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Entramos en Pekín por la puerta del sur. Me fascinaron las enormes murallas rosadas; estaban por todas partes, una detrás de otra, devanándose alrededor de la ciudad entera. Tenían casi cinco metros de altura y seis de grosor. En el corazón oculto de la capital tentacular y baja, se asentaba la Ciudad Prohibida, el hogar del emperador.
Nunca había visto tanta gente junta. El olor a carne asada invadía el aire. La calle en la que nos encontrábamos tenía más de siete metros de ancho y se prolongaba un kilómetro y medio hasta la puerta del Cenit, flanqueada por apiñados puestos hechos con esteras y tiendas festoneadas de banderas que anunciaban sus mercancías. Había mucho que ver: funambulistas haciendo piruetas y florituras, adivinos interpretando el I Ching, acróbatas y malabaristas realizando números con osos y monos, cantantes populares recitando viejas leyendas, ataviados con extravagantes máscaras, pelucas y trajes; ebanistas de manos industriosas. Parecían escenas salidas de una ópera clásica china. Los herbolarios exponían grandes setas negras y secas. Un acupuntor clavaba agujas en la cabeza de un paciente y le hacía parecer un puercoespín. Los restauradores reparaban la porcelana con pequeños remaches; era un trabajo tan delicado como un bordado. Los barberos musitaban sus canciones favoritas mientras afeitaban a los clientes. Los niños gritaban felices al paso de camellos de ojos pícaros y andar elegante cargados con pesados fardos.
Clavé la mirada en las bayas recubiertas de azúcar pinchadas en palitos. Me habría sentido muy desgraciada de no haber visto un grupo de coolies acarreando sobre sus hombros desnudos pesados cubos en los extremos de una caña de bambú. Los hombres recogían las heces para los mercaderes de estiércol. Avanzaban despacio hacia los barcos que aguardaban en el canal.
Nos recibió un pariente lejano al que llamábamos Tío Undécimo, un hombre menudo y arisco de la familia de mi padre. Nuestra llegada no le agradó. Se quejó de los problemas por los que atravesaba su tienda de comida seca.
– No ha habido demasiada comida que secar estos últimos años -dijo-. Todo comido. No queda nada que vender.
Mi madre se disculpó por las molestias y dijo que nos iríamos en cuanto nos recuperáramos. Él asintió y luego advirtió a mi madre acerca de la puerta:
– Se sale del quicio.
Por fin enterramos a mi padre. No hubo ceremonia porque no podíamos pagarla. Nos instalamos en la casa de tres habitaciones de nuestro tío, en un recinto residencial de un familiar situado en el callejón del Peltre. En el dialecto local, este tipo de recintos se llamaba hootong. La ciudad de Pekín estaba tejida de hootongs como una telaraña. La Ciudad Prohibida constituía el centro y cientos de miles de hootongs formaban la red. El callejón de mi tío estaba en el lado este de una calle cercana al canal de la ciudad imperial. El canal corría paralelo a las altas murallas y servía de vía navegable privada del emperador. Yo miraba los barcos con las banderas amarillas descendiendo por el canal. Detrás de las murallas se alzaban árboles altos, tan espesos como flotantes nubes verdes. Los vecinos nos advirtieron de que no miráramos hacia la Ciudad Prohibida.
– Los dragones, espíritus guardianes enviados por los dioses, viven en su interior.
Acudí a los vecinos y a los vendedores ambulantes del mercado de verduras con la esperanza de encontrar trabajo. Cargaba capazos de ñames y repollos y limpiaba los tenderetes cuando cerraba el mercado. Ganaba unos pocos centavos de cobre cada día. Algunos días nadie me contrataba y volvía a casa con las manos vacías. Un día, gracias a mi tío, encontré trabajo en una tienda especializada en zapatos para ricas damas manchúes. Mi jefa, una mujer de mediana edad llamada Hermana Mayor Fann, era una dama gruesa a quien le gustaba ponerse tantas capas de afeites como a una cantante de ópera. Su maquillaje se desprendía en pequeñas motas mientras caminaba. Llevaba el cabello engominado hacia atrás, pegado sobre el cráneo. Era famosa por tener lengua de escorpión pero corazón de tofu.
Hermana Mayor Fann se sentía orgullosa de haber servido a la gran emperatriz consorte del emperador Tao Kuang. Había estado a cargo del guardarropa de su majestad y se consideraba una experta en etiqueta cortesana. Vestía con magnificencia pero no tenía dinero para lavar su ropa. En la estación de los piojos, me pedía que se los quitase de alrededor del cuello. Se rascaba ferozmente bajo los sobacos, y cuando cazaba una de esas criaturas, la aplastaba entre los dientes.
