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El príncipe Kung me esperaba en la Ciudad Prohibida y sintió un gran alivio cuando me vio llegar ilesa.
– Los rumores sobre vuestra muerte han viajado más rápido que nuestros mensajeros -anunció, al saludarme-. Me torturaba la preocupación.
Nos abrazamos entre lágrimas.
– Quizá vuestro hermano quiso llevarme con él -aventuré, sintiéndome aún un poco herida.
– Pero cambió de idea en el último minuto, ¿no creéis? Debió de colaborar en vuestro rescate desde el cielo. -El príncipe Kung hizo una pausa-. Estoy seguro de que no estaba en su sano juicio cuando nombró a Su Shun.
– Tenéis razón.
El príncipe Kung me miró de arriba abajo y luego sonrió.
– Bienvenida a casa, cuñada. Habéis tenido un viaje duro.
– Vos también -dije, y noté que el sombrero le quedaba demasiado grande.
Se retiró el ala hacia atrás con la mano de modo que no le tapara las cejas.
– He perdido peso, pero no esperaba que me encogiera la cabeza -respondió riendo.
Cuando le pregunté sobre el monje principal, el príncipe Kung me explicó que era un asesino conocido como la Mano de Buda; su poder era tan ilimitado como dicha mano y se decía que era capaz de «cubrirlo todo». En el folclore, cuando el rey mono de la magia cree que ha escapado después de recorrer en carreta miles de kilómetros, se encuentra con que ha ido a parar a aquella mano todopoderosa. Mi cabeza era la única que el asesino no había conseguido guardar en su caja ornamental.
El príncipe Kung y yo nos sentamos a hablar y así empezó nuestra larga relación laboral. Era un hombre de amplias miras, aunque seguiría perdiendo los estribos en el curso de los años. Le habían educado como a su hermano y podía ser igual de malcriado e impaciente. En muchas ocasiones tuve que ignorar su insensibilidad y egoísmo; sin querer, me humilló más de una vez delante de la corte. Podía haber protestado, pero me dije a mí misma que debía aprender a aceptar los fallos del príncipe Kung al igual que sus virtudes. Su influencia era mayor que la de sus hermanos, que no era insignificante. Aceptaba la realidad y estaba abierto a diferentes opiniones. En aquel momento nos necesitábamos mutuamente. Como manchú que era, le habían enseñado que el lugar de la mujer era la alcoba, pero no podía ignorarme del todo; sin mi apoyo, él hubiera carecido de legitimidad.
Cuando el príncipe Kung y yo nos conocimos mejor, nos fuimos relajando. Le hice saber que yo no tenía ningún interés en el poder en sí y que lo único que quería era contribuir al éxito de Tung Chih. Fue maravilloso que compartiéramos el mismo punto de vista. A veces nos peleamos, pero siempre nos las arreglamos para salir de nuestras trifulcas unidos. Para estabilizar la nueva corte, nos convertimos cada uno en el hombre de paja del otro.
Valiéndome del orgullo del príncipe Kung, yo alentaba su entusiasmo y sus ambiciones. Creía que si Nuharoo y yo éramos humildes con él, él sería humilde con Tung Chih. Practicábamos los principios confucianistas de la familia y ambos nos beneficiábamos.
Yo representaba mi papel, aunque me cansaba de ponerme la máscara teatral cada día. Tenía que simular que estaba absolutamente indefensa sin la corte. Mis ministros solo me respondían cuando creían que eran mis salvadores. Mis ideas no habrían ido demasiado lejos si me hubiera presentado ante ellos como «una idea que su señor tuvo hace seis años». Para poder dominar, aprendí que tenía que dar la imagen de que yo era la dominada.
Nuharoo, Tung Chih y el resto del desfile de la felicidad tardaron cinco días más en llegar a Pekín. Cuando llegaron a la puerta del Cenit, los hombres y los caballos estaban tan agotados que parecían un ejército derrotado. Las banderas estaban harapientas y sus zapatos agujereados. Los porteadores de los palanquines, con la cara cubierta de polvo y la barba crecida, arrastraban sus pies llagados. Los guardias, desmoralizados, no mantenían la formación.
