38610.fb2
El día en que me convertí en concubina imperial, apenas pude ver la celebración. Sentada dentro del palanquín, oía tocar las campanas de las torres de la puerta del Cenit.
Nuharoo fue la única que cruzó por la puerta de la Pureza Celestial, la entrada principal al jardín imperial. A las demás nos condujeron por patios a través de puertas laterales. Mi palanquín vadeó el río del Agua Dorada por uno de los cinco puentes que lo cruzaban. El río señalaba el límite del paisaje prohibido; cada uno de los puentes representaba una de las cinco virtudes del confucianismo: la lealtad, la tenacidad, la honestidad, el pudor y la piedad. Luego atravesé la puerta de la Conducta Correcta y entré en otro patio, el más grande de la Ciudad Prohibida. Mi palanquín bordeó el salón del Trono, cuyas enormes columnas esculpidas y magníficos tejados en voladizo se alzaban sobre la pura extensión de mármol blanco del pavimento de la terraza del dragón.
Me dejaron en la puerta del Movimiento Celestial. Para entonces ya era media tarde y habían llegado otros palanquines. Eran las sillas de las damas Yun, Li, Soo, Mei y Hui, que descendieron en silencio. Nos saludamos y luego aguardamos.
Llegaron unos eunucos para comunicarnos que el emperador Hsien Feng y la emperatriz Nuharoo habían empezado la ceremonia nupcial. Me sentí extraña. Aunque me había quedado más que claro que yo solo era una de las tres mil damas del emperador Hsien Feng, no podía evitar querer ocupar el lugar de Nuharoo.
Pronto reapareció el jefe eunuco y nos informó de que era hora de ir a nuestras viviendas. La mía era el palacio de la Belleza Concentrada, donde residiría muchos años. Allí fue donde aprendí que el emperador Hsien Feng nunca distribuiría su esencia por igual entre sus esposas.
El palacio de la Belleza Concentrada estaba rodeado de árboles antiquísimos. Cuando soplaba el viento, las hojas rugían. El sonido me recordaba mi verso favorito: «El viento muestra su cuerpo a través de las hojas temblorosas». Intenté localizar la puerta por la que había entrado. Se encontraba en el lado oeste y parecía ser la única entrada. El edificio que tenía delante era como un templo, con un tejado alado y altas paredes. Bajo las tejas amarillas vidriadas, las vigas y las columnas estaban pintadas de colores vivos. Las puertas y los paneles de las ventanas tenían tallados los símbolos de la fertilidad: frutas redondas, verduras, la mano de Buda, capullos en flor, olas oceánicas y nubes.
Un grupo de hombres y mujeres bien vestidos aparecieron sin hacer ruido, se aproximaron y se arrodillaron. Los miré sin saber qué esperaban de mí.
– Ha llegado el feliz momento, dama Yehonala -anunció por fin uno de ellos-. Por favor, permite que te ayudemos en tu cámara.
Me di cuenta de que eran mis criados. Me levanté la túnica y estaba a punto de dar un paso cuando oí un ruido tremendo procedente de afuera. Casi me fallaron las piernas y los criados se apresuraron a sujetarme. Me dijeron que era el sonido de un gong chino. Era el momento en que el emperador Hsien Feng y la emperatriz Nuharoo entraban en la gran cámara nupcial.
Hermana Mayor Fann me había hablado de los ritos nupciales imperiales. Yo estaba familiarizada con el lecho nupcial y su cortina de gasa solar llena de dibujos de la fertilidad. Recordaba la descripción que Fann había hecho de la colcha de satén amarillo fuerte, con bordados de cientos de niños jugando.
Algunos años más tarde, Nuharoo me contó que el olor de la cámara imperial era el más dulce que había conocido. El olor procedía de la propia cama nupcial, de madera de sándalo fragante. También me describió el recibimiento que le depararon. Nuharoo llevaba tres fénix dorados en la cabeza y le acompañaba el eunuco jefe Shim, que portaba su insignia.
Tras descender de su palanquín, caminó por el vestíbulo de la Bendición Maternal. Luego entró en la cámara nupcial, que estaba en el palacio de la Tranquilidad Terrenal. En aquella habitación de dulce aroma, Nuharoo se cambió el vestido de color amarillo frío por otro del mismo color pero de un tono cálido. Con un pedazo de seda dorado cubriéndoles la cabeza y los ojos, ella y el emperador Hsien Feng hicieron una promesa y bebieron de la taza nupcial.
– Las paredes de la cámara eran tan rojas que pensé que me pasaba algo en los ojos -recordaba Nuharoo años más tarde con una sonrisa-. La habitación parecía vacía porque era extraordinariamente grande. En el lado norte estaban los tronos y en el sur había un gran lecho de ladrillo rojo caldeado desde debajo por un brasero.
Lo había imaginado todo a la perfección. El escenario y el ritual coincidían con la versión de Nuharoo, pero, cuando yo lo estaba viviendo, simplemente intentaba sobrevivir al momento. No estaba preparada para aquella decepción.