En su tienda yo trabajaba con la aguja, enceraba hilo, torcedores, tenazas y martillos. Primero guarnecí un zapato con ristras de perlas y piedras incrustadas, luego elevé la suela sobre una plataforma central, como un zueco aerodinámico, lo cual añadía un sobrepeso a la dama que lo calzase. Cuando salía de trabajar, tenía el pelo cubierto de polvo y me dolía la nuca.
Sin embargo, me gustaba ir a trabajar. No solo por el dinero sino porque también disfrutaba de la sabiduría de la vida que poseía Hermana Mayor Fann.
– El sol no se arrima solamente al árbol de una familia -decía.
Creía que todo el mundo tenía una oportunidad. Me gustaban también sus chismorreos sobre la familia real. Se quejaba de que la gran emperatriz había arruinado su vida, al entregarla a un eunuco como premio y esposa decorativa, condenándola así a una vida sin hijos.
– ¿Sabes cuántos dragones hay esculpidos en el salón de la Armonía Celestial de la Ciudad Prohibida? -Pese a su desdicha, se vanagloriaba del esplendor de su época palaciega-. ¡Trece mil ochocientos cuarenta y cuatro dragones! -Siempre respondía ella misma a su pregunta-. ¡La obra de generaciones enteras de los mejores artesanos!
Gracias a Hermana Mayor Fann supe cosas sobre el lugar donde pronto viviría durante el resto de mi vida. Me contó que solo el techo del salón albergaba dos mil seiscientos cuatro dragones y cada uno tenía diferente significado e importancia.
Tardó un mes en acabar de describir el salón de la Armonía Celestial. No pude seguirla y perdí la cuenta del número de dragones, pero me hizo comprender el poder que simbolizaban. Años más tarde, cuando me senté en el trono y yo fui el dragón, temía que la gente descubriera que no había nada en las imágenes. Al igual que mis predecesores, ocultaba el rostro tras las soberbias tallas de dragones y rezaba para que mis vestimentas y accesorios me ayudaran a representar bien mi papel.
– ¡Cuatro mil trescientos siete dragones solo en el salón de la Armonía Celestial! -Hermana Mayor Fann se volvía hacia mí y me preguntaba-: Orquídea, ¿te imaginas el resto de la gloria imperial? Recuerda mis palabras: un vistazo a toda esa belleza te hace sentir que tu vida vale la pena. Un solo vistazo, Orquídea, y nunca volverás a ser una persona corriente.
Una noche fui a cenar a casa de Hermana Mayor Fann. Encendí fuego en el hogar y le lavé la ropa mientras ella cocinaba. Comimos bolitas de pasta rellenas de verdura y soja. Después le serví el té y le preparé la pipa. Complacida, dijo que estaba lista para contarme más historias.
Nos sentamos hasta bien entrada la noche. Hermana Mayor Fann recordó la época en que estaba al servicio de su majestad, la emperatriz Chu An. Noté que cuando mencionaba el nombre de su majestad, su voz adquiría un tono de veneración.
– Chu An se perfumaba con pétalos de rosa, hierbas y esencias exquisitas desde que era una niña. Era mitad mujer, mitad diosa. Al andar desprendía aromas celestiales. ¿Sabes por qué no hubo proclamación ni ceremonia alguna cuando murió?
Negué con la cabeza.
– Tiene que ver con el hijo de su majestad, Hsien Feng, y su hermanastro, el príncipe Kung. -Hermana Mayor Fann respiró hondo y prosiguió-: Ocurrió diez años antes, durante el reinado del emperador Tao Kuang. Hsien Feng tenía once años y Kung, nueve. Yo pertenecía al grupo de criados que ayudaba a educar a los niños. De los nueve hijos del emperador Tao Kuang, Hsien Feng era el cuarto y Kung, el sexto. Los tres primeros príncipes murieron de una enfermedad, lo que dejó al emperador seis herederos sanos. Hsien Feng y Kung eran los más prometedores. La madre de Hsien Feng era mi señora, Chu An, y la madre de Kung era una concubina, la dama Jin, favorita del emperador.
La voz de Hermana Mayor Fann se convirtió en un susurro.
– Aunque Chu An era la emperatriz, y como tal disfrutaba de enorme poder, albergaba muchas dudas sobre las posibilidades sucesorias de su hijo Hsien Feng.