Imaginé a Su Shun y a su desfile de la pena, cuya llegada estaba prevista para unos días más tarde. El peso del ataúd de Hsien Feng debía de aplastar los hombros de los porteadores. Para entonces Su Shun debía de haber recibido la noticia de mi ejecución y estaría ansioso por llegar a Pekín.
La alegría de llegar a casa insufló nueva energía al desfile de la felicidad. A las puertas de la Ciudad Prohibida, toda la comitiva volvió a formar. Al cruzar el umbral, los hombres se pusieron firmes y sacaron pecho con orgullo. Parecía que nadie sabía nada de lo ocurrido. Los ciudadanos se alineaban a uno y otro lado de la entrada y aplaudían. La multitud profirió vítores al ver los palanquines imperiales. Nadie sabía que la persona que iba en el mío no era yo, sino mi eunuco Li Lien-Ying.
Nuharoo celebró el fin del viaje bañándose tres veces seguidas. La doncella me informó de que casi se ahoga en la bañera porque se quedó dormida. Mandé llamar a Rong y a su joven hijo y visitamos a nuestra madre y a nuestro hermano. Invité a mi madre a mudarse al palacio y vivir conmigo para que pudiera cuidarla, pero ella declinó el ofrecimiento; prefería quedarse donde estaba: en una casa tranquila de un pequeño callejón situado detrás de la Ciudad Prohibida; así que no insistí. Si vivía conmigo, tendría que pedir permiso cada vez que quisiese ir a comprar o visitar a sus amigas. Sus actividades se limitarían a sus aposentos y al jardín, y no se le permitiría cocinar sus propios alimentos. Yo deseaba pasar más tiempo con mi madre, pero tenía que reunirme con Nuharoo para preparar nuestro plan con respecto a Su Shun.
– A menos de que sean buenas noticias, no quiero oírlas -me advirtió Nuharoo-. Las inclemencias del viaje ya han acortado bastante mi vida.
De pie ante la puerta desvencijada de Nuharoo, observé que los extranjeros habían destruido todo lo que habían encontrado. El espejo estaba rayado, habían quitado las tallas de oro y también los bordados de las paredes. Los armarios estaban vacíos y sobre su cama se marcaban las huellas de pisadas de hombres. Aún había añicos de cristal en el suelo. Su colección de arte había desaparecido. Los jardines estaban estropeados y todos los peces, pájaros, pavos reales y loros habían muerto.
– El sufrimiento es obra de la mente -sentenció Nuharoo mientras daba un sorbo a su té-. Domínalo y no sentirás más que felicidad. La belleza de mis uñas está intacta porque se quedaron dentro de los protectores.
La miraba y la recordaba sentada dentro del palanquín con la túnica empapada por la lluvia durante días. Sabía lo duro que había resultado porque yo misma lo experimenté. Los cojines húmedos me hacían sentir como si estuviera sentada sobre orina. No sabía si admirar el esfuerzo de Nuharoo por mantener la dignidad. Durante el viaje habría querido bajar de la silla para caminar, pero Nuharoo me había detenido. «Los porteadores están para llevarte», insistió. Le expliqué que estaba enferma por tener el trasero húmedo: «¡Tengo que airearlo de algún modo!».
Recordé que se había quedado en silencio, pero su expresión me decía claramente que desaprobaba mi conducta. Cuando por fin decidí salir y caminar al lado de los porteadores, se horrorizó. Me hizo saber que se sentía insultada, lo cual me obligó a volver al palanquín.
– No me mires como si hubieras descubierto una nueva estrella en el cielo -me dijo atándose el cabello-. Deja que comparta contigo una enseñanza de Buda: Tener algo es no tener nada en absoluto.
