38610.fb2 La Ciudad Prohibida - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

La Ciudad Prohibida - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

Capítulo 24

Los preparativos para el entierro de mi marido concluyeron al fin. Fueron necesarios tres meses y nueve mil obreros que construyesen un camino especial para llevar el féretro hasta la tumba imperial. Los porteadores, todos de la misma altura y peso, practicaban día y noche para perfeccionar sus pasos. La tumba estaba situada en la provincia de Hopeh, no lejos de Pekín. Cada mañana se colocaba una mesa y una silla encima de una gruesa plancha que pesaba lo mismo que el ataúd. Se ponía un cuenco de agua sobre la mesa y un funcionario se subía a hombros de los porteadores para sentarse en la silla. Su deber era vigilar el agua del cuenco. Los porteadores debían practicar su marcha hasta que el agua no se derramara del recipiente.

Escoltadas por Yung Lu, Nuharoo y yo hicimos un viaje para inspeccionar la tumba. Oficialmente se llamaba el Terreno Bendito de la Eternidad. La tierra era una roca dura cubierta de hielo. Después de un largo viaje, bajé del palanquín con los brazos tiesos y las piernas heladas. No había sol. Nuharoo y yo vestíamos las habituales ropas de luto, con el cuello expuesto al aire frío. El viento nos lanzaba tierra a la piel y Nuharoo se moría de ganas de regresar.

La visión me conmovió. Hsien Feng descansaría con sus antepasados. Su tumba estaba en uno de los dos complejos fúnebres -uno al este y el otro al oeste de Pekín-, anidado en las montañas y rodeado de altos pinos. El anchuroso camino ceremonial estaba pavimentado con mármol y flanqueado por enormes elefantes, camellos, grifos, caballos y guerreros tallados en piedra. Tras avanzar unos cien metros por el camino de mármol, Nuharoo y yo nos acercamos a un pabellón en el que se guardaban los tronos de satén dorado de Hsien Feng y sus túnicas del dragón amarillas, que se exhibirían el día de la celebración anual del sacrificio. Al igual que el mausoleo de sus antepasados, Hsien Feng también tendría sus ayudantes y guardianes. Se había decretado que el gobernador de Hopeh se hiciera cargo del lugar santo y conservara su aislamiento restringiendo el acceso.

Entramos en la tumba. La parte superior, en forma de cúpula, se llamaba la Ciudad de los Tesoros y estaba hecha de una roca maciza. La parte inferior era la propia tumba y los dos niveles estaban conectados mediante escaleras.

Con la ayuda de una antorcha, pudimos ver el interior. Era una gran esfera de casi veinte metros de diámetro, toda de mármol. En medio se levantaba un lecho de piedra contra una tabla tallada de cinco metros y medio de anchura. El día de la ceremonia fúnebre, el ataúd del emperador Hsien Feng se colocaría sobre este lecho.

A cada lado del lecho de piedra del emperador Hsien Feng, había seis féretros más pequeños, de color rosa con fénix labrados. Nuharoo y yo nos miramos al percatarnos de que dos de ellos eran para nosotras. Nuestros nombres y títulos estaban labrados en los paneles:

AQUÍ YACE SU MATERNAL Y AUSPICIOSA

EMPERATRIZ YEHONALA

AQUÍ YACE SU MATERNAL Y APACIBLE

EMPERATRIZ NUHAROO

El aire frío me calaba los huesos y tenía los pulmones llenos del olor de la tierra profunda. Yung Lu trajo al arquitecto jefe. Era un hombre cercano a la sesentena, delgado y pequeño, casi del tamaño de un niño. Sus ojos revelaban inteligencia y sus kowtows solo eran equiparables al del eunuco jefe Shim. Me volví hacia Nuharoo para ver si tenía algo que decir, pero ella negó con la cabeza. Le dije al hombre que se levantara y luego le pregunté qué le había llevado a elegir aquel lugar.

– He elegido el lugar basándome en el feng shui y los cálculos de las veinticuatro direcciones de las montañas -respondió con voz clara y un leve acento sureño.

– ¿Qué herramientas has utilizado?

– Una brújula, majestad.

– ¿Y qué es lo que hace único este lugar?

– Bueno, según mis cálculos y los de otros, entre los que figuran los astrólogos de la corte, aquí es donde ha viajado el aliento de la tierra. El punto central reúne la vitalidad del universo. Se supone que es el lugar adecuado para excavar el Pozo de Oro. Justo aquí en medio…

– ¿Qué acompañará a su majestad? -le interrumpió Nuharoo.

– Además de los sutras de oro y plata preferidos de su majestad, libros y manuscritos, están las linternas luminarias.

El arquitecto señaló dos vasijas gigantes que se alzaban a cada lado del lecho.

– ¿Qué contienen? -pregunté.

– Aceite de plantas con hebra de algodón.

– ¿Alumbrarán? -preguntó Nuharoo acercándose para echar una mirada a las vasijas.

– Sí, claro.

– Quiero decir que durante cuánto tiempo.

– Para siempre, majestad.

– ¿Para siempre?

– Sí, majestad.

– Este lugar es muy húmedo -observé-. ¿Entrará el agua e inundará el espacio?

– ¡No será tan horrible! -exclamó Nuharoo.

– He diseñado un sistema de drenaje. -El arquitecto nos mostró que el lecho estaba ligeramente desnivelado; la cabeza estaba un poco más alta que los pies-. El agua caerá en el canal que está cincelado por debajo y fluirá al exterior.

