38610.fb2 La Ciudad Prohibida - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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Capítulo 21

Me enviaron la copia de un decreto escrito por Su Shun para el príncipe Kung en nombre de Tung Chih. El decreto prohibía al príncipe Kung venir a Jehol y se había promulgado sin el sello de Nuharoo ni el mío. Aparentemente, se le había encargado al príncipe Kung la tarea más honorable -guardar la capital-, pero lo que se pretendía en realidad era evitar cualquier contacto entre él y nosotras.

Fui a ver a Nuharoo y le sugerí que debíamos mantener la comunicación con el príncipe Kung. Había ciertas decisiones que yo no podía tomar sin antes consultárselas. Nuestras vidas estaban en la cuerda floja, pues ahora Su Shun nos ignoraba abiertamente. Para demostrar mi argumentación, leí a Nuharoo el segundo artículo del decreto, una orden por la que se trasladaba a varios generales leales a Su Shun de Jehol a Pekín.

– ¿No te dice eso lo que Su Shun tiene en mente? -le pregunté.

Nuharoo asintió con la cabeza. Su espía le había informado de que el príncipe Kung había enviado mensajeros a Jehol, pero ninguno de ellos había llegado hasta nosotras.

Aquella misma mañana, mi hermana Rong me trajo nuevos datos. El príncipe Ch’un había recibido una orden de la corte dictada por Su Shun: al príncipe ya no se le permitía viajar libremente desde Jehol a Pekín. Por aquel motivo no estaba en Jehol con su esposa. El príncipe Ch’un se encontraba bajo la estrecha vigilancia de Su Shun. Nuestra conexión con el príncipe Kung se había cortado.

Los espías de An-te-hai en Pekín nos informaron de que el príncipe Kung trabajaba activamente en el reclutamiento de una fuerza para contrarrestar a la de Su Shun. Tres días antes, había organizado una reunión aparentando una ceremonia fúnebre para el emperador Hsien Feng. Además de a los líderes del clan real, el príncipe Kung había invitado a importantes comandantes militares como el general Sheng Pao, el guerrero mongol Sen-ko-lin-chin y el general Tseng Kou-fan, que ahora era el virrey de la provincia de Anhwei. El príncipe Kung había invitado también a los embajadores extranjeros de Inglaterra, Francia, Alemania, Rusia, Italia y Japón. Robert Hart había sugerido la idea de la reunión. Durante algún tiempo, Hart había estado aconsejando al príncipe Kung sobre temas financieros y ahora ejercía de consejero político no oficial de Kung.

– Creo que deberíamos esperar -aconsejó Nuharoo-. Deberíamos permitir que la maldad de Su Shun se pusiera en evidencia por sí misma. Necesitamos tiempo para demostrar a nuestros ciudadanos que Su Shun no merece nuestro respeto. Por otro lado, no deberíamos olvidar que fue el emperador Hsien Feng quien nombró a Su Shun. La situación podría volverse en nuestra contra si actuásemos sin el respaldo de la corte.

Intenté hacer ver a Nuharoo que su último decreto limitaba severamente las posibilidades de supervivencia del príncipe Kung. Si el príncipe Kung ignoraba a Su Shun y venía a Jehol, le acusarían de desobedecer el decreto y le arrestarían en cuanto cruzase la verja, y si se quedaba en Pekín, Su Shun ganaría el tiempo necesario para tener la corte entera en sus manos. No tardaría en encontrar una excusa para procesarnos.

– ¡Estás loca, dama Yehonala! -exclamó Nuharoo-. Su Shun no tiene ninguna razón legítima para procesarnos.

– Puede inventar una. Si es capaz de emitir decretos por su cuenta, no dudará cuando llegue la hora en quitarnos de en medio. Luego irá a por el príncipe Kung.

Nuharoo se puso en pie.

– Debo ir a rezar al ataúd de Hsien Feng. Debo contárselo a su majestad para que su espíritu nos ayude desde el cielo.

La guardia nocturna dio tres repiques de tambor: las tres de la madrugada. Aún era noche cerrada. En la cama pensaba en las palabras de Nuharoo. En realidad, Su Shun había sido elegido por nuestro marido. Hsien Feng había confiado en él. ¿Me equivocaba al dudar de Su Shun? ¿Serviría de algo que le expresase mi voluntad de trabajar con él a pesar de nuestras diferencias? Después de todo, ambos éramos manchúes. ¿Acaso no intentábamos sostener el mismo cielo?

No conseguía convencerme a mí misma. Nuharoo y yo actuábamos como regentes de Tung Chih nombradas por el emperador Hsien Feng, pero Su Shun nos consideraba meras figuras decorativas. No teníamos ni voz ni voto en los edictos y decretos. Pocos días antes, incluso se había negado a revisar un borrador que habíamos autorizado después de unos pequeños cambios. Las órdenes y peticiones que hacíamos por boca de Tung Chih circulaban por los meandros jerárquicos de la corte y volvían sin respuesta, mientras que las palabras de Su Shun eran llevadas inmediatamente a la práctica.

