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Me sentía como en un sueño cuando me llevaron hasta mi familia en un palanquín escoltado por un grupo de eunucos. Estaba envuelta en un vestido dorado como un regalo caro. El jefe eunuco le dijo a mi madre que debía quedarme en casa hasta el día de la ceremonia de la boda imperial.
Conmigo iban también obsequios del emperador para mi padre, mi madre, mi hermana y mi hermano. A mi padre le regalaron un conjunto de ocho broches de plumas para un sombrero de mandarín de la corte. Cada cilindro hueco de porcelana se usaba para sujetar una pluma de pavo real, y una anilla en la parte superior del tubo lo conectaba con el sombrero. El regalo pasaría a mi hermano.
A mi madre le dieron un ruyi lacado especial, decorado con dibujos auspiciosos. En un extremo aparecían los tres dioses estelares, que concedían bendiciones, salud y longevidad. En el centro figuraba un murciélago sujetando una campana de piedra y un pez doble, símbolos de la abundancia. En la base tenía rosas y crisantemos, que representaban la prosperidad.
Rong recibió una caja de la buena suerte, de madera de sándalo magníficamente tallada, con una serie de incrustaciones de jade verde. A Kuei Hsiang le concedieron diversos ganchos de cinturón esmaltados y adornados con cabezas de dragón en la parte superior. En los ganchos podía colgar su espejo, su bolsa, su sello, un arma o un monedero.
Según el astrólogo de la corte, entraríamos en la Ciudad Prohibida el décimo día del mes a las dos en punto del mediodía. Los guardias imperiales vendrían a buscarme cuando llegara el momento. El jefe eunuco instruyó a mi familia acerca del ritual y la etiqueta de la corte, y repasó pacientemente los detalles con nosotros. Kuei Hsiang ocuparía el lugar de mi padre y a Rong se le regalaría un vestido para la ocasión. A mi madre le concedieron diez mil taels para amueblar la casa. Se quedó boquiabierta cuando vio entrar los taels en cajas. Enseguida temió que nos robasen y pidió a Kuei Hsiang que mantuviera las puertas y las ventanas cerradas en todo momento. El jefe eunuco le dijo a mi madre que no se preocupara, pues ya estaban custodiando férreamente la casa.
– No entrará ni una mosca, señora.
Le pregunté al jefe eunuco si se me permitía visitar a mis amigas. Deseaba despedirme de Hermana Mayor Fann.
– No -me respondió.
Eso me entristeció. Le pedí a Rong que le devolviera el vestido a Hermana Mayor Fann y que le diera trescientos taels como regalo de despedida. Rong fue inmediatamente y regresó con las bendiciones de Hermana Mayor Fann.
Durante varios días, mi madre y Rong fueron de compras mientras Kuei Hsiang y yo limpiábamos y decorábamos la casa. Contratamos peones para hacer el trabajo pesado. Pusimos un tejado nuevo, reparamos las paredes viejas, cambiamos las ventanas y arreglamos la puerta rota. Mi tío pudo pedir una puerta de madera roja absolutamente nueva, con una elaborada talla del dios del dinero. Cambiamos los muebles viejos y pintamos las paredes. Contratamos a los mejores carpinteros y artistas de la ciudad. Todo el mundo consideró su tarea como un gran honor. Crearon elegantes dibujos en los marcos de las ventanas y los umbrales de las puertas, imitando el estilo imperial. Los artesanos hicieron incensarios, mesas de altar y escaleras. A veces tenían que trabajar con cuchillos del tamaño de un palillo para labrar los detalles deseados.
El jefe eunuco acudió a inspeccionar la casa una vez concluido el trabajo. No hizo comentarios y su expresión era poco reveladora. Sin embargo, al día siguiente apareció con una cuadrilla. Destrozaron el lugar entero y dijo que tenían que empezar de cero. El tejado, las paredes, las ventanas, incluso la puerta nueva de nuestro tío… todo desapareció.
– ¡No se os entregará el decreto si vuestra puerta está orientada hacia la dirección equivocada! -advirtió el jefe eunuco a mi madre y a mi tío.
Nerviosos, mi madre y mi tío pidieron consejo.
– ¿En qué dirección creéis que debéis arrodillaros para dar gracias al emperador? -preguntó el eunuco, y luego él mismo respondió a su propia pregunta-. Hacia el norte, porque el emperador siempre se sienta mirando hacia el sur.
