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A las pocas semanas de su nacimiento, Tung Chih asistió a su primera ceremonia, el Shi-san, los Tres Baños. Según las escrituras de nuestros antepasados, el ritual le valdría a Tung Chih un lugar en el universo. La noche anterior al acontecimiento, los eunucos volvieron a decorar mi palacio, envolviendo vigas y aleros en telas teñidas de rojo y verde. Hacia las nueve de la mañana siguiente, todo estaba dispuesto. Faroles rojos en forma de calabaza colgaban de puertas y vestíbulos.
Estaba emocionada porque mi madre, mi hermana Rong y mi hermano Kuei Hsiang habían recibido permiso para verme. Era su primera visita desde que entré en la Ciudad Prohibida e imaginaba lo contenta que se pondría mi madre cuando le dejase coger a Tung Chih en brazos. Tenía la esperanza de que el niño le sonriera al verla. Me pregunté cómo le iría a Rong. Quería presentarle a varios jóvenes y esperaba que le gustara alguno.
Kuei Hsiang había sido honrado recientemente con el título de mi padre. Ahora tenía la posibilidad de quedarse en Pekín y vivir de sus taels anuales o seguir los pasos de nuestro padre, abrirse camino y hacer carrera en la corte imperial. Kuei Hsiang eligió lo primero, lo cual no me sorprendió, pues carecía del arrojo de nuestro padre. No obstante sería un consuelo para mi madre tener a su hijo cerca.
Cuando el sol calentó el jardín y la fragancia de las flores invadió el aire, los invitados empezaron a llegar. Entre ellos, las ancianas concubinas del abuelo de Tung Chih, Tao Kuang. Recordaba bien a aquellas arpías del palacio de la Tranquilidad Benevolente.
– En realidad deberíais considerar su presencia un honor, mi señora -me dijo An-te-hai-. Rara vez se aventuran a salir en público; se supone que los budistas cultivan la soledad.
Las damas llegaron en grupos, vestidas con algodón fino de color siena. Sus cajas de regalos no eran rojas sino amarillas, con envoltorios hechos de hojas secas. Más tarde descubrí que todas contenían lo mismo: una estatua de Buda sedente tallada en un pedazo de madera o jade.
De pie en la puerta, saludaba a los invitados vestida con mi preciosa túnica de color melocotón. Tung Chih, en brazos de una dama de honor, estaba envuelto en una tela dorada. Acababa de abrir los ojos y parecía de buen humor. Miraba a los visitantes con la mirada de un sabio. Cuando el sol estuvo sobre el tejado, llegaron los parientes reales que vivían fuera de la Ciudad Prohibida, entre ellos el príncipe Kung, el príncipe Ts’eng, el príncipe Ch’un, sus fujins e hijos.
El emperador Hsien Feng y Nuharoo aparecieron a mediodía. Anunció su llegada una doble hilera de eunucos vestidos de colores vivos que se extendía durante casi un kilómetro. La silla del dragón de Hsien Feng y la silla del fénix de Nuharoo avanzaban hacia la puerta del palacio entre el pasillo de eunucos.
La noche anterior, el emperador había estado en mi palacio tomando el té. Había traído a Tung Chih un regalo: su propio cinturón, hecho de pelo de caballo y cintas de seda blancas plegadas. Me dio las gracias por haberle dado un hijo.
Haciendo acopio de todo mi valor, le dije que me había encontrado muy sola, y, aunque tenía a Tung Chih, me sentía confusa y perdida. Le supliqué que se quedara a pasar la noche.
– Ha sido demasiado tiempo, Hsien Feng.
Se mostró comprensivo, pero no se quedó. En los últimos meses, había llenado los dormitorios disponibles del palacio de Verano con bellezas de todo el país.
– No estoy bien. Los médicos me han aconsejado que duerma solo para evitar pérdidas de mi esencia.
Empecé a comprender a Nuharoo, a las damas Yun, Li, Mei y Hui y a aquellas a quienes el hijo del cielo ya no deseaba ni recordaba.
– He firmado un edicto concediéndote un nuevo título -me anunció mi marido mientras se levantaba para marcharse-. Se anunciará mañana y espero que te agrade. A partir de ahora tendrás el mismo rango y título que Nuharoo.