Nuharoo me sugirió que hiciéramos una última oferta para arreglar las cosas con Su Shun y yo acepté. A la mañana siguiente, vestidas con nuestras túnicas oficiales, Nuharoo y yo convocamos a Su Shun a una audiencia en nombre del joven emperador. Fuimos hasta el salón donde el ataúd de Hsien Feng descansaba detrás de un panel. Mientras aguardábamos, Tung Chih se subió encima del ataúd y se tumbó boca bajo.

Observé a mi hijo golpear el féretro y contarle entre susurros a su padre que tenía un nuevo amigo, el conejo de los ojos rojos. Luego invitó a su padre a salir y verlo: «Yo te abriré la tapa».

– Explícanos por qué se ha enviado un decreto al príncipe Kung sin nuestros sellos -exigió Nuharoo cuando apareció Su Shun.

Su Shun se quedó de pie con arrogancia, enfundado en su túnica de satén marrón larga hasta los pies con franjas doradas en la parte inferior. Llevaba un sombrero decorado con un botón rojo y una vistosa pluma de pavo real, que se quitó y sujetó en las manos. Se había afeitado el cráneo y lustrado la trenza. Su barbilla apuntaba al techo mientras nos miraba con los ojos entreabiertos.

– La corte tiene el derecho a emitir documentos de naturaleza urgente sin vuestros sellos.

– Pero eso viola nuestros acuerdos -rebatí, intentando controlar mi ira.

– Como regentes de su joven majestad -siguió Nuharoo-, tenemos que plantear una objeción al contenido del último decreto. El príncipe Kung tiene derecho a venir a Jehol a llorar a su hermano.

– Nos gustaría que el príncipe Kung pudiera cumplir su deseo -presioné yo.

– ¡Muy bien! -Su Shun dio una patada en el suelo-. Si deseáis mi puesto, es vuestro. ¡Me niego a seguir trabajando hasta que valoréis mi bondad!

Hizo una descuidada reverencia y se marchó. El resto de miembros del consejo, a quienes no habíamos invitado, lo recibieron con agrado en el patio.

Los documentos se apilaban; formaban muros en mi habitación. Todos requerían atención inmediata. Nuharoo se lamentaba de haber desafiado a Su Shun. Yo intentaba no dejarme dominar por el pánico. Revisé los documentos como cuando trabajaba para el emperador Hsien Feng. Tenía que demostrar a Su Shun que yo era apta para el trabajo. Necesitaba ganarme el respeto, no solo el de Su Shun, sino el de toda la corte. En cuanto empecé a trabajar, me di cuenta de que la empresa me superaba; Su Shun me había tendido una trampa.

Muchos casos eran imposibles de resolver. En aquellas circunstancias, era una irresponsabilidad emitir un juicio; solo provocaría injusticia y dolor innecesarios. Carecía de la información suficiente y evitaban que la recopilara. En un caso, un gobernador regional fue acusado de malversación y de más de una docena de homicidios. Necesitaba reunir pruebas y ordenar una investigación, pero no recibí ningún informe. Semanas más tarde, descubrí que mi orden nunca había sido cursada.

Llamé a Su Shun y le exigí una explicación. Su Shun negó toda responsabilidad y afirmó que no era asunto suyo. Me remitió al Ministerio de Justicia y, cuando pregunté al ministro, dijo que nunca había recibido la orden.

Llegaron cartas de todas partes del país quejándose de la lentitud de la corte. No cabía duda de que Su Shun sembró el rumor de que yo era la única culpable del retraso. Los rumores se difundieron como una enfermedad contagiosa. No me percaté de lo mal que se estaban poniendo las cosas hasta que un día recibí una carta muy franca del alcalde de una pequeña ciudad que cuestionaba mi formación y credenciales. El hombre jamás se habría atrevido a enviar una carta semejante de no estar respaldado por alguien como Su Shun.

Mientras paseaba por mi habitación atestada de documentos, An-te-hai volvió de llevar a Tung Chih a visitar a mi hermana. Estaba tan nervioso que tartamudeaba.

– En la ci… ciudad de Jehol corren ru… ru… rumores de una historia de fantasmas. Los aldeanos cre… creen que vos sois la reencarnación de una malvada concubina que está aquí para destruir el imperio. Por todas partes se habla de apoyar la acción de Su Shun contra vos.

Al darme cuenta de que ya no podía esperar más, fui a hablar con Nuharoo.

– Pero ¿cómo debemos actuar? -preguntó Nuharoo.

– Dicta un decreto urgente en nombre de Tung Chih convocando al príncipe Kung a Jehol -respondí.

– ¿Sería válido? -Nuharoo se puso nerviosa-. Suele ser Su Shun quien redacta las órdenes y prepara los edictos.

– Con nuestros dos sellos es válido.

– ¿Cómo harás llegar el decreto al príncipe Kung?

– Debemos pensar el modo.

– Con los perros guardianes de Su Shun por todas partes, nadie puede salir de Jehol.

