía que mi «suciedad» podía hacer enfermar a su majestad.

Me servían diez comidas al día, pero no tenía apetito y la mayor parte de la comida se echaba a perder. Me quedaba sola y me sumía en un sueño intermitente. En mis sueños capturaba a la gente que venía disfrazada para hacer daño a mi hijo.

Pocos días más tarde, el emperador vino a visitarme. No tenía buen aspecto; la túnica que vestía le hacía parecer más delgado y frágil que antes. Estaba preocupado por la estatura de su hijo: ¿por qué era tan pequeño y por qué dormía todo el rato?

– ¿Quién sabe? -me burlaba.

¿Cómo podía el hijo del cielo ser tan inocente?

– Ayer fui al parque. -Su majestad dejó al niño en los brazos de una doncella y se sentó junto a mí. Sus ojos viajaban desde mis ojos hasta mi boca-. Vi un árbol muerto -susurró-. En su coronilla crecía cabello humano, era muy largo y caía como una cascada negra.

Me quedé mirándolo.

– ¿Es un signo bueno o malo, Orquídea?

Antes de que me diera tiempo a responder, él continuó:

– Por eso he venido a verte, Orquídea; si encuentras un árbol muerto en las tierras de tu palacio, hazlo arrancar inmediatamente. ¿Me lo prometes?

Su majestad y yo pasamos un rato en el patio buscando árboles muertos. No había ninguno y acabamos contemplando la puesta de sol juntos. Me sentía tan feliz que me puse a llorar.

Su majestad me comentó que el jardinero le había dicho que el cabello que había visto en el parque era una rara especie de liquen que crece en los árboles muertos.

No quería hablar de árboles muertos, de modo que le pregunté sobre su vida y sus audiencias. Tenía poco que contar, así que caminamos en silencio durante un rato. Acunó al niño hasta que se durmió. Fue el momento más dulce de mi vida. El emperador Hsien Feng no se quedó a pasar la noche y no me atreví a suplicárselo.

Me dije que debería alegrarme de que el parto hubiera ido bien; podía haber muerto bajo el látigo del eunuco jefe Shim o de cien maneras diferentes. Las concubinas imperiales habían perdido y yo había recuperado la atención de su majestad gracias al recién nacido.

Al día siguiente Hsien Feng volvió otra vez y remoloneó después de coger al bebé en brazos. Yo tenía una regla que consistía en no hacerle ninguna pregunta. Empezó a visitarme con regularidad, siempre por la tarde, y poco a poco volvimos a hablar. Conversábamos sobre nuestro hijo y él me describía lo ocurrido en la corte. Se quejaba de cómo se alargaba todo y de la impotencia de sus ministros.

La mayor parte del tiempo yo escuchaba, pero una parte de mí quería más. Cuando su majestad se iba por la noche, no podía evitar imaginármelo con sus mujeres chinas; seguramente sabían trucos mejores que mi danza del abanico. Me deprimía intentando comprender por qué ya no se sentía atraído por mí. ¿Era por el cambio en la forma de mi cuerpo? ¿A causa de mis pechos agrandados por la leche? ¿Por qué evitaba acercarse a mi cama?

An-te-hai intentó convencerme de que la falta de interés de su majestad no tenía nada que ver conmigo.

– No tiene la costumbre de regresar con la mujer con la que se ha acostado. No importa cuánto haya alabado su belleza o lo mucho que le haya complacido en la cama.

La buena noticia para mí era que no había oído hablar de ningún otro embarazo.

Por las cartas del príncipe Kung supe que el emperador Hsien Feng había evitado conceder audiencias desde que había firmado un nuevo tratado con los extranjeros que reconocía la derrota de China. Avergonzado y humillado, su majestad se pasaba los días solo en los jardines imperiales. Por la noche, los placeres de la carne eran su modo de evasión.