– ¿Y la seguridad? -le pregunté.

– Hay tres grandes puertas de piedra, majestad. Cada puerta tiene dos paneles de mármol enmarcados en cobre. Como podéis ver aquí, por debajo de la puerta, donde se encuentran los dos paneles, hay un agujero en forma de media sandía. De cara al agujero, a un metro, he colocado una bola de piedra. Se ha excavado un conducto para que ruede la piedra; cuando la ceremonia fúnebre concluya, se insertará un gancho de mango largo en una ranura que atraerá la bola de piedra hacia el agujero. Cuando la bola caiga en el agujero, la puerta se cerrará para siempre.

Recompensamos al arquitecto jefe con un pergamino manuscrito del emperador Hsien Feng y el hombre se retiró. Nuharoo estaba impaciente por marcharse. No quería honrar al arquitecto con la comida que le habíamos prometido. La convencí de que era importante mantener nuestra promesa.

– Si conseguimos que se sienta bien, él a su vez se asegurará de que Hsien Feng descanse en paz -le comenté-. Además, tenemos que volver el día del funeral y nuestros propios cuerpos serán enterrados aquí cuando muramos.

– ¡No! ¡Nunca más volveré aquí! -gritó Nuharoo-. No puedo soportar la visión de mi propio ataúd.

La cogí de la mano.

– Yo tampoco puedo.

– Entonces, vayámonos.

– Quedémonos solo a comer, mi querida hermana.

– ¿Por qué tienes que obligarme, Yehonala?

– Necesitamos conseguir la lealtad absoluta del arquitecto. Necesitamos ayudarle a superar su miedo.

– ¿Miedo? ¿Qué miedo?

– En el pasado se encerraba al arquitecto de la tumba imperial con el ataúd. Una vez concluido su trabajo, la familia imperial ya no le consideraba útil. El emperador y la emperatriz reinante temían que el hombre pudiera ser sobornado por los saqueadores de tumbas. Nuestro arquitecto debe temer por su vida, así que tenemos que hacer que se sienta confiado y seguro. Debemos hacerle saber que recibirá honores y que no le haremos ningún daño. Si no, tal vez excave un túnel secreto para calmar su temor.

Nuharoo se quedó a regañadientes y el arquitecto estuvo encantado.

Cuando Nuharoo y yo regresamos a Pekín, el príncipe Kung sugirió que debíamos anunciar el nuevo gobierno inmediatamente. Yo no creía que estuviéramos preparados. La decapitación de Su Shun había despertado simpatía en algunos círculos. El hecho de que hubiéramos recibido menos cartas de felicitación que las esperadas me preocupaba.

La gente necesitaba tiempo para confiar en nosotros. Le dije al príncipe Kung que nuestro gobierno debía ser el deseo de la mayoría. Para legitimarnos moralmente, teníamos que dar al menos esa apariencia.

Aunque el príncipe Kung estaba impaciente, consintió en probar las aguas políticas una última vez. Tomamos el resumen de una propuesta escrita por el general Sheng Pao a los gobernadores de todas las provincias que sugería un «taburete de tres patas», con Nuharoo y conmigo como corregentes y el príncipe Kung como principal consejero del emperador en la administración y el gobierno.

El príncipe Kung propuso que adoptásemos la votación como método. La idea era claramente una influencia occidental. Nos convenció de hacerlo porque era el medio más importante por el cual las naciones europeas aseguraban la legitimidad de sus gobiernos. Permitiríamos que los votos fueran anónimos, algo que ningún gobernante en la historia de China había hecho antes. Yo consentí, aunque no estaba segura del resultado. La propuesta fue impresa y distribuida con las papeletas del voto.

Aguardamos nerviosos los resultados. Para nuestra decepción, la mitad de los gobernadores no respondieron y un cuarto expresó el deseo de reelegir a los regentes de Tung Chih. Nadie mencionó ningún apoyo al cometido del príncipe Kung en el gobierno. Kung se percató de que había subestimado la influencia de Su Shun.

El silencio y el rechazo no solo nos pusieron en una situación embarazosa, sino que también arruinaron el calendario previsto; la nuestra era una victoria amarga sobre Su Shun. La gente sentía pena por el más desvalido. Empezaron a llegar comentarios de condolencia de todos los rincones de China, lo cual bien podía originar una revuelta.

Sabía que teníamos que actuar. Debíamos reposicionarnos de una manera más decisiva. Sugerí que Nuharoo y yo pronunciáramos una declaración jurada asegurando que antes de su muerte nuestro difunto marido había nombrado en privado al príncipe Kung consejero superior de Tung Chih. A cambio de ello, Kung propondría a la corte que Nuharoo y yo gobernáramos con él. Su influencia alentaría a la gente a votarnos.

El príncipe Kung estuvo de acuerdo con el plan. Para acelerar los resultados, visité a una persona con la que deseaba contactar desde la caída de Su Shun: el erudito de sesenta y cinco años Chiang Tai, una figura social bien relacionada y ferviente crítico de Su Shun. Su Shun odiaba tanto al erudito que privó al anciano de todos sus títulos de la corte.

Un día agradable, Chiang Tai y yo compartimos su pobre casa de hootong. Le invité a la Ciudad Prohibida para que fuera el tutor principal del emperador Tung Chih. Sorprendidos y halagados, el hombre y su familia se arrojaron a mis pies.

