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Capítulo 22

El 10 de octubre en que el ataúd de Hsien Feng fue llevado sobre los hombros de ciento veinticuatro porteadores fue un día auspicioso. En la ceremonia de despedida, Nuharoo y yo vestíamos elaboradas túnicas de luto revestidas de ornamentos de piedra. Las alhajas del tocado y los hombros, los cinturones y los zapatos pesaban más de once kilos. Ante mis ojos pendía una cortina de cuentas de oro y adornaban mis orejas joyas de jade con la palabra Tien, «en memoria». Me dolían las orejas y la espalda de tanto peso. Me picaba la cabeza; el aceite del cabello atraía el polvo, que acababa bajo mis uñas de tanto rascarme. Resultaba difícil dar una imagen elegante en tales circunstancias.

A Nuharoo no le gustaban mis modales y se puso ella misma como ejemplo a seguir. Yo admiraba su aguante en lo relativo a su aspecto. Estaba segura de que se sentaba erguida incluso en el excusado. Supuse que adoptaba la misma rigidez cuando estaba en la cama de Hsien Feng. En lo relativo a las artes amatorias, el emperador era un hombre al que le agradaba la creatividad. Probablemente Nuharoo le había ofrecido la postura clásica de El menú de actividades de la cámara imperial y había esperado a que él vertiera sus semillas.

Siempre se podía contar con que el maquillaje de Nuharoo estuviera impecable hasta el último detalle. Tenía dos encargados de la manicura, expertos en la talla del grano de arroz, quienes podían pintar paisajes y arquitecturas completas en sus uñas. Se necesitaba una lupa para apreciar por completo la obra de arte. Nuharoo sabía perfectamente lo que quería. Debajo de su túnica de luto, seguía llevando el vestido con el que había decidido morir, tan sucio que el borde del cuello estaba gris grasiento.

Caminamos a través de un bosque colorista de sombrillas y tiendas de seda en forma de pabellón. Inspeccionamos el cortejo y quemamos incienso. Por último derramamos vino, invitando al ataúd a iniciar su camino. La procesión partió hacia los agrestes desfiladeros que conducían desde Jehol hacia la Gran Muralla.

El féretro rojo rosado con dibujos de dragones de oro había sido recubierto con cuarenta y nueve capas de pintura. Al frente marchaba una división de guardias ceremoniales. El cofre estaba suspendido en el aire sobre un gigantesco marco rojo y, en medio del marco, en un poste a juego, se izaba una bandera de más de cinco metros con un dragón dorado que echaba fuego por las fauces. También había un par de móviles sonoros de cobre. Detrás de la bandera del dragón, ondeaban cien banderas con las imágenes de animales poderosos, como osos y tigres.

A continuación de las banderas, avanzaban palanquines vacíos para los espíritus. Las sillas, espléndidamente decoradas, eran de diferentes tamaños y formas. Pieles de leopardo cubrían los asientos. Una gran sombrilla amarilla con flores blancas seguía a cada silla.

Eunucos con túnicas de seda blanca sostenían bandejas con quemadores de incienso. Y detrás de ellos caminaban dos bandas, una con instrumentos de bronce y otra con instrumentos de cuerda y flautas. Cuando las bandas empezaron a tocar, billetes blancos que fueron lanzados al aire, llovieron desde el cielo como copos de nieve.

Antes de subir a nuestros palanquines Nuharoo, Tung Chih y yo pasamos por delante de lamas y monjes y de ceremoniales caballos y ovejas pintados. El sonido de las trompas tibetanas y el compás de los tambores era tan ensordecedor que ni siquiera me oía a mí misma cuando hablaba con Tung Chih. No quería sentarse solo y le dije que tenía que hacerlo en aras de la ceremonia. Tung Chih hizo pucheros y pidió a su conejo de ojos rojos. Por suerte, Li Lien-ying lo llevaba con él. Le prometí a Tung Chih que Nuharoo o yo le acompañaríamos en cuanto pudiéramos.

A los pies de la Gran Muralla, la procesión se dividió en dos partes: el desfile de la felicidad encabezaba la comitiva y el desfile de la pena le seguía a unos kilómetros de distancia.