Aquello no tenía ningún sentido para mí. Nuharoo movió la cabeza con lástima.
– Buenas noches y que descanses, Nuharoo.
Ella asintió.
– Envíame a Tung Chih, por favor.
Yo quería pasar la noche con mi hijo después de estar separados durante tanto tiempo, pero conocía a Nuharoo. En lo tocante a Tung Chih, su voluntad era la que mandaba. Me quedé allí de pie sin ninguna oportunidad.
– ¿Puedo enviártelo después de su baño?
– Sí -respondió, y me di media vuelta para irme.
– No intentes subir muy alto, Yehonala -me aconsejó su voz a mis espaldas-. Abraza el universo y abraza lo que venga a ti. No tiene sentido luchar.
Cuando el príncipe Kung salió de Pekín para Miyun, dejó que yo terminara la última parte del decreto que condenaba a Su Shun. La ciudad estaba a veinticuatro kilómetros de la capital y era la última parada de la procesión antes de su llegada. Su Shun y el ataúd de Hsien Feng debían llegar a Miyun a primera hora del mediodía.
Se ordenó a Yung Lu que regresara con Su Shun y que permaneciera cerca de él. Su Shun supuso que todo estaba saliendo según lo previsto y que yo, su mayor obstáculo, había sido eliminada.
Su Shun se encontraba ebrio cuando la procesión llegó a Miyun. Estaba tan emocionado ante sus propias perspectivas que ya había empezado a celebrarlo con su gabinete. Se vio a prostitutas locales que corrían alrededor del féretro imperial y robaban ornamentos. Cuando el general Sheng Pao saludó a Su Shun en las puertas de Miyun, este último anunció mi muerte con gran júbilo.
Al recibir una fría respuesta por parte de Sheng Pao, Su Shun miró a su alrededor y vio al príncipe Kung, que no estaba lejos del general. Su Shun ordenó a Sheng Pao que echara al príncipe Kung, pero Sheng Pao no se inmutó.
Su Shun se volvió hacia Yung Lu, que estaba detrás de él, y este tampoco se movió.
– ¡Guardias! -gritó Su Shun-. ¡Llevaos al traidor!
– ¿Tenéis un decreto para hacerlo? -preguntó el príncipe Kung.
– Mi palabra es el decreto -fue la respuesta de Su Shun.
El príncipe Kung dio un paso atrás y el general Sheng Pao y Yung Lu avanzaron. Su Shun imaginó lo que se le avecinaba.
– No os atreváis. Me ha nombrado su majestad. ¡Soy la voluntad del emperador Hsien Feng!
Los guardias imperiales rodearon a Su Shun y a sus hombres. Su Shun se puso a gritar:
– ¡Os colgaré a todos por esto!
A una señal del príncipe Kung, Sheng Pao y Yung Lu prendieron a Su Shun por los brazos. Su Shun se debatió y pidió ayuda al príncipe Yee. El príncipe Yee llegó corriendo con sus guardias, pero los hombres de Yung Lu los interceptaron. El príncipe Kung sacó un decreto amarillo de una de sus mangas.
– Aquel que se atreva a contrariar una orden del emperador Tung Chih será ejecutado.
Mientras Yung Lu desarmaba a los hombres de Su Shun, el príncipe Kung leyó lo que yo había escrito:
– El emperador Tung Chih ordena que Su Shun sea arrestado de inmediato. Su Shun ha sido hallado culpable de organizar un golpe de Estado.
Encerrado en una jaula sobre ruedas, Su Shun parecía una bestia de circo cuando el desfile de la pena reanudó su viaje desde Miyun hasta Pekín. En nombre de mi hijo, informé a los gobernadores de todos los Estados y provincias del arresto de Su Shun y su expulsión del cargo. Le notifiqué al príncipe Kung que consideraba crucial ganar también en el campo moral. Necesitaba conocer la opinión de mis gobernadores para poder recuperar la estabilidad. Si reinaba la confusión, quería ocuparme de ello en aquel mismo instante. An-te-hai me ayudó en la empresa, incluso aunque había sido liberado del excusado de la prisión imperial solo pocos días antes. Estaba lleno de vendajes pero feliz.