Al día siguiente, Chiang Tai empezó a hacer campaña en mi favor. Al mismo tiempo que le comunicaba a todo el mundo su nombramiento como tutor principal de Tung Chih, también le explicaba lo sabia y competente que yo era para reconocer el auténtico talento. Recalcó lo sincera y entusiasta que había sido en el reclutamiento de hombres como él para que asistieran al nuevo gobierno. Después de aquello, en solo unas semanas los vientos políticos nos fueron favorables.

El 15 de noviembre la corte hizo el recuento de votos y ganamos.

El 30 de noviembre, cien días después de la muerte de Hsien Feng, se cambió el título del reinado de Tung Chih, que pasó de ser «la Felicidad Auspiciosa» a «el Regreso al Orden». Chiang Tai dio al reinado el nuevo epíteto. La palabra «orden» se vería y se pronunciaría cada vez que un compatriota mirara su calendario.

En nuestro anuncio, cuyo borrador escribí y Chiang Tai pulió, subrayábamos que ni Nuharoo ni yo habíamos elegido gobernar. Como regentes, estábamos comprometidas a ayudar a Tung Chih, pero esperábamos con entusiasmo el día de nuestro retiro. Pedíamos la comprensión, el apoyo y el perdón de la nación.

El cambio generó gran expectación. Todos en la Ciudad Prohibida esperaban quitarse sus trajes de luto. Durante todo el período de luto de cien días, nadie había vestido nada que no fuera de color blanco. Como a los hombres no se les permitía afeitarse, parecían ermitaños entrecanos, con barbas irregulares y pelos que les salían de las narices y las orejas.

En una semana, se limpió el salón de la Nutrición Espiritual hasta dejarlo reluciente. En mitad del salón, se colocó un escritorio de secoya, de tres metros de largo por uno de ancho, cubierto por un mantel de seda amarillo con unas flores de primavera bordadas. Detrás del escritorio, había un par de sillas con tapicería dorada para Nuharoo y para mí. Enfrente de donde nosotras nos sentaríamos, una pantalla de seda amarilla translúcida colgaba del techo. Fue un gesto simbólico decir que no gobernaríamos nosotras sino Tung Chih. El trono de Tung Chih se situó en el centro, delante de nosotras.

En la mañana de la ceremonia de ascensión al trono, se concedió a la mayoría de los ministros más ancianos el derecho a entrar en la Ciudad Prohibida en palanquines o a caballo. Ministros y funcionarios vestían magníficas togas de piel adornadas con joyas. Los collares y los sombreros de plumas de pavo real brillaban con diamantes y piedras preciosas.

A las diez y cuarto, Tung Chih, Nuharoo y yo salimos de nuestros palacios y nos dirigimos en nuestros respectivos palanquines al palacio de la Armonía Suprema. El sonido seco de un látigo anunció nuestra llegada. Aunque lleno de miles de personas, el patio estaba en silencio; solo se oían los pasos de los porteadores. Me vino a la memoria el recuerdo de mi primera entrada en la Ciudad Prohibida y tuve que contener las lágrimas.

Con su tío, el príncipe Ch’un, como guía, Tung Chih entró en el salón por primera vez como emperador de China. Al unísono la multitud se arrodilló y tocó el suelo con la frente.

An-te-hai, que llevaba su túnica verde con dibujos de pinos, caminaba a mi lado. Llevaba mi pipa, una nueva afición que me relajaba. Recordé haberle preguntado unos días antes qué era lo que más deseaba; quería recompensarle. Tímidamente me dijo que le gustaría casarse y adoptar niños. Creía que su posición y riqueza atraerían a las damas de su elección y que no había perdido del todo su hombría.

No sabía si debía animarle a hacerlo, ya que comprendía su pasión frustrada. De no vivir en la Ciudad Prohibida, yo misma habría sido su amante. Al igual que él, yo alimentaba mis fantasías sobre intimidades y placeres. Me pesaba la viudedad y la soledad casi me hacía enloquecer. Solo el miedo de que me descubrieran, y que ello pusiera en peligro el futuro de Tung Chih, me detuvo.

Me senté junto a Nuharoo y detrás de mi hijo. Con la barbilla alta, recibí los kowtows de los miembros de la corte, el gobierno y los familiares reales encabezados por el príncipe Kung. El príncipe parecía más guapo y joven al lado de los ancianos funcionarios de cabellos grises y barba blanca. Acababa de cumplir los veintiocho años.

Miré furtivamente a Nuharoo y una vez más me cautivó su bello perfil. Vestía su nueva túnica del fénix dorada con su tocado y sus pendientes a juego. Asentía grácilmente y movía su barbilla, sonriendo a todo el mundo que se le acercaba. Sus sensuales labios formaban una palabra murmurada: «Levántate».

Yo no disfrutaba tanto como Nuharoo. Mi mente se remontó al lago de Wuhu, donde nadaba cuando era niña. Recordaba la suave frescura del agua y lo absolutamente libre que me sentía cazando patos salvajes. Ahora era la mujer más poderosa de China, pero mi espíritu seguía pegado a ese ataúd vacío con mi nombre y mi título tallado en la fría piedra.

Otra persona compartía mi sentimiento. Noté que Yung Lu me observaba desde un rincón de la sala. Últimamente había estado demasiado ocupada con la sombra de Su Shun como para permitirme pensar en Yung Lu. Ahora, sentada en mi trono, veía la expresión de su cara y sentía su deseo. Mi corazón coqueteaba con él mientras me sentaba con cara seria.