La ceremonia del Shih-san empezó. Las concubinas se dispersaron cuando Nuharoo les dio permiso para sentarse. Las damas vestían túnicas festivas como si asistieran a una ópera, miraban a su alrededor y lo criticaban todo. Nuharoo me pidió:
– Por favor, siéntate, hermana pequeña.
Sus ojos se ablandaron, aunque las líneas azul oscuras de su maquillaje le imprimían dureza.
Me senté a su lado en una silla. La multitud se percató de que Nuharoo estaba a punto de hablar y se congregó. La gente estiraba el cuello mostrando así sus ganas de escucharla.
– Tened compasión de mí como mujer -habló Nuharoo a la multitud-. Soy culpable ante su majestad; es mi desgracia no haber podido darle hijos. Tung Chih me ofrece la oportunidad de expresarle mi lealtad. Ya me sentía madre de Tung Chih cuando el vientre de la dama Yehonala empezó a hincharse. -Sonreía para acompañar sus propias palabras-. Quiero a mi hijo.
No había rastro de ironía en su voz. Me habría gustado estar equivocada respecto a sus intenciones. Si todo lo que sentía por Tung Chih era amor, me alegraría de que se saliera con la suya, pero mi instinto de madre me alertaba y sentía que no debía confiar en ella.
– ¡Venid y compartid mi felicidad! -clamó Nuharoo-. ¡Venid todos a conocer a mi hijo, Tung Chih!
Las concubinas se esforzaron en demostrar entusiasmo. Con los rostros cubiertos de pintura y pesados tocados en las cabezas, se arrodillaron y nos desearon a Nuharoo y a mí «diez mil años de longevidad». No me sentía cómoda cuando las damas rodearon la cuna y besaron a Tung Chih en las mejillas; sus labios manchados de rojo me hacían pensar en lobos hambrientos desgarrando a un conejo.
Cuando la dama Yun pasó por delante de mí, olía a una hierba rara. Vestía una túnica de seda amarilla pálida bordada con crisantemos blancos y los pendientes, dos bolas del tamaño de una nuez, le colgaban hasta los hombros. Cuando la dama Yun se sentó y sonrió, se le formaron hoyuelos en las mejillas.
– ¿Duerme toda la noche el bebé? -me preguntó-. ¿Aún no?
Nuharoo y yo intercambiamos miradas.
– Agradecería algunas palabras de buena suerte -le reprendió Nuharoo a la dama Yun.
– ¿Habéis notado que los cerezos acaban de florecer? -prosiguió la dama Yun como si no hubiera oído a Nuharoo-. Esta mañana en mi palacio ha sucedido algo de lo más raro.
– ¿Y qué ha sido? -preguntaron las demás damas, alargando sus cuellos hacia la dama Yun como si fueran ocas.
– En un rincón de mi dormitorio -dijo la dama Yun bajando la voz hasta convertirla en un susurro-, he descubierto una seta gigante. ¡Era tan grande como una cabeza humana!
Al ver que sorprendía a su público, la dama Yun sonrió.
– Van a pasar cosas aún más extrañas. Mi astrólogo leyó un signo de muerte en la tela de araña de un olivo oloroso. Claro que ni yo misma soy consciente de estas cosas. El emperador Hsien Feng me ha contado muchas veces que se convierte en un harapo y el viento del sur lo transporta directamente al cielo. Su majestad no desea ceremonias de despedida, su decisión es que todas nos quedemos viudas.
Nuharoo se sentó con la espalda erguida como un pino. Parpadeó y decidió ignorar a la dama Yun, cogió su taza de té y levantó la tapa para beber de ella.
Me preguntaba si la dama Yun estaba en su sano juicio; la línea entre la locura y la cordura parecía confundirse a medida que la observaba. Había verdad en sus palabras cuando empezó a cantar «Polvo en el viento».
Por fin el palanquín de mi madre llegó a la entrada de la puerta de la Pureza Celestial. En cuanto vi salir a mi madre, rompí a llorar. Había envejecido y ahora se apoyaba indefensa en los brazos de Rong y Kuei Hsiang. Antes de acabar mi saludo ceremonial, mi madre se quebró.