Mi familia perseguía al jefe eunuco mientras deambulaba por la casa, señalándolo todo con el dedo.
– El tono de la pintura está mal. -Trazaba círculos con la mano en la habitación-. Debería ser un ocre cálido en lugar de un ocre frío. ¡Su majestad espera alegría!
– Pero Orquídea nos dijo que su majestad no se presentaría en nuestra casa -dijo mi madre-. ¿Es que Orquídea lo entendió mal?
El eunuco negó con la cabeza.
– Tenéis que comprender que ya no sois quienes erais. Os habéis convertido en parte de su majestad y vosotros representáis la estética y los principios imperiales. ¡Lo que hagáis con vuestra casa puede arruinar la apariencia del hijo del cielo! Mi cabeza no estaría en su sitio si os permitiera hacer lo que os diera la gana. ¡Mirad qué cortinas! ¡Son de algodón! ¿No os he dicho que el algodón es para gente ordinaria y la seda para la familia imperial? ¿Es que mis palabras os entran por un oído y os salen por el otro? ¡Atraeréis la mala suerte sobre vuestra hija si sois roñosos!
Ante mis repetidas súplicas, el jefe eunuco consintió en dejarnos salir de la casa mientras sus hombres llevaban a cabo la restauración. Mi madre nos llevó a las casas de té más prestigiosas de Pekín, situadas en un barrio comercial carísimo llamado Wangfooching. Por primera vez mi madre dilapidó como una dama adinerada. Dio propinas al ayudante de camarero, al cocinero e incluso al chico de los fogones. Los propietarios nos sirvieron en la mesa los más exquisitos vinos. Me alegraba ver feliz a mi madre. Mi elección había cambiado su estado de salud de la noche a la mañana. Tenía buen aspecto y estaba de excelente humor. Bebimos y lo celebramos. En realidad yo no tenía ningún motivo para sentirme orgullosa, porque mi buena apariencia no era mérito mío, pero me felicité por haber tenido el arrojo. Habría perdido la oportunidad si hubiera vacilado o me hubiera comportado mal.
Mi madre quería saber si las recién elegidas concubinas imperiales se llevarían bien viviendo juntas en la Ciudad Prohibida. No quería preocuparla, así que le dije que ya había hecho amigas. Le describí la belleza de Nuharoo, sus admirables modales y conocimiento. También describí a la dama Yun. No sabía demasiado sobre su carácter ni sobre su familia, así que me concentré en su belleza. Luego mencioné a la dama Li. Describí la diferencia de caracteres. Mientras que Yun era atrevida y le importaban muy poco las opiniones de los demás, Li se preguntaba si era ella el motivo de que la gente carraspeara.
Rong se puso un poco celosa cuando mencioné a la dama Soo, la más joven, que lloraba delante de sus majestades. La sensibilidad de Soo necesitaba ternura y cariño. Era huérfana, había sido adoptada por su tío a los cinco años y, como es lógico, estaba triste y asustada. Los médicos de la gran emperatriz la examinaron y llegaron a la conclusión de que tenía problemas mentales. El llanto de Soo no cesó después de ser elegida oficialmente. Los eunucos la llamaban el Sauce Llorón. A la gran emperatriz le preocupaba la calidad de los «huevos» que Soo pusiera. «Si no hay huevos de calidad, no hay señorío», nos dijo a todas. Si Soo continuaba así, la emperatriz la echaría.
– Pobre niña -suspiró mi madre.
Seguí hablando de la dama Mei y la dama Hui, las dos que parecían gemelas. No eran tan bellas, pero tenían cuerpos robustos. Eran las favoritas de la gran emperatriz. Tenían pechos tan grandes como melones y nalgas del tamaño de una almofía. Eran muy aduladoras y seguían a Nuharoo como perritos. Alegres y animadas delante de la gran emperatriz, eran inexpresivas y calladas cuando estaban solas. No les gustaba leer, ni pintar, ni bordar; su único entretenimiento era vestirse igual.
– ¿Se parece la gran emperatriz Jin a los retratos que hemos visto? ¿Es hermosa y elegante?
– Debió de ser una belleza en su juventud -respondí-. Yo diría que hoy el diseño de su vestido es más interesante que su aspecto.