– Debemos elegir a una persona en quien podamos confiar la misión -dije-, alguien que esté dispuesto a morir por nosotras.

An-te-hai solicitó ese honor. A cambio quiso que le prometiera que le dejaría servirme durante el resto de mi vida, de lo cual le di mi palabra. Le expliqué que si Su Shun lo atrapaba, esperaba que se tragara el decreto e hiciera todo lo posible para no confesar.

Con Nuharoo a mi lado, trabajé en los detalles del plan de huida de An-te-hai. Mi primer paso fue que An-te-hai propagara un rumor entre el círculo de Su Shun. Captamos a un hombre llamado Liu Jen-shou, con fama de chismoso. Divulgamos la historia de que habíamos perdido el sello más poderoso de todos, el sello de Hsien Feng, que escondimos cuidadosamente. Dimos la impresión de que habíamos ocultado la verdad porque sabíamos que la pena por perder el sello era la muerte. Barajábamos tres posibilidades sobre el paradero del sello. Una, que lo habíamos perdido en el trayecto de Pekín a Jehol; dos, que lo habíamos extraviado en algún lugar del palacio de la Gran Pureza en la Ciudad Prohibida; y tres, que lo habíamos olvidado en mis joyeros de Yuan Ming Yuan y probablemente lo habían robado los bárbaros.

Nuestro rumor también propagaba que, antes de morir, el emperador Hsien Feng supo que el sello se había perdido y había sido demasiado blando de corazón para castigarnos. Con el fin de protegernos, su majestad no había mencionado la desaparición a Su Shun.

Como esperábamos, Liu Jen-shou tardó poco en transmitir el rumor hasta los mismísimos oídos de Su Shun, quien creyó la historia, pues nadie había visto el preciado sello desde que salimos de Pekín.

Su Shun no esperó para hacer su jugada. Solicitó de inmediato una audiencia con nosotras a la que asistió toda la corte. Declaró que acababa de terminar un borrador de un nuevo decreto dirigido a la nación sobre el traslado del féretro y necesitaba usar el sello de Hsien Feng.

Simulando nerviosismo, saqué mi pañuelo y me sequé la frente.

– Nuestros sellos dobles son tan buenos como el de Hsien Feng -susurré en voz baja.

Su Shun estaba claramente encantado. Las líneas de su rostro danzaban y le sobresalían las venas de excitación.

– ¿Dónde está el sello de Hsien Feng? -exigió.

Con la excusa de que me sentía indispuesta, Nuharoo y yo pedimos que concluyese la audiencia. Pero Su Shun siguió presionando. Me acosó hasta que confesé que An-te-hai había perdido el sello.

An-te-hai fue arrestado por los guardias mientras gritaba solicitando perdón. Se lo llevaron para castigarlo: cien latigazos, sin posibilidad de redención si moría durante el castigo.

Temí que An-te-hai no pudiera soportar el sufrimiento, pero por suerte, el eunuco tenía intenciones de vivir; tenía verdaderos amigos en todas partes. Más tarde, cuando fue devuelto por los guardias de Su Shun, tenía la túnica hecha jirones y teñida de sangre.

Yo era muy consciente de que Su Shun me observaba, así que no solo simulé que no me importaba sino que exclamé con voz fría:

– El eunuco lo merecía.

Vertieron agua sobre el rostro de An-te-hai y volvió en sí. Delante de la corte, Nuharoo y yo ordenamos que An-te-hai fuera arrojado a las mazmorras imperiales de Pekín.

A Su Shun no le hacía ninguna gracia dejar a An-te-hai fuera de su vista, pero Nuharoo y yo insistimos en que debíamos desembarazarnos de aquella criatura ingrata. Cuando Su Shun protestó, argumentamos que teníamos el derecho a castigar a un eunuco de nuestra propia casa sin restricción alguna. Volvimos al salón, nos acercamos al féretro de Hsien Feng y lloramos ostentosamente.

Presionado por los ancianos del clan para que nos dejara en paz, Su Shun transigió, pero insistió en que sus hombres escoltarían a An-te-hai hasta Pekín. Nosotras estuvimos de acuerdo y An-te-hai salió para Pekín. Oculto en los zapatos de An-te-hai, estaba el decreto que yo había escrito.

En Pekín los hombres de Su Shun entregaron a An-te-hai al ministro de Justicia Imperial, Pao Yun, junto con un mensaje secreto de Su Shun -de esto me enteré más tarde- que ordenaba que An-te-hai fuera azotado hasta la muerte. Ignorante de la situación, Pao Yun se disponía a cumplir la orden de Su Shun, pero antes de que los látigos restallaran en el aire, An-te-hai pidió quedarse un momento a solas con el ministro.

An-te-hai sacó el decreto de su escondrijo. Pao Yun se quedó atónito. Sin más demora, avisó al príncipe Kung. Después de leer mi decreto, el príncipe Kung reunió a sus consejeros. Escucharon el informe de An-te-hai sobre la situación en Jehol y debatieron una línea de acción durante toda la noche. La conclusión fue unánime: derrocar a Su Shun.