Enfermo como estaba, exigía diversión las veinticuatro horas. An-te-hai averiguó estos detalles de boca de un amigo, el ayuda de cámara de su majestad, un eunuco de catorce años llamado Chow Tee, que era del mismo pueblo que mi servidor.

– Su majestad está borracho la mayor parte del tiempo y es incapaz de satisfacer su virilidad -me dijo An-te-hai-. Disfruta mirando a sus mujeres y les ordena que se acaricien entre ellas mientras bailan. Las fiestas duran toda la noche mientras su majestad duerme.

Recordé nuestra última visita. Hsien Feng no podía dejar de hablar de su caída.

– No me cabe duda de que mis ancestros me harán trizas en cuanto me reúna con ellos. -Se reía nerviosamente hasta que le daba tos. Su pecho parecía un instrumento de viento-. El médico Sun Pao-tien me ha prescrito opio para mi dolor. En realidad no me importa morir, porque espero ansioso liberarme de mis problemas.

Ya no era un secreto para la nación que la salud del emperador había empezado a declinar una vez más. Su cara pálida y sus ojos vacíos preocupaban a todo el mundo. Cuando nos mudamos de nuevo a la Ciudad Prohibida, se ordenó a los ministros de la corte que le informaran de los asuntos de Estado en su dormitorio.

Al ver a Hsien Feng abandonar toda esperanza, se me rompió el corazón. Antes de irse de mi palacio, dijo:

– Lo siento. -Levantó la cara de la cuna de su hijo y me sonrió con tristeza-. Ya no es asunto mío.

Miré al padre de mi hijo poniéndose su túnica del dragón; apenas tenía fuerza para levantarse las mangas. Respiró hondo tres veces antes de ponerse los zapatos.

¡Debía pedirle antes de que fuera demasiado tarde que me concediera el derecho a criar a nuestro hijo! La idea se me ocurrió mientras sostenía al niño en mis brazos y lo veía subirse a su palanquín. Habría mencionado mi deseo antes, pero no hubiera obtenido respuesta. Según An-te-hai, el emperador Hsien Feng nunca haría daño a Nuharoo arrebatándole el derecho a ser la primera madre.

Mi hijo, que nació el 1 de mayo de 1856, se llamó oficialmente Tung Chih, que significa «retorno al orden». Tung también significa «unión» y Chih «gobernar», es decir, «gobernar juntos». De haber sido supersticiosa, habría creído que el nombre era ya una predicción.

La celebración empezó al día siguiente de su nacimiento y duró todo un mes. De la noche a la mañana, la Ciudad Prohibida se convirtió en una fiesta; de todos los árboles colgaban faroles rojos y todo el mundo vestía de rojo y verde. Invitaron a cinco compañías de ópera a actuar en palacio; tambores y música colmaban el aire y los espectáculos seguían día y noche. Multitud de hombres y mujeres de todas las edades andaban ebrios; la pregunta más frecuente era: «¿Dónde está el orinal?».

Por desgracia tanta alegría no frenó las malas noticias. No importa cuántos símbolos de buena suerte y victoria lleváramos; estábamos perdiendo ante los bárbaros en las mesas de negociación. El ministro Chi Ying y el gran secretario Kuei Lian, el suegro del príncipe Kung, fueron enviados como representantes de China. Regresaron con otro tratado humillante: trece naciones, incluidas Inglaterra, Francia, Japón y Rusia, se habían aliado contra China e insistían en que abriéramos más puertos al opio y al comercio.

Envié un mensajero al príncipe Kung para invitarle a conocer a su sobrino recién nacido, pero secretamente esperaba que fuera capaz de convencer a Hsien Feng de que asistiera a sus audiencias.

El príncipe Kung vino inmediatamente y parecía nervioso. Le ofrecí cerezas frescas y té Lung Ching de Hangchow, que se bebió de un trago como si fuera agua. Sentí que había elegido un mal momento para la visita, pero en cuanto el príncipe Kung vio a Tung Chih, lo cogió en sus brazos. El niño sonrió, cautivando por completo a su tío. Sabía que Kung quería quedarse más rato, pero llegó un mensajero con un documento que requería su firma y tuvo que dejar a Tung Chih.