– Felicidades, Orquídea. No creí que viviría para ver a mi nieto.
– El feliz momento ha llegado -anunció el eunuco jefe Shim desde el vestíbulo-. ¡Música y fuegos artificiales!
Guiada por eunucos especialmente entrenados en el ritual, avancé entre la multitud. Le pedí al emperador Hsien Feng que mi madre se sentara conmigo y accedió a mi deseo. Mi familia estaba tan feliz que lloraba. Mi madre se inclinó con dificultad para acariciar a Tung Chih por primera vez.
– Ya estoy preparada para ver a tu padre en paz -me confesó.
Después de sentarnos, Rong y Kuei Hsiang me informaron de que habían llevado a mi madre a los mejores médicos de Pekín, quienes habían pronosticado que no llegaría al verano. Cogí las manos de mi madre entre las mías. Según las leyes de la costumbre, mi familia no se quedaría a pasar la noche en la Ciudad Prohibida y tendríamos que separarnos cuando acabara la ceremonia. La idea de que nunca volvería a ver a mi madre me alteró tanto que ignoré la petición de Nuharoo de que me uniera a ella para recibir a los miembros de la corte.
– Míralo de este modo, Orquídea -intentó consolarme mi madre-. Morir será un alivio para mí, pues sufro muchos dolores.
Apoyé la cabeza en su hombro y fui incapaz de pronunciar una palabra.
– Intenta no estropear el momento, Orquídea -sonrió mi madre.
Traté de aparentar alegría, me parecía irreal que todo el mundo estuviera allí por mi hijo.
Kuei Hsiang había empezado a mezclarse con la multitud y lo oía reír; sin duda el vino de arroz había surtido efecto. Rong estaba más hermosa, pero más delgada, que la última vez que la vi.
– Rong aún no tiene asegurado su futuro y eso me preocupa -suspiró mi madre-. No ha tenido tanta suerte como tú. Ni una sola proposición que mereciera la pena, y ya tiene más de veinte años.
– He pensado en un hombre para Rong -le comuniqué a mi madre.
– Ardo en deseos de oír su nombre.
– El príncipe Ch’un, que ha enviudado recientemente, es el séptimo hermano de Hsien Feng.
Mi madre estaba encantada.
– Sin embargo -le advertí-, que haya enviudado no significa que el príncipe Ch’un no tenga esposas ni concubinas. Es solo la posición de primera esposa la que está vacante.
– Ya veo -asintió mi madre-. Aun así, el príncipe Ch’un sería un excelente partido para Rong. ¿Sería la Nuharoo de la casa de Ch’un, verdad?
– Eso es, madre, si logra despertar su interés.
– ¿Qué más puede pedir una familia de nuestra clase? Una vida libre del hambre… eso es lo que siempre he querido para mis hijos. Mi matrimonio con vuestro padre fue arreglado, nunca nos habíamos visto antes de la boda, pero salió bien, ¿no opinas lo mismo?
– Más que bien, madre.
Nos quedamos en silencio durante un rato, con los dedos entrelazados. Luego mi madre dijo:
– Estaba pensando en que tú y Rong estaríais más cerca si ese compromiso llegara a funcionar. Será mi último deseo en la tierra que os cuidéis la una a la otra. Además, Rong puede ser para ti un ojo más que vele por la seguridad de Tung Chih.
Asentí ante la sabiduría de mi madre.
– Ahora ve con tu hermana, Orquídea -me ordenó mi madre-, y déjame pasar unos momentos a solas con mi nieto.
Fui con Rong y me la llevé al fondo del jardín. Nos sentamos en un pequeño pabellón de piedra donde le conté mis ideas y el deseo de nuestra madre. A Rong le gustó que hubiera cumplido la promesa de encontrarle un pretendiente.
– ¿Le gustaré al príncipe Ch’un? -me preguntó-. ¿Cómo debo prepararme?
– Veamos si él se enamora primero. Hay algo crucial que quiero preguntarte: ¿serás capaz de soportar las penalidades que yo tengo que soportar?
– ¿Penalidades? Te burlas de mí, ¿verdad?
Una sensación de incertidumbre cruzó por mi mente. Rong no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.