De toda China llegaron comentarios sobre el arresto de Su Shun. Me alivió mucho saber que la mayoría de gobernadores estaban de mi lado. A quienes tenían dudas les elogié por su sinceridad. Dejé bien claro que querían que se dirigieran a mí con toda sinceridad, por mucho que contradijeran mi visión personal de Su Shun. Quería que los gobernadores supieran que estaba preparada para escuchar y más que dispuesta a tomar una decisión sobre el castigo de Su Shun siguiendo sus recomendaciones.
Poco después, los dos secretarios, que representaban la justicia civil y en un principio estaban del lado de Su Shun, lo denunciaron. Fue entonces cuando el general Tseng Koufan y los ministros y gobernadores chinos me expresaron su apoyo. Los llamaba «los veletas» porque habían observado detenidamente de qué lado soplaba el viento antes de comprometerse. Tseng Kou-fan criticó la «grave falta histórica» de Su Shun. Imitando a Tseng, siguieron a los gobernadores de las provincias del norte. Expresaron su desacuerdo sobre el hecho de que Su Shun hubiera excluido al príncipe Kung y propusieron que el poder recayera sobre la emperatriz Nuharoo y sobre mí.
En cuanto Su Shun llegó a Pekín, empezó el juicio, presidido por el príncipe Kung. Su Shun y la banda de los ocho fueron hallados culpables de subversión contra el Estado, que era una de las diez abominaciones de la ley Qing, superada solo por la rebelión. Su Shun también fue hallado culpable de crímenes contra la familia y la virtud de la sociedad. En el decreto que había redactado, lo calificaba de «abominable, imperdonable e irredimible».
Al príncipe Yee se le «concedió» una cuerda y se le «permitió» ahorcarse. Fue escoltado hasta un cuarto especial donde le aguardaban una viga y un taburete. En la habitación un criado ayudaría a Yee a subir al taburete, por si le fallaban las piernas. También se esperaba que el criado diera una patada al taburete una vez el príncipe Yee hubiera metido la cabeza por el lazo. Me ponía enferma ordenar esta sentencia, pero sabía que no me quedaba otra alternativa.
Los hijos de Su Shun fueron decapitados, pero perdoné a su hija, forzando un poco la ley en su caso. Era una muchacha inteligente que una vez me había servido como bibliotecaria. No se parecía en nada a su padre; era amable y reservada. Aunque no deseaba que nuestra amistad continuara, sentí que merecía vivir. Los eunucos de Su Shun fueron condenados a morir a latigazos. Por supuesto, eran cabezas de turco, pero necesitaba del terror para dar un escarmiento.
En cuanto a Su Shun, la autoridad judicial recomendó la muerte por descuartizamiento, pero decidí que debía ser conmutada.
– Aunque Su Shun bien merece el castigo -decía mi decreto a la nación-, no podemos imponerle la pena máxima. Por tanto, como muestra de indulgencia, lo sentenciamos a ser decapitado inmediatamente.
Tres días antes de la ejecución de Su Shun, estalló una algarada en un distrito de Pekín donde vivían muchos realistas. Se oyó la queja de que Su Shun había sido nombrado ministro por el emperador Hsien Feng. «Si Su Shun no tenía ninguna virtud y merecía tan severo castigo, ¿debemos poner en duda la sabiduría de nuestro difunto emperador? ¿O debemos sospechar que se está violando la voluntad de su majestad?»
Yun Lu controló la algarada. Pedí al príncipe Kung y a Yung Lu que custodiaran la ejecución de Su Shun. Les indiqué que debían estar extraordinariamente atentos porque en el pasado los portaestandartes manchúes ya habían rescatado a condenados como modo de empezar una rebelión.
