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Capítulo 4

Oía el tintineo de mi tocado y mis pendientes. Delante de mí, las muchachas caminaban grácilmente con sus magníficas túnicas de seda y altos zapatos de plataforma. Los eunucos iban y venían alrededor de nosotras siete, respondiendo automáticamente a los gestos que el eunuco jefe Shim les hacía con la mano.

Atravesamos incontables patios y puertas en arco, y por fin llegamos al vestíbulo de entrada del palacio de la Paz y la Longevidad. Tenía la camiseta empapada de sudor; aquello aumentaba mis probabilidades de perder.

Eché un vistazo a Nuharoo. Estaba tan serena como la luna en un estanque; lucía una adorable sonrisa y su maquillaje estaba aún inmaculado.

Nos condujeron a una habitación secundaria y nos concedieron unos instantes para recomponer nuestro aspecto. Nos habían dicho que dentro de la sala estaban sentadas sus majestades. Cuando Shim entró y anunció nuestra llegada, el aire se hizo más denso alrededor de las muchachas. Los más leves movimientos hacían tintinear nuestras joyas como si fueran móviles de campanillas. Me sentía un poco mareada.

Oía la voz del eunuco jefe Shim, pero estaba demasiado nerviosa para entender lo que anunciaba. Sus sílabas sonaban distorsionadas, como las de un cantante de ópera que representara el papel de fantasma.

De repente la muchacha que estaba a mi lado se desplomó, le flaquearon las rodillas y, antes de que me decidiera a ayudarla, llegaron los eunucos y se la llevaron.

Me zumbaban los oídos. Respiré hondo varias veces para no perder el control como la pobre chica. Tenía los brazos rígidos y no sabía dónde colocar las manos. Cuanto más pensaba en calmarme, más perdía la compostura. Mi cuerpo empezó a temblar. Para distraerme, observé las obras de arte que rodeaban el marco de la puerta. En una caligrafía escrita en oro, sobre una tabla de madera negra, se leían cuatro caracteres gigantes: nube, ensimismamiento, estrella y gloria.

La muchacha que se había desmayado regresó, tan pálida como una muñeca de papel.

– ¡Sus majestades imperiales! -anunció el eunuco jefe Shim al entrar-. ¡Buena suerte, chicas!

Con Nuharoo a la cabeza y yo a la cola, las siete fuimos conducidas a través del pasillo formado por los eunucos.

El emperador Hsien Feng y la gran emperatriz Jin se sentaban en un kang -una especie de silla del tamaño de una cama- cubierto de seda amarilla; la emperatriz a la derecha y el emperador a la izquierda. La sala rectangular era espaciosa y de techo alto. A cada lado de la habitación, junto a las paredes, había dos árboles de coral anaranjados en unas macetas. Los árboles eran tan perfectos que parecían de verdad. Las damas de la corte y los eunucos estaban de pie junto a las paredes con los brazos cruzados. Cuatro eunucos, cada uno sujetando por un largo mango un abanico de plumas de pavo real, se hallaban apostados tras la silla. A sus espaldas colgaba un inmenso tapiz en el que se leía el carácter chino shou, longevidad, con los colores del arco iris. Al mirarlo de cerca, me di cuenta de que la letra estaba hecha de cientos de mariposas bordadas. Junto al tapiz había una vieja seta, alta como un hombre, en una bandeja dorada. Frente a la seta colgaba una pintura titulada La tierra inmortal de la reina madre en el reino medio, en la que aparecía una diosa taoísta surcando el cielo a lomos de una grulla y mirando hacia abajo, hacia un paisaje mágico de pabellones, torrentes, animales y árboles bajo los que jugaban los niños. Delante de la pintura había un recipiente de madera labrada de sándalo roja, en forma de calabaza doble, con flores y hojas talladas en altorrelieve. Años más tarde supe que aquel recipiente se usaba para guardar los tributos ofrecidos al emperador.

Las siete realizamos la ceremonia del kowtow <strong>[2]</strong> y nos arrodillamos.