– Rong, mi vida no es lo que parece, tienes que saberlo; no quiero ser la causa de tu infortunio, no quiero desencadenar una tragedia.
Rong se sonrojó.
– Pero, Orquídea, solo sueño con tener la misma oportunidad que tú. Quiero ser envidiada por todas las mujeres de China -dijo sonriendo abiertamente.
– Responde a mi pregunta, Rong, por favor: ¿podrás soportar el hecho de perder a tu marido por otras?
Rong lo pensó primero y luego respondió:
– Si las cosas han sido así desde hace cientos de años, no veo por qué yo debería ser la única que tuviera problemas.
Respiré hondo y le advertí por última vez.
– Cuando te enamoras de un hombre, cambias. Te lo digo por experiencia; el dolor es insoportable, te sientes como si frieran tu corazón en una sartén ardiendo.
– Entonces será mejor que me asegure de no enamorarme.
– Tal vez no seas capaz de controlarlo.
– ¿Por qué?
– Bueno, porque amar es vivir… al menos eso es para mí.
– ¿Entonces qué voy a hacer, Orquídea? -Rong abrió mucho los ojos, confusa.
La tristeza inundó mi pecho y tuve que guardar silencio para controlarme. Rong acercó su mejilla a la mía.
– Debes de haberte enamorado del emperador Hsien Feng.
– Fue… una estupidez por mi parte.
– Recordaré tu lección, Orquídea. Sé que debe de ser duro, pero aun así envidio a mi hermana mayor. No ha habido un hombre decente en mi vida, por eso pienso que no soy atractiva.
– Sabes bien que eso es una tontería, Rong. ¿Cómo no vas a ser atractiva, cuando tu hermana es una consorte imperial, la cara de China?
Rong sonrió y asintió.
– Es cierto, tú te has vuelto mucho más guapa. Quiero que a partir de ahora seas consciente de tu belleza cada minuto.
– ¿Qué significa «minuto»?
– Es una aguja en un reloj.
– ¿Qué es un reloj?
– Bueno, ya te lo enseñaré; los relojes son juguetes del emperador, miden el tiempo. Los relojes se esconden en cajas metálicas, como las serpientes en sus mudas. Cada caja contiene en su interior un pequeño corazón que hace tictac.
– ¿Como una criatura viva?
– Sí, pero no está viva. La mayoría de ellos los han hecho hombres de países extranjeros. Podrás tener muchos cuando te cases con el príncipe Ch’un.
Saqué mi polvera.
– Escucha, Rong, como hermana de la concubina favorita de Hsien Feng, deberías saber que los hombres se mueren por poseerte, pero puede que no tengan suficiente valor como para acercarse a ti y decirte lo que piensan. Hablaré con su majestad sobre tu matrimonio con su hermano. Si obtengo su bendición el resto será fácil.
Cuando Rong y yo volvimos con mi madre y Kuei Hsiang, la música y los fuegos artificiales habían concluido. El eunuco jefe Shim anunció que la primera parte de la ceremonia había acabado y la segunda parte, el Baño en Oro, empezaría en breves momentos. A una orden suya, cuatro eunucos trajeron una bañera de oro, la colocaron en el centro del patio bajo un magnolio en flor, la llenaron de agua y pusieron estufas de carbón alrededor de ella.
Un grupo de criadas se arrodilló junto a la bañera mientras dos nodrizas sacaban a mi hijo. Las criadas desnudaron a Tung Chih y lo metieron en la bañera. Se puso a llorar, pero su protesta fue ignorada. Las criadas le cogieron de sus piernecitas y bracitos como si estuvieran despellejando un conejo. A todo el mundo le parecía divertido. A mí me dolía cada lágrima de mi hijo; me resultaba duro permanecer sentada, pero sabía que debía aguantar. Había que pagar un precio por la importancia de Tung Chih; cada ceremonia lo acercaría más a convertirse en legítimo heredero.
Observado por doscientos pares de ojos, Tung Chih se bañó por primera vez, con creciente inquietud.
– ¡Mirad, Tung Chih tiene una mancha negra bajo la axila derecha! -Nuharoo se levantó de la silla y corrió hacia mí. Se había cambiado y se había vestido con la segunda túnica para la ocasión-. ¿Es un lunar? ¿Es un signo de mala suerte?