Me dije a mí misma que no tenía motivos para llorar, que era muy ingrato por mi parte desear más de lo que se me concedía. Pero la tristeza se negaba a abandonarme. Intenté imaginarme a Ping y sus asquerosos dientes teñidos de opio. Sin embargo, mi mente discurría por sus propios derroteros, evocaba la melodía de mi ópera favorita, El amor de pequeña Jade, la historia de una doncella y su amante soldado. Cuando pensaba en cómo el soldado le llevaba a su novia una pastilla de jabón como regalo de bodas y lo feliz que ella debía de sentirse, se me caían las lágrimas.
¿Por qué mis ojos no encontraban placer en aquella habitación llena de tesoros? Mis criados me vistieron con una preciosa túnica de satén de color salmón salpicada de tiernos brotes de ciruelo, una prenda que había vestido muchas veces en mis sueños. Me acerqué al espejo del vestidor y descubrí una belleza sorprendente. En la cabeza llevaba un pasador en forma de libélula con incrustaciones de rubíes, zafiros, perlas, turmalinas, ojos de tigre y plumas de martín pescador. Me di la vuelta y miré el mobiliario de la habitación, sus paneles con mosaicos de joyas y cosechas abundantes. A mi izquierda había unos armarios de madera de sándalo roja decorados con jade y piedras preciosas; a mi derecha, un lavamanos de palisandro con incrustaciones de madreperla. A mi espalda se extendían unos biombos hechos con las más valiosas pinturas antiguas. Mi corazón gritaba: ¿Qué más podrías o te atreverías a desear, Orquídea?
Tenía frío, pero me dijeron que dejara la puerta abierta durante el día. Me senté en la cama, tapada con una colcha beis. Ocho edredones plegados, de la seda y el algodón más delicados, se apilaban contra la pared. Las cortinas de la cama, que llegaban hasta el suelo, estaban bordadas con glicinas blancas y rematadas por una cenefa roja con peonías rosadas y verdes.
Vi pasar al eunuco jefe Shim ante mi ventana, seguido por un grupo de jóvenes eunucos.
– ¿Por qué no están encendidos los faroles? -Estaba disgustado. Luego me vio a través de la ventana. Con una humilde sonrisa el eunuco jefe Shim se arrodilló y dijo-: Dama Yehonala, vuestro esclavo Shim a vuestro servicio.
– Levántate, por favor -le pedí saliendo al patio.
– ¿Se han presentado los esclavos, dama Yehonala? -preguntó Shim aún de rodillas.
– Aún no -respondí.
– Entonces, serán castigados. Es su obligación.
Se levantó y chasqueó los dedos.
Aparecieron dos enormes eunucos sujetando cada uno un látigo de cuero más largo que un hombre. Yo me encontraba confusa, no entendía las intenciones del eunuco jefe Shim.
– ¡Los culpables, en fila! -ordenó.
Mis criados se pusieron en fila temblando. Trajeron dos cubos de agua y los eunucos forzudos mojaron los látigos en ellos.
– Jefe Shim -grité-. Por favor, comprended que no ha sido culpa de mis criados no haberse presentado. No he estado lista hasta ahora.
– ¿Perdonáis a vuestros esclavos? -preguntó el eunuco jefe Shim con una sonrisa perversa cruzándole el rostro-. De vuestros esclavos solo debéis esperar la perfección, dama Yehonala. Los esclavos deben ser castigados. La tradición de la Ciudad Prohibida podría resumirse en seis palabras: El respeto sale de un látigo.
– Lo siento, jefe Shim. No puedo ver azotar a nadie que no ha hecho ningún mal.
Me arrepentí al instante de haberlo dicho, pero era demasiado tarde.
– Estoy seguro de que los criados son culpables.
Shim estaba contrariado, se dio media vuelta y propinó una patada a un joven eunuco.
Me sentí ofendida y me retiré a mi habitación.
El eunuco jefe Shim tardó en revelarme el propósito de su visita. Estábamos en el salón en presencia de más de veinte criados y eunucos. Con un aire de preocupación y paciencia, me explicó la organización de la Ciudad Prohibida. Me describió las diversas secciones y tiendas de artesanía, la mayoría de las cuales parecían estar bajo su autoridad. Mandaba en las secciones que supervisaban los depósitos de oro y plata, pieles, porcelana, seda y té; también era responsable de quienes proveían a la corte de animales para el sacrificio y de grano y fruta para las ceremonias religiosas. Controlaba a los eunucos que cuidaban las perreras donde se criaban los pequineses. Supervisaba las secciones que mantenían los palacios, templos, jardines y huertos de hierbas.
Yo estaba de pie con la espalda erguida y la barbilla ligeramente levantada. Aun cuando el jefe Shim estaba haciendo una mera exhibición de poder, me alegraba de que me informara. Además de las localizaciones de las cortes y las escuelas donde educaban a los príncipes, me habló de la armería imperial, que abastecía a la policía de palacio.