– ¿Cómo es? -se interesaron mi madre y Rong-. ¿Qué espera de ti?
– Esa es una pregunta difícil. Por un lado, se espera que sigamos las reglas. «Como miembros de la realeza -dije imitando a la emperatriz-, vosotras sois los modelos de la moralidad de nuestra nación. Vuestra pureza refleja las enseñanzas de nuestros antepasados. Si os sorprendo pasándoos libros de naturaleza salaz, seréis ahorcadas como otras antes que vosotras.» Por otro lado, la gran emperatriz espera que nos acostemos con el emperador Hsien Feng tan a menudo como podamos. Nos dijo que su éxito dependerá del número de herederos que produzcamos. Se espera que el emperador supere a su padre y al padre de su padre. El emperador Kang Hsi, bisabuelo de Hsien Feng, engendró cincuenta y cinco hijos y el emperador Chien Lung, abuelo de Hsien Feng, veintisiete.
– Eso no debería ser un problema. -Kuei Hsiang sonrió tímidamente mientras se metía un puñado de nueces tostadas en la boca-. Su majestad tiene más de tres mil damas, todas para él. Apuesto a que no dará abasto.
– Pero hay impedimentos -le dije a mi madre.
El rendimiento de Hsien Feng en el Libro de registro de la fertilidad imperial, un diario que llevaba el eunuco jefe Shim y que detallaba la actividad del emperador en la alcoba, era pobre. La gran emperatriz acusó al emperador de «malgastar deliberadamente las semillas del dragón». Se decía que su majestad concedía sus favores con demasiada frecuencia a una sola concubina, olvidando su deber de esparcir sus semillas acostándose con diferentes damas cada noche. La gran emperatriz habló con enfado de antiguas concubinas que habían sido posesivas con su majestad. Las consideraba «mentes perversas» y no dudó en castigarlas severamente.
Le conté a mi madre que la gran emperatriz nos había llevado a la sala de castigo, donde vi por primera vez a la famosa bella dama Fei. Era la concubina favorita del emperador Tao Kuang, pero ahora vivía en una tinaja. Cuando vi que la dama Fei no tenía extremidades, casi me desmayo. «La dama Fei fue sorprendida acaparando al emperador para sí sola, pero se engañaba a sí misma», dijo fríamente la gran emperatriz. La única razón por la que se mantenía con vida a la dama Fei era para que sirviera de escarmiento.
Nunca olvidaré el horror que sentí aquella tarde al ver a la dama Fei. Su cabeza descansaba sobre el borde de la tinaja, con la cara sucia y una mucosidad verde que le resbalaba por la barbilla.
Mi madre me cogió por los hombros.
– Prométeme, Orquídea, que tendrás cuidado y serás prudente.
Yo asentí.
– ¿Y las miles de bellezas que han seleccionado? -preguntó Kuei Hsiang-. ¿Se anima a su majestad a tomar a esas damas si le apetece? ¿Puede tomar a una sirvienta que esté barriendo el patio?
– Puede hacer lo que se le antoje, aunque su madre no le anima a tomar barrenderas de patios -respondí.
Rong se dirigió a mi madre.
– ¿Por qué iba su majestad a querer una sirvienta cuando tiene hermosas esposas y concubinas?
– Solo dijo que es posible que el emperador se resienta del hecho de no poder dormir cada noche con la mujer que ama.
Nos quedamos en silencio un rato.
– El emperador probablemente odia a las damas que le imponen su madre y los eunucos -prosiguió mi madre-. Debe de sentirse como un berraco arrastrado por el hocico.
– Orquídea, ¿qué vas a hacer? -me preguntó Rong-. Si cumples las normas, no atraerás la atención del emperador, pero si tratas de seducirlo y su majestad te desea, la gran emperatriz puede cortarte las extremidades.
– Vayamos al templo de la Misericordia y consultemos al espíritu de tu padre -sugirió mi madre.
Subimos cientos de peldaños hasta llegar al templo, situado en la cima de la montaña Ganso. Prendimos incienso e hicimos la donación más cara, pero no recibí consejo alguno del espíritu de mi padre. Tenía problemas, y era muy consciente de que estaba sola.
La tumba de mi padre se hallaba en la ladera de la montaña que mira hacia el noroeste de Pekín. Su ataúd descansaba bajo una hierba tan alta que nos llegaba hasta las rodillas. El vigilante del cementerio, un viejo que fumaba una pipa de arcilla, nos dijo que no nos preocupáramos por los ladrones.