Me sentía como si acabara de pisar un escenario. Aunque mantenía la cabeza baja, veía los preciosos jarrones, las patas espléndidamente talladas de los lavamanos, las linternas de pie con cordones que llegaban hasta el suelo y unas grandes cerraduras de la buena suerte cubiertas de seda en las esquinas de las paredes.

Me atreví a mirar al hijo del cielo. El emperador Hsien Feng era más joven de lo que imaginaba. Apenas tenía veinte años, una tez delicada y grandes ojos rasgados. Su expresión era amable y concentrada, pero carecía de curiosidad. Tenía la típica nariz mongólica, recta y larga, labios firmes y las mejillas febrilmente rojas. Al vernos entrar sus labios esbozaron una sonrisa.

Me parecía estar soñando. El hijo del cielo vestía una túnica dorada larga hasta los pies. Cosidos en la tela aparecían dragones, nubes, olas, el sol, la luna y numerosas estrellas. Un cinturón de seda amarilla le ceñía la cintura y de él pendían adornos de jade verde, perlas, piedras preciosas y una bolsita bordada. Las mangas tenían forma de cascos de caballo.

Su majestad calzaba las botas más maravillosas que hubiera visto jamás. Hechas de piel de tigre y cuero verde teñido con hojas de té, con minúsculos animales de oro portadores de la buena suerte incrustados: murciélagos, dragones de cuatro patas y chee-lin, una figura mitad león mitad ciervo, símbolo de la magia.

El emperador Hsien Feng no parecía interesado en conocernos. Se levantó de su asiento como si estuviera aburrido, se inclinó hacia la izquierda y luego hacia la derecha, y miró repetidas veces dos bandejas colocadas entre él y su madre. Una era de plata y la otra, de oro. En la de plata estaban escritos nuestros nombres sobre fragmentos de bambú.

La gran emperatriz Jin era una mujer rellena con la cara como una calabaza seca. Aunque solo rondaba la cincuentena, estaba llena de arrugas desde la frente hasta el cuello. Hermana Mayor Fann me había contado que era la concubina favorita de Tao Kuang, el emperador anterior a su majestad. Se decía que la dama Jin había sido la mujer más hermosa de China. ¿Qué había sido de su belleza? Se le caían los párpados y tenía la boca torcida hacia la derecha. El punto de carmín de su labio era tan grande que parecía un botón rojo gigante.

La dama Jin vestía una túnica de radiante satén amarillo decorado con una cornucopia de símbolos naturales y mitológicos. Cosidos al vestido destellaban diamantes del tamaño de un huevo, adornos de jade y piedras preciosas. Flores, rubíes y joyas pendían de su cabeza y cubrían la mitad de su rostro. Las pesadas pulseras de oro y plata hacían que su majestad pareciera inclinarse hacia delante debido a su peso; se le apilaban desde las muñecas hasta los codos y le cubrían los antebrazos.

La gran emperatriz habló después de observar largo tiempo en silencio. Sus arrugas bailaban y sus hombros se inclinaban hacia atrás como si estuviera atada a un palo.

– Nuharoo, has llegado con muy buenas recomendaciones. Tengo entendido que has completado tus estudios de historia de la casa imperial. ¿Es cierto?

– Sí, majestad -respondió Nuharoo con humildad-. He estudiado varios años con los tutores que me puso mi tío abuelo, el duque Chai.

– Conozco al duque Chai, un hombre de mucho talento -asintió la gran emperatriz-. Es un experto en budismo y poesía.

– Sí, majestad.

– ¿Cuáles son tus poetas favoritos, Nuharoo?

– Li Po, Tu Fu y Po Chuyi.

– ¿De la última dinastía Tang y la primera Sung?

– Sí, majestad.

– También son mis favoritos. ¿Sabes el nombre del poeta que escribió «La roca que aguarda al esposo»?

– Wang Chien, majestad.

– ¿Me recitarías el poema?

Nuharoo se puso en pie y empezó:

Allí donde aguarda a su esposofluye incesante el río.Sin mirar atrás,transformada en piedra.Un día tras otro sobre la cimase revuelven el viento y la lluvia.Si el viajero regresara,esta piedra rompería a hablar.

La gran emperatriz levantó el brazo derecho y se enjugó los ojos con la manga. Se volvió hacia el emperador Hsien Feng.

