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Desfilaba con los miles de muchachas elegidas de todo el país. Después de las primeras rondas de inspecciones, el número disminuyó a doscientas. Yo me encontraba entre las afortunadas y ahora competía para convertirme en una de las siete esposas del emperador Hsien Feng.
Un mes antes, la delegación de la casa imperial me había enviado a someterme a un reconocimiento médico. El proceso me habría afectado de no haber estado preparada. Tuvo lugar en el sur de Pekín, en un palacio rodeado de un gran jardín cuidado. En otro tiempo la casa y los terrenos se habían empleado como palacio de vacaciones de los emperadores. En mitad del patio había un pequeño estanque.
Conocí a muchas chicas cuya belleza no tengo palabras para describir. Cada doncella era única. Las muchachas de las provincias del sur eran delgadas, con cuellos de cisne, largos miembros y pequeños pechos. Las muchachas del norte eran como la fruta madura; tenían pechos como calabacines y nalgas del tamaño de una calabaza.
Los eunucos estudiaban los signos natales, las cartas astrales, la altura, el peso, la forma de las manos y los pies y el cabello de cada una. Contaban nuestros dientes. Todo tenía que encajar con la carta astral del emperador.
Nos dijeron que nos desnudáramos y nos pusiéramos en fila. Una tras otra fuimos examinadas por un jefe eunuco, cuyo asistente registraba todas sus palabras en un libro.
– Cejas irregulares -proclamaba el jefe eunuco mientras paseaba ante nosotras-, hombros caídos, manos de trabajadora, lóbulos de la oreja demasiado pequeños, mandíbula demasiado estrecha, labios demasiado finos, párpados hinchados, dedos de los pies cuadrados, piernas demasiado cortas, muslos demasiado gordos.
Aquellas chicas eran inmediatamente descartadas.
Horas más tarde nos guiaron hasta una sala con unas cortinas llenas de dibujos de flores de melocotón. Entró un grupo de eunucos sujetando unas cintas en la mano. Tres eunucos me midieron el cuerpo, me pincharon y me pellizcaron.
No había donde esconderse.
– Aunque encojas o alargues la cabeza no escaparás a la caída del hacha. -El jefe eunuco me empujó en los hombros y me gritó-: ¡Ponte derecha!
Cerré los ojos e intenté convencerme de que los eunucos no eran hombres. Cuando volví a abrirlos, descubrí que estaba en lo cierto. En el campo a los hombres se les cae la baba al ver a una muchacha atractiva, aunque esté completamente vestida. Allí los eunucos actuaban como si mi desnudez no importara. Me preguntaba si realmente eran insensibles o sencillamente simulaban serlo.
Después de medirme, me llevaron a una sala más grande y me ordenaron que caminara. Las chicas a quienes dijeron que carecían de gracia fueron descartadas. Las que pasaron aguardaban la próxima prueba. Por la tarde, aún quedaban muchachas afuera esperando ser examinadas.
Por fin me dijeron que me volviera a vestir y me enviaron a casa.
A la mañana siguiente, muy temprano, me volvieron a llevar a la mansión. La mayoría de las chicas que había conocido el día anterior se habían ido. A las supervivientes nos reagruparon. Nos ordenaron que recitáramos en voz alta nuestros nombres, edad, lugar de nacimiento y nombre de nuestro padre. Las muchachas que se pronunciaron demasiado alto o demasiado bajo fueron descartadas.
Antes del desayuno nos volvieron a conducir al fondo del palacio, donde se habían plantado varias tiendas en la zona abierta del jardín. Dentro de cada tienda había mesas de bambú. Cuando entré, los eunucos me ordenaron que me tumbara en una de aquellas mesas. Entonces aparecieron cuatro viejas damas de la corte con los rostros maquillados y carentes de expresión. Alargaron la nariz y empezaron a olerme: desde el cabello hasta las orejas, desde la nariz hasta la boca, desde las axilas hasta mis partes íntimas. Me examinaron entre los dedos de las manos y de los pies. Una dama se mojó el dedo medio en un tarro de aceite y me lo metió por el ano. Me dolió, pero intenté no hacer ningún ruido. Cuando la dama sacó el dedo, las demás se apresuraron a olerlo.