El príncipe Kung anunció el fin de la audiencia. La sala nos presentó sus respetos a Nuharoo y a mí y, mientras nos levantábamos de nuestros asientos, noté que los ojos de Yung Lu me seguían, pero no me atreví a devolverle la mirada.

Esa noche, cuando An-te-hai vino a mí, lo aparté. Estaba frustrada y disgustada conmigo misma.

An-te-hai ocultó su cara con las dos manos hasta que le ordené que se fuera. Tenía las mejillas coloradas como dos panecillos ardientes. An-te-hai me dijo que no soportaba mi sufrimiento e insistió en que comprendía lo que estaba ocurriendo. Agradeció al cielo que le hubiera hecho eunuco y dijo que su vida tenía sentido para compartir mi inconmensurable pena.

– No debe de ser demasiado diferente, mi señora -murmuró. Luego dijo algo que yo no me esperaba-. Existe una oportunidad de complaceros, mi señora. Si estuviera en vuestro lugar, me apresuraría a encontrar una excusa.

Al principio no sabía de qué estaba hablando, pero luego lo comprendí. Levanté la mano y la dejé caer pesadamente sobre el rostro del eunuco.

– ¡Cerdo!

– ¡De nada, mi señora! -El eunuco estiró el cuello como si estuviera preparado para otro golpe-. Pegadme cuanto deseéis, mi señora. He dicho lo que debía. Mañana empezará la ceremonia oficial del entierro. La emperatriz Nuharoo ya ha declinado ir. El emperador Tung Chih también está excusado, pues el tiempo es demasiado frío. Vos seréis la única que representará a la familia y realizará la ceremonia de despedida en el lugar de la tumba. ¡La persona que os escoltará será el comandante en jefe Yung Lu! -Se quedó en silencio, atrayéndome con unos ojos brillantes de emoción-. El viaje hasta la tumba -susurró- es largo y solitario, pero puede ser placentero, mi señora.

Fui a ver a Nuharoo para que me confirmara lo que An-te-hai me había dicho. Le supliqué que cambiara de opinión y viniera conmigo a la tumba. Se negó, alegando que estaba ocupada con su nueva afición: coleccionar piezas de cristal europeas.

– Mira lo fascinantes que son esos árboles de cristal -dijo señalando una habitación llena de objetos brillantes.

Árboles de cristal que llegaban hasta los hombros, matorrales de cristal que llegaban hasta la rodilla con campanillas colgadas de ellos. Una y otra caja y uno y otro jarro estaban llenos de flores de cristal. Del techo colgaban bolas de cristal de color plata que sustituían a los faroles chinos. Nuharoo insistió en que cogiera una de las piezas para ponerla en mi palacio. Sabía que no la iba a colgar de la pared ni en mi jardín. Lo que quería era que volvieran mis peces y mis aves. Quería tener pavos reales que me saludaran cada mañana y palomas volando alrededor de mi tejado con silbatos y campanillas atados a sus patas. Ya había empezado la restauración de mi jardín y An-te-hai había empezado a adiestrar a los nuevos loros. Les había puesto los nombres de sus predecesores, Sabio, Poeta, Sacerdote Tang y Confucio. Pagó a un artesano para que tallara un búho de madera al que maliciosamente llamó Su Shun.

Regresé a mi palacio con las mejillas encendidas de caminar por la nieve. Nunca me había sentido tan vulnerable. Deseaba que sucediera algo que no debería suceder. No podía contemplar mis sentimientos con perspectiva. Temía que mi rostro desvelara mis pensamientos. Toda la noche intenté quitarme las extrañas imágenes de la cabeza. Yo estaba en lo alto de un acantilado; si daba un paso, me caería y mi hijo se vería obligado a tirarme una cuerda. Mi corazón esperaba con ilusión lo que sucedería de camino a la tumba, pero mi cabeza volvía otra vez con mi hijo.

Mis pensamientos fueron los causantes de que el viaje se me hiciera muy largo. Estaba llena de ansiedad y desesperación. Yung Lu permanecía fuera de mi vista incluso cuando nos deteníamos en las mansiones de los gobernadores provinciales a pasar la noche. Me envió sus soldados para que me ayudaran y me pidió que le excusara cuando requerí su presencia.

Estaba dolida; si sabíamos que nos gustábamos y que nuestra relación estaba prohibida, habría sido más fácil para los dos reconocer nuestros sentimientos. Podíamos reconvertir la situación en algo bueno y al menos relajarnos o cuidarnos. Sabía que sería duro hablar de semejantes emociones, pero compartir el dolor era todo lo que podíamos lograr.

Estaba frustrada por no haber tenido la oportunidad de expresarle mi gratitud y admiración. Al fin y al cabo, me había salvado la vida. Me dolía su lejanía y me parecía extraño que hubiera quitado importancia a su cometido en mi rescate. Me dejó bien claro que si hubiera sido Nuharoo la que estaba en el saco de yute, no se habría comportado de manera diferente. Después de su ascenso, me devolvió un ruyi que le había enviado. Me dijo que no lo merecía y eso me hizo pensar que me estaba engañando a mí misma. Me quería dar a entender que había habido un momento de atracción entre nosotros, pero que por su parte había tenido corta vida.

Sentada dentro del palanquín, tenía mucho tiempo para oír mis propios pensamientos. Sentía que yo tenía dos caracteres diferentes. Uno sano; esta mente creía que había que pagar un precio por estar donde estaba y que debía sufrir mi viudedad en secreto hasta que muriera. Este carácter intentaba convencerme de que ser la gobernante de China me proporcionaría sus propias satisfacciones. El otro, el carácter insano, discrepaba; se sentía profundamente atrapado y me consideraba la mujer más necesitada de China, más pobre que una campesina.