– ¿Qué opinas, mi niño? -le preguntó-. ¿No es un poema conmovedor?

El emperador Hsien Feng asintió obedientemente. Alargó la mano y jugueteó con los trocitos de bambú de la bandeja de plata.

– Dime, hijo mío, ¿tendré que desgastar este asiento hasta que te aclares? -insistió la emperatriz.

Sin responder, el emperador Hsien Feng cogió el trocito de bambú con el nombre de Nuharoo y lo dejó caer en la bandeja de oro. Tras aquel sonido, los eunucos y las damas de la corte lanzaron al unísono un suspiro. Se arrojaron a los pies de su majestad y vitorearon:

– ¡Felicidades!

– ¡Ha sido elegida la primera esposa de su majestad! -anunció el eunuco jefe Shim hacia la pared exterior.

– Gracias -contestó Nuharoo mientras tocaba levemente el suelo con la frente. Poco a poco concluyó sus reverencias; después de la tercera, se levantó y luego se volvió a arrodillar. Las demás nos arrodillamos con ella. Con una voz perfectamente educada, Nuharoo expresó-: Deseo a sus majestades diez mil años de vida. ¡Que vuestra suerte sea tan colmada como el mar del Este de China y vuestra salud tan lozana como las montañas del Sur!

Los eunucos hicieron una reverencia a Nuharoo y luego la escoltaron hasta afuera de la sala. La habitación recuperó su anterior quietud. Estábamos de rodillas; yo mantenía la barbilla baja. Nadie hablaba ni se movía. Incapaz de saber lo que sucedía, decidí volver a echar una ojeada. Contuve el aliento cuando mis ojos se toparon con los de la gran emperatriz. Me temblaron las rodillas y golpeé el suelo con la frente.

– Alguien intenta darse prisa -bromeó el emperador Hsien Feng con voz divertida.

La gran emperatriz no respondió.

– Madre, oigo tronar -comentó su majestad-. Las plantas de algodón del campo pronto estarán anegadas por la lluvia. ¿Qué puedo hacer con todas las malas noticias?

– Lo primero es lo primero, hijo mío.

El emperador suspiró.

Sentí la necesidad urgente de volver a mirar a su majestad, pero recordé que Hermana Mayor Fann me había advertido de que la gran emperatriz despreciaba a las chicas que se mostraban demasiado ansiosas por captar la atención del emperador. Una vez la gran emperatriz ordenó que azotaran a una de las concubinas imperiales hasta la muerte porque parecía flirtear con el emperador.

– Acercaos, muchachas. Todas -apremió la vieja dama-. Míralas bien, hijo mío.

– No quiero cigarras fritas para la cena -dijo el emperador Hsien Feng, como si no hubiera nadie más en la sala.

– ¡He dicho que os acerquéis! -nos gritó la gran emperatriz.

Di un paso adelante junto con las otras cinco.

– Presentaos vosotras mismas -nos ordenó la emperatriz.

Una tras otra pronunciamos nuestros nombres, seguidos de la frase: «Deseo a vuestras majestades diez mil años de vida».

Mi intuición me decía que el emperador Hsien Feng me estaba mirando. Estaba emocionada y deseaba mantener su atención, pero sabía que no podía permitirme desagradar a la gran emperatriz. Mantuve los ojos fijos en mis pies. Sentí que el emperador se movía y le dirigí una mirada furtiva mientras la gran emperatriz le preguntaba al eunuco jefe Shim por qué todas las muchachas parecían poco despiertas y sin temple.

– ¿Las has sacado de las calles?

Shim trató de explicarse, pero la gran emperatriz se lo impidió.

– No me importa de dónde las hayas sacado. Juzgo solo por la mercancía que has traído y no me complace. ¡Moriré ahogada en el escupitajo de los antepasados imperiales!

– Majestad. -El eunuco se arrodilló-. ¿Acaso una buena campana no necesita un buen campanero para que suene bien? Todo depende de cómo se afine a las muchachas, una tarea en la que todos sabemos que su majestad es excelente.

– ¡Muérdete la lengua, Shim! -La vieja dama estalló en una carcajada.