El último mes pasó en un abrir y cerrar de ojos.
– Mañana su majestad decidirá mi destino -le conté a mi madre.
Sin decir una palabra, prendió unas barritas de incienso y se arrodilló ante una representación de Buda que había en la pared.
– ¿En qué piensas, Orquídea? -me preguntó Rong.
– Mi sueño de visitar la Ciudad Prohibida se hará realidad -respondí pensando en las palabras de Hermana Mayor Fann: «Un vistazo a toda esa belleza te hace sentir que tu vida vale la pena»-. Nunca volveré a ser una persona corriente.
Mi madre se pasó toda la noche en vela. Antes de irme a dormir, me explicó el significado de yuan en el taoísmo. Hacía referencia al modo en que yo seguiría mi destino y lo alteraría como un río avanzando a través de las rocas.
La escuchaba en silencio y le prometí que recordaría la importancia de ser obediente y de aprender a «tragarse los sapos de los demás cuando es necesario».
Me habían ordenado estar en la puerta del Cenit antes del alba. Mi madre había gastado sus últimos taels prestados y alquilado un palanquín para llevarme. Estaba cubierto por una preciosa tela de seda azul. También había contratado tres palanquines más sencillos para Kuei Hsiang, Rong y ella. Me acompañarían hasta la puerta. Los lacayos estarían en la puerta antes del primer canto del gallo. No me inquietó que mi madre dilapidara el dinero. Comprendí que deseaba entregarme de una manera honorable.
A las tres de la madrugada mi madre me despertó. Mi posible elección como consorte imperial le había llenado de esperanza y energía. Intentó contener las lágrimas mientras me maquillaba. Mantuve los ojos cerrados; sabía que si los abría se me escaparían las lágrimas y estropearía el esmerado maquillaje.
Cuando mi hermano y mi hermana se despertaron, yo ya vestía la hermosa túnica de Hermana Mayor Fann. Mi madre me ató los lazos. Hecho esto, comimos gachas de avena para desayunar. Rong me regaló dos nueces que había conservado desde el año anterior. Insistió en que yo me comiera las dos para que me dieran buena suerte y así lo hice.
Llegaron los lacayos. Rong me sujetó la túnica hasta que los criados me subieron al palanquín. Kuei Hsiang vestía las ropas de nuestro padre. Le dije que parecía un portaestandarte, pero que debía aprender a abrocharse bien los botones.
Las muchachas y sus familias se reunieron en la puerta del Cenit. Yo estaba sentada en el palanquín, tenía frío y se me estaban quedando los dedos tiesos. La puerta parecía imponente contra el cielo morado. Había noventa y nueve tazas cobrizas incrustadas en la puerta, como tortugas detenidas sobre un panel gigante. Estas tazas cubrían los grandes tornillos que mantenían unida la madera. Un criado le dijo a mi madre que la gruesa puerta había sido construida en 1420. Estaba hecha de la madera más dura. Por encima de la puerta, sobre el muro, se levantaba una torreta de piedra.
Rompió el alba y apareció por la puerta una compañía de guardias imperiales, seguida de un grupo de eunucos vestidos con túnicas. Uno de los eunucos sacó un libro y empezó a leer los nombres con voz aguda. Era un hombre alto de mediana edad con rasgos simiescos: ojos redondos, nariz plana, una boca de labios finos de oreja a oreja, un espacio muy amplio entre la nariz y el labio superior y la frente hundida. Cantaba las sílabas al pronunciar los nombres. La cantinela se alargaba en la última nota al menos tres compases. El lacayo nos dijo que era el eunuco jefe y se llamaba Shim.
Los eunucos repartieron una caja amarilla llena de monedas de plata a cada familia después de decir su nombre.