El príncipe Kung comprendió que si vacilaba en ayudarnos a Nuharoo y a mí, el poder podía caer rápidamente en manos de Su Shun. Y aquella pérdida sería irreparable, pues él y el príncipe Ch’un habían sido excluidos del testamento del emperador Hsien Feng.

El primer paso del príncipe Kung fue elegir a alguien para presentar su idea a la corte de la manera más legal y lógica. Kung se dirigió al jefe de Personal Imperial y le pidió que presentara una propuesta sugiriendo que Nuharoo y yo fuéramos nombradas regentes ejecutivas -auténticas regentes esta vez- de Tung Chih, sustituyendo a Su Shun, y que nosotras dirigiéramos la corte junto con el príncipe Kung.

Acabada la propuesta, un fiel funcionario local fue el elegido para presentarla. Se trataba de dar la impresión de que la idea procedía de las bases, lo que haría difícil que Su Shun la rechazara sin revisarla. Al usar este método, la proposición también circularía y sería revisada por todos los gobernadores de China antes de que llegara a su destino final, el despacho de Su Shun.

El 25 de septiembre, envuelto de la cabeza a los pies en una túnica de luto de algodón blanco, el príncipe Kung llegó a Jehol. Se dirigió directamente a la sala del ataúd, donde los guardias le impidieron la entrada y le dijeron que esperara la llegada de Su Shun. Cuando Su Shun apareció -según me informaron más tarde-, lo hizo con el Consejo de Regentes a su espalda, la banda de los ocho.

Antes de que el príncipe Kung pudiera abrir la boca, Su Shun ordenó su arresto, acusado de desobedecer el decreto.

– Estoy aquí porque se me ha convocado mediante un nuevo decreto -explicó con calma el príncipe Kung.

– ¿De veras? Entonces presentadlo -sonrió Su Shun con desdén.

La banda se echó a reír.

– ¡Sin que lo hayamos escrito nosotros no puede ser un decreto! -exclamó uno de ellos.

El príncipe Kung sacó de su bolsillo interior el decreto que An-te-hai le había entregado. El pequeño rollo de seda amarilla con el sello de Nuharoo y el mío desconcertó a Su Shun y a sus hombres. Todos debían plantearse en silencio una única pregunta: ¿cómo ha salido esto de aquí?

Sin más palabras, el príncipe Kung hizo a un lado a la banda y entró. Al ver el féretro, el príncipe perdió la compostura. Golpeó con la cabeza en el suelo y lloró como un niño. Nadie había visto a alguien tan desconsolado ante el emperador muerto. Kung gemía y se quejaba de que no podía comprender por qué Hsien Feng no le había dado la oportunidad de despedirse de él.

Se le caían las lágrimas y los mocos. Debió de desear que su hermano hubiera comprendido el error que había cometido. El príncipe Kung sabía lo que Nuharoo y yo ignorábamos: que Su Shun ya había fracasado en su primer intento de derrocar a Tung Chih el día de su ascensión. El gran consejero había enviado a Chiao Yu-yin, un miembro de la banda de los ocho, a pedir el apoyo militar del general Sheng Pao y el general Tseng Kou-fan. Cuando Chiao reveló accidentalmente la información, Su Shun lo negó todo y canceló en secreto la conspiración.

Me empolvé las mejillas y luego me puse un vestido de luto. Noté que Nuharoo tenía la cara hinchada. Su piel normalmente lustrosa, tenía un color apagado, blanco y mortecino. Las lágrimas habían trazado dos arrugas onduladas bajo sus ojos.

Estábamos preparadas para encontrarnos con el príncipe Kung, pero nos enteramos de que el eunuco jefe Shim se lo impedía con la excusa de que era impropio que las viudas reales vieran a un príncipe de su misma edad durante el período de luto.

El príncipe Kung se arrojó al suelo y suplicó a Su Shun que le permitiera ver a su sobrino Tung Chih. Yo sugerí a Nuharoo que fuéramos a la sala del ataúd. Vestimos a Tung Chih y fuimos allí. Detrás del panel de un muro, oímos las voces de Su Shun y del príncipe Kung. Su Shun insistió en que estaba actuando en nombre del emperador Hsien Feng.

El frustrado príncipe maldijo:

– El que piensa en sí mismo como si tuviera el viento a sus espaldas y la luz de la luna en sus mangas no es más que una marioneta de madera infestada de ácaros.

Me preocupaba el temperamento del príncipe Kung. Si despertaba las iras de Su Shun, podía acusarlo de interferir en la ejecución del testamento imperial.

– ¡Es mi derecho inalienable, Su Shun!

Su Shun se echó a reír; sabía que estaba en una situación de ventaja sobre él y se tomó su tiempo.

– No, no es que estéis autorizado a ello, príncipe Kung. Se trata de la justificación del más poderoso. El testamento del emperador Hsien Feng da a la nación la impresión de que sois una gallina débil que pone huevos de cáscara frágil. No sé lo que os falta, pero el defecto está claro.

La corte se rió con Su Shun. Algunos ancianos del clan dieron una patada en el suelo.