El príncipe Kung prestó poca atención a mis preocupaciones. A sus ojos, Su Shun estaba ya casi muerto. Al creer que contaba con el pleno apoyo del pueblo, el príncipe Kung propuso cambiar el lugar de la ejecución; en vez de en el mercado de verduras, se celebraría en el mercado de animales, un lugar más grande que podía acomodar a diez mil personas.
Como no estaba tranquila ante semejantes planes, decidí investigar el pasado del verdugo. Envíe a An-te-hai y a Li Lien-yin a hacer el trabajo y enseguida volvieron con noticias preocupantes. Tenían pruebas de que ya habían sobornado al verdugo.
El hombre que la corte había nombrado para decapitar a Su Shun era conocido como Una Tos, pues realizaba su trabajo con concienzuda velocidad. No tenía ni idea de que era tradición sobornar al verdugo. Para ganarse algún dinero, los miembros de aquel macabro oficio, desde el verdugo hasta el afilador de las hachas, trabajaban de común acuerdo.
Cuando llevaban a un convicto a prisión, lo trataban de manera lamentable si la familia no sobornaba adecuadamente a las personas oportunas. Por ejemplo, se le podía infligir heridas invisibles e indetectables en los huesos y en las junturas, dejando al prisionero tullido de por vida. Si el prisionero estaba sentenciado a una muerte lenta por descuartizamiento, el verdugo podía tardar diez días en convertirlo en un esqueleto y que aún respirase. Si el verdugo estaba satisfecho con el soborno, su cuchillo iba a parar directamente al corazón, acabando con el sufrimiento antes de que empezara.
Aprendí que en lo relativo a una decapitación, existían niveles de servicio. La familia del condenado y el verdugo llegaban a sentarse y negociar. Si el verdugo no estaba satisfecho, cortaba la cabeza y la dejaba rodar. Con la ayuda de sus aprendices, que se escondían entre la multitud, la cabeza «desaparecía». Hasta que la familia entregaba el dinero, no se «encontraba» la cabeza. Poco después, la familia tenía que pagar a un talabartero para que le volviera a coser la cabeza al cuerpo. Si pagaban lo suficiente, el verdugo se aseguraba de que la cabeza quedara pegada al cuerpo por una franja de piel. Este era un objetivo difícil y a Una Tos se le consideraba muy versado en esta materia.
Le pedí a Yung Lu que se entrevistara con Una Tos por mí. Quería oír con mis propios oídos cómo se preparaba para la decapitación de Su Shun, pero la ley lo prohibía. Así que observé a Una Tos desde detrás de un biombo.
– La palabra «hachazo» o «matanza» es incorrecta para describir mi trabajo -empezó Una Tos en un tono sorprendentemente amable. Era un hombre de cabeza pequeña, estructura corpulenta y brazos cortos y gruesos-. La palabra correcta es «rebanar», eso es lo que yo hago: rebanar. Sujeto el cuchillo hacia atrás por el mango con la mano derecha, es decir, con la parte posterior del cuchillo hacia mi codo y la hoja mirando hacia fuera. Cuando me den la orden de proceder, llevaré el cuchillo directamente a la nuca de Su Shun. La mayoría de la gente que aguarda la muerte no es capaz de mantenerse en pie cuando son llevados hasta mí. Nueve de cada diez tienen problemas para mantenerse erguidos mientras están arrodillados. Así que mi ayudante mantiene los hombros del tipo rectos cogiéndole por la trenza. Yo estaré de pie detrás de Su Shun, un poco a la izquierda para que no me vea. De hecho, lo observaré desde el momento en que lo escolten hasta que suba al patíbulo. Estudiaré su nuca para localizar el lugar donde pueda cortar.
