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Mi vida imperial empezó con un olor, un olor a podrido procedente del ataúd de mi padre; llevaba muerto dos meses y aún lo transportábamos hacia Pekín, su lugar de nacimiento, para enterrarlo. Mi madre se sentía frustrada.
– Mi marido era el gobernador de Wuhu -dijo a uno de los criados que había contratado para llevar el ataúd.
– Sí, señora -respondió humildemente el jefe de los porteadores-, y deseamos de corazón que el gobernador tenga un feliz viaje a casa.
Por lo que yo recuerdo, mi padre no fue un hombre feliz. Había sido repetidamente degradado debido a sus pobres resultados en la represión de las sublevaciones de los campesinos Taiping. Hasta más tarde no supe que no se le podía echar toda la culpa a mi padre por ello. Durante años China había sido hostigada por la hambruna y las agresiones extranjeras. Cualquiera en la piel de mi padre habría comprendido que era imposible cumplir la orden del emperador de restaurar la paz en el país; los campesinos no concedían mayor valor a su vida que a su muerte.
A una tierna edad fui testigo de las luchas y sufrimientos de mi padre. Nací y me crié en Anhwei, la provincia más pobre de China. No vivíamos en la pobreza, pero era consciente de que mis vecinos habían comido lombrices para cenar y habían vendido a sus hijos para enjugar sus deudas. El lento viaje de mi padre al infierno y los esfuerzos de mi madre para combatirlo constituyeron mi niñez. Como un grillo de largas patas, mi madre intentaba frenar un carruaje que se disponía a aplastar a su familia.
El calor del verano achicharraba el camino. El ataúd viajaba escorado porque los criados que lo llevaban en volandas eran de diferente estatura. Mi madre se imaginaba lo incómodo que debía de sentirse mi padre allí dentro. Caminábamos en silencio y oíamos el repiqueteo de nuestros zapatos rotos contra el suelo. Nubes de moscas rondaban el ataúd. Cada vez que los criados se detenían a descansar, las moscas cubrían la tapa como un sudario. Mi madre pidió a mi hermana Rong, a mi hermano Kuei Hsiang y a mí que espantáramos las moscas, pero estábamos demasiado cansados para levantar los brazos. Habíamos viajado a pie por el norte a lo largo del Gran Canal porque no teníamos dinero para alquilar un barco. Yo tenía los pies llenos de llagas. El paisaje era inhóspito a ambos lados del camino, el agua del canal estaba baja y lodosa; detrás de ella se extendían kilómetros de lomas áridas con unas pocas posadas. Aquellas en las que nos alojamos estaban infestadas de piojos.
– Será mejor que nos pague -dijo el criado a mi madre cuando la oyó quejarse de que su cartera estaba casi vacía- o tendrán que llevar ustedes mismos el ataúd.
Mi madre empezó a sollozar de nuevo y dijo que su marido no merecía ese trato, pero no consiguió conquistar su compasión. Al alba siguiente los criados abandonaron el ataúd.
Mi madre se sentó en una roca junto a la carretera. Alrededor de la boca le había salido un anillo de pupas. Rong y Kuei Hsiang hablaban de enterrar a nuestro padre allí mismo. Yo no tenía corazón para dejarlo en un lugar desde el que no se veía ni un árbol. Aunque al principio yo no era la favorita de mi padre -le contrarió que su primer hijo no fuera un varón-, se esforzó en educarme y fue él quien insistió en que aprendiera a leer. No recibí una educación formal, pero adquirí el vocabulario suficiente como para llegar a comprender los relatos de los clásicos de las dinastías Ming y Qing.
A los cinco años pensaba que haber nacido en el Año de la Cabra daba mala suerte. Le dije a mi padre que mis amigos del pueblo decían que mi signo natal era adverso; significaba que sería sacrificada.
Mi padre discrepaba.
– La cabra es una criatura de lo más adorable. Es el símbolo del pudor, la armonía y la lealtad. -Me explicó que en realidad mi signo era fuerte-. En los números tienes un diez doble. Naciste el décimo día de la décima luna, que caía en el 29 de noviembre de 1835. ¡No podrías ser más afortunada!