El emperador jugaba con los trozos de bambú de la bandeja de plata como si se aburriese.

– Pareces cansado, hijo mío -dijo la gran emperatriz.

– Lo estoy, madre. No cuentes conmigo mañana, porque no voy a seguir.

– Entonces tendrás que decidir hoy. Concéntrate y mira mejor.

– Pero ya lo he hecho.

– Entonces, ¿por qué no te decides? Cumple con tu obligación, hijo mío. ¡Delante de ti están las mejores doncellas que el reino puede darle a su emperador!

– Lo sé.

– Es tu gran día, Hsien Feng.

– Cada día es un gran día. Cada día me clava un largo palo metálico en el cráneo.

La gran emperatriz suspiró. Su ira estaba a punto de estallar. Respiró hondo para controlarse.

– ¿Te ha gustado Nuharoo, verdad? -le preguntó.

– ¿Cómo voy a saberlo? -El hijo del cielo levantó los ojos hacia el techo-. Tengo la cabeza como un colador.

La emperatriz se mordió el labio. El emperador toqueteaba los pedacitos de bambú restantes haciendo un fuerte ruido.

– Mis huesos me piden a gritos que los deje descansar. -La emperatriz se removió en su asiento-. Estoy levantada desde las dos de la madrugada, y todo para nada.

Shim se arrastró de rodillas hasta ella. Extendiendo los brazos le acercó una bandeja con una toallita húmeda, una polvera, una brocha y una botella verde.

La gran emperatriz cogió la toalla y se enjugó las manos; luego tomó la brocha y se empolvó la cara. Después, sujetó la botella verde y se roció su reseco rostro. Una fuerte fragancia llenó la habitación.

Aproveché la oportunidad y levanté la vista. El emperador estaba mirándome. Se apretujó la nariz y la boca a la vez, como si intentara hacerme reír. Yo no sabía cómo reaccionar.

Las muecas continuaron. Parecía interesado en hacerme romper las normas. Entonces me vinieron a la mente las enseñanzas de mi padre: «Los jóvenes ven una oportunidad donde los viejos verían un peligro». El hijo del cielo me sonrió y yo le devolví la sonrisa.

– Este verano será agradable y fresco. -El emperador Hsien Feng jugueteaba con los trocitos de bambú.

La gran emperatriz volvió la cabeza hacia nosotras y arrugó el ceño. Pensé en la muchacha que había sido azotada hasta la muerte y un sudor frío me recorrió la espalda. El emperador levantó la mano derecha y me señaló con el dedo.

– Esta -dijo.

– ¿Yehonala? -preguntó el eunuco jefe Shim.

Sentí el ardor de la mirada de la gran emperatriz. Bajé la vista y aguanté un largo e insoportable silencio.

– He hecho lo que se me pedía, madre -habló el emperador.

La gran emperatriz no pronunció comentario alguno.

– ¿Shim, me oyes? -El emperador Hsien Feng se dirigió al eunuco.

– Sí, majestad, le oigo perfectamente.

El eunuco jefe Shim sonrió humildemente, pero su intención era dar a la gran emperatriz la oportunidad de decir la última palabra.

Por fin llegó el «sí». Noté el júbilo del emperador y la contrariedad de la emperatriz.

– Les… les deseo a sus majestades diez mil años de vida -dije luchando por controlar mis temblorosas rodillas-. ¡Que vuestra suerte sea tan colmada como el mar del Este de China y vuestra salud tan lozana como las montañas del Sur!

– ¡Fantástico! Mi longevidad se acaba de acortar -soltó la emperatriz.

Se me doblaron las rodillas. Con la frente descansando en el suelo, empecé a sollozar.

– Me temo que acabo de ver la sombra de un fantasma. -La gran emperatriz se levantó de la silla.

– ¿Qué fantasma, mi señora? -preguntó el eunuco jefe Shim.

– El fantasma de una mujer con ojos de zorro…

De repente se oyó el golpetazo del trozo de bambú arrojado sobre la bandeja de oro.

– Es el momento de cantar, Shim -ordenó el emperador.

– ¡Yehonala se queda! -cantó Shim.