– ¡Quinientos taels de su majestad el emperador! -volvió a cantar la voz del eunuco jefe Shim.
Mi madre se vino abajo cuando pronunciaron mi nombre.
– Es tiempo de partir, Orquídea. ¡Ten cuidado!
Bajé del palanquín con mucha delicadeza.
A mi madre casi se le cae la caja que le habían dado. Los guardias la acompañaron hasta su palanquín y le dijeron que se fuera a casa.
– Piensa que embarcas en una nave de misericordia en el mar del sufrimiento -gritó mi madre al despedirme-. ¡El espíritu de tu padre estará contigo!
Me mordí el labio y asentí. Me dije a mí misma que debía estar contenta porque con los quinientos taels mi familia podría sobrevivir.
– ¡Cuidad a mamá! -le dije a Rong y a Kuei Hsiang.
Rong me saludó con la mano y se llevó un pañuelo a la boca. Kuei Hsiang estaba tieso como un palo.
– Espera, Orquídea. Espera un poco.
Respiré hondo y me volví hacia la puerta rosada. El sol asomaba entre las nubes mientras me encaminaba hacia la Ciudad Prohibida.
– ¡Caminen, damas imperiales! -canturreó el eunuco jefe Shim.
Los guardias se alinearon a cada lado de la entrada, formando un pasillo por el que nosotras pasamos. Miré hacia atrás por última vez. La luz del sol bañaba la multitud. Rong agitaba los brazos con el pañuelo y Kuei Hsiang sostenía la caja de taels por encima de la cabeza. No veía a mi madre; debía de estar escondida dentro del palanquín, llorando.
– ¡Adiós!
Dejé brotar libremente las lágrimas mientras la puerta del Cenit se cerraba.
De no haber sido por la voz del eunuco jefe Shim, que seguía dando órdenes, obligándonos a girar a izquierda y derecha, habría creído que me encontraba en un mundo de fantasía.
Según caminaba, apareció un grupo de edificios palatinos de aire solemne y tamaño gigantesco. Los tejados amarillos vidriados brillaban a la luz del sol. Mis pies pisaban losas de mármol tallado. Hasta que no llegamos al salón de la Armonía Suprema, no me percaté de que lo que estaba viendo era solo el principio.
En lo que se consumen dos velas, pasamos por puertas ornamentadas, espaciosos patios y vestíbulos con tallas en cada viga y esculturas en cada esquina.
– Tomaréis los caminos laterales, que son las rutas para los criados y funcionarios de la corte -indicó el jefe eunuco Shim-. Nadie salvo su majestad usa la entrada central.
Atravesamos un espacio vacío tras otro. Allí no había nadie para ver nuestros sofisticados vestidos. Recordé el consejo de Hermana Mayor Fann: «Las paredes imperiales tienen ojos y oídos. Nunca sabes qué pared esconde los ojos de su majestad el emperador Hsien Feng o de su madre, la gran emperatriz Jin».
Sentía el aire pesado en mis pulmones. Eché una mirada a mi alrededor y me comparé con las otras chicas. Todas íbamos maquilladas al estilo manchú; un punto de carmín en el labio superior y el cabello recogido en forma circular a cada lado de la cabeza. Unas muchachas se habían vendado las coletas hasta arriba de la cabeza y las recubrían con resplandecientes joyas y flores, pájaros o insectos de jade. Otras usaban seda para crear una placa artificial, prendida con horquillas de marfil. Yo llevaba una peluca en forma de cola de golondrina que Hermana Mayor Fann había tardado horas en afianzar a una tablilla negra. En el centro de la tabla, lucía una gran rosa de seda púrpura con otras dos rosadas a cada lado. Había perfumado mi cabello con jazmines y orquídeas frescas.
La muchacha que caminaba a mi lado llevaba un tocado más elaborado, en forma de ganso volador, cubierto de perlas y diamantes. De él pendían hilos bermellones y amarillos, trenzados siguiendo un dibujo. El tocado me recordaba los que aparecían en las óperas chinas.