Como también albergaba dudas sobre mi signo, mi madre me llevó a consultar a una astróloga del lugar. La astróloga creía que el diez doble era demasiado fuerte.
– Demasiado pleno -dijo la vieja bruja-, lo que significa colmada con excesiva facilidad. Tu hija crecerá hasta ser una cabra obstinada, lo que significa un fin miserable.
La astróloga hablaba con acaloramiento mientras las comisuras de los labios se le llenaban de saliva blanca.
– Incluso un emperador evitaría el diez por temor a su plenitud.
Al final, a sugerencia de la astróloga, mis padres me pusieron un nombre que sugería que me «doblegaría».
Por eso me llamo Orquídea.
Mi madre me contó más tarde que las orquídeas eran también el tema favorito de mi padre en las pinturas a la tinta. Le gustaba el hecho de que la planta se mantuviera verde en todas las estaciones y que tuviera una flor de elegante colorido, de forma grácil y de olor dulce.
El nombre de mi padre era Hui Cheng Yehonala. Cuando cierro los ojos, puedo ver a mi padre de pie con su túnica de algodón gris. Era esbelto y tenía rasgos confucianos. Cuesta imaginar por su aspecto amable que sus antepasados Yehonala eran portaestandartes manchúes que vivían a lomos de un caballo. Mi padre me contó que procedían del pueblo nu cheng de la nación de Manchuria, situada al norte de China, entre Mongolia y Corea. El nombre «Yehonala» significa que nuestras raíces pueden remontarse a la tribu yeho del clan nala del siglo XVI. Mis antepasados lucharon codo a codo con el jefe portaestandarte Nurhachi, que conquistó China en 1644 y se convirtió en el primer emperador de la dinastía Qing. Los Qing se encuentran hoy en su séptima generación. Mi padre heredó el título de portaestandarte Manchú del Rango Azul, aunque el título no era más que honorífico. [1]
Cuando yo tenía diez años, nombraron a mi padre taotai, gobernador, de una pequeña ciudad llamada Wuhu, en la provincia de Anhwei. Conservo buenos recuerdos de aquella época, aunque Wuhu podía considerarse un lugar terrible. En los meses estivales, la temperatura superaba los cuarenta grados de día y de noche. Otros gobernadores contrataban coolies para abanicar a sus hijos, pero mis padres no podían permitírselo. Cada mañana mi esterilla de bambú amanecía empapada de sudor.
– ¡Has mojado la cama! -me importunaba mi hermano.
Sin embargo, de niña me encantaba Wuhu. El lago era parte del gran río Yangtsé, que recorre China esculpiendo gargantas, escarpados roquedales y valles tupidos de helechos y plantas herbáceas. Desciende hasta un llano radiante, amplio y ricamente irrigado, donde crecen las verduras, el arroz y los mosquitos. Fluye hasta alcanzar el mar del Este de China en Shangai. Wuhu significa «lago de exuberante crecimiento de plantas».
Nuestra casa, la mansión del gobernador, tenía un tejado de tejas de cerámica grises, y en las cuatro esquinas del alero, se alzaban figuras de los dioses. Cada mañana caminaba hasta el lago para lavarme la cara y cepillarme el cabello. Me reflejaba en el agua como en un espejo. Bebíamos y nos bañábamos en el río. Jugaba con mis hermanos y vecinos en los lustrosos lomos de los búfalos. Saltábamos como peces y como ranas. Los largos cañaverales eran nuestro escondrijo favorito. Comíamos los corazones de unas dulces plantas de agua llamadas chiao-pai.