No podía decidirme por un lado ni por otro. No creía que tuviera el derecho a deshonrar al emperador Hsien Feng, pero también creía que no era justo que tuviera que pasar el resto de mi vida aislada y solitaria. Me advertí una y otra vez repasando ejemplos históricos de concubinas imperiales viudas cuyas citas habían acabado con severos castigos. Cada noche veía cómo me descuartizaban, pero Yung Lu no se me quitaba de la cabeza.

Intenté dominar mis sentimientos del único modo que podía. Por An-te-hai y Li Lien-ying, supe que Yung Lu no tenía relaciones sentimentales aun cuando las alcahuetas llamaban a su puerta. Pensé que yo podía hacerlo mejor y me convencí de que el papel de alcahueta me liberaría de mi dolor. Necesitaba enfrentarme a él con el pulso normal, porque la supervivencia de Tung Chih dependía de la armonía que reinase entre nosotros.

Invité al príncipe Ch’un y a Yung Lu a tomar el té en mi tienda. Mi cuñado llegó pronto y le pregunté por la salud de su bebé y de mi hermana Rong. Rompió a llorar y me dijo que mi sobrino había muerto. Culpaba a su mujer y decía que el bebé había muerto de malnutrición. No podía creerlo, pero luego me di cuenta de que podía ser cierto. Mi hermana tenía ideas extrañas sobre la comida. No creía en alimentar a su hijo «hasta que se convirtiera en un Buda de vientre grueso»; por tanto nunca dejaba que el bebé comiera hasta llenarse. Nadie supo que aquello fue debido a la enfermedad mental de Rong hasta que dos de sus otros hijos también murieron en la infancia.

El príncipe Ch’un me suplicó que hiciera algo para frenar a Rong, pues volvía a estar embarazada. Le prometí que le ayudaría y le aconsejé que tomara un poco de vino de ñame. En mitad de la conversación, llegó Yung Lu vestido con su uniforme y con las botas llenas de barro. Se sentó en silencio y tomó un cuenco de vino de ñame. Le observé mientras seguíamos hablando con el príncipe Ch’un.

Nuestra charla iba de nuestros hijos a nuestros padres, del emperador Hsien Feng al príncipe Kung. Hablamos de lo bien que habían salidos las cosas y de la suerte de nuestro triunfo sobre Su Shun. Quería que discutiéramos las empresas que teníamos por delante, la inestable situación de los Taiping, los tratados y negociaciones con las potencias extranjeras, pero el príncipe Ch’un se aburría y bostezaba.

Yung Lu y yo nos sentamos frente a frente. Le vi beber cinco cuencos de vino de ñame; tenía la cara enrojecida, pero no hablaba conmigo.

– Yung Lu es atractivo incluso a los ojos de los hombres -dijo An-te-hai aquella noche arropándome amorosamente con las mantas-. Admiro vuestra fuerza de voluntad, mi señora, pero estoy desconcertado por vuestras acciones. ¿Qué bien os hace eso cuando parece que no os importa en absoluto?

– Disfruto de su presencia y eso es todo lo que me puedo permitir -le expliqué mirando al techo de la tienda y sabiendo que me esperaba una dura noche.

– No lo entiendo -confesó el eunuco.

Suspiré.

– Dime, An-te-hai, ¿es cierta esa máxima que dice que si uno afila una barra de hierro, la barra se convierte en una aguja?

– No sé de qué está hecho el corazón de las personas, mi señora, así que yo diría que no estoy seguro.

– Intento convencerme a mí misma de que hay otras cosas interesantes en el mundo por las que merece la pena vivir además de… intentar conseguir lo imposible.

– El resultado puede ser la muerte.

– Sí, como una polilla no puede resistirse a la llama. La cuestión es ¿puedo hacer otra cosa?

– El amor es venenoso en este sentido, pero uno no puede vivir sin amor. -Su voz era firme y llena de confianza en sí mismo-. Es una devoción involuntaria.

– Me temo que no es mi único vistazo al río siempre cambiante del sufrimiento.

– Sin embargo, vuestro corazón se niega a protegerse.

– ¿Puede alguien protegerse del amor?

– Lo cierto es que no podéis dejar de preocuparos por Yung Lu.

– Debe de haber distintos modos de amor.

– Él también os lleva en su corazón, mi señora.

– Que el cielo tenga piedad de él.

– ¿Tenéis vos modos de consolaros a vos misma? -preguntó An-te-hai.

– Estoy pensando en convertirme en una alcahueta.

El eunuco parecía horrorizado.

– Estáis loca, mi señora.

– No hay otro modo.

– ¿Y vuestro corazón, mi señora? ¿Queréis que sangre hasta la muerte? ¡Si me hiciera rico por recoger vuestras lágrimas del cielo, mi riqueza superaría a la de Tseng Kou-fan!

– Mi deseo se extinguirá una vez Yung Lu esté comprometido. Me obligaré; ayudándole a él, me ayudaré a mí misma.

An-te-hai bajó la cabeza.

– Lo necesitáis demasiado para…

– Debo… -No pude acabar la frase.

– ¿Habéis pensado alguna vez en lo que haríais si él viniera, digamos esta noche, a medianoche, por ejemplo? -me preguntó el eunuco después de un momento de silencio.

– ¿Qué estás diciendo?