– Mis deberes abarcan la mantequería, los telares y talleres de tintado y también los establecimientos que se encargan de los barcos, el guardarropa, los juegos, las obras de arte, las bibliotecas, las sederías y las granjas de miel imperiales.
De todas las secciones, el teatro real era la que más me interesaba. También los talleres artesanales imperiales, que producían las obras de los artistas y artesanos con más talento de China.
– Tengo muchas responsabilidades -concluyó el eunuco jefe Shim-. Pero sobre todo la finalidad de mi existencia es salvaguardar la autenticidad de la descendencia del emperador Hsien Feng.
Me di cuenta de que esperaba que reconociera su poder.
– Guiadme, jefe Shim, por favor -empecé-, no soy más que una ingenua muchacha de campo de Wuhu y agradecería vuestro consejo y vuestra protección.
Satisfecho de mis modales, me confesó que estaba allí para cumplir dos órdenes de mi suegra. La primera era la de regalarme un gato.
– Los días serán largos para vos en la Ciudad Prohibida -dijo el eunuco jefe Shim haciendo señas a un eunuco para que trajera una caja-. Y el gato os hará compañía.
Abrí la caja y vi una hermosa criatura blanca.
– ¿Cómo se llama? -le pregunté.
– Nieve -respondió Shim-. Es una gata, claro.
Cogí la gata con cuidado; tenía unos adorables ojos de tigresa. Parecía asustada.
– ¡Bienvenida, Nieve!
En segundo lugar, el eunuco jefe Shim me notificó mi asignación anual.
– Será de cinco lingotes de oro, mil taels de plata, treinta bobinas de tela de satén, seda y algodón, quince pieles de búfalo, oveja, serpiente y conejo, y cien botones de plata. Parece mucho, pero se os quedará corta a final de año, porque sois responsable del pago de los salarios de vuestros seis eunucos, seis damas de honor, cuatro doncellas y tres cocineros. Las doncellas atenderán vuestras necesidades personales, mientras que los eunucos limpiarán, harán de jardineros y de mensajeros. Los eunucos también son responsables de velar vuestro sueño. Durante el primer año, se turnarán; cinco dormirán fuera de vuestro dormitorio y uno dentro. No podréis elegir al eunuco que dormirá en vuestra habitación hasta que la gran emperatriz crea que estáis preparada.
Los criados me miraron con los ojos en blanco. No tenía ni idea de lo que pasaba por sus cabezas.
– Os he asignado los mejores criados. -El eunuco jefe sonrió con una mirada perversa-. Los que roncan se los he dado a la dama Mei y los perezosos, a la dama Hui. He asignado los malos a la dama Yun y…
Me miró y se detuvo, como si esperase que yo dijera algo.
Era una costumbre tácita de la corte recompensar a un eunuco por semejante muestra de lealtad. Claro que lo sabía, pero mi desconfianza de Shim me frenaba para hacerlo. Me pregunté qué diría de mí delante de Nuharoo y las damas Yun, Li, Soo, Mei y Hui. Estaba segura de que tenía suficientes embustes en su saco como para engañarnos a todas.
– ¿Puedo tratar a las otras esposas de su majestad? ¿Dónde viven?
– Bueno, la emperatriz Nuharoo pasará el resto de la semana con el emperador Hsien Feng en el palacio de la Tranquilidad Terrenal. Luego se irá a vivir al palacio de la Recepción Celestial. A la dama Yun le han concedido el palacio de la Herencia Universal; a la dama Li, el palacio de la Paz Eterna; a la dama Mei, el palacio de la Gran Misericordia; y a la dama Hui, el palacio de la Felicidad Prolongada.
– ¿Y qué ha sido de Soo?
– A la dama Soo la han devuelto a sus padres, en el sur; su salud necesitaba cuidados. El palacio de la Agradable Luz del Sol le está reservado para cuando regrese.
– ¿Por qué los palacios de las otras damas se encuentran todos en el lado este de la Ciudad Prohibida? ¿Quién más vive por aquí, en el lado oeste?
– Vos sois la única que vive en el lado oeste, dama Yehonala.
– ¿Puedo saber por qué?
El eunuco jefe Shim bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
– Mi señora, os meteréis en problemas si hacéis tantas preguntas. Sin embargo me arriesgaré a perder la lengua para satisfaceros, pero primero necesito vuestra confianza absoluta. ¿Me dais vuestra palabra?
Dudé un instante y luego asentí. Shim se acercó a mí y me habló al oído.
– La idea de alojaros aquí podría ser del emperador Hsien Feng o de la gran emperatriz. Veamos, si fuera idea de la gran emperatriz… Perdonadme, estoy nervioso por deciros esto… Su majestad tiene la costumbre de colocar a sus favoritas cerca de ella, en el lado este. Es por su conveniencia; así puede convocarlas siempre que quiere compañía.