»Para empezar, le daré un golpecito en el hombro derecho con mi mano izquierda. Solo tendré que darle un ligero toque y dará un salto. La cuestión es sobresaltarlo para que su cuello se yerga, e inmediatamente soltaré el codo. La cuchilla se clavará directamente entre las vértebras espinales. Entonces, hundiendo el cuchillo lo desplazaré hacia la izquierda y, antes de que salga el extremo, levantaré la pierna y le daré una patada al cuerpo para que caiga hacia delante. Tengo que ser rápido al darle la patada o de otro modo me mancharé de sangre, lo cual en mi profesión se considera que da mala suerte.
Llegó el día de la ejecución de Su Shun. Yung Lu me dijo más tarde que nunca había visto a tanta gente en una decapitación. La calles estaban abarrotadas y también los tejados y los árboles. Los niños se habían llenado los bolsillos de piedras y cantaban canciones de celebración. La gente escupía a Su Shun cuando pasaba dentro de su jaula. Al llegar al lugar de la ejecución, tenía el rostro cubierto de saliva y la piel desgarrada por las piedras.
Una Tos vació una botella de licor antes de subir al patíbulo, no podía creer que estuviera decapitando a Su Shun, pues en el pasado había decapitado a otros acatando órdenes de él.
En cuanto a este último, él consideraba su propio fracaso «un barco vuelto del revés en las aguas residuales». Gritaba a la multitud alborozada que «había un asunto salaz entre la emperatriz y su cuñado imperial, el príncipe Kung». En cuestión de minutos, la cabeza de Su Shun rodó como la de un criminal común.
Estaba embelesada por la ejecución. Las imágenes que Yung Lu describía cobraban realidad en mi mente. An-te-hai me contó que en sueños yo decía a voz en grito que lo único que quería era alumbrar a una docena de niños y vivir como una campesina y que no cesaba de mover el cuello de un lado a otro como si quisiera eludir la hoja.
La inmensa fortuna de Su Shun se dividió entre los miembros de la familia real en compensación por el abuso que habían sufrido. De la noche a la mañana, Nuharoo y yo éramos ricas. Ella compró joyas y ropa y yo pagué espías. El intento de asesinato había acabado con mi sensación de seguridad. Con el dinero que me quedó, compré la compañía de ópera de Su Shun. En mi solitaria vida de viuda imperial, la ópera se convirtió en mi solaz.
La corte votó y aprobó una proposición, que sometí en nombre de Tung Chih, concediendo el ascenso a Yung Lu y An-te-hai. A partir de aquel momento, Yung Lu detentaba el cargo militar más alto de China. Era responsable no solo de la protección de la Ciudad Prohibida y la capital sino de todo el país. Su nuevo título era comandante en jefe de las Fuerzas Imperiales y ministro de la Casa Imperial. En cuanto a An-tehai, le di el trabajo del eunuco jefe Shim. Consiguió también un segundo rango, el de ministro de la Corte, que era el más elevado al que podía aspirar un eunuco.
Después del tumulto, necesité unos días de tranquilidad. Invité a Nuharoo y a Tung Chih a venir conmigo al palacio de Verano, donde navegamos por el lago Kunming, lejos de la aniquilación causada por los invasores. Rodeada de sauces, la superficie del lago estaba cubierta de lotos en flor. Después del verano, los fértiles campos parecían el campo del sur del río Yangtsé, la región de mi ciudad natal, Wuhu.
Tung Chih insistió en quedarse en el barco de Nuharoo, que era más grande y estaba lleno de invitados y animadores. Yo navegaba sola con An-te-hai y Li Lien-ying ocupándose de los remos. La belleza auténtica del lugar me envolvía; estaba tan relajada que mis problemas parecían haberse acabado por fin. Había visitado el palacio de Verano muchas veces, pero siempre con la gran emperatriz Jin. Me sacaba tanto de quicio que no tenía ni idea de cómo era el palacio por dentro.