– Es una marca de nacimiento -le expliqué-. Se lo consulté al médico Sun Pao-tien y me dijo que no me preocupase.
– Yo no confiaría en Sun Pao-tien -afirmó Nuharoo-. Nunca había visto esta clase de marca de nacimiento; es demasiado grande y demasiado oscura. Debo consultar ahora mismo a mi astrólogo. -Dirigiéndose hacia la bañera, regañó a las criadas-. ¡No intentéis evitar que Tung Chih llore, dejadlo! Se supone que debe sentirse incómodo; en esto consiste la ceremonia. Cuanto más fuerte llore, mayor posibilidad existe de que crezca fuerte.
Me obligué a alejarme para no darle a Nuharoo un puñetazo en el pecho.
El viento soplaba, llovían pétalos rosados de los árboles y dos de ellos aterrizaron en la bañera. Las criadas cogieron los pétalos y se los enseñaron a Tung Chih en un esfuerzo por tranquilizarlo. La imagen del baño bajo el magnolio habría sido preciosa de no haber resultado un tormento para el bebé. No tenía ni idea de cuánto rato tendría que estar Tung Chih sentado en el agua, levanté la vista al cielo y recé para que pasara pronto.
– ¡Ropas! -cantó con elegancia el eunuco jefe Shim.
Las doncellas se apresuraron a secar y a vestir a Tung Chih, que estaba tan cansado que se quedó dormido mientras lo arreglaban; parecía una muñeca de trapo. Sin embargo la ceremonia distaba mucho de haber concluido. Una vez vaciada la bañera, volvieron a poner al durmiente Tung Chih en ella. Varios lamas vestidos con túnicas amarillas se sentaron en círculo alrededor del bebé y empezaron a cantar.
– ¡Regalos! -gritó el eunuco jefe Shim.
Guiados por el emperador Hsien Feng, los invitados se adelantaron para ofrecer sus presentes. Después de abrir cada caja de regalos, Shim anunciaba el contenido.
– ¡De parte de su majestad el emperador, cuatro lingotes de oro y dos monedas de plata!
Los eunucos quitaron el envoltorio y dejaron al descubierto una caja de madera lacada roja.
El eunuco jefe Shim prosiguió.
– ¡De parte de su majestad la emperatriz Nuharoo, ocho monedas de oro y un lingote de plata, ocho ruyis de la buena suerte, cuatro monedas de oro y una moneda de plata, cuatro mantas de algodón para el invierno, cuatro colchas y sábanas de algodón, cuatro chaquetas para el invierno, cuatro pantalones de invierno, cuatro pares de calcetines y dos almohadas!
Los demás invitados ofrecieron sus regalos por orden de rango y generación. Los presentes eran más o menos los mismos salvo en cantidad y calidad. Se suponía que nadie debía superar los de la primera pareja, y en realidad nadie se quedaría con los regalos. Todo era envuelto y enviado a los almacenes imperiales en nombre de Tung Chih.
Al día siguiente me levanté antes del alba para pasar un rato con mi hijo. Luego le tocó el turno al rito del Shih-san y de nuevo Tung Chih volvió a la bañera.
Debía estar sentado en el agua durante una hora y quince minutos. El sol brillaba, pero soplaba un helado aire de mayo. Mi hijo podía pillar un constipado, pero a nadie parecía importarle. Cuando Tung Chih estornudó un par de veces, ordené a An-te-hai que sacara una tienda para protegerlo de la brisa, pero Nuharoo rechazó la idea. Dijo que la tienda bloquearía la suerte de Tung Chih.
– El propósito de este baño es exponer a Tung Chih a los poderes mágicos del universo.
Esta vez me negué a ceder.
– La tienda se quedará -insistí.
Nuharoo no dijo nada, pero cuando fui al excusado, quitaron la tienda. Sabía que era una locura pensar que Nuharoo tenía la intención de que mi hijo enfermara, pero no podía evitar esa idea.
Nuharoo defendió que no estábamos autorizadas a alterar la tradición.
– De un emperador a otro, cada heredero se ha bañado así.
– Pero nuestros antepasados eran diferentes -protesté-. Vivían a lomos del caballo y se paseaban medio desnudos.