– Sabiendo lo que vuestros corazones desean, mi señora, sabiendo que es seguro, que no estamos dentro de la Ciudad Prohibida, yo cedería a la tentación… es decir, deberíais invitarlo a venir.

– ¡No, no lo harás!

– Si pudiera controlarme, mi señora, si no os amara tanto.

– Prométemelo, An-te-hai. ¡Prométeme que no harás eso!

– Entonces golpeadme, porque mi deseo es veros sonreír otra vez. Creeréis que estoy loco, pero debo expresarme. Quiero que vuestro amor se vea satisfecho tanto como desearía recuperar mi hombría. No puedo dejar pasar semejante oportunidad.

Yo daba vueltas dentro de la tienda. Sabía que An-te-hai tenía razón y que necesitaba hacer algo antes de que la situación me superase. No era difícil ver que mi pasión por Yung Lu conduciría a la derrota de mi sueño por Tung Chih.

Llamé a Li Lien-yin.

– Ve a traer artistas del teatro local -le ordené.

– Sí, mi señora, ahora mismo.

– Las bailarinas nocturnas -especificó An-te-hai para asegurarse de que su discípulo comprendía a qué me refería.

Li Lien-yin me hizo una reverencia tocando el suelo con la frente.

– Sé un buen lugar a medio kilómetro de aquí, el pueblo de Melocotón.

– Envía a tres de sus mejores chicas a Yung Lu ahora mismo -le insté, y luego añadí-: Di que es un regalo de mi parte.

– Sí, su majestad.

Y el eunuco se fue.

Levanté la cortina y miré a Li Lien-yin desaparecer en la noche. Notaba una pesadez insoportable y aplastante. Me sentía como si tuviera el estómago lleno de piedras. No quedaba nada de la muchacha que había llegado a Pekín en el deslustrado crepúsculo de una mañana de verano diez años antes. Ella era ingenua, confiada y curiosa, rebosaba juventud, cálidas emociones y estaba presta a probar la vida. Los años que había pasado dentro de la Ciudad Prohibida habían formado un caparazón en torno a ella y el caparazón se había endurecido. Los historiadores la describirían como cruel y despiadada, dirían que su voluntad de hierro la llevaba de una crisis a otra.

Cuando me di media vuelta, An-te-hai me miraba con una expresión desconcertada.

– Soy como cualquier otra persona -exclamé-. No tenía dónde refugiarme.

– Habéis hecho lo imposible, mi señora.

Al día siguiente no había viento. Los rayos del sol se filtraban a través de las finas nubes. En el palanquín mis pensamientos se calmaron. Creía que ahora podía pensar en Yung Yu de otro modo, me sentía menos incómoda. Mi corazón aceptaba lo que había pasado y se levantaba lentamente de las ruinas. Por primera vez en mucho tiempo, sentí brotar la esperanza dentro de mí. Me convertiría en una mujer que había experimentado lo peor, así que no tenía nada que temer.

Sin embargo mi corazón deseaba obstinadamente lo anterior, lo cual se hizo evidente cuando oí el sonido de cascos de caballo cerca de mi silla. Al instante, mi mente se emocionó con la familiar locura, dañando mi voluntad.

– ¡Buenos días, majestad! -dijo su voz.

La emoción y el placer me paralizaron. Mi mano parecía tener vida propia cuando descorrió la cortina. Allí estaba su rostro; él vestía su espléndido uniforme ceremonial montado en su caballo.

– He disfrutado de vuestros regalos -me dijo-. Habéis sido muy considerada.

Parecía sombrío, tenía los labios secos y sus ojos no sonreían.

Yo estaba decidida a controlar mis emociones, así que le respondí:

– Me alegro.

– ¿Esperabais que dijera que comprendía vuestro sacrificio y os estaba agradecido?

Quería decir que no, pero mis labios no se movieron.

– Sois cruel.

Sabía que si cedía, incluso un ápice, no tardaría en perder el control.

– Es hora de que vuelvas a tus obligaciones.

Y corrí la cortina.

Mientras el repiqueteo de los cascos del caballo se extinguía, lloré. Me vinieron a la memoria las palabras de Nuharoo: «El dolor hace cosas buenas. Nos prepara para la paz».

Al alba siguiente estábamos en la tumba de Hsien Feng. Esperé tres horas hasta que llegó el momento de trasladar el ataúd a su lugar. Para desayunar me sirvieron avena cocida. Luego tres monjes balancearon sus incensarios y caminaron en círculos a mi alrededor. El espeso humo me ahogaba. La música sonaba y el viento distorsionaba el sonido. Me encontraba ante un paisaje desnudo y vasto.

Los porteadores acercaban a hombros el ataúd, milímetro a milímetro, hacia la tumba. Me senté sobre mis rodillas y recé para que el espíritu de Hsien Feng hallara la paz en la otra vida. Doscientos monjes taoístas, doscientos lamas tibetanos y doscientos budistas entonaron cánticos. Sus voces eran extrañamente armoniosas. Permanecí arrodillada ante el altar hasta que los demás concluyeron su último adiós al emperador Hsien Feng. Sabía que no debía molestarme porque An-te-hai, que estaba a mi lado, me dijera paso a paso lo que tenía que hacer, pero aun así deseaba que se callara.

Yo sería la última y me quedaría a solas con su majestad antes de que la tumba se cerrase para siempre.

El arquitecto principal recordó a los ministros que siguieran puntualmente el horario previsto. Los cálculos exigían que la tumba se cerrara antes del mediodía, cuando el sol alcanzase el cuadrante.