Según la tradición, el hijo mayor sería el heredero, pero la emperatriz Chu An tenía motivos para estar preocupada. A medida que el príncipe Kung empezó a demostrar más talento intelectual y físico, se fue haciendo cada vez más obvio para la corte que si el emperador Tao Kuang era juicioso, elegiría al príncipe Kung y no a Hsien Feng.
– La emperatriz urdió una trama para desembarazarse del príncipe Kung -continuó Hermana Mayor Fann-. Un día mi señora invitó a los dos hermanos a almorzar. El primer plato era pescado al vapor. La emperatriz hizo que su doncella Albaricoque envenenara el plato de Kung. Debo decir que el cielo quiso evitar aquel acto. Justo antes de que el príncipe Kung levantara los palillos, el gato de la emperatriz saltó sobre la mesa y, antes de que los criados pudieran hacer nada, el gato se comió el pescado del príncipe Kung. Inmediatamente el gato mostró síntomas de envenenamiento. Se tambaleó y en cuestión de minutos se desplomó en el suelo.
Más tarde me enteré de los detalles de la investigación que emprendió la casa imperial. Las primeras sospechas recayeron sobre el personal de cocina. En concreto el jefe de cocina fue puesto en entredicho. Sabedor de que tenía pocas posibilidades de seguir vivo, se suicidó. Los siguientes interrogados fueron los eunucos. Un eunuco confesó haber visto a Albaricoque hablando en secreto con el jefe de cocina la mañana del incidente. En aquel momento se descubrió la implicación de la emperatriz Chu An. El asunto fue llevado hasta la gran emperatriz.
– «¡Llevadme hasta el emperador!» -clamó Hermana Mayor Fann, imitando a la gran emperatriz-. Su voz resonó en todo el salón. Yo asistía a mi señora y por tanto fui testigo de cómo palidecía el rostro sonrosado de su majestad.
La emperatriz Chu An fue hallada culpable. Al principio el emperador Tao Kuang no tuvo fuerzas para ordenar su ejecución. Culpó a la doncella, pero la gran emperatriz permaneció inflexible y afirmó que Albaricoque no habría actuado sola ni «aunque hubiera tenido los redaños de un león». De modo que el emperador acabó cediendo.
– Cuando el emperador Tao Kuang entró en nuestro palacio, el palacio de la Esencia Pura, su majestad sintió que había llegado el final de su vida. Saludó a su marido de rodillas, incapaz de levantarse. El emperador la ayudó; sus ojos hinchados indicaban que había estado llorando. Luego expresó su pesar por no poder seguir protegiéndola y le comunicó que debía morir.
Hermana Mayor Fann aspiró de su pipa sin darse cuenta de que se había acabado.
– Como si aceptara su destino, la emperatriz Chu An dejó de llorar. Le dijo a su majestad que reconocía su deshonra y aceptaría el castigo. Luego suplicó un último favor. Tao Kuang le prometió concederle lo que le pidiera. Quiso que la verdadera razón de su muerte se mantuviera en secreto. El deseo le fue concedido y la emperatriz se despidió de su marido. Luego me envió a buscar a su hijo para verlo por última vez.
Las lágrimas brotaban de los grandes ojos de Hermana Mayor Fann.
– Hsien Feng era un muchacho de aspecto frágil. Por el rostro de su madre percibió la tragedia. Claro que no imaginó que su madre desaparecería de la faz de la tierra en cuestión de minutos. El niño llevó a su mascota, un loro, porque quería alegrar a su madre haciendo hablar al ave. Recitó su nueva lección, con la que había tenido dificultades. La emperatriz se sintió complacida y le abrazó.
»La risa del chico acrecentó la tristeza de la madre. El muchacho sacó un pañuelo y le enjugó las lágrimas. Quiso saber qué le preocupaba, pero ella no le respondió. Entonces dejó de jugar y se asustó. En aquel momento sonaron los tambores en el patio. Era la señal para la emperatriz Chu An. Y esta volvió a abrazar a su hijo. El ruido de tambores se hizo más fuerte. Hsien Feng parecía aterrorizado. Su madre enterró el rostro en su pequeño chaleco y susurró: “Dios te bendiga, hijo mío”.
»La voz del secretario de la casa imperial resonó en el pasillo. “¡Su majestad la emperatriz, por aquí, por favor!” Para evitar que su hijo asistiera al horror, la emperatriz Chu An me ordenó que me llevara a Hsien Feng. Fue lo más duro que he hecho en mi vida. Me quedé petrificada como el tronco de un árbol muerto. Su majestad me sacudió por los hombros, se quitó una pulsera de jade de la muñeca y me la metió en el bolsillo. “¡Por favor, Fann!” Me miró implorante. Volví en mí y me llevé a rastras al sollozante Hsien Feng. Al otro lado de la verja, aguardaba el secretario con un trozo de seda blanca plegada: la cuerda de la horca. Detrás de él se encontraban varios guardias.