Le recordé a Nuharoo que el padre de Tung Chih era un hombre de frágil salud y él mismo había pesado muy poco al nacer. Nuharoo se calló, pero no se rindió. Tung Chih empezó a estornudar. Sin poder controlarme, fui a la bañera y aparté a las criadas, cogí a Tung Chih y corrí al interior del palacio.
Las ceremonias y festividades seguían sin cesar. En mitad de ellas, un jardinero descubrió un fetiche en forma de muñeca enterrado en el jardín. En el pecho de la muñeca, se leían dos caracteres escritos en negro: TUNG CHIH.
El emperador Hsien Feng convocó a las esposas y a las concubinas; quería resolver el crimen personalmente. Me vestí y fui al palacio de la Eterna Primavera. No sabía por qué teníamos que reunirnos en la residencia de la dama Yun. De camino me encontré con Nuharoo. Venía de otro palacio y tampoco tenía idea de lo que sucedía.
Al acercarnos al palacio de la Eterna Primavera, oímos sollozos. Corrimos al pasillo y descubrimos al emperador Hsien Feng enojado, sin más atuendo que su camisón. Cerca de él, dos eunucos en pie sostenían cada uno un látigo. En el suelo, arrodillados, había numerosos eunucos y sirvientes y, entre ellos, en primera fila, se encontraba la dama Yun. Vestía una túnica de seda rosada y era quien sollozaba.
– Deja de llorar -le ordenó el emperador Hsien Feng-. ¿Cómo una noble dama como tú ha podido rebajarse a esto?
– ¡Yo no he sido, majestad! -La dama Yun echó la cabeza hacia atrás y lo miró-. Estaba encantada con el nacimiento de Tung Chih, no podía alegrarme más. ¡No cerraré los ojos si me cuelgan por ello!
– Todo el mundo en la Ciudad Prohibida reconoce tu escritura -afirmó alzando la voz el emperador-. ¿Es que todo el mundo se equivoca?
– Mi caligrafía no es ningún secreto -protestó la dama Yun-. Se me conoce por mi arte, sería muy fácil para cualquiera copiar mi estilo.
– Pero una de tus doncellas te sorprendió haciendo la muñeca.
– Debe de ser cosa de Dee; hace esto porque me odia.
– ¿Por qué te odia Dee?
La dama Yun se dio media vuelta y sus ojos se encontraron con los de Nuharoo.
– Su majestad la emperatriz Nuharoo me regaló a Dee, yo nunca la quise. La he castigado varias veces porque metía las narices por todas partes…
– Dee solo tiene trece años -la interrumpió Nuharoo-. Es vergonzoso que acuses a un ser inocente para encubrir tu crimen. -Se volvió hacia mí en busca de apoyo-. Dee es famosa por su dulzura, ¿verdad?
Yo no tenía respuesta y bajé la cabeza. Entonces Nuharoo se dirigió a Hsien Feng.
– Su majestad, ¿me dais vuestro permiso para cumplir con mi deber?
– Sí, mi emperatriz.
En esto la dama Yun gritó:
– ¡Está bien, confesaré! Sé exactamente quién ha preparado todo esto: una zorra maligna con piel humana, enviada por el demonio para destruir a la dinastía Qing. Pero hay más de una zorra en la Ciudad Prohibida. La zorra maligna ha llamado a su manada. Tú -dijo señalando a Nuharoo- eres una de ellas. Y tú -afirmó señalándome a mí- también. Su majestad, es hora de que me recompenséis con la cuerda de seda blanca para que tenga el honor de colgarme yo misma.
Aquello causó una breve conmoción en la sala. El murmullo se acalló cuando la dama Yun volvió a hablar.
– Quiero morir, mi vida ha sido un infierno; os he dado una princesa -dijo señalando al emperador Hsien Feng- y vos la tratáis como un pedazo de basura. En cuanto cumpla los trece años, la echaréis y la casaréis con un salvaje de las fronteras para sellar la paz. Venderéis a vuestra propia hija…
La dama Yun se quebró; sus dos hoyuelos formaban una extraña mueca.