– Los muertos de este lugar son famosos por sus deudas.
Y nos indicó que el mejor modo de demostrar respeto a nuestro padre era comprándole una sepultura en la zona soleada de la colina, situada más arriba.
Le di cincuenta taels y le pedí que guardara a mi padre de los perros salvajes que desentierran los cadáveres en busca de comida. Al hombre le extrañó tanto mi generosidad que se le cayó la pipa.
Llegaron regalos del palacio imperial en grandes cajas que llenaron hasta el último rincón de la casa. Las cajas se apilaban en mesas y camas. No había donde sentarse ni donde dormir, y aun así seguían llegando regalos. Una mañana nos entregaron seis caballos mongoles. Nos regalaron pinturas, antigüedades, rollos de seda y bordados de Suchou. Además me ofrecieron magníficas joyas, vestidos, tocados y zapatos espléndidos. A mi madre le regalaron juegos de té de oro, vasijas de plata y cuencos de cobre.
Ordenaron a nuestros vecinos que nos prestaran sus casas para guardar los regalos. En la vecindad excavaron grandes hoyos en el suelo para que sirvieran de refrigeradores donde almacenar carne y verduras para el inminente banquete de celebración. Se encargaron cientos de jarras de vino centenario, además de ochenta corderos, sesenta cerdos y doscientos pollos y patos.
El banquete se celebró en el octavo día del mes. El jefe eunuco, que se encargó de todo, invitó a cien personas, entre ellos nobles, ministros, funcionarios de la corte y miembros de la familia imperial. Sirvieron veinte platos a cada invitado y la comida duró tres días.
Sin embargo para mí fueron momentos insoportables. Oía las canciones, las risas y los gritos de los borrachos a través de las paredes, pero no se me permitía unirme al banquete. Ya no me autorizaban a salir a la luz. Estaba encerrada en una habitación decorada con cintas rojas y doradas. Alrededor de la habitación habían colgado calabazas pintadas con caras de niños y me dijeron que mirara las caras para estimular mi fertilidad.
Mi madre me traía comida y agua y mi hermana venía a hacerme compañía. El jefe eunuco educaba a mi hermano para que cumpliera la función de mi padre: despedirme cuando llegara el día. Cada seis horas, un mensajero del emperador mantenía a mi familia al corriente de lo que pasaba en la Ciudad Prohibida.
Hasta más tarde no supe que Nuharoo había sido la elección no solo de la gran emperatriz sino también del clan de los ancianos. En realidad la decisión de que fuera la emperatriz se había tomado un año antes. La corte había debatido durante ocho meses hasta llegar a esa conclusión. El tratamiento honorario dado a la familia de Nuharoo era cinco veces superior al de la mía. Ella entraría en la Ciudad Prohibida por la puerta central; las demás entraríamos por una puerta lateral.
Muchos años más tarde, la gente diría que yo tenía celos de Nuharoo, pero en aquel momento no los tenía. Estaba impresionada por mi buena suerte. No podía olvidar las moscas que cubrían el ataúd de mi padre y que mi madre había tenido que vender su pasador del cabello. No podía olvidar el hecho de haber estado prometida al primo Ping. Nunca podría agradecer al cielo lo bastante lo que me estaba ocurriendo.
En la pequeña habitación roja, me preguntaba qué me depararía el futuro. Albergaba muchas preguntas acerca de cómo sería mi vida como cuarta concubina del emperador Hsien Feng. Pero la gran pregunta era: ¿quién es el emperador Hsien Feng? Como futuros esposos no habíamos siquiera cruzado una palabra.
Soñé con convertirme en la favorita de su majestad. Estaba segura de que todas las concubinas soñaban lo mismo. ¿Habría armonía? ¿Sería posible que el emperador distribuyera su esencia equitativamente entre nosotras?
Mi experiencia de criarme en el hogar Yehonala no me servía de ayuda para prepararme. Mi padre no había tenido concubinas. «No se podía permitir ni una», bromeó una vez mi madre. Solía pensar que así era como debía ser; un hombre y una mujer dedicados por entero el uno al otro. No importa cuánto sufrieran: su felicidad era tenerse el uno al otro. Ese era el tema de mis óperas favoritas. Los personajes resistían para disfrutar de las recompensas de un final feliz. Albergaba grandes esperanzas hasta que me topé con el primo Ping. Ahora mi vida parecía resbalar sobre un trozo de cáscara de melón, no tenía ni idea de adónde me conduciría. Lo único que podía hacer era intentar mantener el equilibrio.