Como zapatera que era, presté especial atención a lo que las chicas llevaban en los pies. Solía pensar que, si bien no sabía de otra cosa, al menos sabía de calzado, pero mi conocimiento se vio puesto en entredicho. Todos los zapatos de aquellas muchachas llevaban incrustados perlas, jade, diamantes y bordados de lotos, ciruelas, magnolias, la mano de buda y la flor del melocotón. Y en los lados lucían los símbolos de la suerte y la longevidad, peces y mariposas. Las damas manchúes no nos vendábamos los pies como las chinas, pero no desperdiciábamos la ocasión para estar a la moda, por lo cual calzábamos zapatos de plataforma muy elevada. Pretendíamos que nuestros pies parecieran más pequeños, como los de las chinas.
Me empezaban a doler los pies. Franqueamos claros de bambú y árboles más grandes. El camino era cada vez más estrecho y las escaleras más empinadas. El jefe eunuco Shim nos apremiaba y todas las chicas nos quedábamos sin resuello. Justo cuando creí que habíamos llegado a un callejón sin salida, apareció ante nosotras un grandioso panorama. Contuve la respiración cuando un mar de tejados dorados se desplegó de repente delante de mí. A lo lejos veía las formidables torres de entrada de la Ciudad Prohibida.
– Os encontráis en la colina del Panorama. -El eunuco jefe, con los brazos en jarras, respiraba pesadamente-. Es el punto más alto de todo Pekín. Los expertos en el antiguo feng shui creían que esta zona poseía una gran energía vital y estaba poblada por los espíritus del viento y el agua. Muchachas, deteneos a recordar este momento porque la mayoría de vosotras no volveréis a verlo nunca. Tenemos la suerte de disfrutar de un día despejado. Las tormentas de arena del desierto de Gobi descansan.
Siguiendo el dedo del eunuco jefe Shim, vi una pagoda blanca.
– Estos templos de estilo tibetano cobijan a los espíritus de los dioses que han protegido a la dinastía Qing durante generaciones. Cuidado con lo que hacéis, muchachas. Evitad molestar u ofender a los espíritus.
En el descenso de la colina, Shim nos llevó por otro sendero, que conducía al jardín de la Paz y la Longevidad. Era la primera vez que yo veía higueras sagradas de verdad. Eran gigantescas y tenían las hojas tan verdes como la hierba tierna. Las había visto dibujadas en manuscritos y templos budistas. Se consideraban el símbolo de Buda y constituían una rareza. Allí aquellos árboles centenarios proliferaban por doquier, sus hojas cubrían el suelo como cortinas vegetales. En el jardín habían colocado grandes y hermosas piedras según un trazado agradable a la vista. Cuando levanté la mirada, vi magníficos pabellones ocultos tras los cipreses.
Después de varias vueltas, perdí el sentido de la orientación. Debimos de pasar unos veinte pabellones antes de que nos condujeran hasta uno azulado con flores de ciruelo talladas. El tejado de tejas azules tenía forma de caracol.
– El pabellón de la Flor de Invierno -indicó el eunuco jefe Shim-. Aquí vive la gran emperatriz Jin. Dentro de un momento vais a conocer a sus majestades los emperadores, aquí mismo.
Nos dijeron que nos sentáramos en unos bancos de piedra mientras Shim nos daba una rápida lección de etiqueta. Cada una de nosotras diría una sencilla frase, deseando a sus majestades salud y longevidad.
– Después de expresar vuestro deseo, guardad silencio y responded solo cuando se dirijan a vosotras.
Se propagó el nerviosismo. Una muchacha empezó a llorar incontroladamente. Los eunucos se la llevaron de inmediato. Otra, empezó a murmurar para sí. También se la llevaron.
Fui consciente de la presencia constante de los eunucos. La mayor parte del tiempo se quedaban de pie contra las paredes, silenciosos e inexpresivos. Hermana Mayor Fann me había advertido de que los eunucos experimentados eran horribles y se alimentaban de la desgracia ajena. «Los jóvenes, todavía inocentes, son mejores -me había dicho-. La maldad de los eunucos no se revela hasta que alcanzan la madurez, cuando se percatan de la importancia de su pérdida.»