Por la tarde el tiempo cambió, empezó a llover y fue arreciando. Durante los cinco días siguientes, nuestra procesión se estiró en una columna cada vez más larga. Avanzábamos penosamente por el barro que azotaban los persistentes aguaceros. Por primera vez en su vida, Nuharoo no pudo maquillarse bien. Maldecía con frustración a las doncellas que le sostenían el espejo. Las pobres estaban demasiado cansadas para mantenerlo quieto. Sentí pena por las doncellas; el espejo, del tamaño de una ventana era demasiado grande y pesado para ellas.

Según los exploradores, las gargantas de la montaña estaban infestadas de bandidos. Preocupada, me pregunté qué nos depararía el destino en las próximas horas. A cubierto de la lluvia, cualquiera podía atacarnos.

Como el astrólogo imperial había calculado todas las fechas, ni se nos ocurría pararnos por mucho que se mojaran los porteadores. La lluvia seguía cayendo. Imaginaba las penalidades de los eunucos que llevaban los muebles de madera. A diferencia de los porteadores del ataúd, que estaban entrenados físicamente, los eunucos eran como plantas de interior. Llevaban años sin salir de la Ciudad Prohibida y muchos de ellos eran aún adolescentes.

Me quedé dormida en el palanquín y tuve un sueño extraño. Entraba en el mar como un pez. Llegaba nadando hasta un agujero situado bajo una cueva enterrada en lo más hondo del lecho marino. En torno al agujero había unas gruesas espinas que me arañaban dolorosamente la piel y el agua se volvía rosada a mi alrededor. Podía oír el sonido de los barcos que navegaban por encima y notaba la corriente arremolinarse a mi lado. Subía y bajaba con un dolor terrible, intentando alejarme de las espinas.

Estaba amaneciendo cuando Li Lien-ying me despertó.

– La lluvia ha cesado, mi señora, y el astrólogo dice que ahora podemos descansar a salvo.

– ¿Estamos en el agua? -le pregunté.

Lo pensó un momento y luego respondió:

– Si fuerais un pez, mi señora, habríais sobrevivido.

Bajaron mi silla y descendí de ella. Tenía el cuerpo como si me hubieran dado una paliza.

– ¿Dónde estamos?

– En un pueblo llamado Olas de primavera.

– ¿Dónde está Tung Chih?

– Su joven majestad está con la emperatriz Nuharoo.

Fui a su encuentro. Se habían rezagado unos ochocientos metros. Nuharoo insistía en cambiar a los porteadores del palanquín; en lugar de culpar a los resbaladizos caminos, los culpaba a ellos.

Nuharoo me dijo que había tenido un sueño. Era lo contrario al mío. En su sueño se encontraba en un reino apacible y su espejo era del tamaño de un muro. El reino estaba oculto en los recovecos más profundos de una montaña. Un budista con una barba blanca que le llegaba al suelo le había guiado hasta allí, donde la adoraban y sus súbditos caminaban con palomas blancas sobre sus cabezas.

Después de cierto revuelo, Tung Chih accedió a dejar el palanquín de Nuharoo, que tenía el tamaño de una tienda, para venir a sentarse conmigo.

– Solo un ratito -me advirtió.

Intentaba que el creciente apego que mi hijo sentía por Nuharoo no me molestara. Él era una de las únicas cosas que podían aportar felicidad a mi vida. Había cambiado tanto desde que entrara en la casa imperial. Ya no decía «hoy me siento bien» después del paseo matinal. Las alegres canciones que solía escuchar en mi cabeza se habían acallado. El miedo habitaba en el jardín de mi mente.

Me convencí a mí misma de que era solo parte del viaje de la vida. La alegría pertenecía a la juventud y uno la perdía de modo natural. Había ganado en madurez y, al igual que un árbol, mis raíces se hacían más fuertes con la edad. Esperaba conseguir paz y felicidad de un modo más esencial.

Pero en mi primavera no había mariposas. Lo más triste es que me sabía capaz de sentir pasión. Cuando Tung Chih estaba cerca de mí, las mariposas volvían. Podía ignorar todo lo demás, incluso la soledad y mi profundo anhelo de un hombre, pero necesitaba el amor de mi hijo para soportar la existencia. Tung Chih estaba cerca, al alcance de mis brazos, pero un océano nos separaba. Haría cualquier cosa para ganarme su afecto, aunque él estuviera decidido a no darme esa oportunidad.