Hermana Mayor Fann solía decir que en la vida real el matrimonio era un mercado en el que cada mujer competía por el mejor postor. Y como en todos los negocios, nadie confundiría un conejo con una ardilla; tu valor dice quién eres.
El día en que murió mi padre, aprendí a distinguir los deseos de la realidad cuando sus antiguos amigos aparecieron para reclamar deudas. También aprendí algo de mi tío por el modo de tratarnos. Mi madre me dijo una vez que uno tiene que humillar la cabeza cuando pasa por un alero bajo para evitar hacerse daño. «Los deseos no elevan mi dignidad», solía decir Hermana Mayor Fann. «No hay ninguna madre en el mundo que se alegre de vender a sus hijos, pero los venden.»
Mi tío y el primo Ping vinieron a verme y tuvieron que arrodillarse. Cuando mi tío se inclinó y me llamó «su majestad», Ping se echó a reír.
– ¡Padre, es Orquídea!
El jefe eunuco le dio una bofetada antes de que acabara la frase.
Era demasiado tarde para que mi tío intentase arreglar nuestra relación. Era amable solo porque quería beneficiarse de mi estatus. Olvidaba demasiado rápido lo que había hecho. Fue una lástima, porque a mí me habría encantado ayudarle.
Rong entró en cuanto se fueron mi tío y Ping. Después de andarse con rodeos un rato, fue directamente al grano:
– Orquídea, si ves alguna posibilidad, me gustaría casarme con un príncipe o un ministro de la corte.
Le prometí que tendría los ojos bien abiertos. Me abrazó y lloramos. Mi partida fue más dura para ella que para mí.
El 26 de junio de 1852 era el día designado para las nupcias de su majestad el emperador Hsien Feng. La noche anterior, Kuei Hsiang había dado un paseo por las calles de Pekín y estaba muy alborotado por lo que había visto.
– Hay celebraciones por todas partes -informó mi hermano-. Cada familia ha colgado un gran farol ceremonial ante su puerta. Desde los tejados se lanzan fuegos de artificio. La gente se viste de rojo y verde brillantes. Los principales bulevares están decorados con miles y miles de faroles. En el aire cuelgan pareados que dicen: «Deseamos que la unión imperial sea eterna».
La Ciudad Prohibida empezó su celebración al alba. En todas las puertas se extendieron alfombras para recibir a las novias y a los invitados. Desde la puerta del Cenit hasta el palacio de la Suprema Armonía, desde el palacio de la Pureza Celestial hasta el palacio de la Plenitud Universal, colgaban cientos de miles de farolillos de seda roja. Los faroles estaban decorados con imágenes de estrellas y hachas de guerra. También colgaban sombrillas de satén de color albaricoque con flores de loto bordadas. Las columnas y las vigas habían sido forradas con seda roja bordada con el carácter shee, felicidad.
Aquella mañana se pusieron mesas en el vasto salón de la Pureza Celestial, donde se guardaba el Libro de registro de los matrimonios imperiales. En el exterior del salón, se instalaron dos orquestas: una mirando hacia el este y la otra, hacia el oeste. Banderas ceremoniales llenaban el salón. Entre la puerta de la Armonía Eterna y la puerta del Cenit, a lo largo de unos cinco kilómetros, aguardaban veintiocho palanquines preparados para ir a buscar a las novias a sus hogares.
El palanquín que vino a buscarme era el más grande que había visto en mi vida. Tenía ventanas en tres lados, cubiertas con una tela roja en la que habían bordado un shee. Sobre la silla, el techo estaba trenzado con hilos de oro y encima de él se levantaban dos pequeñas plataformas que parecían escenarios. En una había dos pavos reales dorados; cada uno sostenía en el pico un pincel rojo, el símbolo de la mayor autoridad, inteligencia y virtud. En el segundo había cuatro fénix de oro, símbolos de la belleza y la feminidad. En el centro del techo, se encontraba la bola de la armonía, símbolo de la unidad y el infinito. Me acompañarían cien eunucos, ochenta damas de la corte y doscientos guardias de honor.