– Si no, la energía vital empezará a perderse.

Esperaba mi turno mientras veía a la gente entrar y salir de la tumba. Me dolían las rodillas y añoraba terriblemente a Tung Chih. Me pregunté qué estaría haciendo y si el humor de Nuharoo habría cambiado. Estaba fuera de sí desde el día en que descubrió que todas sus rosas estaban muertas; los bárbaros habían arrancado sus raíces en su búsqueda de «tesoros enterrados». También encontró en el jardín los huesos de su loro favorito, Maestro Oh-me-to-fu. El pájaro era la única criatura de su especie que podía cantar el mantra budista: Oh-me-to-fu.

Pensé en Rong. No estaba segura de que hablar con ella pudiera ayudarla a sobrellevar la muerte de su hijo. Rong se asustaba con mucha facilidad y no iba a ser yo quien la culpara por pensar que la Ciudad Prohibida era un lugar terrible para criar a un hijo. Solo podía rezar para que el nuevo embarazo la llenara de esperanza.

Aquel día An-te-hai se había estado comportando extrañamente. Llevaba consigo un gran saco de algodón, y cuando le pregunté qué había dentro, dijo que era su abrigo. No podía entender por qué insistía en llevar un abrigo cuando en el horizonte solo se divisaba el cielo azul.

La gente que salía de la tumba me rodeaba. Se pusieron en fila para presentarme sus respetos, haciendo reverencias y tocando el suelo con la frente. Cada uno tardaba unos minutos en hacerlo. Un par de ministros ancianos estaban casi ciegos y les costaba caminar. No aceptarían que les excusara e insistían en concluir todo el protocolo. Nadie me preguntó si yo estaba cansada o hambrienta.

La temperatura empezó a subir y me sudaban las manos y el cuerpo. Todo el mundo parecía tener bastante y yo estaba ansiosa por volver, pero debía cumplir con el protocolo. La hilera de gente que se presentaba ante mí seguía creciendo. Se extendía desde la puerta de entrada hasta el pabellón de piedra. Miré con el rabillo del ojo y vi que los porteadores estaban contando un chiste y los guardias parecían aburridos. Los caballos piafaban y el viento del desierto traía de lejos silbidos fantasmales. Cuando el sol estuvo sobre nuestras cabezas, muchos ministros relajaron sus maneras y se aflojaron los botones del cuello. Se sentaron en el suelo y esperaron a que la tumba se cerrara.

Por fin el astrólogo principal de la corte anunció que todo estaba dispuesto. Me acompañaron hasta la tumba mientras An-te-hai iba delante para comprobar el lugar antes de que yo entrase. El astrólogo me comunicó que debía proceder según la costumbre.

– Su majestad está preparado para su último momento terrenal con vos.

De repente tuve miedo y deseé que Yung Lu estuviera conmigo.

– ¿Puede… venir alguien conmigo? -pregunté-. ¿Puede quedarse An-te-hai?

– No, me temo que no, majestad.

El astrólogo principal me hizo una reverencia.

An-te-hai salió y me informó de que dentro todo estaba preparado. Me temblaban las piernas, pero me obligué a moverme.

– Majestad -oí gritar al arquitecto-, por favor, salid antes del mediodía.

El túnel parecía largo y exiguo; me produjo una sensación diferente al lugar que Nuharoo y yo habíamos visto la última vez que estuvimos allí juntas. Oía el eco de mis propios pasos. Tal vez fuera a causa del nuevo mobiliario y los nuevos tapices. Vi un gran reloj de oro de mesa y me pregunté para qué necesitaría su majestad un reloj. Sabía poco acerca de la vida después de la muerte, pero lo que veía me convenció de que se necesitaban muchas cosas.

Mientras miraba a mi alrededor, me llamó la atención un tapiz que describía una cabaña vacía en un paisaje montañoso. Una mujer se reclinaba con su qin y, a través de la ventana redonda que había a su espalda, se veía una explosión de flores de melocotón. La vitalidad de la primavera contrastaba con la melancolía de la joven mujer. Obviamente estaba esperando a su marido o a su amante. Sus pies descalzos sugerían que lo anhelaba; para mi sorpresa, llevaba los pies vendados.

La luz que emitía la vasija de aceite desprendía un aroma dulce e irradiaba rayos anaranjados. Aquello añadía calidez al mobiliario rojo. Había capas de colchas, mantas, sábanas y almohadas sobre una mesa del rincón. Era tan acogedor como una alcoba. Vi la mesa y la silla familiar que Hsien Feng había usado. La alta silla negra tenía lirios tallados y recordé que una vez colgué mi vestido en su respaldo mientras pasaba la noche con el emperador.

Mis ojos se fijaron en un féretro vacío sobre el que estaba mi nombre. Lo habían colocado junto al de Hsien Feng, como si ya estuviera muerta y enterrada dentro, tal como Su Shun había deseado, tal y como su majestad casi ordena, tal como debía haber sido mi vida. Aquel sería mi lugar de descanso para siempre, lejos de la luz del sol, lejos de la primavera, lejos de Tung Chih y de Yung Lu.

Se suponía que tenía que llorar. Aquello era lo que se esperaba de una emperatriz; por eso me había quedado sola. Pero no tenía lágrimas y, si me hubiera quedado alguna, las hubiera derramado por mí, pues mi vida no era muy diferente a ser enterrada viva. Mi corazón tenía prohibido celebrar sus primaveras, había muerto cuando envió las prostitutas a Yung Lu. La muchacha llamada Orquídea de Wuhu no habría hecho una cosa así.