– ¿Me estáis diciendo que no me quiere cerca?
– Yo no he dicho eso. Vos habéis sacado esa conclusión.
– ¿Acaso no es cierto?
– No responderé a esta pregunta.
– ¿Y si ha sido idea del emperador Hsien Feng?
– Si la idea procede de su majestad el emperador, significa que os adora… por tanto os quiere tan lejos de su madre como sea posible. En otras palabras, así a la emperatriz le costará más espiarle si él decide visitaros. ¡Alegraos, mi señora!
Al poco de marcharse, le envié un criado con doscientos taels de plata como regalo. Era mucho, pero me pareció necesario. Sin el eunuco jefe Shim, yo sería como un ciego caminando por un sendero plagado de trampas. Sin embargo me parecía un hombre temible.
Pronto llegó la noche, el cielo se oscureció y las hojas de los árboles se volvieron negras, como si el verde se hubiera manchado de tinta. Las nubes arrugaron y plegaron sus contornos hasta cambiar de forma. Los cuervos regresaron a sus nidos en las ramas altas. Gritaban de modo estridente, como si hubieran tenido un mal día.
Llamé a mis criados y les comuniqué que me gustaría cenar. Los eunucos y las damas de honor me hicieron una reverencia y transmitieron mis órdenes a la cocina. El último eunuco de la fila no se levantó. Permaneció de rodillas como para llamar la atención. Me molestaba y le dije que se fuera, pero cuando levanté la vista, lo reconocí. Era el joven eunuco que había conocido el día de mi selección, el que me había traído el agua.
– ¿An-te-hai? -le llamé casi con emoción.
– ¡Sí, mi señora! -respondió con igual entusiasmo-. An-te-hai, vuestro fiel esclavo.
Me levanté y alargué los brazos. Él retrocedió inmediatamente dos pasos, recordándome mi estatus. Volví a sentarme y ambos sonreímos.
– Bueno, An-te-hai, ¿qué quieres?
– Dama Yehonala, sé muy bien que podéis ordenar mi muerte en cualquier momento si mis palabras os molestan, pero hay algo que debo deciros.
– Tienes mi permiso.
Dudó y luego levantó la vista hasta mirarme directamente a los ojos.
– Soy bueno para vos.
– Eso ya lo sé.
– ¿Me nombraréis vuestro primer asistente?
Me puse en pie.
– ¿Cómo te atreves a pedirme eso si acabas de llegar?
An-te-hai tocó el suelo con la frente.
– Castigadme, dama Yehonala.
Alzó la mano y empezó a abofetearse una y otra mejilla.
Yo no sabía qué hacer; An-te-hai no paraba, como si estuviera abofeteando a otra persona y no a sí mismo.
– ¡Basta! -grité.
El eunuco dejó de golpearse, me miró con un extraño anhelo y con los ojos llenos de lágrimas de adoración.
– ¿Qué te hace pensar que vas a servirme mejor que los demás?
An-te-hai bajó la vista al suelo y contestó:
– Porque yo os ofrezco algo que los otros no pueden ofreceros.
– ¿Y qué me ofreces?
– Consejo, mi señora. En mi humilde opinión, el tiempo y la suerte no están necesariamente de vuestra parte en este momento. Mi consejo puede ayudaros a desenvolveros en este lugar. Soy un experto en etiqueta imperial, por ejemplo.
– Estás muy seguro de ti mismo, An-te-hai.
– Soy el mejor de la Ciudad Prohibida.
– ¿Cómo podría comprobarlo?
– Ponedme a prueba, mi señora. Vos misma lo descubriréis.
– ¿Cuántos años hace que entraste en la Ciudad Prohibida?
– Cuatro años.
– ¿Y qué has conseguido?
– Una creencia, mi señora.
– ¿Una creencia?
– Que el gran melón que llevo entre los hombros es un melón muy duro. Me he equipado con el conocimiento de la sociedad imperial. Sé los nombres de los constructores de la Ciudad Prohibida, el palacio de Verano y el gran jardín Circular. Sé dónde están incluso en el plano astrológico. Puedo explicar por qué no hay árboles plantados entre los palacios de la Armonía Suprema, la Armonía Central y la Armonía Preservada.
– Sigue, An-te-hai.
– Las concubinas del padre y del abuelo del emperador Hsien Feng son mis amigas. Viven en el palacio de la Tranquilidad Benevolente. Conozco sus historias y sus relaciones con su majestad el emperador. Puedo deciros cómo se calienta su palacio en invierno y cómo permanece fresco en verano. Puedo deciros de dónde procede el agua que beben. Estoy familiarizado con los asesinos y fantasmas de la Ciudad Prohibida. Las historias que hay detrás de los misteriosos incendios y las súbitas desapariciones de personas. Conozco a los centinelas de las puertas y soy amigo personal de muchos de los guardias, lo que significa que puedo entrar y salir de los palacios como un gato.