Me desperté antes del alba y me sorprendió ver mi habitación llena de gente. Mi madre estaba arrodillada ante mí. Detrás de ella había ocho mujeres. Me habían anunciado su llegada la noche anterior. Eran manfoos, damas de honor imperiales, esposas de respetables miembros de un clan. Venían a petición del emperador Hsien Feng con la intención de ayudarme a vestirme para la ceremonia.
Intenté aparentar alegría, pero las lágrimas inundaron mis ojos. Las manfoos me rogaron que les contara qué me preocupaba. Les expliqué:
– Es difícil para mí levantarme cuando mi madre está de rodillas.
– Orquídea, debes acostumbrarte a la etiqueta -me amonestó mi madre-. Ahora eres la dama Yehonala. Es un honor para tu madre considerarse tu servidora.
– Es la hora del baño de su majestad -anunció una de las manfoos.
– ¿Puedo levantarme ya, dama Yehonala? -me preguntó mi madre.
– ¡Levántate, por favor! -grité, y bajé de la cama.
Mi madre se levantó despacio. Era obvio que las rodillas la estaban matando. Las damas de honor se trasladaron rápidamente a una habitación contigua y empezaron a prepararme el baño. Mi madre me condujo hasta la bañera. Era un balde enorme que había traído el jefe eunuco. Mi madre corrió la cortina y metió la mano en el agua para comprobar la temperatura. Las manfoos se ofrecieron a desnudarme. Yo las aparté, insistiendo en desnudarme yo sola. Mi madre me detuvo.
– Recuerda: se considerará una afrenta para el emperador si haces cualquier trabajo.
– Seguiré las reglas una vez esté dentro del palacio.
Mi madre no me hizo caso y las manfoos acabaron por desnudarme; luego se excusaron y se retiraron en silencio. Mi madre me enjabonó la piel. Empezó a frotarme los hombros y la espalda y luego me pasó los dedos por el pelo negro. Fue el baño más largo que me he dado nunca. Me tocaba como si sintiera que me tenía para sí por última vez.
Estudié su rostro: tenía la tez tan pálida como un nabo, el cabello pulcramente peinado y las arrugas se extendían en torno a sus ojos. Quería salir de la bañera y abrazarla. Quería decirle: «¡Madre, no me voy!». Quería que supiera que no sería feliz sin ella.
Pero no pronuncié ni una sola palabra; temía contrariarla. Sabía que en su mente yo representaba el sueño de mi padre y el honor de todo el clan Yehonala. La noche anterior, el jefe eunuco me había explicado las reglas. No se me permitiría visitar a mi madre después de entrar en la Ciudad Prohibida. Mi madre tendría que formular una petición y obtener permiso para verme, pero solo en caso de emergencia. El ministro de la casa imperial debería verificar si el asunto era lo bastante urgente o grave para conceder el permiso. La misma regla se me aplicaba si deseaba salir de palacio para visitar a mi familia. La idea de no poder ver a mi familia me asustó y rompí a llorar.
– Levanta la barbilla, Orquídea. -Mi madre cogió una toalla y empezó a secarme-. Deberías avergonzarte de llorar de este modo.
La abracé con los brazos mojados.
– Espero que la felicidad refuerce tu salud.
– Sí, sí -sonrió mi madre-. El árbol de mi longevidad ha crecido un centímetro desde anoche.
Rong entró en la habitación vestida con una túnica de seda verde claro con mariposas doradas. Se puso de rodillas y me hizo una reverencia. Su voz indicaba el placer que sentía al decir:
– Estoy orgullosa de pertenecer a la familia imperial.
Antes de que pudiera hablar con Rong, un eunuco anunció en el exterior:
– El duque Kuei Hsiang viene a ver a la dama Yehonala.
– Es un honor.
Esta vez las palabras fluyeron con soltura de mi boca.
Mi hermano entró a trompicones.
– Orquídea… ejem, dama… dama Yehonala, su ejem… majestad el emperador Hsien Feng ha…
– Ponte de rodillas, primero -le indicó mi madre corrigiendo sus modales.
Kuei Hsiang corrigió desmañadamente su postura. Con el pie izquierdo se pisó un extremo de la túnica y se tropezó. A Rong y a mí se nos escapó una risa tonta. Kuei Hsiang hizo torpes reverencias. Tenía las manos cruzadas debajo del pecho, lo que le daba el aspecto de tener dolor de estómago.
