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El primer mes pasó rápidamente. Cada mañana, cuando los rayos del sol acariciaban las cortinas, me levantaba para encontrar a mi gata, Nieve, junto a mí. Me había encariñado de aquella dulce criatura. Ya sabía cómo iba a ser el día; otro día más esperando y anhelando la visita del emperador.
An-te-hai decía que debía encontrar cosas que hacer para mantenerme ocupada. Me sugirió bordar, pescar o jugar al ajedrez. Elegí el ajedrez, pero perdí el interés después de un par de partidas. Los eunucos me dejaban ganar siempre. Me parecía un insulto a mi inteligencia, pero ellos temían jugar conmigo como iguales.
Me fascinaban los relojes imperiales, que formaban parte del mobiliario y de los adornos de la Ciudad Prohibida. Mi favorito era el del pájaro carpintero, que vivía dentro de un tronco de cerámica y salía para picotear cada hora. Me encantaban sus repiques. A An-te-hai le gustaba el movimiento de picoteo porque le recordaba una cabeza haciendo una reverencia. Cuando podía, intentaba estar allí para recibir sus «reverencias».
Mi otro reloj favorito tenía una forma extraña. Parecía una familia de ruedas abrazándose. Se asentaba en una campana de cristal transparente, que permitía ver sus mecanismos interiores. Como una familia armoniosa, cada rueda cumplía su obligación y aportaba su energía a la tarea de dar la hora.
Yo estudiaba los relojes y me interrogaba sobre sus lugares de origen. La mayoría procedía de tierras lejanas. Eran regalos de reyes y príncipes extranjeros a los emperadores de China de anteriores dinastías. Los diseños demostraban el amor por la vida de sus creadores, lo cual me hacía plantearme si todas las historias que se contaban sobre los salvajes bárbaros eran ciertas.
Mi entusiasmo por los relojes se acabó pronto. Empecé a tener problemas al mirar sus manecillas, semejantes a agujas. La manera tan lenta de arrastrarse me daba ganas de moverlas hacia delante. Le ordené a An-te-hai que cubriese sus caras con una tela.
– Se acabaron las reverencias -oí que le decía al pájaro carpintero.
Aquel día estaba aburrida incluso antes de salir de la cama.
– ¿Habéis dormido bien, mi señora? -La voz de An-tehai procedía del patio.
Sentada en la cama, ni me molesté en contestarle.
– ¡Buenos días! -El eunuco entró con una amable sonrisa-. Sus esclavas están listas para ayudarnos a bañarnos, mi señora.
Mi baño matinal era un acontecimiento. Antes de que me levantara de la cama, los eunucos y doncellas preparaban un desfile de vestidos. Tenía que elegir uno entre tres docenas. ¡Tantos vestidos preciosos!, aunque la mitad de ellos no eran de mi agrado.
Luego tenía que elegir zapatos, sombreros y joyas. Tras levantarme de la cama, fui al retrete para usar el orinal. Me siguieron seis doncellas. Era inútil exigir que me dejaran sola. Aquellas personas habían sido entrenadas por el eunuco jefe Shim para actuar como si fueran sordas y mudas en situaciones como aquella.
Se trataba de una gran habitación sin muebles. En el centro habían dispuesto un orinal amarillo finamente labrado y pintado, que parecía una gran calabaza. Unos farolillos colgaban en las esquinas de la habitación. Las paredes estaban cubiertas de cortinajes bordados con flores azules y blancas.
Tenía una urgencia, pero no podía relajarme. No había ninguna ventana que dejara escapar el olor. Las doncellas estaban de pie a mi alrededor, mirando. Volví a decirles que me dejaran sola, pero se negaron. Me suplicaron que les permitiera servirme. Una de ellas sujetaba una toalla húmeda para limpiarme cuando acabara, otra llevaba una pastilla de jabón; la tercera, un puñado de papel de seda en una bandeja; la cuarta, una almofía de plata. Las dos últimas llevaban un cubo lleno de agua cada una, uno caliente y otro frío.
– Dejad las cosas en el suelo -ordené-. Estáis despedidas.
Todas murmuraron:
– Sí, señora. -Pero ninguna se movió.
Levanté la voz:
– Voy a apestar.
– No, vos no apestáis -respondieron al unísono.
– ¡Por favor! -grité-. ¡Fuera!
– No nos importa, nos encanta vuestro hedor.
– ¡An-te-hai!
An-te-hai acudió corriendo.
– Sí, mi señora.
– Llama enseguida al eunuco jefe Shim y dile que mis criados no me obedecen.
– No servirá de nada, mi señora. -An-te-hai ahuecó las manos como si formara un tubo y me susurró al oído-: Me temo que el eunuco jefe Shim no puede hacer nada en esto.
– ¿Por qué?