– No creáis que soy sorda; os he oído a vos y a vuestros ministros hablar de esto. No se me ha permitido hablar de mi dolor, pero hoy, os guste o no, oiréis todo lo que tengo que decir. Claro que tengo celos del modo en que se trata a Tung Chih, claro que lloro por la mala suerte de mi hija Jung y pregunto al cielo por qué me ha negado un hijo… Dejadme que os pregunte, Hsien Feng, ¿sabéis cuándo es el cumpleaños de vuestra hija? ¿Sabéis cuántos años tiene? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que la visitasteis? Apuesto a que no tenéis respuesta para mis preguntas. ¡Las zorras os han comido el corazón!
Nuharoo sacó su pañuelo y empezó darse golpecitos en la cara.
– Me temo que la dama Yun no deja a su majestad otra alternativa.
– Acaba este asunto por mí, Nuharoo.
El emperador Hsien Feng se puso en pie y salió del salón con los pies descalzos.
La dama Yun se ahorcó aquella noche. An-te-hai me dio la noticia a la mañana siguiente mientras desayunaba. Me revolvió el estómago y durante el resto del día veía el rostro de la dama Yun detrás de cada puerta y cada ventana. Le pedí a Ante-hai que no se alejase, mientras comprobaba y volvía a comprobar la cuna de Tung Chih. Me pregunté qué sería de la hija de la dama Yun, la princesa Jung. Deseaba poder invitar a la muchacha a pasar unas horas con su hermanastro. An-te-hai me contó que a la niña de cinco años le habían dicho que su madre había realizado un largo viaje. Se ordenó a eunucos y criados que mantuvieran en secreto la muerte de la dama Yun. La niña lo descubriría de la manera más cruel: se enteraría de la muerte de su madre a través de los chismorreos de las rivales de la dama Yun, que querían ver sufrir a la niña.
A medianoche, Nuharoo llegó sin anunciarse. Sus eunucos llamaron a mi verja con tanta fuerza que casi la rompen. Nuharoo se arrojó a mis brazos cuando la saludé; parecía enferma y tenía la voz sofocada.
– ¡Viene a por mí!
– ¿Quién viene a por vos?
– ¡La dama Yun!
– Despertad, Nuharoo, debéis de haber tenido una pesadilla.
– Estaba de pie junto a mi cama con un vestido verdusco transparente -sollozó Nuharoo-. Tenía el pecho cubierto de sangre y el cuello cortado como por un hacha, de manera que la cabeza le colgaba a la espalda, unida a su cuello por una fina tira de piel. No pude ver su cara, pero oí su voz que decía: «Se suponía que tenía que ser ahorcada, no decapitada». Me contó que la enviaba el juez del infierno a encontrar una sustituta para volver en su próxima vida; tenía que hacer que la sustituta muriera del mismo modo en que había muerto ella.
Consolé a Nuharoo, pero yo también estaba aterrorizada. Regresó a su palacio y devoró todos los libros de fantasmas que tenía. Pocos días más tarde, me visitó y me explicó que había descubierto algo que debía saber.
– El peor castigo para una mujer fantasma es que la tiren a la «alberca de la Sangre Impura».
Nuharoo me enseñó un libro con escabrosas ilustraciones del «Departamento de Castigos» que había en el infierno. Cabezas cortadas con cabellos largos flotaban en una piscina roja oscura; parecían bolas de masa en agua hirviendo.
– ¿Lo ves? De esto quería hablarte -me explicó Nuharoo-. La sangre de la alberca procede de la impureza de todas las mujeres; también hay serpientes venenosas y escorpiones que se alimentan con los que acaban de morir. Son las transformaciones de quienes han cometido maldades en sus vidas.
– ¿Y si no he hecho nada realmente malo durante toda mi vida? -le pregunté.
– Orquídea, el juicio del infierno atañe a todas las mujeres. Por eso necesitamos la religión. El budismo nos ayuda a arrepentirnos de los crímenes que cometemos por el simple hecho de ser mujeres y vivir una vida material. Necesitamos renunciar a todo placer terrenal y rezar por el perdón del cielo. Debemos hacer todo lo que podamos para acumular la virtud. Solo entonces, tal vez, tengamos una oportunidad de escapar de la alberca de la Sangre Impura.