Intenté no parecer impresionada. Me dijo que el emperador Hsien Feng tenía dos lechos en su dormitorio. Cada noche se hacían las dos camas y se corrían las cortinas para que nadie supiera en qué cama yacía su majestad. An-te-hai me hizo saber que su conocimiento iba más allá de la casa imperial, hasta la corte exterior y el funcionamiento del gobierno. Su secreto para conseguir información era hacer creer a todo el mundo que era inofensivo.
– Así que eres un espía nato.
– Por vos, mi señora, estoy dispuesto a ser cualquier cosa.
– ¿Cuántos años tienes exactamente?
– Cumpliré los dieciséis dentro de pocos meses.
– ¿Qué se oculta detrás de esta propuesta, An-te-hai?
Se levantó y retrocedió en silencio hacia la puerta. Noté que cojeaba un poco y recordé que era el eunuco al que el jefe Shim le había propinado una patada en el patio.
– Aguarda -le detuve-. De ahora en adelante, An-te-hai, serás mi primer asistente.
Me cambié y me puse una túnica ocre antes de que me acompañaran hasta la silla donde me sentaría para cenar. La mesa era tan grande como la puerta y los trabajos labrados del tablero y las patas, excepcionales. Mientras esperaba que me sirvieran, aprendí los nombres de mis eunucos y damas de honor. Mis eunucos tenían nombres únicos: Ho-tung, «Río del Este»; Ho-nan, «Río del Sur»; Ho-tsu, «Río del Oeste»; Hopei, «Río del Norte»; Ho-yuan, «Nacimiento de Río» y Ho-wei, «Desembocadura de Río». Aunque todos sus nombres empezaban por la misma letra, ho, que significa «río», no tenían ninguna relación entre ellos. Los nombres de mis damas de honor empezaban por la letra chun, que significa «primavera». Eran Chun-cheng, «Amanecer de Primavera»; Chun-hsia, «Atardecer de Primavera»; Chun-yueh, «Luna de Primavera»; Chun-meng, «Sueño de Primavera». Todos eran razonablemente guapos y pulcros. Respondían a mis llamadas con prontitud y no mostraban características particulares. Su cabello estaba peinado en un estilo similar. Mientras los eunucos llevaban coletas, las damas, moños recogidos en la nuca. En mi presencia mantenían las manos pegadas a los muslos y los ojos fijos en el suelo.
Rodeada de eunucos y damas de honor, me senté a la mesa gigante tanto rato que me empezaron a rugir las tripas. La cena no se veía por ninguna parte. Me fijé en la estancia. Era muy grande y carente de calidez salvo en la pared opuesta, donde colgaba una pintura que representaba a una familia campesina. En el rincón superior derecho, estaba escrito un precioso poema.
¿Quién habrá vivido aquí antes que yo?, me preguntaba. Debió de ser una de las concubinas imperiales del difunto emperador Tao Kuang. Le debía de encantar el arte. El estilo era sencillo, reconfortante. Me maravillaba el contraste entre el entorno grandioso y la imagen humilde.
La pintura me recordaba la calidez de mi propia familia. Recordaba cuando mi hermana, mi hermano y yo nos reuníamos en la mesa a la hora de cenar esperando la llegada de mi padre. Recordé una ocasión en que mi padre contó un chiste. Todos estallamos en carcajadas y el arroz salió disparado de nuestras bocas. Rong se atragantó con la sopa de tofu y mi hermano se cayó debajo de la mesa y su cuenco de cerámica se quebró. Mi madre no podía mantener la compostura. También ella estalló en risas y calificó a su esposo de «viga podrida que hacía caer toda la casa».
– Vuestra cena está aquí, mi señora.
La voz de An-te-hai me despertó de mi ensoñación.
Como si viviera una fantasía, vi un desfile procedente de la cocina. Una hilera de eunucos, cada uno con un plato humeante, avanzaba graciosamente hacia mí. Las vasijas y tarrinas estaban cubiertas con tapaderas de plata. Pronto la mesa estuvo llena de platos. Los conté; había noventa y nueve. ¡Noventa y nueve platos solo para mí! An-te-hai anunció lo que iban a servirme.
– Garras de oso estofadas, verdura mezclada con hígado de ciervo, langosta frita con salsa de soja, caracoles con pepinos y ajo, codorniz marinada y asada con salsa agridulce, empanadas rellenas de tiras de carne de tigre, sangre de ciervo con ginseng y hierbas aromáticas, piel de pato crujiente bañada en una especiada salsa de cebolla, cerdo, buey, pollo, marisco…
Me sirvieron platos de los que nunca había oído hablar. El desfile continuaba. Las expresiones de mis criados me decían que aquello era lo corriente. Intenté ocultar mi asombro. Cuando los platos estuvieron servidos, hice un gesto con la mano. Los criados se retiraron y se quedaron de pie en silencio, junto a la pared. Yo me sentía incómoda ante aquella mesa monstruosa.