– Imaginad el huevo de cáscara blanda -prosiguió Su Shun-. Una yema amarilla envuelta en una cáscara blanca fina como el papel. ¡Oh, está rezumando! No se puede vender ni guardar. Tenemos que comérnoslo como miembros de la familia.

La risa llegó hasta el techo.

– Su Shun. -La voz del príncipe Kung era peligrosamente baja-. No pido demasiado. Os lo ruego por última vez; quiero ver a mis cuñadas y a mi sobrino.

– No vais a pasar por esa puerta.

Yo notaba que el príncipe Kung estaba perdiendo la paciencia y lo imaginé apartando a Su Shun de un empujón. Cogí a Tung Chih y le susurré al oído:

– El emperador invita a su tío…

Mi hijo repitió lo que yo le decía:

– El emperador invita a su tío el príncipe Kung a entrar en la sala del ataúd imperial. El emperador también concede permiso al príncipe Kung para que presente sus respetos a sus majestades las emperatrices.

Tras oír la voz de Tung Chih, Li Lien-ying, mi joven eunuco, salió corriendo. Se arrojó al suelo entre el príncipe Kung y Su Shun.

– ¡Honorable gran consejero, su majestad el emperador Tung Chih manda llamar al príncipe Kung!

– ¿Algún gran consejero quiere acompañarme al encuentro con sus majestades? -preguntó el príncipe Kung dirigiéndose a Su Shun-. Así podréis aseguraros de que todo lo que decimos o hacemos es apropiado.

Antes de que Su Shun pudiera responder, el príncipe Yee debió de pensar que era su oportunidad para hablar y exclamó:

– Proceded, príncipe Kung, es a vos a quien su majestad ha llamado.

Nos quedamos sin palabras cuando nos vimos con las túnicas blancas. Tung Chih se arrojó a los brazos de su tío, que a su vez se arrodilló y tocó el suelo con la frente. Viéndolos en el suelo, Nuharoo y yo lloramos con toda libertad.

– Este no ha sido un lugar apacible -le explicó por fin Nuharoo-. Nos tememos…

Impedí que siguiera hablando, insinuando que Su Shun y sus hombres estarían escuchando al otro lado. Nuharoo asintió y se recostó en su silla.

– Llama a los monjes -ordené a Li Lien-ying.

Amparados por el canto de los monjes, el príncipe Kung y yo intercambiamos información y discutimos futuros planes. Tramamos un contraataque contra Su Shun mientras Nuharoo salía a entretener a Tung Chih. Me conmocionó saber que Su Shun había sobornado a los militares. Ambos coincidimos en que debía ser eliminado.

Mis dudas eran: si arrestábamos a Su Shun, ¿contaríamos con el respaldo de la nación? ¿Se aprovecharían los extranjeros del caos subsiguiente y nos invadirían?

El príncipe Kung confiaba en recibir el apoyo necesario, en especial si podíamos contarle al pueblo la verdad. En cuanto a las potencias occidentales, él estaba en contacto permanente con ellos y les había hecho saber que quería una sociedad más libre para el futuro de China, ante lo cual le habían garantizado su apoyo.

Pregunté al príncipe Kung qué pensaba sobre los rebeldes Taiping. Yo creía que podían convertirse fácilmente en una seria amenaza si bajábamos la guardia siquiera por un momento. Le conté que, según los informes de Anhwei, los Taiping se habían unido a los vándalos locales y presionaban con sus fuerzas hacia la provincia de Shantung.

El príncipe Kung me informó de que los generales Sheng Pao y Tseng Kou-fan ya se estaban encargando del asunto. Yo quería saber el grado de compromiso de los generales. No osaba suponer que todo el mundo se comportaría tal como nosotros esperábamos que lo hiciera. Comprendía el poder del soborno de Su Shun.

– Sheng Pao está dispuesto -respondió el príncipe Kung-. Solicitó trabajar con las fuerzas mongoles de Senko-lin-chin y yo le di mi permiso. Sen-ko-lin-chin está ansioso por demostrar su lealtad y restaurar su buen nombre; esta será su oportunidad. No estoy seguro de los chinos: el general Tseng Kou-fan y el general Chou Tsung-tang ven nuestro conflicto con Su Shun como una querella entre nobles manchúes. Creen que es más prudente quedarse al margen, prefieren esperar hasta que haya un vencedor.

– Desprecio a la gente que se arrima al sol que más calienta -comentó Nuharoo. No me percaté de que había vuelto a entrar en la sala-. ¡Su majestad tenía razón al no confiar nunca en los chinos!

– Para Tseng Kou-fan y Chou Tsung-tang, la situación puede ser más complicada -opiné-. Debemos ser pacientes y comprensivos. Si yo fuera alguno de esos generales, haría exactamente lo que ellos. Al fin y al cabo el poder de Su Shun es innegable y ofenderlo es arriesgar la vida. Estamos pidiendo a la gente que dé la espalda a Su Shun, así que debemos conceder a los generales tiempo para sopesar sus acciones.