Lloré por el joven Hsien Feng, quien años más tarde se convertiría en mi esposo y al que siempre conservo en mi corazón, aun después de que me abandonara.
– Una tragedia presagia buena suerte. Permíteme que te lo diga, Orquídea. -Hermana Mayor Fann se quitó la pipa de los labios y vació la ceniza sobre la mesa-. Y eso concuerda a la perfección con lo que ocurrió más tarde.
En la crepuscular luz de las velas, Hermana Mayor Fann continuó la historia de mi futuro marido. Era el otoño de 1850 y el anciano emperador Tao Kuang se disponía a elegir un heredero. Invitó a sus hijos a Jehol, el recinto de caza imperial que está al norte del país, más allá de la Gran Muralla, donde quería poner a prueba sus capacidades. Los seis príncipes se sumaron al viaje.
El emperador explicó a sus hijos que los manchúes tenían fama de grandes cazadores. A su edad, él había matado más de una docena de animales salvajes en solo medio día: lobos, ciervos y jabalíes de toda clase. En una ocasión llevó a casa quince osos y dieciocho tigres. Les dijo a sus hijos que su bisabuelo, el emperador Kang Hsi, era aún mejor. Cada día montaba seis caballos hasta derrengarlos. El padre ordenó a sus hijos que le demostrasen de lo que eran capaces.
– Consciente de su propia debilidad, Hsien Feng se deprimió. -Hermana Mayor Fann hizo una pequeña pausa-. Sabía que no superaría la prueba. Decidió retirarse, pero su tutor, el brillante erudito Tu Shou-tien, se lo impidió. El tutor brindó a su pupilo la manera de convertir la derrota en victoria. «Cuando pierdas -le dijo Tu Shou-tien-, informa a tu padre de que no es que no pudieras hacerlo; dile que preferiste no disparar. Fue por una razón virtuosa, como la benevolencia, por lo que te negaste a explotar al máximo sus habilidades para la caza.»
Según Hermana Mayor Fann, fue una grandiosa escena de caza otoñal. Matorrales y sotos se alzaban hasta la cintura. Los criados prendieron antorchas para hacer salir a los animales salvajes. Conejos, leopardos, lobos y ciervos corrían despavoridos. Siete mil hombres a caballo formaban un círculo. El coto de caza bramaba y se estremecía. Los hombres fueron cerrando lentamente el círculo. Guardias imperiales seguían a cada príncipe.
El emperador aguardaba en la cima de la colina más alta, montado en un caballo negro. Seguía con la mirada a sus dos hijos favoritos. Hsien Feng vestía una túnica de seda púrpura y el príncipe Kung, una blanca. Kung cargaba de aquí para allá; los animales caían uno tras otro ante sus flechas y los guardias le animaban.
A mediodía el sonido de una trompeta llamó a los cazadores a regresar. Por turnos, los príncipes mostraron a su padre los animales que habían cazado. El príncipe Kung había hecho veintiocho presas. El arañazo de un tigre marcaba su hermoso rostro y de la herida manaba sangre, que había manchado su túnica blanca. Sonreía con júbilo sabiendo que había hecho un buen papel. Llegaron los demás hijos y mostraron al emperador los animales atados al vientre de sus caballos.
– ¿Dónde está Hsien Feng, mi cuarto hijo? -preguntó el emperador. Llamaron a Hsien Feng. No llevaba nada bajo el vientre de su caballo y su túnica estaba limpia-. ¿No has cazado nada?
Su padre estaba decepcionado, pero Hsien Feng respondió tal como le había indicado su tutor.
– Vuestro hijo más humilde ha tenido problemas para matar animales. No porque se negara a cumplir vuestras órdenes ni porque carezca de habilidades, sino porque le ha conmovido la belleza de la naturaleza. Su majestad me enseñó que el otoño es la época en que el universo está preñado de la primavera. Cuando pensé en todos los animales que criarían a sus pequeños, mi corazón sintió piedad por ellos.
El padre se sintió sobrecogido; en aquel instante tomó la decisión de quién sería su heredero.
La vela se había consumido. Yo estaba sentada en silencio. La luna brillaba al otro lado de la ventana. Nubes blancas y espesas como peces gigantes nadaban por el cielo.