– ¡Deseamos que disfrute de una magnífica cena! -cantaron mis criados al unísono.
Levanté los palillos.
– Aún no, mi señora.
An-te-hai corrió a mi lado.
El eunuco caminó alrededor de la mesa con un par de palillos y un plato pequeño. Tomaba trocitos de cada plato y se los llevaba a la boca.
Mientras miraba comer a An-te-hai, recordé la historia que Hermana Mayor Fann me había contado sobre la madre del emperador Hsien Feng, Chu An, que intentó envenenar al príncipe Kung. La idea me quitó el apetito.
– Ahora podéis cenar a salvo.
An-te-hai se limpió la boca y se retiró unos pasos de la mesa.
– ¿Se supone que voy a comer todo esto yo sola? -le pregunté.
– No se espera que lo hagáis, mi señora. La etiqueta de la corte ordena que se os sirvan noventa y nueve platos en cada comida.
– ¡Qué gran desperdicio!
– No, no desperdiciaréis nada, mi señora. Siempre podéis recompensar a vuestros ayudantes con algún plato. Los esclavos están hambrientos, nunca les dan suficiente comida.
– ¿No les importará?
– No, se sentirán honrados.
– ¿En la cocina no se prepara comida para vosotros?
– Nosotros comemos lo que los caballos, solo que la cantidad es escasa en comparación. Mi ración diaria son tres ñames.
Terminé con todo lo que pude. Oía el ruido de mi mandíbula engullendo pepinos, masticando tendones de oso y chupando costillas de cerdo. Los criados seguían de pie, mirando. Volví a preguntarme qué se cocía dentro de sus cabezas. Cuando estuve saciada, dejé los palillos y me tomé el postre, un bollito dulce de judías rojas y sésamo negro. An-te-hai se acercó, como si supiera que tenía algo que decirle.
– No me gusta tener gente a mi alrededor mirándome mientras como -le comenté-. ¿Hay alguna manera de despedirlos?
– No, mi señora, me temo que no.
– ¿A las damas de los otros palacios también les sirven así?
– Sí, mi señora.
– ¿Lo hace la misma cocina?
– No, tienen sus propias cocinas. Cada palacio tiene su propia cocina y sus propios cocineros.
– Por favor, coge un taburete y ven a hacerme compañía mientras como.
An-te-hai obedeció. Cuando cogí una taza, An-te-hai me acercó la tetera desde la otra esquina de la mesa y me la llenó de té de crisantemo.
No tardé en descubrir que An-te-hai tenía un don para anticiparse a mis deseos. ¿Quién era?, me preguntaba. ¿Qué había llevado a un muchacho dulce e inteligente como él a convertirse en eunuco? ¿Cómo era su familia? ¿Cómo había crecido?
– Mi señora. -Mientras terminaba el último bocado del bollo, An-te-hai se inclinó, con voz dulce-. Sería buena idea que enviarais un mensaje al emperador Hsien Feng y a la emperatriz Nuharoo para desearles una buena cena.
– ¿No preferirá Nuharoo que no les moleste en los ratos que pasa con el emperador Hsien Feng?
Ante la silenciosa respuesta de An-te-hai, supe que era mejor seguir su consejo.
– No se trata de enviar un mensaje de buena voluntad -me explicó An-te-hai al cabo de un instante-. Se trata de causar buena impresión, de que vuestro nombre aparezca en una de las cajas de bambú para mensajes del emperador Hsien Feng, para recordar a su majestad vuestra existencia. Las demás damas están haciendo lo mismo en sus palacios.
– ¿Cómo lo sabes?
– Tengo hermanos que me informan de lo que sucede en todos los palacios.
Me enjuagué la boca con una taza de té verde. Se suponía que tenía que hacer la siesta después de una comida, pero mi mente no se relajaría. Visualizaba una batalla en la que cada concubina estaba disfrazada de soldado. Según An-te-hai, mis rivales ya habían empezado a construir sus defensas. Muchas de ellas habían ofrecido a la gran emperatriz pequeños pero intencionados regalos, agradeciéndole el haberlas elegido.
Esperaba que el emperador Hsien Feng fuera un hombre justo. Al fin y al cabo le consideraban el hombre más sabio del universo. Me daría por satisfecha si me convocase una vez al mes. Nunca me haría la ilusión de tenerlo para mí sola. Me enorgullecería ayudarle a edificar la dinastía, como las mujeres virtuosas que se exponían en la galería de retratos imperiales. Proporcionar a su majestad un hogar armonioso era una idea atrayente. Me habría gustado vernos a las siete unidas contra el resto de la población femenina de la corte. Como esposas que habíamos sido elegidas, creía que nos respetaríamos y ayudaríamos unas a otras con el fin de hacer del núcleo familiar un hogar para todas.