– Hace el tiempo de una vela -dijo Kuei Hsiang después de calmarse- que su majestad ha terminado de vestirse y entrado en su silla de dragón.
– ¿Cómo es su silla? -preguntó Rong con entusiasmo.
– Tiene nueve dragones bajo un palio de satén amarillo. Su majestad ha ido al palacio de la Benevolencia para encontrarse con la gran emperatriz. Ahora ya debe de haber completado la ceremonia en el salón de la Armonía Suprema y debe de estar inspeccionando el Libro de registro de los matrimonios imperiales. Después de eso, recibirá las felicitaciones de los ministros y después…
Un fuerte estrépito quebró el cielo.
– ¡La ceremonia fuera de la corte ha empezado! -gritó Kuei Hsiang-. Su majestad debe de estar firmando en el libro de registro. En un momento dará la orden a los guardias de honor para que vayan a buscar a las novias imperiales.
Estaba sentada como una peonía abriéndose a la luz de la mañana. Mi vestido era una mezcla de rojos distintos: suntuoso magenta con despuntes amarillos, color vino salpicado de crema y cálido lavanda virando a casi azul. Estaba hecho de ocho capas de seda y llevaba bordadas flores frescas de primavera, auténticas e imaginarias. La tela estaba cosida con hilo de oro y plata y adornada con grandes racimos de jade, perlas y otras joyas. Nunca había vestido nada tan hermoso ni tan pesado e incómodo.
Llevaba el pelo recogido en un tocado de treinta centímetros de alto, repleto de perlas, jade, coral y diamantes. Al frente llevaba tres grandes peonías recién cortadas de color rosa amoratado. Temía que se soltase y los ornamentos se cayeran. No me atrevía a moverme y tenía la nuca casi rígida. Los eunucos iban y venían a mi alrededor y hablaban en voz alta. La casa se llenó de funcionarios de la corte a quienes nunca había visto. Como en un escenario, todo el mundo estaba vestido y se movía según un guión invisible.
Mi madre seguía agarrando las mangas del eunuco y preguntándole una y otra vez si había algo mal. El eunuco, irritado, envió a sus ayudantes, unos muchachos adolescentes, a distraerla. Los chicos le ofrecieron una silla, sonrieron y le suplicaron que no se lo pusiera difícil.
Habían despejado la habitación principal de la casa para la chieh-an, una mesa fabricada especialmente para sostener el libro de registro del emperador y el sello de piedra imperial. También vaciaron las cámaras de la izquierda y la derecha y colocaron mesas para los incensarios. Delante de las mesas había esterillas en las que yo me arrodillaría cuando recibiera el decreto matrimonial. Flanqueando las esterillas aguardaban eunucos vestidos con brillantes túnicas amarillas. Estaba agotada, pero el jefe eunuco dijo que aún faltaba mucho para que empezara la ceremonia.
Pasó el tiempo de dos velas y por fin oí ruido de cascos de caballos. Las ocho damas de honor se apresuraron a retocarme el maquillaje. Me rociaron un perfume de fuerte fragancia y repasaron mi vestido y mi tocado antes de ayudarme a levantarme de la silla.
Al levantarme, me sentí como un enorme carruaje herrumbroso. Mis ceñidores cargados de joyas tintinearon al arrastrarse sobre la silla y cayeron al suelo.
Guardias imperiales y eunucos llenaban la calle. Kuei Hsiang, que había estado esperando en la puerta principal, recibió al embajador de su majestad. Arrodillado, Kuei Hsiang recitó el nombre de mi padre y pronunció un breve discurso de bienvenida. Mientras hablaba, golpeó el suelo con la frente tres veces e hizo nueve reverencias. Al cabo de un momento, oí que el embajador pronunciaba mi nombre. Las damas de honor formaron rápidamente un pasillo en torno a mí. Salí por la puerta y avancé lentamente hacia la chieh-an.
Delante de mí había un eunuco muy maquillado con cara de conejo. Era el embajador, vestido con una túnica amarilla resplandeciente. En el sombrero llevaba una pluma de pavo real y un diamante rojo. Evitaba mirarme. Después de hacerme tres intensas reverencias, «invitó a entrar» a tres objetos: una cajita amarilla de la que sacó un rollo de seda amarilla: el decreto; el Libro de registro de los matrimonios imperiales y, por último, un sello de piedra con mi nombre y mi título grabado en la superficie.