Después de aquello no recuerdo demasiado; solo que mi vida cambió. Me sorprendió cuando el eunuco jefe Shim se arrodilló ante mí y me llamó «mi ama» y a sí mismo «esclavo». Me ayudó a incorporarme. Ni siquiera me di cuenta de lo que pasó con las demás muchachas ni cuándo las acompañaron hasta afuera.

Mi mente se hallaba en un extraño estado. Recordé una ópera de aficionados que había visto en Wuhu. Fue después de la fiesta de Año Nuevo y todo el mundo estaba bebido, incluida yo, porque mi padre me hizo probar el vino de arroz para que supiera a qué sabía. Los músicos afinaban sus instrumentos. Al principio el sonido era peculiarmente triste. Luego se convirtió en el sonido de un caballo al que golpean. Después, rotas y tensas, las notas sonaban como el viento susurrando a través de las praderas de Mongolia. Empezó la ópera. Entraron los actores vestidos de mujer con estampados florales azules y blancos. Los músicos tocaban tubos de bambú mientras los actores cantaban y se daban palmadas en los muslos.

¡Crac, crac, crac! Recordaba el sonido. Era desagradable y no comprendía por qué le gustaba a la gente. Mi madre me dijo que era una representación tradicional manchú mezclada con elementos de la ópera china. En su origen era una forma de entretenimiento para plebeyos que, de vez en cuando, los ricos pedían que se representara «para degustar las exquisiteces locales».

Recuerdo haberme sentado en primera fila, ensordecida por los estrepitosos tambores. El ruido de los palos golpeando el bambú me martilleaba el cráneo. ¡Crac, crac, crac! Me machacaba las ideas.

El eunuco jefe Shim regresó después de cambiarse de traje. La tela representaba unas nubes rojas, pintadas a mano, flotando sobre una colina de pinos. Se había pintado dos círculos de color rojo como un tomate en cada mejilla. Los debía de haber pintado a toda prisa, pues se le había corrido el color y tenía la mitad de la nariz roja. Su cara parecía la de una cabra, y daba la impresión de que los ojos le salían de las orejas. Al sonreír mostró su dentadura de oro.

La vieja dama estaba animada.

– Shim, ¿qué vas a decir?

– Felicidades por haber conseguido siete nueras, mi señora. ¿Recuerda la primera frase que la suegra dice a su nueva nuera en la ópera La rosa silvestre?

– ¿Cómo podría olvidarla? -La vieja dama sonrió mientras recitaba-: «Toma tu cubo de agua, nuera, y ve al pozo».

El eunuco jefe Shim llamó alegremente a las otras seis muchachas, entre ellas a Nuharoo. Las chicas entraron como diosas descendiendo de los cielos. Formaron una fila junto a mí.

Shim se levantó un extremo de la túnica, dio dos pasos y se situó en el centro de la sala, frente al emperador Hsien Feng y la gran emperatriz. Miró hacia el este y luego otra vez al centro. Resueltamente hizo una reverencia y exclamó:

– ¡Que vuestros nietos se cuenten por cientos y viváis eternamente!

Repetimos la frase de Shim mientras nos arrodillábamos. Afuera se oía el sonido de tambores y música. Entró un grupo de eunucos, cada uno sosteniendo una caja envuelta en seda.

– Alzaos. -Sonrió la gran emperatriz.

El eunuco jefe Shim anunció:

– Su majestad convoca a todos los ministros de la corte imperial.

El sonido de cientos de rodillas chocando contra el suelo llegó del exterior.

– ¡Al servicio de sus majestades! -corearon los ministros.

El eunuco jefe Shim anunció:

– En presencia del espíritu de los antepasados imperiales y en presencia del cielo y el universo, su majestad el emperador Hsien Feng se dispone a pronunciar los nombres de sus esposas.

– Zah! -respondió la multitud en manchú.

Abrieron las cajas una tras otra, mostrando partes de ruyi. Cada ruyi era un cetro con tres grandes cabezas de seta o de flor unidas al fuste. Las cabezas estaban hechas de oro, esmeraldas y zafiros, y el fuste era de jade tallado o madera lacada. Cada ruyi representaba un título y un rango. Ru significaba «como» y yi significaba «deseéis»; ruyi significaba «todo lo que deseéis».