– En mi opinión la muerte de la emperatriz Chu An tuvo mucho que ver en la elección del heredero -dijo Hermana Mayor Fann-. El emperador Tao Kuang se sentía culpable de haber privado a Hsien Feng de su madre. La prueba es que, tras la muerte de Chu An, nunca concedió a la dama Jin el título de emperatriz. Después de todo, mi señora consiguió su objetivo.
– ¿No es la dama Jin la gran emperatriz en la actualidad? -le pregunté.
– Sí, pero no fue Tao Kuang quien le concedió el título, sino Hsien Feng tras convertirse en emperador, y lo hizo por consejo de Tu Shou-tien. Este hecho contribuyó a engrandecer su nombre. Hsien Feng comprendió que la gente sabía que la dama Jin era la enemiga de Chu An. Quería que el pueblo creyera en su bondad y también borrar las dudas de la nación, porque el príncipe Kung aún estaba en la mente de todos. Su padre no había jugado limpio; no mantuvo su promesa.
– ¿Y qué pasó con el príncipe Kung? -le pregunté-. Después de todo, consiguió cobrar más piezas que nadie durante la cacería. ¿Cómo le sentó que su padre honrase a un perdedor?
– Orquídea, debes aprender a no juzgar nunca al hijo del cielo. -Hermana Mayor Fann encendió otra vela. Levantó la mano en el aire y trazó una línea bajo su cuello-. Haga lo que haga es la voluntad del cielo. Fue la voluntad del cielo que Hsien Feng se convirtiera en el emperador. El príncipe Kung también lo creyó así y por eso ayuda a su hermano con tanta devoción.
– Pero… ¿el príncipe Kung no se sintió ni siquiera un poco celoso?
– No dio muestras de ello. Sin embargo, la dama Jin sí estaba celosa. Le amargaba la sumisión del príncipe Kung, pero se las arregló para ocultar sus sentimientos.
Fue un invierno terrible. En las calles de Pekín se encontraron cuerpos congelados después de una tormenta de hielo. Yo le entregaba a mi madre todo lo que ganaba, pero no era suficiente para pagar las facturas. Los acreedores hacían cola ante nuestra puerta. La puerta se cayó de su marco en numerosas ocasiones. Tío Undécimo estaba intranquilo y su cara expresaba sus pensamientos: quería que nos fuéramos. Mi madre encontró un trabajo como empleada de la limpieza, pero la despidieron al día siguiente por caer enferma. Tenía que apoyarse en la cama para mantenerse en pie y le costaba respirar. Mi hermana Rong le preparó unas hierbas medicinales. Además de las hojas amargas, el doctor le prescribió crisálidas de gusanos de seda. El olor apestoso me impregnaba la ropa y el cabello. Mi hermano Kuei Hsiang fue a pedirles dinero a los vecinos. Al cabo de un rato, nadie le abría la puerta. Mi madre compró ropa de entierro barata, una túnica negra que llevaba todo el día puesta. «Así no tendréis que cambiarme si muero en la cama», decía.
Una tarde nuestro tío llegó con su hijo, al que nunca me habían presentado. Se llamaba Ping, que quiere decir «botella». Yo sabía que nuestro tío había tenido un hijo con una prostituta local y lo ocultaba porque le avergonzaba, pero no sabía que Botella era retrasado.
– Orquídea sería una buena esposa para él -le dijo mi tío a mi madre, empujando a Botella hacia mí-. ¿Qué te parecería si te diera suficientes taels como para pagar vuestras deudas?
Mi primo Botella era un tipo de hombros estrechos. La forma de su cara hacía honor a su nombre. Parecía que tuviera sesenta años, aunque solo tenía veintidós. Además de ser retrasado era adicto al opio. Plantado en medio de la habitación, me dirigía una sonrisa de oreja a oreja y se subía constantemente los pantalones, que de inmediato volvían a caérsele por debajo de las caderas.
– Orquídea necesita ropa decente -dijo mi tío ignorando la reacción de mi madre, que fue la de cerrar los ojos y golpearse la frente contra el cabezal de la cama.
Mi tío levantó su sucio bolso de algodón y sacó una chaqueta rosada con dibujos de orquídeas azules.
Salí corriendo de la casa y me interné en la nieve. Pronto tuve los zapatos empapados y ya no sentía los dedos de los pies.
Una semana más tarde, mi madre me dijo que me había prometido a Botella.
– ¿Qué voy a hacer con él? -le grité.