Según Hermana Mayor Fann, los poderosos eunucos dirigían la Ciudad Prohibida. Eran los maestros de la intriga. Como habían sufrido mucho, tenían una gran resistencia al dolor y la tortura. Los recién llegados eran azotados con látigos a diario. Antes de llevar a los muchachos a palacio, los padres de los eunucos compraban tres piezas de cuero de vaca. Los nuevos eunucos se envolvían la espalda y los muslos con el cuero para protegerse de la mordedura del látigo. A esta pieza de cuero se le llamaba «el Verdadero Buda».
Más tarde aprendí que el castigo más grave para los eunucos por las transgresiones era la muerte por asfixia. El castigo se ejecutaba delante de todos los eunucos. Ataban al convicto a un banco con la cara cubierta por un trozo de seda húmeda. El proceso era similar a la fabricación de una máscara. Ante la mirada de todos, los verdugos iban añadiendo una capa tras otra de telas húmedas, mientras la víctima pugnaba por respirar. Le sujetaban los miembros hasta que dejaba de forcejear.
Al principio de mi vida en la Ciudad Prohibida, abominaba tales castigos. Me horrorizaba su crueldad. Con el paso de los años cambié paulatinamente de opinión. La disciplina me pareció necesaria. Los eunucos eran capaces de grandes crímenes y crueldades parejas. Albergaban una ira tan incontrolable que solo la muerte podía contenerla. Antaño los eunucos habían provocado revueltas y cosas peores. Durante la dinastía Chou, los eunucos habían quemado un palacio entero.
Según Hermana Mayor Fann, cuando un eunuco inteligente medraba y se convertía en favorito imperial, como era el caso de Shim, no solo tenía ascendente sobre una persona sino sobre toda una nación. No solo aumentaban sus posibilidades de sobrevivir sino que podía convertirse en una leyenda que incitase a más de cincuenta mil familias pobres de toda China a enviar a sus hijos a la capital.
Hermana Mayor Fann me había enseñado a identificar el estatus de los eunucos por el modo de vestir; había llegado el momento de aplicar mi conocimiento. Los de posición más elevada vestían túnicas de terciopelo llenas de elegantes joyas y eran servidos por aprendices. Tenían quienes les prepararan el té, les vistieran o sirvieran de mensajeros o contables, y también esposas y concubinas honorarias. Adoptaban niños para que continuaran el nombre de la familia y comprasen propiedades fuera de la Ciudad Prohibida. Se enriquecían y gobernaban sus haciendas como emperadores. Cuando un famoso eunuco descubrió que su esposa mantenía relaciones con un criado, la cortó en pedazos y se los dio de comer a su perro.
Al llegar a aquel punto, yo ya estaba hambrienta. Las doscientas muchachas estábamos divididas en grupos de diez y dispersas por los diferentes rincones del jardín. Nos sentábamos en plataformas de piedra o en grandes cantos rodados pulidos por el río. Ante nosotras se extendían estanques salpicados de lotos flotantes y ondulados por koi nacientes. Entre nosotras había paneles de madera tallada y tribunas de bambú.
El eunuco responsable de mi grupo llevaba un adorno de bronce en el sombrero y una codorniz en el chaleco. Me recordaba a mi hermano Kuei Hsiang. El eunuco tenía una boca naturalmente sonrosada y rasgos femeninos. Era delgado y parecía tímido. Se mantenía a distancia y su mirada volaba constantemente desde las muchachas hasta su superior, un eunuco que llevaba un ornamento blanco y una golondrina en el pecho.
– Me llamo Orquídea. -Me acerqué al delgado eunuco y me presenté con un susurro-. Tengo mucha sed y me preguntaba…
– ¡Chist! -apretó nervioso el índice contra los labios.