– Es una norma que las esposas del emperador sean atendidas así.
– El que estableció esta norma debe de ser idiota.
– ¡Oh, no, mi señora, no digáis eso jamás! -An-te-hai estaba horrorizado-. ¡Las reglas las ha establecido su majestad la gran emperatriz!
Imaginé a la gran emperatriz sentada en su orinal en medio de una habitación llena de doncellas.
– Debe de creer que caga diamantes y sus pedos perfuman. ¿Tiene su majestad normas sobre el tamaño, la forma, la longitud, el color y el olor de las deposiciones?
– Por favor, mi señora. -An-te-hai se estaba poniendo nervioso-. No querréis que vos y yo nos metamos en problemas.
– ¿Problemas? ¡Lo único que quiero es cagar sola!
– No se trata de defecar, mi señora -murmuró An-te-hai como si tuviera la boca llena de comida.
– ¿Entonces de qué se trata?
– Se trata de la gracia, mi señora.
– ¿Gracia? ¿Puede alguien cagar con gracia?
Que me maquillaran, me pusieran aceite en el cabello y me lo peinaran, me vistieran y me ciñeran el vestido solo para salir por la tarde no solamente era aburrido sino también fatigoso. Los eunucos y damas de honor sostenían bandejas y desfilaban de un lado a otro con vestidos, ropa interior, accesorios, ornamentos, cinturones y pasadores para el cabello. Deseaba fervientemente que acabara el ritual. Habría preferido que me dijeran dónde estaban aquellas cosas y cogerlas yo misma, pero no tenía autoridad para cambiar las reglas. Empecé a comprobar que la vida imperial no era más que una serie de minuciosos pormenores. Mi mayor problema era la paciencia.
An-te-hai me hacía compañía mientras me peinaban. Me divertía con relatos y chistes. Se quedaba de pie detrás de mí, frente al espejo.
Primero el peluquero me suavizaba el pelo con agua perfumada. Luego le aplicaba aceite de un extracto de girasoles de montaña. Después de peinarlo, me lo recogía en una cola. Aquella mañana intentaba darle la forma de un cisne. El proceso me fastidiaba y estaba empezando a sacarme de quicio. Para aliviar la tensión, An-te-hai me preguntó si me apetecía conocer detalles del cinturón del emperador Hsien Feng. Le contesté que no me interesaba.
– El cinturón es del color imperial, amarillo, por supuesto -empezó An-te-hai, ignorándome-. Es una obra de auténtica artesanía manchú, funcional, pero exquisita. -Al ver que yo no protestaba, continuó-: Está reforzado con crin de caballo y decorado con cintas de seda blanca plegadas. El cinturón lo ha heredado de los antecesores de su majestad y lo ciñe durante las ceremonias importantes. El astrólogo de la corte especifica exactamente cuándo debe su majestad ponerse semejantes prendas. Por lo general, el emperador Hsien Feng también lleva un cilindro de marfil con mondadientes, un cuchillo con funda de cuerno de rinoceronte y dos bolsitas de perfume con bordados de minúsculas perlas. En su origen estaban hechos de lino rígido y se utilizaban para sustituir una brida rota.
Sonreí, agradeciendo las intenciones del eunuco. An-te-hai siempre sabía cómo satisfacer mis ansias de conocimiento.
– ¿Sabe Nuharoo lo que tú sabes? -le pregunté a Ante-hai.
– Sí, mi señora, lo sabe.
– ¿Fue eso parte de la razón por la cual la eligieron?
An-te-hai se quedó callado. Estaba segura de que no quería ofenderme. Cambié de tema y le anuncié:
– An-te-hai, a partir de ahora serás el responsable de renovar mi conocimiento acerca de la vida regia.
Evité pronunciar la palabra «enseñarme»; notaba que Ante-hai se sentiría más cómodo y me informaría mejor si me comportaba como su ama en lugar de como su alumna.
– Quiero que me sugieras qué debería vestir durante la inminente celebración del Año Nuevo chino.
– Bueno, primero tenéis que aseguraros de que nunca vestiréis por encima de vuestro rango, pero no querréis parecer poco imaginativa. Eso equivale a decir que tendréis que prever qué vestirá la gran emperatriz y la emperatriz Nuharoo.
– Parece juicioso.
– Supongo que se acicalarán con colgantes de jadeíta en forma de hojas de loto y demás ornamentos de perla y turmalina rosada. Se cuidarán de no pisar al emperador Hsien Feng. Su colgante es la figurita de una triple cabra, un signo auspicioso que lleva solo la víspera del Año Nuevo chino.
– ¿Cuál debería ser mi colgante?