An-te-hai no dijo que discrepaba, pero yo había llegado a distinguir sus sentimientos por el modo en que golpeaba la cabeza contra el suelo. Si el ruido era tunc, tunc, tunc, lo cual significaba un ligero desacuerdo, lo discutiríamos. Pero si era ponc, ponc, ponc, era mejor escucharle, porque significaba que yo no tenía idea de lo que estaba hablando. Esta vez el sonido era ponc, ponc, ponc. An-te-hai intentó convencerme de que las damas de los demás palacios eran mis enemigas naturales.
– Son como los bichos de las plantas: necesitan comer para sobrevivir. -Sugirió que trabajase para ganarles por la mano-. Alguien está pensando en estrangularos en este mismo momento.
Cuando los eunucos llegaron para quitar la mesa, apenas podía moverme. Se suponía que ahora debía tomar un baño. La bañera estaba elevada un metro del suelo como en un escenario, con cubos de agua caliente y fría y pilas de toallas a su alrededor. Era tan grande que en mi pueblo la habrían llamado estanque; estaba hecha de madera fina en forma de hoja de loto gigante, bellamente pintada; los detalles de la flor de loto eran sorprendentemente realistas.
No tenía la costumbre de bañarme a diario. En Wuhu me lavaba una vez cada dos meses durante el invierno y nadaba en el lago en verano. Le pregunté a An-te-hai si podría nadar en el lago imperial cuando hiciera más calor.
– No -respondió el eunuco-. Su majestad quiere que los cuerpos de sus damas estén cubiertos en toda ocasión.
Las damas de honor anunciaron que el baño estaba listo. An-te-hai me dijo que podía elegir que me bañaran los eunucos o las doncellas. «Las doncellas, por supuesto», le dije. Me sentiría incómoda mostrando mi cuerpo a los eunucos. Por su aspecto no diferían de los hombres corrientes. No podía imaginar que tocaran mi cuerpo. Tardaría un tiempo en acostumbrarme a que An-te-hai durmiera a los pies de mi cama.
Me preguntaba si An-te-hai tenía necesidades masculinas. Parecía tan indiferente mientras me cambiaba. ¿Estaba fingiendo? De ser así, debía de tener una enorme disciplina. Lo que empezaba a gustarme de él era el modo de manejar su tragedia personal. Tal vez malcriaba a mis eunucos, una debilidad que muchos consideraban perniciosa. No podía evitar sentir su sufrimiento. Lo cierto era que yo también deseaba despertar la misma compasión.
En China las mujeres soñaban con ser yo, y no conocían mi desolación. Al identificarme con los eunucos, curaba la herida de mi corazón. El dolor de los eunucos estaba escrito en sus rostros. Los habían castrado y todo el mundo comprendía su infortunio, pero el mío estaba oculto.
Era divertido que te agarraran tantas manos. Aquella gente me suplicaba que no moviera un dedo. Si hacía algo por mí misma, se consideraría un insulto.
El agua estaba caliente y agradable. Mientras descansaba contra el borde de la bañera, las doncellas se pusieron de rodillas. Cinco de ellas me tocaron al mismo tiempo, frotaban y refregaban. Se suponía que tenía que gustarme, pero me sentía como una gallina remojada en agua caliente a punto de ser desplumada.
Las manos de las doncellas se movían por mi cuerpo. Aunque eran cuidadosas, me parecía una intrusión. Intenté recordar lo que An-te-hai me había dicho, que yo vivía para complacer al emperador Hsien Feng, no a mí misma. Me habría gustado que el emperador viera aquello. Me preguntaba cuándo aparecería.
Mi cuerpo fermentaba como un bollo cocido. Las doncellas sudaban; me habían dado masajes en los hombros, en las manos y en los pies y sus túnicas estaban húmedas y sus cabellos, revueltos. Me cansaba con solo mirarlas, y no veía el momento en que acabaran. An-te-hai me había advertido que debía darles las gracias a mis doncellas. Subrayó que no tenía que expresar mis sentimientos. No debía recordar a las personas que era tan común y corriente como ellas.
Después de secarme y vestirme con un camisón rojo, las doncellas se retiraron. Entonces los eunucos me arroparon con cálidas mantas y me acompañaron hasta mi dormitorio.
Mi palacio se dividía en tres áreas. La primera era la vivienda, que incluía tres grandes habitaciones cuyas ventanas se orientaban hacia el sur. Las habitaciones estaban conectadas formando un rectángulo. La habitación del medio era una sala de recibir, con un trono a pequeña escala para que mi marido se sentase cuando viniera. Detrás del trono, pegado a la pared, se levantaba un altar, y encima del altar colgaba una gran pintura de un paisaje chino. En la cámara de la izquierda, conocida como cámara del oeste, era donde yo dormía. En el lado de la ventana, había una mesa con dos sillas y junto a estas, dos plantas de bambú verde. A la derecha estaba la cámara del este, mi vestidor. Tenía una cama en la que yo dormiría si su majestad decidía quedarse a pasar la noche. La norma decía que no debía compartir lecho con ninguna de sus esposas durante toda la noche, para que pudiera descansar cómodamente. La cama de la cámara del este estaba siempre preparada, enfriada o calentada según la estación. Detrás de estas cámaras, estaba mi comedor, mi baño, mi sala de estar y los trasteros.