Mi hijo me castigaba porque le exigía que se sometiera a ciertos principios vitales. Al mirarme adoptaba dos tipos de expresiones: una era la de un extraño, como si no me conociera y no tuviera ningún interés en conocerme, la otra era de incredulidad; no podía comprender por qué yo era la única que lo desafiaba. Su expresión parecía cuestionar mi mera existencia. Cuando discutíamos y forcejeábamos su expresión era de desdén.

Ante los brillantes ojos de mi hijo, yo me rebajaba. Mi adoración por aquella criaturita me reducía a un hueso danzante en la sopa imperial que llevaba cocinándose doscientos años.

Una vez los vi jugar a los dos. Tung Chih estudiaba el mapa de China. Le encantó que Nuharoo no pudiera localizar Cantón. Ella le suplicó que le dejara marcharse. Él le concedió su deseo y le tendió los brazos; le atraía su debilidad y protegerla le hacía sentirse como un héroe.

Aun así me resultaba imposible no querer a mi hijo; no podía evitar sentir aquel afecto. Cuando nació Tung Chih, supe que le pertenecía. Vivía para su bienestar; no había nada más que él.

Si yo tenía que sufrir, me prepararía mentalmente para ello. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para ayudar a Tung Chih a escapar del destino de su padre. Hsien Feng había sido un emperador, pero carecía de una comprensión elemental de su propia vida. No fue educado en la verdad y murió en la confusión.

Al mirar al exterior, divisé unas grandes rocas en forma de panes rodeadas por una espesa alfombra de matojos silvestres. Durante kilómetros no vimos ni un solo tejado. Nadie salvo el cielo contemplaba nuestra lujosa comitiva. Sabía que eso no debía molestarme, pero no podía evitarlo. Sentada en palanquín entre la humedad, me dolía todo. Los porteadores estaban exhaustos, mojados y sucios. La música alegre solo hacía que me deprimiese aún más.

Li Lien-ying iba y venía de mi silla hasta la de Nuharoo. Su túnica de algodón púrpura se había desteñido por la lluvia y le corrían churretes por la cara. Li Lien-ying había aprendido su oficio de criado imperial y en aquel entonces lo hacía casi tan bien como An-te-hai. Yo estaba preocupaba por Ante-hai; el príncipe Ch’un me había contado que estaba en una cárcel de Pekín. Para completar su engaño, An-te-hai había escupido a un guardia, lo que le valió un duro castigo: lo metieron en un excusado con heces flotando hasta el cuello. Recé por que aguantase hasta que fuera a buscarlo, aunque no podía asegurar que regresaría a Pekín con la cabeza aún sobre los hombros. Pero si lo conseguía, yo misma liberaría a Ante-hai de sus cadenas.

El desfile de la felicidad rompió su formación. Era duro hacer que los fatigados caballos y ovejas avanzaran en fila. Los porteadores habían dejado de cantar. Solo oía el ruido de pasos mezclados con respiraciones pesadas. Tung Chih quería salir del palanquín para jugar y yo pensé que ojalá pudiera dejarle. Me habría gustado verle correr con Li Lien-ying, pero no era seguro. Varias veces había notado expresiones extrañas en los uniformados guardias que pasaban ante nosotros. Me preguntaba si serían espías de Su Shun. Cada día mis porteadores eran reemplazados por hombres nuevos.

Cuando pregunté a mi cuñado, el príncipe Ch’un, sobre el cambio de porteadores, me respondió que era normal que rotaran en sus posiciones para que diera tiempo a curarse las llagas de los hombros, pero no me convenció.

Para consolarme Ch’un me habló de Rong y de su hijo. Estaban bien y a pocos kilómetros detrás de mí. Mi hermana no había querido venir conmigo porque temía que algo le sucediera a mi palanquín. «Un árbol grande invita al viento más fuerte» fue el mensaje que ella me envió, y me aconsejaba que tuviera cuidado.

Llegamos a un templo situado en la ladera de una montaña. Ya había anochecido y la llovizna había cesado. Entramos en el templo, rezamos en los altares y luego pasamos allí la noche. En cuanto Nuharoo, Tung Chih y yo bajamos de nuestras sillas, los porteadores se alejaron con los palanquines vacíos. Corrí y me dio tiempo a preguntarle al último porteador por qué no se quedaban con nosotros, a lo que me respondió que tenían órdenes de no seguirnos hasta arriba de la montaña.

– ¿Y si algo va mal y necesitamos volver a nuestros palanquines y no podemos contar con vosotros? -le pregunté.