El príncipe Kung estuvo de acuerdo.

– Tseng y Chou están liderando la lucha contra los Taiping. Aunque no nos hayan expresado su apoyo, tampoco le han prometido nada a Su Shun.

– Entonces esperaremos -anunció Nuharoo-. No me siento cómoda si nuestro poder militar está en manos de los chinos. Cuando hayamos logrado la paz, los reemplazaremos o al menos los privaremos de los cargos más altos.

Discrepaba, pero no dije nada. Como manchú, me sentía naturalmente más segura si los manchúes ocupaban la cúspide de la pirámide militar. Sin embargo había pocos hombres con talento entre los príncipes y los miembros del clan. Después de doscientos años en el poder, habíamos entrado en decadencia. Los nobles manchúes se pasaban el tiempo soñando con pasadas glorias. Lo único que sabían realmente era que disfrutaban del prestigio. Por suerte, los chinos siempre se habían conformado. Ellos honraban a nuestros antepasados y nos concedían sus bendiciones. La pregunta era ¿hasta cuándo?

– Me voy esta noche -avisó el príncipe Kung-, aunque le he dicho a Su Shun que me quedaría hasta mañana.

– ¿Quién nos protegerá cuando traslademos el ataúd desde Jehol a Pekín? -preguntó Nuharoo.

Bajando la voz, el príncipe Kung dijo:

– Yo lo controlaré todo; nuestro trabajo es actuar con la mayor normalidad posible. No os preocupéis, el príncipe Ch’un estará por los alrededores.

El príncipe Kung nos advirtió de que esperásemos las iras de Su Shun. Quería que nos preparásemos para recibir un documento presentado por un inspector provincial de justicia llamado Tung Yen-ts’un. En él se hacían públicos los defectos de Su Shun y nos calificaba a Nuharoo y a mí como «la opción del pueblo». El príncipe Kung quería que fuéramos conscientes de que cuando Su Shun tuviera en sus manos el documento de Tung, ya lo habrían visto hombres de Estado de todo el país. El príncipe Kung no reveló más detalles. Me atrevería a decir que temía que Nuharoo fuera incapaz de mantener la boca cerrada si Su Shun le preguntaba. Y así, nos separamos.

Antes de comer, Nuharoo vino a mis aposentos con Tung Chih. Se sentía insegura y quería saber si había visto algo fuera de lo común. Noté que la visita del príncipe Kung había puesto a Su Shun en guardia. Habían aumentado la seguridad del patio exterior antes de que cerraran la verja durante la noche. Le aconsejé a Nuharoo que saliera fuera y que oliera el fragante laurel del jardín o visitara el arroyo termal. Me contestó que eso tampoco le apetecía. Para calmar a Tung Chih, cogí un bordado y le pedí a Nuharoo que me ilustrara sobre el dibujo. Cosimos y charlamos hasta que Tung Chih se quedó dormido.

Recé por la seguridad del príncipe Kung. Después de enviar a Nuharoo y a Tung Chih a dormir a mi sala de invitados, yo también me fui a la cama, pero temía cerrar los ojos.

Pocos días más tarde, llegó el documento de Tung Yen-ts’un. Su Shun se puso furioso. Nuharoo y yo lo leímos después de que él nos lo pasara con reticencia. Estábamos secretamente encantadas.

Al día siguiente los hombres de Su Shun lanzaron un contraataque. Utilizaron ejemplos de la historia para convencer a la corte de que Nuharoo y yo debíamos retirarnos de la regencia. En la audiencia los hombres de Su Shun hablaron uno tras otro, intentando inspirarnos temor. Hablaron pestes del príncipe Kung. Acusaron a Tung Yen-ts’un de deslealtad y dijeron que era una marioneta.

– ¡Debemos cortar la mano que mueve los hilos!

El príncipe Kung quería que yo guardara silencio, pero el retrato negativo que Su Shun hizo de él estaba surtiendo efecto entre los miembros de la corte. Habría sido fatal permitir que Su Shun hiciera demasiado hincapié en el hecho de que el emperador Hsien Feng hubiera excluido al príncipe Kung de su testamento. La gente habría sentido curiosidad por los motivos y Su Shun los aportaría de su propia cosecha.

Con el permiso de Nuharoo, recordé a la corte que Su Shun habría evitado que el emperador Hsien Feng nombrara sucesor a Tung Chih de no haberme acercado yo en persona a su lecho de muerte. Su Shun era el responsable de las tensas relaciones que habían existido entre Hsien Feng y el príncipe Kung. Teníamos sólidas razones para creer que Su Shun había manipulado al emperador en sus últimos días.

Al oír mis palabras, Su Shun se levantó de su asiento como accionado por un resorte. Dio un puñetazo a la columna que tenía más próxima y rompió el abanico que sostenía.