En su origen había sido la capital de la dinastía Sung del norte, en el siglo XII. Con el paso de los años, emperadores de diferentes dinastías habían añadido numerosos pabellones, torres, pagodas y templos. Durante la dinastía Yuan, se agrandó el lago para que formara parte de la provisión de agua imperial. A partir de 1488, los emperadores de la dinastía Ming, que amaban la belleza natural, construyeron la residencia imperial junto al lago. En 1750 el abuelo de Hsien Feng, Chien Lung, decidió reproducir el paisaje que admiraba alrededor del lago Oeste en Hangchow y en Soochow, en el sur. Tardó quince años en construir lo que denominaba una «ciudad de poético encanto». Copiaron fielmente la arquitectura del estilo del sur, y cuando estuvo terminado, el palacio se convirtió en un cuadro de belleza sin igual.
Me encantaba transitar por el Gran Paseo, un corredor cubierto de setecientos cincuenta metros de largo dividido en doscientas secciones. Empezaba en la puerta Invita-a-la-luna en el este y acababa en el pabellón de la Piedra de los Diez Pies. Un día me detuve a descansar en la puerta de las Nubes Disipadas y me paré a pensar en la dama Yun y en su hija, la princesa Jung. La dama Yun me había prohibido hablar con su hija cuando vivía. Había visto a la niña solo en celebraciones y fiestas de cumpleaños. La recordaba a sus diez años, con una nariz delgada, una boca fina y una barbilla un poco afilada. Su expresión era ausente y soñadora. Me pregunté si estaría bien y si le habían dicho que su padre había muerto.
Trajeron a la niña ante mi presencia. No había heredado la belleza de su madre, vestía una túnica de satén gris y parecía desgraciada. Sus rasgos no habían cambiado y su cuerpo estaba delgado como un palillo. Me recodaba a una berenjena helada que se hubiera detenido en mitad de su crecimiento. No se atrevió a sentarse cuando le invité a hacerlo. La muerte de su madre debió de imprimir a su carácter una sombra permanente. Era una princesa, la única hija del emperador Hsien Feng, pero parecía una hija de la desgracia.
Quería adoptar a la princesa Jung. No porque llevara la sangre de Hsien Feng ni porque sintiera culpa alguna por el funesto destino de su madre, sino porque deseaba dar a la chica una oportunidad. Ya había caído en la cuenta de que Tung Chih resultaría ser una decepción y quería criar a un niño yo sola para ver la diferencia. De algún modo, la princesa Jung me ofrecía una salvación ante la pérdida de Tung Chih.
Aunque la princesa Jung era hermanastra de Tung Chih, la corte no le permitía vivir conmigo a menos que la adoptara oficialmente, y eso hice. Mereció la pena; al principio estaba asustada y era muy tímida, pero gradualmente se fue sanando. La alimenté tanto como pude. En mi palacio era libre de correr por donde quisiera, aunque apenas se aprovechaba de su libertad. Era lo contrario de Tung Chih, al que le encantaba la aventura. No obstante se llevaba bien con mi hijo y le proporcionaba cierta estabilidad. La única disciplina que le exigía era que asistiera a la escuela. A diferencia de Tung Chih, le encantaba aprender y era una excelente estudiante. Los tutores no dejaban de halagarla. Era una adolescente y quería ampliar sus horizontes. No solo la alenté a hacerlo sino que también le brindé las oportunidades.
La princesa Jung se convirtió en una serena belleza al cumplir los quince años. Uno de mis ministros sugirió que dispusiera su matrimonio con un jefe tribal tibetano, «tal como era el deseo de su padre, el emperador Hsien Feng».
Descarté la proposición; aunque la dama Yun y yo nunca habíamos sido amigas, quería hacerle justicia. Me había hablado de su temor a que casaran a su hija con un «salvaje». Le comuniqué a la corte que la princesa Jung era mi hija y era asunto mío decidir su futuro. En lugar de casarla en el Tíbet, la envié con el príncipe Kung. Quería que Jung recibiera una educación particular y aprendiera inglés. Cuando lo hizo, quise que fuera mi secretaria y traductora. Al fin y al cabo, llegaría el día en que tendría que hablar personalmente con la reina de Inglaterra.