Por la tarde, cuando el calor se hacía insoportable, organizaba a los niños para que me ayudaran a enfriar la casa. Mi hermana y mi hermano llenaban cubos de agua, yo los subía hasta el tejado y vertía el agua sobre las tejas. Al rato volvíamos al lago, por el que pasaban balsas de bambú P’ieh. Bajaban por el río como un gigantesco collar suelto. Mis amigos y yo saltábamos a las balsas para dar un paseo y cantábamos canciones con los balseros. Mi favorita era «Wuhu es un lugar maravilloso». Al ponerse el sol, mi madre nos llamaba para que regresáramos a casa. La cena estaba en la mesa del patio bajo un cenador de glicina malva.
Mi madre estaba educada a la manera china, aunque tenía sangre manchú. Según mi madre, cuando los manchúes conquistaron China, descubrieron que el sistema de gobierno chino era más benévolo y eficiente y lo adoptaron en su totalidad. Los emperadores manchúes aprendieron a hablar mandarín. El emperador Tao Luang comía con palillos, era un admirador de la ópera de Pekín y empleó a tutores chinos para educar a sus hijos. Los manchúes también adoptaron el modo de vestir chino; lo único que conservaron fue el peinado; el emperador lucía la frente afeitada y una trenza de cabello negro como una cuerda que le llegaba hasta la cintura, y la emperatriz llevaba una fina tabilla negra sobre la cabeza, de la que pendían adornos.
Mis abuelos por parte materna se educaron en la religión chan, o zen, una combinación de budismo y taoísmo. A mi madre la instruyeron en el concepto chan de la felicidad, que consistía en encontrar satisfacción en las pequeñas cosas. A mí me enseñaron a apreciar el aire puro de la mañana, el color de las hojas volviéndose rojas en otoño y la suavidad del agua cuando hundía las manos en el lavabo.
Mi madre no se consideraba una persona ilustrada, pero le encantaba Li Po, un poeta de la dinastía Tang. Cada vez que leía sus poemas descubría nuevos significados. Bajaba el libro y miraba por la ventana. Su rostro oval era asombrosamente hermoso.
El chino mandarín era el idioma que yo hablaba de niña, pero una vez al mes teníamos un tutor que nos enseñaba manchú. No recuerdo nada de las clases salvo que eran un aburrimiento y no habría soportado las lecciones de no ser porque complacían a mis padres. En el fondo sabía que mis padres no pretendían realmente que dominásemos el manchú; solo les interesaban las apariencias, así mi madre podría decir a sus invitados: «Oh, mis niños están aprendiendo manchú». En realidad el manchú carecía de utilidad; era como un río muerto del que nadie bebe.
También por influencia de mi madre me enloquecían las óperas de Pekín. Era tan aficionada que ahorraba todo el año con el fin de contratar a una compañía de cómicos del lugar para que actuaran en casa durante el Año Nuevo chino. Cada año la troupe representaba una ópera diferente. Mi madre invitaba a todos los vecinos y a sus hijos. Cuando cumplí los doce años, la compañía representó Hua Mulan.
Me enamoré de la mujer guerrera, Hua Mulan. Después del espectáculo volví al improvisado escenario y vacié mi monedero para darle una propina a la actriz, que me dejó ponerme su disfraz e incluso me enseñó el aria «Adiós, mi vestido». Durante el resto del mes, la gente que pasaba por el lago podía oírme cantarla a un kilómetro de distancia.
A mi padre le complacía contarnos la historia de las óperas; le encantaba demostrar su conocimiento. Nos recordaba que éramos manchúes, la clase dominante de China.
– Los manchúes son quienes aprecian y promocionan el arte y la cultura chinos.
A medida que el alcohol se adueñaba del humor de mi padre, se iba animando más. Ponía a los niños en fila y nos preguntaba sobre detalles del antiguo sistema de portaestandartes. No nos dejaba hasta que todos los niños nos sabíamos de memoria que cada portaestandarte se identificaba por su rango, como cuartelado, liso, blanco, azul, rojo y azul.
Un día mi padre nos mostró un mapa de China. China era como la copa de un sombrero rodeado de países ansiosos y acostumbrados a prometer fidelidad al hijo del cielo, el emperador. Entre estos países figuraban Laos, Siam y Burma al sur, Nepal al oeste, Corea y las islas Ryukyu y Sulo al este y sureste, Mongolia y Turquestán al norte y noroeste.