Me bebí el té mientras acunaba al niño. Cuando el mensajero se fue, el príncipe Kung parecía cansado, de modo que le pregunté si era el nuevo tratado lo que le apesadumbraba. Kung asintió y sonrió.

– No me enorgullezco; de eso podéis estar segura.

Le pregunté si podía contarme algo más del tratado.

– ¿Es realmente tan terrible como he oído?

– No queráis saberlo -fue su respuesta.

– Ya me he formado alguna idea sobre él -me aventuré a decir-. He ayudado a su majestad con sus documentos de la corte.

El príncipe Kung levantó los ojos y me miró.

– Lamento sorprenderos -me disculpé.

– En realidad no -me respondió-. Solo deseo que su majestad se tome mayor interés.

– ¿Por qué no volvéis a hablar con él?

– Tiene los oídos llenos de algodón. -Suspiró-. No consigo hacerle reaccionar.

– Tal vez yo pueda influir en su majestad si me informáis un poco. Al fin y al cabo, necesito aprender, por el bien de Tung Chih.

Mis palabras le parecieron sensatas al príncipe Kung y empezó a hablar. Me impresionó saber que el tratado permitía a los extranjeros abrir consulados en Pekín.

– Cada nación ha seleccionado su propio emplazamiento, no lejos de la Ciudad Prohibida. El tratado permite a los barcos mercantes extranjeros viajar a lo largo de la costa china, y el gobierno protegerá a los misioneros.

Tung Chih se puso a llorar en mis brazos; probablemente necesitaba que lo cambiaran. Lo mecí con cariño y se calló.

– También se espera que consintamos en alquilar inspectores extranjeros para dirigir nuestras aduanas y, lo que es peor… -El príncipe Kung hizo una pausa y luego prosiguió-. No nos han dado más opción que legalizar el opio.

– Su majestad no lo permitirá -dije imaginando al príncipe Kung yendo a buscar la firma de su hermano.

– Me gustaría que dependiera de él. La realidad es que los mercaderes extranjeros están respaldados por los poderes militares de sus países.

Miramos por la ventana. Tung Chih se puso a llorar otra vez. Su voz no era ni fuerte ni estridente; era como el maullido de un gatito. Acudió una criada a cambiarlo y después lo acuné hasta que se quedó dormido.

Pensé en la salud de Hsien Feng y en la posibilidad de que mi hijo creciera sin padre.

– Esto es a lo que se reducen cinco mil años de civilización -dijo el príncipe Kung suspirando mientras se levantaba de su silla.

– Hace tiempo que no veo a su majestad. -Deposité a Tung Chih otra vez en la cuna-. ¿Ha estado en contacto con vos?

– No quiere verme, y cuando me ve, es para llamarnos a mí y a sus ministros «puñado de idiotas». Amenaza con decapitar a Chi Ying y a mi suegro; sospecha que son traidores. Antes de que Chi Ying y Kuei Liang fueran a negociar con los bárbaros, celebraron ceremonias de despedida con sus familias. Esperaban ser decapitados, porque tenían pocas esperanzas de que su majestad se saliera con la suya. Nuestras familias bebieron y cantaron poemas antes de que partieran. Mi mujer está muy preocupada; me culpa por haber implicado a su padre y me amenaza con ahorcarme si algo le sucede.

– ¿Qué sucedería si Hsien Feng se negase a firmar el tratado?

– Su majestad no tiene alternativa. Las tropas extranjeras ya están estacionadas en Tientsin; su objetivo sería Pekín. Tenemos un puñal en el cuello. -Mirando a Tung Chih, el príncipe Kung se despidió-. Me temo que ahora tengo que volver al trabajo.

Mientras le miraba caminar por el pasillo, me sentí afortunada de que al menos Tung Chih tuviera a aquel hombre como tío.