– ¡Me habría gustado que el emperador Hsien Feng os hubiera enterrado con él! -me gritó-. Habéis engañado a la corte y habéis explotado la bondad y vulnerabilidad de Nuharoo. Prometí a su difunta majestad hacer justicia. Me gustaría pedir el apoyo de su majestad la emperatriz Nuharoo. -Y dirigiéndose a ella añadió-: ¿Conocéis, emperatriz Nuharoo, realmente a la mujer que se sienta a vuestro lado? ¿Creéis que se alegra de compartir el cometido de regente con vos? ¿No seríais más feliz si ella no existiese? ¡Corréis un grave peligro, mi señora! ¡Protegeos de esa malvada mujer antes de que os envenene la sopa!

Tung Chih estaba asustado. Nos suplicó a Nuharoo y a mí que nos fuéramos, y cuando me negué, se orinó encima. Al verlo, Nuharoo se acercó corriendo al lado de Tung Chih. Enseguida llegaron eunucos con toallas. Un anciano miembro del clan se levantó y empezó a hablar sobre la unidad y la armonía familiar. Tung Chih gritó y pataleó cuando los eunucos intentaron cambiarle la túnica. Nuharoo se puso a llorar y le supliqué que se llevara a Tung Chih.

El anciano miembro del clan sugirió que diéramos por concluida la audiencia, pero Su Shun se negó. Sin más discusión, anunció que el Consejo de Regentes levantaría la sesión a menos que Nuharoo y yo retiráramos la propuesta de Tung Yen-ts’un.

Decidí retirarla. Sin el príncipe Kung, yo no era igual a Su Shun. Necesitaba tiempo para asegurar mi relación con Nuharoo, pero temía más retrasos. El cadáver de Hsien Feng llevaba ya un mes aguardando. Aunque bien sellado, el ataúd emitía un olor putrefacto.

Su Shun y su banda estuvieron encantados. Se desestimó la proposición de Tung y nos hizo consentir en poner los sellos en un edicto que había escrito para procesar a Tung Yen-ts’un.

El 9 de octubre de 1861, se celebró una audiencia para todos los ministros y nobles de Jehol en el salón de la Bruma Fantástica. Nuharoo y yo nos sentamos una a cada lado de Tung Chih. La noche anterior habíamos hablado y le había sugerido a Nuharoo que fuera ella quien se encargara aquella vez. Nuharoo estaba dispuesta, pero le costaba decidir lo que tenía que decir. Ensayamos hasta que estuvo preparada.

– Hablando de transportar el cadáver del emperador a su lugar de nacimiento -empezó Nuharoo-, ¿cómo están los preparativos? ¿Y la ceremonia de despedida del espíritu de su majestad?

Su Shun avanzó unos pasos.

– Todo está dispuesto, majestad. Esperamos a que su joven majestad Tung Chih acuda a la sala del ataúd para iniciar la ceremonia y el palacio esté preparado para salir de Jehol poco después.

Nuharoo asintió y me miró, buscando seguridad.

– Todos habéis trabajado duro desde la muerte de mi marido, en especial el Consejo de Regentes. Lamentamos que Tung Chih sea tan joven y Yehonala y yo estemos abrumadas por el dolor. Os pedimos vuestra comprensión y vuestro perdón si no hemos cumplido con nuestra obligación a la perfección.

Nuharoo se dirigió hacia mí y yo asentí con la cabeza.

– Hace pocos días -prosiguió Nuharoo-, se produjo un malentendido con el Consejo de Regentes. Lamentamos lo ocurrido. Compartimos las mismas buenas intenciones y eso es lo único que debería importarnos. Volvamos a Pekín para guardar el ataúd imperial en lugar seguro. Cuando esa tarea esté realizada, el joven emperador concederá premios. Y ahora, emperatriz Yehonala.

Yo sabía que tenía que sorprender a la corte.

– Me gustaría repasar los preparativos de la seguridad del viaje. ¿Su Shun?

Reticente pero obligado por la formalidad, Su Shun respondió:

– La procesión imperial se dividirá en dos partes. Hemos denominado a la primera sección: «desfile de la felicidad». Hemos dispuesto que el emperador Tung Chih y las emperatrices se sienten en esta sección para celebrar que el joven emperador se haya convertido en el nuevo gobernante. La seguridad estará garantizada por cincuenta mil portaestandartes a las órdenes del príncipe Yee. Le seguirán otras dos divisiones. Una división de siete mil hombres, trasladados desde áreas adyacentes a Jehol, será responsable de la seguridad del emperador. La otra división constituida por tres mil guardias imperiales estará bajo el mando de Yung Lu. Su tarea será realizar el desfile ceremonial. Yo mismo guiaré la procesión con cuatro mil hombres.

– Muy bien. -Nuharoo estaba impresionada.

– Por favor, sigue con la segunda sección -le ordené.

– Hemos llamado a la segunda sección: «desfile de la pena» -continuó Su Shun-. El féretro del emperador Hsien Feng viajará en esta sección. Se han transferido diez mil hombres y caballos procedentes de las provincias del río Amur, Chihli, Shenking y Hsian. Se ha notificado a cada gobernador provincial que debe recibir a la procesión a lo largo del camino. Hemos convocado al general Sheng Pao para custodiarnos en aquellas zonas que consideramos inseguras, como Kiangsi y Miyun.