– ¿Cómo te llamas? ¿Cómo puedo dirigirme a ti?
– An-te-hai.
– Bueno, An-te-hai, por favor, ¿podría beber agua?
Negó con la cabeza.
– No puedo hablar. Por favor, no me hagas preguntas.
– Dejaría de hacértelas si…
– Lo siento. -Giró sobre sus talones y desapareció tras las matas de bambú.
¿Cuánto tiempo podría resistir aquello? Miré a mi alrededor y alcancé a oír el gruñido de las tripas de las demás muchachas.
El rumor del agua del arroyo cercano me provocaba más sed. Poco a poco las muchachas se iban quedando paralizadas como en un antiguo retablo. Era un cuadro formado por elegantes árboles, enredaderas colgantes, bambú tembloroso y jóvenes doncellas.
Contemplé el retablo hasta que vi una figura moviéndose como una serpiente a través del bambú. Era An-te-hai que, con pasos rápidos y silenciosos, volvía con una copa en la mano. Me di cuenta de que los eunucos estaban entrenados para caminar como fantasmas. Las blandas suelas de An-tehai tocaban el suelo mientras sus pies se deslizaban como barcos. Se detuvo delante de mí y me ofreció la copa. Yo le sonreí e incliné la cabeza.
An-te-hai se dio media vuelta y se alejó antes de que yo terminara mi reverencia. Noté que se fijaban en mí ojos procedentes de todas direcciones mientras me llevaba el agua a los labios. Consciente de cómo se sentían, di un sorbo y luego pasé la copa.
– ¡Oh, muchas gracias!
La chica que estaba a mi lado cogió la copa. Era esbelta y tenía un rostro ovalado y unos brillantes ojos profundos. Por su acento y sus gráciles movimientos, supe que pertenecía a una familia acaudalada. Su vestido de seda lucía los bordados con los dibujos más sofisticados y le colgaban diamantes de la cabeza a los pies. Su tocado estaba hecho de flores doradas. Tenía un largo cuello y una elegancia natural.
La copa pasó de mano en mano hasta que no quedó ni una gota. Las muchachas parecieron relajarse un poco. La hermosa muchacha de la cara ovalada y los ojos exóticos me hizo un gesto desde su banco. Al acercarme, se movió hacia un lado.
– Soy Nuharoo. -Me sonrió.
– Yehonala -dije sentándome a su lado.
Así fue como Nuharoo y yo nos conocimos. Ninguna de las dos imaginamos entonces que acabábamos de entablar una relación que duraría toda la vida. En la corte nos llamaron por nuestros apellidos, que indicaban el clan al que pertenecíamos. Sin más explicación, comprendimos que éramos de los dos clanes más poderosos de la raza manchú: el Yehonala y el Nuharoo. Eran dos clanes rivales y habían combatido en innumerables guerras durante el curso de los siglos, hasta que el rey del clan Nuharoo se desposó con la hija del rey de los Yehonala y las dos familias se unieron y llegaron a dominar China, creando la Pureza Celestial o dinastía Qing.
Aspiré el aroma de azucenas del cabello de Nuharoo, que se sentaba muy quieta y contemplaba las tribunas de bambú como si las dibujara con los ojos. Irradiaba satisfacción. Durante un buen rato ni se movió. Era como si estudiara los detalles de cada hoja. Ni siquiera los eunucos que pasaban turbaban su concentración. Me pregunté en qué estaría pensando, si compartía mi añoranza por la familia, mi preocupación por el futuro. Quería saber qué le había impulsado a inscribirse en la selección. Estaba segura de que no era ni el hambre ni el dinero. ¿Soñaba con ser emperatriz? ¿Cómo la habían educado? ¿Quiénes eran sus padres? Su expresión no traslucía ni el más leve nerviosismo, como si supiera de antemano que sería elegida y hubiera acudido solo para que se lo comunicaran.