El porteador se arrojó al suelo y lo tocó con la frente como un idiota, pero no respondió a mi pregunta. No tenía sentido seguir presionándole.

– ¡Vuelve, Yehonala! -me gritó Nuharoo-. No dudo de que nuestros exploradores y espías han comprobado la seguridad del templo.

El templo parecía preparado para nuestra llegada. Habían reparado el viejo tejado y barrido el polvo del interior. El monje principal era un hombre de gruesos labios, mirada amable y mejillas carnosas.

– La diosa de la misericordia, Kuan Ying, ha estado sudando -explicó con una sonrisa-. Sabía que era un mensaje para decirme que sus majestades pasarían por aquí. Aunque el templo es pequeño, mi humilde bienvenida se extiende desde la mano de Buda hasta el infinito.

Para cenar nos sirvieron sopa de raíz de jengibre caliente, granos de soja y panecillos de trigo. Tung Chih enterró la cara en el cuenco. Yo también tenía un hambre de loba. Me comí toda la comida del plato y pedí más. Nuharoo se tomaba su tiempo. Comprobaba cada botón de su túnica, asegurándose de no haber perdido ninguno, y enderezaba las flores mustias de su tocado. Tomaba cucharaditas de sopa hasta que no pudo negar su hambre; entonces cogió el cuenco y bebió como una campesina.

Después de la comida, el monje principal nos enseñó educadamente nuestra habitación y se marchó. Nos emocionó descubrir quemadores cerámicos cerca de las camas. Podíamos tender nuestras túnicas húmedas sobre ellos para secarlas. Cuando Tung Chih descubrió que los aguamaniles estaban llenos de agua, Nuharoo gritó de alegría y luego susurró:

– Supongo que tendré que lavarme yo misma sin ayuda de las doncellas.

Se desnudó con impaciencia. Era la primera vez que la veía desnuda. Su cuerpo, del color del marfil, era una exquisita obra del cielo. Tenía una esbelta figura con pechos como manzanas y largas piernas finas como el jade. Su espalda recta se curvaba en unas sensuales nalgas. Me hizo pensar que la moda sin formas de las mujeres manchúes era todo un crimen.

Como un ciervo parado en un risco bajo la luz de la luna, Nuharoo se acercó al aguamanil y lentamente se lavó de pies a cabeza. Pensé que aquello solo lo habían visto los ojos de Hsien Feng.

Me desperté en mitad de la noche; Nuharoo y Tung Chih dormían profundamente. Mis sospechas se volvieron a confirmar. Recordé la sonrisa del monje; parecía fingida, los demás monjes no tenían las pacíficas expresiones que solía ver en los budistas. Los monjes no dejaban de mirar furtivamente al monje principal, como si esperasen una señal. Durante la cena, pregunté al monje principal sobre los bandidos del lugar. Me contestó que nunca había oído hablar de ellos. ¿Decía la verdad? Nuestros exploradores nos habían contado que en aquella zona había bandidos. El monje debía de llevar allí muchos años… ¿cómo podía ignorarlo?

El monje cambió de tema cuando le pedí que me enseñara el templo. Nos llevó a la sala principal para que encendiéramos incienso a los dioses y luego nos condujo directamente a la habitación donde dormiríamos. Cuando le pregunté por la historia de las tallas de la pared, volvió a cambiar de tema. Su lengua también carecía de la brillantez de un predicador mientras le relataba a Tung Chih la historia del Buda de mil manos. No parecía familiarizado con los estilos básicos de la caligrafía, lo que era difícil de creer, porque los monjes se pasaban la vida copiando sutras. Le pregunté cuántos monjes se alojaban en el templo y respondió que ocho. ¿Nos ayudarían si nos atacaban los bandidos? Cuanto más pensaba en ese dudoso hombre, más crecía mi inquietud.

– Li Lien-ying -susurré.

Mi eunuco no contestaba y aquello era raro; Li Lien-ying tenía un sueño ligero; podía oír la caída de una hoja de un árbol que estuviera al otro lado de la ventana. ¿Qué le ocurría? Recordaba que el monje principal le había invitado a un té después de cenar.

– ¡Li Lien-ying!

Me senté y lo vi en un rincón.

Dormía como un tronco. ¿Le habría puesto el monje algo en el té?

Me puse la túnica y crucé la habitación. Zarandeé al eunuco y me respondió con un fuerte ronquido. Tal vez estuviera demasiado cansado.