– No es adecuado para Orquídea -dijo Rong en voz baja.
– Nuestro tío quiere que dejemos sus habitaciones libres -dijo Kuei Hsiang-. Alguien le ha ofrecido más dinero por ellas. Cásate con Botella, Orquídea, así nuestro tío no nos echará a la calle.
Me habría gustado tener valor para oponerme a mi madre, pero no tenía elección. Rong y Kuei Hsiang eran demasiado jóvenes para ayudar a mantener a la familia. Rong tenía horribles pesadillas. Verla dormir era como verla entrar en una cámara de tortura. Rasgaba la sábana como poseída por los demonios. Estaba siempre asustada, nerviosa y susceptible. Caminaba como un pajarillo atemorizado: con los ojos muy abiertos, paralizándose en mitad de sus movimientos. Hacía ruidos irritantes cuando se sentaba. Durante las comidas, no cesaba de repiquetear con los dedos en la mesa. Mi hermano, lo contrario; andaba desorientado, era descuidado y perezoso. Dejó los libros y no colaboraba en nada.
En el trabajo, todo el tiempo escuchaba las historias de Hermana Mayor Fann sobre hombres encantadores e inteligentes que se pasaban la vida cabalgando, derrotando a sus enemigos y convirtiéndose en emperadores. Volvía a casa y me topaba con la cruda realidad de que iba a casarme con Botella antes de la primavera.
Mi madre me llamó desde su lecho y me senté junto a ella. No podía soportar mirarla a la cara; estaba en los huesos.
– Tu padre solía decir: «Un tigre enfermo que se pierde en un llano es más débil que un cordero. No puede luchar contra los perros salvajes que acuden al festín». Por desgracia, ese es nuestro destino, Orquídea.
Una mañana, mientras me cepillaba el cabello, oí a un mendigo cantando en la calle:
Contemplé al mendigo pasar ante mi ventana; levantaba hacia mí su cuenco vacío, con los dedos secos como ramas.
– Gachas de avena -pidió.
– Nos hemos quedado sin arroz. He estado sacando arcilla blanca del patio y mezclándola con harina de trigo para hacer bollos. ¿Quiere uno?
– ¿No sabes que la arcilla blanca atasca los intestinos?
– Lo sé, pero no hay nada para comer.
Cogió el panecillo que le di y desapareció por el fondo del callejón.
Triste y deprimida, caminé por la nieve hasta casa de Hermana Mayor Fann. Al llegar cogí mis herramientas, me senté en el banco y empecé a trabajar. Fann entró con el desayuno aún en la boca. Estaba emocionada y decía que había visto un decreto pegado en un muro de la ciudad.
– Su majestad el emperador Hsien Feng está buscando futuras parejas. ¡Me pregunto quiénes serán las afortunadas! Y describió el acontecimiento, que se conocía como «elección de las consortes imperiales».
Después del trabajo decidí ir a echar una ojeada al decreto. El camino más corto estaba impracticable, así que anduve por senderos y callejuelas y llegué cuando el sol se estaba poniendo. El cartel estaba escrito en tinta negra y la nieve húmeda había emborronado las letras. Mientras leía, mis pensamientos se aceleraban. Las candidatas debían ser manchúes, para conservar la pureza de la sangre imperial. Recordé que mi padre me había dicho una vez que de los cuatrocientos millones de habitantes de China cinco millones eran manchúes. El cartel también decía que los padres de las muchachas no debían ser inferiores al rango del Portaestandarte Azul. Eso era para asegurar la inteligencia genética de las muchachas. El cartel indicaba además que todas las muchachas manchúes entre trece y diecisiete años debían inscribirse en su Estado para la selección. Ninguna joven manchú podía casarse antes de haber sido examinada por el emperador.
– ¿Crees que tengo alguna oportunidad? -le grité a Hermana Mayor Fann-. Soy manchú y tengo diecisiete años; mi padre era un Portaestandarte Azul.
Fann meneó la cabeza.
– Orquídea, tú eres un ratón horrible comparada con las concubinas y damas de la corte que yo he visto.
Bebí de un cubo de agua y me senté a pensar. Las palabras de Hermana Mayor Fann me desalentaron, pero mi deseo no mermó. Supe por Hermana Mayor Fann que la corte imperial examinaría a las candidatas en octubre. Los gobernadores de toda la nación enviarían cazatalentos para convocar a las muchachas hermosas. Los cazatalentos tenían orden de hacer listas de nombres.
– ¡Se han olvidado de mí! -le dije a Hermana Mayor Fann.