Siguiendo al eunuco, cumplí el ceremonial delante de las mesas. Hice una reverencia y golpeé el suelo con la frente tantas veces que me mareé. Me preocupaba que se me empezaran a caer los adornos del pelo. Después de eso, recibí las bendiciones de mi familia.
Primero entró mi madre, seguida de Rong, de mi tío y de mi primo Ping. Se arrodillaron y le hicieron una reverencia al embajador y luego me la hicieron a mí. Mi madre temblaba tanto que uno de sus casquetes empezó a ladearse.
– Levantaos -dije rápidamente, en un intento de frenar su caída.
Los eunucos trasladaron el libro de registro y el sello de piedra hasta las mesas de los quemadores de incienso. Parecían esforzarse debido a su peso.
Me quité la capa de satén, tal como indicaba la etiqueta e hice una reverencia al libro y al sello. Después me quedé arrodillada hacia el norte.
El embajador desplegó el rollo y empezó a leer el decreto. Tenía una voz profunda, resonante, pero yo no entendía una palabra de lo que decía. Tardé un rato en comprender que estaba leyendo el decreto en dos idiomas, en manchú y en mandarín, ambos con un estilizado tono arcaizante. Mi padre me dijo una vez que, cuando trabajaba en su despacho, solía saltarse las partes manchúes de los informes y pasarse a las partes chinas para ahorrar tiempo. Intenté hacer lo mismo.
El peso de mi cabeza me hacía sentir como un caracol arrastrando su casa. Mientras proseguía la lectura, miré hacia la entrada. Estaba llena de guardias. En la terraza central habían aparcado dos palanquines. ¿Por qué dos?, me pregunté. ¿No iba a ser la única que saldría de aquella casa?
Cuando el embajador acabó su lectura, descubrí la razón del segundo palanquín. Los eunucos volvieron a guardar el libro de registro y el sello de piedra en sus cajas. Luego aquellos objetos fueron «invitados a sentarse» en el segundo palanquín. El embajador me explicó que aquellas cosas se consideraban parte de mí.
– ¡Andando, fénix imperial!
Ante la llamada del embajador, mi familia se arrodilló por última vez. Llegado ese punto, el maquillaje de mi madre estaba hecho un desastre y ella se enjugaba las lágrimas con las manos, sin importarle su aspecto.
Una banda empezó a tocar. El sonido de las trompetas chinas era tan fuerte que me dolían los oídos. Un grupo de eunucos corría delante de mí tirando petardos. Caminé sobre pedacitos de papel rojo, pajitas amarillas, cuentas verdes y fruta seca de muchos colores. Intenté mantener la barbilla alta para que mi tocado no se moviera.
Me escoltaron amablemente hasta mi palanquín. Ahora sí era un auténtico caracol. Con un movimiento que casi me tira del asiento, los porteadores levantaron la silla.
Al otro lado de la verja, los caballos habían empezado a moverse. Los portaestandartes llevaban banderas en forma de dragón y sombrillas amarillas. Entre ellos se encontraban unas amazonas vestidas como guerreras manchúes del siglo XVI. De los costados de sus monturas colgaban cintas amarillas atadas a cacharros de cocina.
Detrás de estas damas caminaba un rebaño de animales teñidos de rojo. Parecía un río de sangre andante. Al mirar por segunda vez, vi ovejas y gansos. Se decía que estos animales simbolizaban la suerte bien guardada y el color rojo, la pasión por la vida.
Solté la cortina para ocultar mis lágrimas. Estaba empezando a aceptar que no vería a mi familia durante mucho tiempo. Me convencí de que aquello era lo que mi madre quería. Recordé un poema que ella me leía cuando era pequeña:
En verdad mis recuerdos eran plenos y dulces; eran todo lo que tenía y me los llevaba conmigo. En cuanto noté que el palanquín avanzaba a paso firme, descorrí un poco la cortina trasera y miré. Mi familia ya no se divisaba. El polvo y los guardias ceremoniales me tapaban la visión. De repente vi a Kuei Hsiang; aún estaba a cuatro patas con la cabeza pegada al suelo. Mi corazón me traicionó y me quebré como un laúd chino en mitad de su feliz canto.