Percibí un problema: ¿cómo atacarían los hombres del príncipe Kung cuando Su Shun podía fácilmente tomarnos a Tung Chih y a nosotras como rehenes? Si algo levantaba las sospechas de Su Shun, este tendría la oportunidad de hacernos daño. ¿Cómo podía saber si no había tramado ya ese «accidente»? El corazón me latía fuertemente en el pecho cuando volví a hablar.

– Los preparativos del gran consejero parecen excelentes. Solo me preocupa una cosa. ¿Estará el desfile de la felicidad acompañado por banderas coloristas, fuegos artificiales, bailarines y música fuerte?

– Sí.

– ¿Al contrario que el desfile de la pena?

– Exacto.

– El espíritu del emperador Hsien Feng estaría turbado por las trompetas -indiqué-. Las canciones alegres provocarían tristeza si los dos desfiles estuvieran tan conectados.

– De hecho -dijo el príncipe Yee, mordiendo el anzuelo-, la preocupación de la emperatriz Yehonala es loable. Debemos separar los dos desfiles; será algo fácil. -Se volvió hacia Su Shun, quien le devolvió una mirada tan dura como pudo, pero era demasiado tarde. La lengua del príncipe Yee no se contuvo-. Sugiero que el desfile de la felicidad vaya delante y el desfile de la pena lo siga a unos kilómetros de distancia.

– De acuerdo. -Cerré la tapa antes de que Su Shun oliera algo de lo que cocinaba en mi olla-. Qué buena idea. Sin embargo, la emperatriz Nuharoo y yo no estamos a gusto si nuestro marido viaja solo. Dos semanas es mucho tiempo para que el emperador Hsien Feng viaje sin compañía.

Sin desperdiciar la oportunidad de relumbrar, el príncipe Yee hizo otra sugerencia:

– Estoy seguro de que cualquiera de nosotros sería feliz de acompañar a su difunta majestad; ¿puedo tener ese honor?

– Quiero que sea Su Shun -dijo Nuharoo con lágrimas en los ojos-. Él era el hombre en quien más confiaba nuestro marido. Con Su Shun al lado de su majestad, el alma celestial descansará en paz. ¿Aceptas mi humilde petición, Su Shun?

– Será un honor, majestad.

Su Shun estaba visiblemente contrariado.

Apenas podía contener mi satisfacción. Nuharoo no sabía lo que había hecho; había creado la perfecta situación para que se beneficiara el príncipe Kung.

– Gracias, príncipe Yee -exclamé-. Ciertamente seréis recompensado cuando lleguemos a Pekín.

No esperaba que se presentara una ocasión tan propicia, pero lo cierto es que se presentó. Como impelido por el deseo de complacernos aún más, por avaricia o tal vez simplemente por su naturaleza superficial, el príncipe Yee añadió:

– No quiero halagarme a mí mismo, majestad. Me haré merecedor de vuestra recompensa porque el viaje será duro para mí. No solo estaré a cargo de la corte interior, sino que tengo también importantes responsabilidades militares. Debo confesar que ya estoy agotado.

Aproveché para darles la vuelta a sus palabras.

– Bueno, príncipe Yee, Nuharoo y yo creemos que su joven majestad Tung Chih encontrará otra solución. Ciertamente no queremos cansaros. ¿Por qué no dejáis vuestras obligaciones militares en manos de otros y os ocupáis solo de la corte interior?

El príncipe Yee no estaba preparado para mi rápida reacción.

– Por supuesto -respondió-, pero ¿habíais pensado en mi sustitución mientras hablábamos?

– No tenéis de qué preocuparos, príncipe Yee.

– Pero ¿quién será?

Vi que Su Shun avanzaba un paso y decidí sellar el momento.

– El príncipe Ch’un asumirá la obligación militar -comuniqué, apartando la mirada de Su Shun, que parecía tan desesperado por hablar que yo temía que atrajese la atención de Nuharoo-. El príncipe Ch’un no tiene asignada ninguna tarea. -Capté a Nuharoo con la mirada-. Será perfecto para el trabajo, ¿verdad?

– Sí, dama Yehonala -coincidió Nuharoo.

– ¡Príncipe Ch’un! -le llamé.

– Presente. -Respondió el príncipe Ch’un desde un rincón de la sala.

– ¿Os parece bien esta disposición?

– Sí, majestad -afirmó él con una reverencia.

El príncipe Yee cambió de expresión, mostrando un evidente arrepentimiento por lo que se había hecho a sí mismo. Intenté halagarle:

– Sin embargo nos gustaría que el príncipe Yee reanudara todas sus tareas cuando lleguemos a Pekín. Su joven majestad no puede prescindir de él.

– ¡Sí, claro, majestad!

El príncipe Yee volvía a ser un hombre feliz.

Me dirigí a Nuharoo.

– Creo que esto es todo por esta audiencia.

– Sí, debemos dar las gracias al gran consejero Su Shun por su excelente trabajo de planificación.