Me enteré de que la casa imperial era la encargada de la selección de aquel año y que las bellezas de cada Estado estaban siendo enviadas a Pekín para que el comité imperial las examinara. Se esperaba que el eunuco jefe, que representaba al emperador, inspeccionara a más de cinco mil chicas y eligiera a doscientas. Aquellas muchachas se presentarían ante la gran emperatriz, la dama Jin, y el emperador Hsien Feng para su observación.
Hermana Mayor Fann me contó que Hsien Feng elegiría a siete esposas oficiales y sería libre de «dispensar felicidad» a cualquier dama o doncella de la Ciudad Prohibida. Una vez elegidas las esposas oficiales, el resto de las finalistas se quedarían a vivir en la Ciudad Prohibida. No tendrían ni la más mínima posibilidad de acostarse con su majestad, pero se les concedería una renta vitalicia, cuya cantidad oscilaría en función de su título y rango. En total el emperador tendría tres mil concubinas.
También supe por Hermana Mayor Fann que, además de la selección de consorte, la elección de doncellas imperiales se celebraría ese año. A diferencia de las consortes, a quienes se les concederían magníficos palacios en los que vivir, las doncellas vivían en barracones situados detrás de los palacios. Muchos de aquellos edificios habían caído en el abandono y apenas eran habitables.
Le pregunté a Hermana Mayor Fann sobre los eunucos; dos mil eunucos vivían en la Ciudad Prohibida. Me explicó que la mayoría venían de la miseria; sus familias eran pobres de solemnidad. Aunque solo los muchachos castrados estaban cualificados para optar a ciertos puestos, no todos los castrados tenían garantizada una plaza.
– Además de ser ingeniosos, los chicos deben ser de una belleza superior a la habitual -relató Hermana Mayor Fann-. Los más listos y los más guapos tienen la oportunidad de acceder a un puesto o incluso convertirse en favoritos.
Le pregunté por qué la corte no empleaba a chicos normales.
– Para garantizar que el emperador sea el único que planta su semilla -aclaró.
El sistema fue heredado de la dinastía Ming en el siglo XV. El emperador Ming poseía noventa mil eunucos que constituían la fuerza policial de su hogar. Era una necesidad porque los casos de asesinato no eran raros en un lugar donde miles de mujeres competían por la atención de un hombre.
– Los eunucos son criaturas capaces de una crueldad y un odio extremos, pero también de lealtad y devoción. En privado sufren intensamente. La mayoría llevan gruesas prendas íntimas porque padecen constantes pérdidas de orina. ¿No has oído nunca la expresión «Apestas como un eunuco»?
– ¿Cómo lo sabes? -le pregunté.
– ¡Me casé con uno, por el amor del cielo! Las pérdidas avergüenzan al hombre en demasía. Mi marido era muy comprensivo con los malos tratos y el sufrimiento, pero eso no le impedía ser violento y celoso. A todo el mundo le deseaba una tragedia.
No le conté a mi familia lo que me proponía porque era consciente de que tenía una posibilidad entre un millón. A la mañana siguiente fui al juzgado local antes de acudir al trabajo. Estaba nerviosa, pero decidida. Anuncié mi propósito al guardia y me condujeron hasta un despacho del fondo. Era una habitación grande. Las columnas, mesas y sillas estaban envueltas con una tela roja. Un hombre barbudo vestido con una túnica roja se sentaba tras un gran escritorio de madera roja. Sobre la mesa había un pedazo rectangular de seda amarilla; era una copia del decreto imperial. Me acerqué al hombre y me arrodillé, declaré mi nombre y edad, le dije que mi padre pertenecía al clan Yehonala y que había sido el último taotai de Wuhu.
El hombre de la barba me examinó con la mirada.
– ¿No tienes mejores ropas? -me preguntó tras un severo escrutinio.
– No, señor.
– No me permiten que deje entrar a nadie en el palacio con aspecto de pordiosero.
– Bueno, ¿me permite preguntarle si estoy cualificada para entrar? Si usted me da un sí, señor, encontraré la manera de mejorar mi aspecto.
– ¿Crees que me molestaría en malgastar palabras si no te encontrara cualificada?
– Bien -dijo mi madre algo aliviada-, acabo de decirle a tu tío que Botella tendrá que esperar hasta que el emperador te examine.
– Tal vez para entonces a nuestro tío le haya atropellado una carreta o Botella haya muerto de una sobredosis de opio -dijo Kuei Hsiang.
– Kuei Hsiang -le increpó Rong-, no maldigas así a la gente. Al fin y al cabo, nos han dado cobijo.