La segunda parte de mi palacio era el jardín, que se convertiría en mi lugar favorito. Comprendía media hectárea de praderas y riachuelos naturales y un pequeño estanque llamado Lago Celestial. Yo dejaba que los juncos de agua crecieran salvajes porque me recordaba a Wuhu. Siempre me gustaron las plantas; era una jardinera nata y apasionada y llené el jardín del esplendor natural. Además de grandes árboles floridos como el ceibo rojo y la magnolia, cultivé peonías del tamaño de un cuenco y de todos los colores imaginables. También cultivé rosas rojas de corazón púrpura, azucenas, flores de té silvestre de color fuego y flores amarillas de ciruelos de invierno que yo llamaba «tira de las piernas». Las flores de ciruelo tenían pétalos amarillentos y florecían solo los días de nieve, como si les gustara el frío. Su fuerte aroma inundaba mi dormitorio por la mañana cuando An-te-hai abría la ventana. «Tiraban de mis piernas» hasta el jardín y no podía evitar admirar su belleza mientras aún estaba en pijama. Para no pillar un resfriado, en los días más gélidos. An-te-hai cortaba una rama de ciruelo de invierno antes de que me levantara o colocaba una sola flor en un jarrón sobre la mesa de desayuno.
Mi gusto por las flores era muy amplio. Me gustaban las elegantes y también las que llamaba «gente menuda». Me gustaban las campanillas en forma de mariposa y las enredaderas púrpuras en forma de cara de tigre. Era toda una experta en peonías y crisantemos. Aunque la sociedad real consideraba que los crisantemos eran propios de campesinos, yo los cultivaba con entusiasmo; tenía crisantemos de todo tipo. Los que más me gustaban eran las «garras doradas». Al florecer se abrían como manos de bailarinas que sujetaran la luz matinal en sus palmas. Nadie había visto esta variedad en ningún otro lugar, salvo en mi jardín. A finales de otoño, las plantas crecían hasta la altura de mis hombros y nunca me cansaba de mirarlas.
Cuando no podía dormir por la noche, visitaba el jardín. Iba a escuchar los sonidos de mi niñez. Podía oír la charla de los peces en el agua. Paseaba entre los matorrales rozando con las manos hojas y flores. Me encantaba notar el rocío en las yemas de los dedos.
Muchos años más tarde, se contaba la historia de un eunuco que vio un hada en mi jardín a medianoche. Probablemente el «hada» era yo. Hubo un tiempo en que me sentía incapaz de seguir viviendo. Debió de ser una de esas noches en las que planeaba acabar con mi vida.
La tercera parte de mi palacio la formaban las dependencias que se hallaban a cada lado de las cámaras principales. Aquella era la zona de mis eunucos, damas de honor y doncellas. Sus ventanas daban al patio, lo que significaba que si yo caminaba hacia la puerta, ellos lo advertirían de inmediato y también verían a cualquiera que intentara entrar. Los eunucos patrullaban mi palacio por turnos, así que siempre había alguien despierto.
An-te-hai estaba profundamente dormido en el suelo. El eunuco jefe Shim me mintió cuando me dijo que me daba criados que no roncaban. An-te-hai roncaba como una tetera borboteante. Sin embargo, las cosas cambiarían pronto; después de años de aislamiento, agonía y temor, el ronquido de An-tehai era para mí como una canción celestial. No podía conciliar el sueño si no lo oía.
Mientras estaba despierta en la cama, pensaba en el emperador Hsien Feng. Me preguntaba si él y Nuharoo disfrutarían el uno del otro. Me preguntaba cuándo se reuniría conmigo. Sentía un poco de frío y recordé que An-te-hai me había dicho que le había costado calentarme la cama. El brasero de debajo de mi kang no funcionaba bien. Creía que era obra de Shim, que el eunuco jefe me enviaba un mensaje: o vivía una vida cómoda dándole propinas regulares o pasaría frío en invierno y calor en verano. Fácil o difícil, me decía Shim: yo elegía.
– Mientras seáis una de las tres mil concubinas, no podéis libraros de él -había dicho An-te-hai.
No me importaba dormir en una cama que no estuviera todo lo caliente que mandaban los cánones imperiales. Sin embargo me esforzaba hacia la meta de convertirme en la favorita del emperador Hsien Feng; era el único modo de ganar respetabilidad. No había tiempo que perder, estaba a punto de cumplir dieciocho años y en el jardín de las bellezas imperiales, a los dieciocho te consideraban una flor a punto de marchitarse.
Intenté no pensar en lo que realmente deseaba de la vida. Me levanté y copié un verso de un libro de poesía.