Después de un largo rato, Nuharoo se volvió hacia mí y me sonrió de nuevo. Tenía una sonrisa de niña, inocente y libre de preocupaciones. Estaba segura de que no conocía el sufrimiento. Debía de tener criados en su casa para abanicarla mientras dormía en las noches tórridas del verano. Sus gestos sugerían que le habían enseñado buenos modales. ¿Había ido a colegios para ricos? ¿Qué leía? ¿Le gustaba la ópera? De ser así, debía de tener un héroe o una heroína que admiraba. Y si nos gustasen las mismas óperas, y si ambas tuviéramos la suerte de ser elegidas…
– ¿Te planteas la posibilidad de ser elegida? -pregunté a Nuharoo después de que me confesase que su padre era tío lejano del emperador Hsien Feng.
– No pienso mucho en ello -dijo con serenidad. Sus labios se abrieron como los pétalos de una flor-. Haré lo que me pida mi familia.
– Así que tus padres saben cómo leer las vetas de la madera.
– ¿Perdón?
– La predestinación de alguien.
Nuharoo se alejó de mí y me sonrió a lo lejos.
– Yehonala, ¿crees que tenemos posibilidades?
– Tú eres pariente de la familia imperial y eres hermosa -afirmé-. No estoy segura de mis opciones. Mi padre era taotai antes de morir. Si mi familia no se hubiera endeudado hasta las cejas, si no me hubieran obligado a casarme con mi primo retrasado Ping, si no…
Tuve que detenerme, porque se me saltaban las lágrimas. Nuharoo se metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo de encaje.
– Lo siento. -Me tendió el pañuelo-. Tu historia parece terrible.
No quería estropearle el pañuelo, así que me enjugué las lágrimas con el dorso de la mano.
– Cuéntame más.
Negué con la cabeza.
– La historia de mi sufrimiento sería mala para tu salud.
– No me importa, quiero oírla. Es la primera vez que salgo de casa, nunca he viajado como tú.
– ¿Viajar? No fue una experiencia nada agradable.
Mientras hablaba, se me llenó la cabeza de recuerdos de mi padre. El olor a descomposición del ataúd y las moscas que lo rodeaban. Para alejarme de la tristeza, cambié de tema.
– ¿Fuiste al colegio de mayor, Nuharoo?
– Tuve tutores privados -rememoró ella-. Tres. Cada uno me enseñaba una materia distinta.
– ¿Cuál es tu favorita?
– La historia.
– ¡La historia! Creí que era solo para chicos.
Recordé haber escondido un libro de mi padre, Los anales de los tres reinos.
– No era historia general como tú te imaginas -me explicó Nuharoo, riendo-. Era la historia de la casa imperial, la vida de emperatrices y concubinas. Mis clases se centraban en las más virtuosas. -Después de una pausa, añadió-: Se suponía que tenía que parecerme a la emperatriz Hsiao Qin. Desde que era una niña, mis padres me decían que un día me uniría a las damas cuyos retratos cuelgan de la galería imperial.
No me extrañaba que pareciera como si siempre hubiera estado allí.
– Estoy segura de que causarás admiración -le dije-. Me temo que soy menos educada en este aspecto de la vida. Ni siquiera conozco los rangos de las damas imperiales, aunque sé mucho sobre eunucos.
– Será un placer compartir mi conocimiento contigo. -Sus ojos brillaron.
Alguien gritó:
– ¡De rodillas!
Entró un grupo de eunucos y formaron enfrente de nosotras. Nos arrodillamos. El eunuco jefe Shim apareció por el arco de la puerta y adoptó una pose, levantando el bajo de su túnica con la mano derecha. Dio un solo paso y quedó por completo a la vista.
Arrodillada, podía ver las botas azules en forma de barco del eunuco jefe Shim, que se quedó en silencio. Notaba su poder y su autoridad y, extrañamente, admiraba su estilo.
– Su majestad el emperador Hsien Feng y su majestad la gran emperatriz Jin citan a… -con un tono más agudo, el eunuco jefe Shim cantó varios nombres-… y Nuharoo y Yehonala.