No era tan valiente como me habría gustado ser. Era lo que An-te-hai parecía comprender: una mujer común y corriente que amaba a Yung Lu.

No sabía cuánto tiempo había permanecido en la tumba, pero no tenía ganas de irme y volver a la luz. No encontraba la vida que anhelaba en el exterior. La risa que una vez conocí no estaba allí. Ni siquiera podía mirar a Yung Lu a la cara. ¿Qué sentido tenía seguir?

Al mediodía la puerta al mundo exterior se cerraría para siempre. Mi miedo había desaparecido y allí reinaba una extraña paz, íntima y cálida como el vientre materno. Me producía alivio pensar que todos mis problemas acabarían si me quedaba allí. Ya no lucharía en sueños y me despertaría para oír a An-te-hai explicarme que había gritado. No tendría que degradarme confiando en que me consolase un eunuco. Podía decir adiós a Yung Lu allí mismo en la tumba y acabar con el dolor y la agonía. Podía convertir la tragedia en comedia. Ya nadie podría volver a hacerme sufrir. Lo cómico es que sería honrada por acompañar voluntariamente al emperador Hsien Feng al otro mundo. La historia elogiaría mi virtud y se construiría un templo para que futuras generaciones de concubinas pudieran adorarme.

Miré la puerta, el agujero en forma de sandía y la piedra, lista para rodar.

Mi ataúd estaba cubierto de lilas blancas. Comprobé si estaba abierto, pero no lo estaba y no podía abrirlo. ¿Por qué lo habían cerrado? Las tallas de los paneles no eran de mi agrado. Los movimientos de los fénix eran torpes; el dibujo, demasiado abigarrado y el color, demasiado estridente. Si lo hubiera pintado yo, le habría añadido elegancia y alma; habría hecho volar los pájaros y brotar las flores.

De repente descubrí algo que no pertenecía a aquella escena: el abrigo de An-te-hai, que lo había dejado allí tirado. Mis pensamientos fueron interrumpidos por aquel objeto terrenal. ¿Por qué lo habría dejado allí An-te-hai?

Oí pasos que se aproximaban y la rápida respiración de un hombre. No sabía si eran imaginaciones mías.

– ¡Majestad! -gritó la voz de Yung Lu-. ¡Es mediodía!

Al no poder frenar a tiempo, patinó sobre mí, empujándome sobre el abrigo de An-te-hai.

– Este es mi ataúd -conseguí decir.

– Por eso temía… -El calor de su boca rozaba mi cuello-. No puede ser un pecado robaros un momento de vuestra próxima vida.

Me cogió la túnica, pero estaba abotonada demasiado fuertemente. Me fallaban las piernas y parecía que empezaba a desmayarme. Oía las palomas en el cielo enviando la música de sus flautas chinas.

– Es mediodía -me oí decir.

– Y estamos en vuestra tumba -dijo enterrando su rostro en mi pecho.

– Tómame -dije abrazándole.

Yung Lu se apartó respirando con dificultad.

– No, Orquídea.

– ¿Por qué?, ¿por qué no?

Sin darme explicaciones, seguía rechazándome. Le supliqué, le confesé que nunca había deseado a ningún otro hombre; necesitaba su piedad y su misericordia, necesitaba que me tomara.

– ¡Oh, Orquídea, mi Orquídea! -seguía murmurando.

Un fuerte ruido llegó del extremo del túnel; era el sonido de la puerta de piedra.

– ¡El arquitecto ha ordenado cerrarla!

Yung Lu se puso en pie y corrió hacia la entrada arrastrándome con él.

Me abrumaba el miedo a salir. En mi mente daban vueltas los recuerdos de la vida que había llevado. La lucha constante por mantener las apariencias, la simulación, las sonrisas que habían encontrado mis lágrimas. Las largas noches insomnes, la soledad que envolvía mi espíritu y me convertía en un auténtico fantasma. Yung Lu me arrastraba con todas sus fuerzas.

– ¡Vamos, Orquídea!

– ¿Por qué haces esto? No me necesitas.

– Tung Chih os necesita. La dinastía os necesita. Y yo… -De repente como si se quebrase, se detuvo-. Espero con ilusión trabajar con vos, majestad, el resto de mi vida. Pero si insistís en quedaros, yo me quedaré aquí con vos.

Arrodillada vi sus ojos llenos de lágrimas y dejé de luchar.

– ¿Seremos amantes? -pregunté.

– No. -Su voz era tenue, pero no débil.

– Pero ¿me amas?

– Sí, mi señora, con todo mi aliento, os amo.

Salí fuera a la luz y oí tres sonidos atronadores detrás de nosotros. Era el sonido de las bolas de piedra rodando hasta su lugar.

En cuanto aparecí ante la multitud, los ministros se arrojaron al suelo de rodillas y tocaron enloquecidos el suelo con la frente. Vitorearon mi nombre al unísono, miles de hombres desplegados como un abanico de casi un kilómetro de longitud. Habían malinterpretado mi esfuerzo por quedarme dentro como un gesto de lealtad hacia su majestad el emperador Hsien Feng. Sentían un temor reverencial hacia mi virtud.

Solo una persona no se arrodilló. Estaba de pie a unos diez metros de distancia. Reconocí su túnica con dibujos de pinos. Probablemente se preguntaba qué habría sucedido con su abrigo.