El emperador Hsien Feng tomó un ruyi de la bandeja y caminó hacia nosotras. Aquel ruyi estaba lacado en oro con tres peonías entrelazadas.

Yo seguía conteniendo el aliento, pero ya no tenía miedo. Cualquiera que fuera el ruyi que me concedieran, mi madre se sentiría orgullosa al día siguiente. Sería suegra del hijo del cielo y mis hermanos parientes imperiales. Solo lamentaba que mi padre no viviera para verlo.

Los dedos del emperador Hsien Feng jugaron con el ruyi. La expresión de coqueteo había desaparecido de su rostro. Ahora parecía inseguro, dudaba y fruncía el ceño. Se cambiaba el ruyi de una mano a otra y luego, con las mejillas encendidas, se dirigía a la emperatriz, que asentía con la cabeza alentadoramente. El emperador empezó a trazar un círculo a nuestro alrededor como una abeja danzando alrededor de las flores.

De repente a la más joven de la fila se le escapó un lamento sofocado. No tendría más de trece años. El emperador Hsien Feng se acercó a ella. La muchacha rompió a llorar. Como un adulto que le da un caramelo a un niño, el emperador Hsien Feng le puso el ruyi en la mano. Al cogerlo la muchacha cayó de rodillas y dijo:

– Gracias.

El eunuco jefe Shim pronunció:

– Soo Woozawa, hija de Yeemee-chi Woozawa, es elegida como consorte imperial del primer rango. Su título es el de dama de la Pureza Absoluta.

A partir de ese momento las cosas empezaron a fluir. El emperador tardó poco en conceder el resto de los ruyi. Cuando me llegó el turno, el emperador Hsien Feng caminó hasta mí y me puso un ruyi en la mano. Como un gallo, Shim cantó:

– Yehonala, hija de Hui Cheng Yehonala, es seleccionada como la consorte imperial del cuarto rango. Su título es el de dama de la Mayor Virtud.

Miré mi ruyi; era de jade. En lugar de parecer setas, las cabezas eran nubes flotantes interconectadas por una varita de zahorí. Recordé que mi padre me había dicho una vez que, en el simbolismo imperial, las nubes flotantes y la vara representaban la constelación estelar del dragón.

Los siguientes ruyi fueron para Yun y Li. Fueron declaradas consortes imperiales del segundo y el tercer rango y ambas recibieron el título de dama de la Superioridad. Su ruyi tenía la forma de una seta lingzhi, conocida por su poder curativo. Las cabezas estaban decoradas con murciélagos, símbolos de la bendición y la prosperidad.

Después de Yun y Li, les tocó a Mei y Hui. Su rango fue el sexto y el séptimo, damas de la gran Armonía. Me costaba recordar quién era quién, porque Mei y Hui se parecían y vestían como gemelas. Las cabezas de su ruyi representaban una campana de piedra, el símbolo de la celebración.

Nuharoo fue la última; fue proclamada emperatriz y le concedieron el ruyi más preciado. El cetro era de oro con joyas y fragmentos de jade incrustados. El fuste estaba labrado con símbolos de la cosecha: cereales y ramas de frutales, melocotones, manzanas y uvas. Las tres cabezas eran granadas de oro, que significaban numerosos vástagos e inmortalidad. Los ojos de Nuharoo brillaban e hizo una pronunciada reverencia.

Encabezadas por Nuharoo, las siete nos levantamos y nos arrodillamos una y otra vez. Postramos la frente ante el emperador Hsien Feng y la gran emperatriz. Recitamos con una sola voz lo que nos habían enseñado: «Deseo a vuestras majestades diez mil años de vida. ¡Que vuestra suerte sea tan colmada como el mar del Este de China y vuestra salud tan lozana como las montañas del Sur!».


  1. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a>Kotou o ko-tou: acto de arrodillarse y tocar el suelo con la frente en señal de gran deferencia, sumisión, respeto y homenaje en la antigua China. Este acto ha dado lugar a la palabra inglesa kowtow, que hace referencia a dar una muestra de respeto servil o rendir pleitesía.