Años más tarde, cuando recordaba la escena, comprendí por qué mi padre nos enseñó el mapa; el contorno de China estaba a punto de cambiar. Cuando mi padre falleció en los años cuarenta del siglo XIX, durante los últimos años del reinado del emperador Tao Kuang, se agravaron las revueltas campesinas. En medio de una sequía estival, mi padre tardó meses en volver a casa. A mi madre le preocupaba su seguridad, pues había oído decir que en una provincia vecina los campesinos descontentos habían incendiado la mansión del gobernador. Mi padre estuvo viviendo en su despacho intentando controlar a los rebeldes. Un día llegó un edicto; para conmoción de todos, el emperador destituyó a mi padre.
Mi padre llegó a casa profundamente avergonzado. Se encerró en su estudio y se negó a recibir visitas. En un año su salud se quebrantó y no tardó en morir. Las facturas del médico se apilaban incluso después de su muerte. Mi madre vendió todas las pertenencias de la familia, pero aun así no pudimos liquidar las deudas. Ayer mi madre vendió su último artículo: un recuerdo de boda de mi padre, un pasador para el pelo de jade verde en forma de mariposa.
Antes de abandonarnos, los criados dejaron el ataúd en la orilla del Gran Canal desde donde se divisaban los barcos que pasaban y que tal vez pudieran echarnos una mano. El calor arreciaba y el aire cesó. El olor a descomposición que emanaba del ataúd era cada vez más intenso. Pasamos la noche a la intemperie, atormentados por el calor y los mosquitos. Mis hermanos y yo oíamos rugir los estómagos de los demás.
Me levanté al alba y oí el lejano repiqueteo de los cascos de un caballo; pensé que estaba soñando. En un instante un jinete apareció ante mí. Me sentía mareada de cansancio y hambre. El hombre desmontó y vino directamente hacia mí; sin pronunciar palabra me ofreció un paquete atado con una cinta. Me dijo que era de parte del taotai de la ciudad. Perpleja, corrí hasta mi madre, que abrió el paquete. Dentro había trescientos taels de plata.
– ¡El taotai debía de ser amigo de vuestro padre! -gritó mi madre.
Gracias al jinete volvimos a contratar a los criados, pero la buena suerte no duró. A pocos kilómetros, según descendíamos por la orilla del canal, nos detuvo un grupo de hombres a caballo encabezados por el propio taotai.
– Se ha cometido un error. Mi jinete ha entregado los taels a la familia equivocada.
Al oír esto mi madre cayó de rodillas. Los hombres del taotai recuperaron los taels. De repente me venció el cansancio y me caí sobre el ataúd de mi padre.
El taotai caminó hasta el ataúd y se puso en cuclillas como si examinase las vetas de la madera. Era un hombre corpulento de rasgos duros. Al cabo de un momento, se volvió hacia mí; esperé a que me hablara pero no lo hizo.
– ¿Tú no eres china, verdad? -preguntó por fin, con los ojos fijos en mis pies descalzos.
– No, señor -respondí-. Soy manchú.
– ¿Cuántos años tienes? ¿Quince?
– Diecisiete.
Asintió con la cabeza. Sus ojos continuaron examinándome de arriba abajo.
– El camino está lleno de bandidos. Una muchacha bonita como tú no debería caminar.
– Pero mi padre necesita volver a casa. -Se me escaparon las lágrimas.
El taotai me cogió la mano y depositó en ella los taels de plata.
– Mis respetos a tu padre.
Nunca olvidaré lo del taotai. Cuando fui emperatriz de China, le busqué e hice una excepción para promocionarle. No solo lo nombré gobernador de la provincia sino que también le concedí una suculenta pensión vitalicia.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Aunque de origen militar, el rango de portaestandarte, introducido durante la conquista manchú por la dinastía Qing, 1644-1911, aunó ideales militares y culturales; su función era básicamente la de un agregado político y militar.