Siempre me ha parecido que Rong es más juiciosa que Kuei Hsiang. Eso no quiere decir que Rong no estuviera asustada. Toda su vida fue delicada y asustadiza. Trabajó unos días en un bordado y de repente lo dejó, diciendo que veía cómo le cambiaban los colores. Llegó a la conclusión de que debía de rondar un fantasma, le entró pánico e hizo trizas el bordado.
– ¿Por qué no estudias, Kuei Hsiang? -le pregunté a mi hermano-. Tienes más oportunidades que Rong y que yo. El examen para la administración pública imperial se celebra cada año. ¿Por qué no lo intentas?
– No tengo lo que se necesita -fue la respuesta de Kuei Hsiang.
Hermana Mayor Fann estaba sorprendida de que hubiera pasado el examen de acceso en la oficina de la casa imperial. Cogió una vela y estudió mis rasgos.
– ¿Cómo no me di cuenta? -Me hizo ladear la cabeza a derecha e izquierda-. Ojos vivarachos en forma de almendra, párpados alineados, cutis liso, nariz recta, una hermosa boca y un cuerpo esbelto. Debían de ser las ropas las que ocultaban tu belleza.
Fann bajó la vela y se cruzó de brazos. Caminaba por la habitación como un grillo en un frasco antes de una pelea.
– No tendrás este aspecto cuando entres en la Ciudad Prohibida, Orquídea. -Me puso la mano en los hombros y me dijo-:Ven, deja que te transforme.
En el vestidor de Hermana Mayor Fann, me convertí en una princesa. Fann me demostró que su reputación era cierta; quien en otro tiempo se encargara de vestir a la emperatriz me envolvió en una túnica de satén verde claro con bordados de faisanes blancos que parecían de verdad. Un ribete bordado engalanaba el cuello, los puños y el bajo de la prenda.
– Esta túnica me la dio su majestad como regalo de boda -me explicó Hermana Mayor Fann-. Casi no me la he puesto, porque temía mancharla. Y ahora ya estoy demasiado vieja y gorda. Te la presto, y también el tocado a juego.
– ¿No se dará cuenta su majestad de que era suya?
– No te preocupes -dijo Fann negando con la cabeza-. Tenía cientos de vestidos similares.
– ¿Qué pensará de este vestido?
– Que tienes el mismo gusto que ella.
Estaba emocionada y le dije a Hermana Mayor Fann que nunca se lo agradecería lo bastante.
– Recuerda, la belleza no es el único criterio de la selección, Orquídea -dijo Hermana Mayor Fann mientras me vestía-. Puedes perder porque eres demasiado pobre como para sobornar a los eunucos, que a su vez encontrarán la manera de señalar tus defectos a sus majestades. Yo personalmente he asistido a semejantes ocasiones. Era tan agotador que finalmente todas las chicas me parecían la misma chica. Los ojos de sus majestades ya no registraban la belleza, por eso la mayoría de las esposas y concubinas imperiales son feas.
Tras interminables meses de espera, apenas podía contener mi nerviosismo. Dormía mal y me despertaba con horribles pesadillas. Luego la espera llegó a su fin: al día siguiente entraría en la Ciudad Prohibida para competir en la elección.
Nubes altas tapizaban el cielo y la brisa era cálida mientras mi hermana y yo caminábamos por las calles de Pekín.
– Tengo la sensación de que tú serás una de las doscientas concubinas, si no una de las siete esposas -dijo Rong-. Tu belleza es incomparable, Orquídea.
– Mi desesperación es incomparable -la corregí.
Continué andando cogida fuertemente de su mano. Rong vestía una túnica de algodón azul claro con hombreras pulcramente cosidas. Ambas nos parecíamos en los rasgos, pero a veces su expresión traslucía su temor.
– ¿Y si nunca llegas a pasar una noche con su majestad? -preguntó Rong, levantando las cejas hasta formar una línea en su frente.
– Es mejor que casarse con Botella, ¿no crees?
Rong asintió.
– Te enviaré de palacio las telas con los estampados de moda -le dije, intentando animarla-. Serás la muchacha mejor vestida de la ciudad. Tejidos exquisitos, lazos fabulosos, plumas de pavo real.
– No te apartes de tu camino, Orquídea. Todo el mundo sabe que la Ciudad Prohibida tiene reglas muy estrictas. Un movimiento en falso y podrían cortarte la cabeza.
Guardamos silencio el resto del camino. La muralla imperial parecía más alta y más gruesa. Aquella muralla nos separaría.