Decidí salir a inspeccionar el patio. Sentía miedo, pero aún me asustaba más quedarme con las dudas. La luna brillaba, el patio parecía como cubierto de una capa de sal y el viento transportaba un aroma de laurel. Justo cuando pensé en la paz que reinaba, vi una sombra escabullirse detrás del arco de una puerta. ¿Me habrían traicionado mis ojos debido a la luz de la luna? ¿O mis nervios?

Volví a la habitación y cerré la puerta. Me subí a la cama y miré por la ventana. Delante de mí había un árbol con un grueso tronco. En la oscuridad, el tronco cambiaba de forma. En un momento parecía un vientre y al rato, un brazo. Mis ojos me estaban engañando. Había gente en el patio; se ocultaban detrás de los árboles. Desperté a Nuharoo y le expliqué lo que había visto.

– Ves un soldado detrás de cada brizna de hierba -se quejó Nuharoo mientras se vestía.

Mientras yo vestía a Tung Chih, Nuharoo fue a despertar a Li Lien-ying.

– El esclavo debe de estar borracho -exclamó-. No se despierta.

– Algo va mal, Nuharoo.

Le abofeteé y al final se despertó, pero cuando intentó caminar, las piernas le flaquearon. Estábamos horrorizadas.

– Preparaos para correr -anuncié.

– ¿Adónde podemos ir? -preguntó Nuharoo presa del pánico.

No conocíamos la zona. Aunque consiguiéramos salir del templo, podíamos perdernos por la montaña. Si no nos atrapaban, podíamos morirnos de hambre. Pero ¿qué nos ocurriría si nos quedábamos allí? Por el momento no me cabía duda de que el monje principal era un hombre de Su Shun. Yo debía de haber insistido en que los porteadores se quedaran con nosotras.

Cuando abrí la puerta, le dije a Tung Chih que se abrazara fuertemente a mí. La montaña empezaba a revelar su forma bajo la luz que precede al alba. El viento sonaba en los pinos como una marea apresurada. Los cuatro caminamos por un pasillo y pasamos por una puerta en forma de arco. Seguimos un camino apenas visible.

– Esto nos conducirá al pie de la montaña -afirmé, aunque no estaba segura.

No tardamos mucho en oír las pisadas de nuestros perseguidores.

– Mira, Yehonala, nos has metido en un buen lío -gritó Nuharoo-. Podíamos haber pedido ayuda a los monjes si nos hubiéramos quedado en el templo.

Yo arrastré a Nuharoo conmigo mientras Li Lien-yin hacía esfuerzos por caminar con Tung Chih a la espalda. Corrimos lo más rápido que pudimos y de repente nos salió al paso un grupo de hombres enmascarados.

– Dales lo que quieren -le ordené a Nuharoo suponiendo que eran bandidos.

Los hombres no hicieron ningún ruido, pero estrecharon el cerco.

– ¡Tomad, tened nuestras joyas! -les ofrecí-. ¡Cogedlo todo y dejadnos ir!

Pero los hombres no querían nada de eso. Se abalanzaron sobre nosotros y nos ataron con cuerdas. Nos metieron pedazos de algodón en la boca y nos vendaron los ojos.

Me encontraba metida en un saco de yute atado a un poste y estaba siendo transportada a hombros de los hombres. La venda se me había caído durante el forcejeo, aunque aún tenía la boca llena de algodón. Veía luz a través del tosco tejido del saco. Los hombres bajaban con dificultad las colinas y supuse que no eran bandidos, pues estos tendrían las piernas más fuertes y acostumbradas a la rudeza de aquel terreno.

Había confiado en que el príncipe Kung nos protegiera, pero parecía que Su Shun lo había burlado. Si era lo que parecía, no había modo de escapar.

Creía que Nuharoo tendría una oportunidad de salir con vida, pero ¿y Tung Chih? ¡Qué sorprendentemente fácil le había resultado a Su Shun dar un golpe de Estado! Sin ejército ni armas, sin derramamiento de sangre; con solo unos pocos hombres disfrazados de bandidos. Nuestro gobierno era un dragón de papel que solamente servía para los desfiles. La Era de la Felicidad Auspiciosa era un chiste. ¡Cómo se sentiría el emperador Hsien Feng ahora que Su Shun había revelado sus verdaderas intenciones!

Las ramas golpeaban contra el saco. En la oscuridad aguardaba expectante algún ruido de Tung Chih, pero fue en vano. ¿Lo ejecutarían? No me atrevía a pensar en nada. Por el ángulo del palo, podía decir que nos encontrábamos en un terreno menos pronunciado.

Sin previo aviso me dejaron caer y choqué contra algo que parecía un tronco de árbol. Me di con la cabeza contra una superficie dura y el dolor fue terrible. Oí hablar a varios hombres y luego, pasos que se acercaban. Me arrastraron sobre hojas secas y me arrojaron a lo que parecía una zanja.

La tela de mi boca estaba empapada de saliva y al final se me cayó. No me atrevía a pedir ayuda; temía que si lo hacía, adelantaría mi fin. Intenté prepararme para lo peor, pero me atenazó una sensación demoledora: no podía morir sin saber dónde estaba Tung Chih. Intenté desgarrar el saco con los dientes, pero con las manos atadas a la espalda era inútil.

Oí pasos sobre las hojas secas. Alguien se acercó y se detuvo a mi lado. Intenté mover las piernas y ponerme en mejor posición para defenderme desde dentro del saco, pero también las tenía atadas. Podía oír la respiración de un hombre.

– ¡Por el amor del cielo, perdonad a mi hijo! -grité, y luego me encogí.

Imaginaba el cuchillo cortando el saco y el frío metal clavándose en mi carne.

Nada de eso sucedió; en cambio oí más ruido de pasos y el choque de armas metálicas. Hubo un grito ahogado y luego algo, un cuerpo, cayó sobre mí.

Durante un momento se hizo el silencio. Después, a lo lejos, llegó el sonido de cascos de caballos y gritos de hombres.

No conseguía decidirme; no sabía si debía guardar silencio o pedir ayuda. ¿Y si eran los hombres de Su Shun que venían a asegurarse de que estaba muerta? Pero ¿y si eran los hombres del príncipe Kung? ¿Prestaría alguien atención a un saco de yute tirado en una zanja debajo de un cuerpo?

– ¡Tung Chih! ¡Tung Chih! -grité.

Al cabo de un momento, un cuchillo abrió el saco y pude respirar bajo la luz del sol.

El cuchillo lo sostenía un soldado con el uniforme de la Guardia Imperial que estaba de pie ante mí, atónito.

– ¡Majestad! -exclamó arrojándose al suelo.

Quitándome las cuerdas de las manos y los pies, le pregunté:

– Levántate y dime quién te manda.

El soldado se levantó y señaló detrás de él. A unos pocos metros, un hombre a caballo volvió la cabeza.

– ¡Yung Lu!

Desmontó y cayó de rodillas.

– ¡Casi me convierto en fantasma! -grité llorando-. ¿O es que ya lo soy?

– Hablad; así lo sabré, majestad -me pidió Yung Lu.

Yo me vine abajo.

– Majestad -murmuró-. Es la voluntad del cielo que hayáis sobrevivido -dijo enjugándose la frente.

Intenté salir de la zanja, pero mis rodillas me traicionaron y me caí. Yung Lu me cogió del brazo. El contacto con su mano me hizo llorar como una niña.

– Podría haber sido un fantasma hambriento -me lamenté-. He dormido poco, no he comido nada en todo el día ni bebido una gota de agua. Ni siquiera estoy vestida como es debido; he perdido los zapatos. Si hubiera tenido que encontrarme con los antepasados imperiales, se habrían sentido muy avergonzados al recibirme.

Me atrajo hacia él.

– Ya ha acabado todo, majestad. Vayámonos a casa.

– ¿Estaba Su Shun detrás de todo esto?

– Sí, majestad.

– ¿Dónde está el asesino?

Yung Lu apuntó con la barbilla hacia la zanja. El hombre tenía la cara medio enterrada en la tierra, pero reconocí el grueso cuerpo. Era el monje principal.

Pregunté dónde estaban Tung Chih y Nuharoo. Yung Lu me explicó que los habían rescatado también y continuaban su viaje a Pekín. Yung Lu ya había enviado mensajeros a Su Shun con la noticia de que me habían encontrado muerta, pero el falso informe tardaría días en llegar hasta él, lo cual formaba parte del plan del príncipe Kung.

Yung Lu me subió al carruaje y él mismo me escoltó. Tomamos un camino más corto y llegamos a Pekín mucho antes que Su Shun y su procesión.