– Cualquier signo o símbolo que sea de vuestro agrado, mientras no eclipse a las dos damas. Como he dicho, tampoco querréis vestir mal, porque no deseáis perder la atención del emperador. Deberéis hacer todo lo que esté en vuestra mano para descollar entre los millares de concubinas. Puede que no veáis a vuestro marido más que en estas ocasiones.
Me habría gustado poder invitar a An-te-hai a desayunar conmigo y que no hubiera tenido que servirme, mirarme comer y luego ir a sus dependencias a comer un ñame frío.
An-te-hai agradecía mis sentimientos y era feliz de servirme como un esclavo. Yo sabía que estaba tejiendo su futuro en torno a mí. Si me convertía en favorita de Hsien Feng, su posición se elevaría, pero su majestad no me hacía ni caso. ¿Cuánto tendría que aguardar? ¿Disfrutaría alguna vez de una oportunidad? ¿Por qué no tenía noticias del eunuco jefe Shim?
Habían pasado siete semanas desde que entrara en el palacio de la Belleza Concentrada. Ya no miraba los tejados vidriados amarillos. Su esplendor se había apagado para mis ojos. La tarea de elegir vestidos por la mañana me aburría hasta las lágrimas. En aquel momento caí en la cuenta de que iba a vestirme para que nadie más lo viera. Ni siquiera mis eunucos y damas de honor estarían allí para contemplar la perfección de mi belleza. Tenían instrucciones de retirarse cuando no se les llamaba. Solía acabar sola una vez estaba completamente vestida.
Cada día me encontraba en medio de un palacio majestuoso pero vacío, con la nuca rígida y dolorida desde la mañana hasta el mediodía. En innumerables ocasiones soñaba la visita del emperador Hsien Feng. En mis fantasías venía, me tomaba de la mano y me abrazaba con pasión.
Últimamente me sentaba junto al estanque, vestida como una loca, y observaba las tortugas y las ranas. Por la mañana, el sol se demoraba en el jardín y dos tortugas nadaban perezosamente. Flotaban en el agua un rato y luego se arrastraban hasta una roca plana para relajarse. Lentamente una se subía encima de la otra y yacían inmóviles en aquella posición durante horas, y yo me sentaba junto a ellas.
«Los hermosos ojos abiertos parecen muertos, aunque su postura es erguida y su traje magnífico»; versos de viejas óperas se repetían dentro de mi cabeza.
An-te-hai apareció entre los arbustos con una taza de té en una bandeja.
– ¿Estáis pasando un buen día, mi señora?
An-te-hai colocó el té delante de mí.
Suspiré y le dije que no me apetecía. An-te-hai sonrió, se inclinó y apartó con delicadeza las tortugas, que volvieron al agua.
– Estáis demasiado ansiosa, mi señora. No deberíais estar así.
– La vida es demasiado larga en la Ciudad Prohibida, Ante-hai. Incluso los segundos tardan en pasar.
– Llegará el día -anunció An-te-hai, con una expresión que demostraba su sinceridad- en que su majestad el emperador os mande llamar, mi señora.
– ¿Me llamará a su lado?
– Debéis creer que así lo hará.
– ¿Por qué habría de llamarme?
– ¿Y por qué no habría de hacerlo?
An-te-hai, que estaba arrodillado, se levantó.
– ¡No me des falsas esperanzas, An-te-hai!
– No podéis permitiros perder la esperanza, mi señora. ¿Qué otra cosa podéis hacer además de esperar? Su majestad el emperador os ha colocado en el lado oeste de su palacio. Creo que es un signo muy interesante. Todos los adivinos a quienes he consultado predicen que os mandará llamar.
Mi humor mejoró y cogí el té.
– ¿Me permitís preguntaros -preguntó el eunuco sonriendo como si él también se sintiera mejor- si mi señora está preparada si el emperador os convocara esta noche? En otras palabras, ¿está mi señora familiarizada con el ritual de apareamiento?
– Claro que lo estoy -respondí azorada.
– Si deseáis una explicación, estoy aquí para ayudaros.
– ¿Tú? -No pude evitar echarme a reír-.Vigila tu comportamiento, An-te-hai.
– Solo vos sabéis si me estaba comportando bien o mal, mi señora.
Me quedé en silencio.
– Beberé feliz el veneno que me deis -se lamentó An-tehai en voz queda.
– Cumple con tu deber y no malgastes palabras. -Sonreí.
– Aguardad, mi señora, os mostraré algo.
An-te-hai recogió rápidamente el juego de té y se marchó. Momentos más tarde regresó con una caja de papel en la mano; contenía un par de mariposas de seda.
– Las cogí del jardín del palacio de la Tranquilidad Benevolente, donde viven las concubinas más ancianas. Veintiocho concubinas abandonadas por el padre y el abuelo del emperador Hsien Feng. Estos son sus animales de compañía.
– ¿Qué hacen con las mariposas? Pensé que se pasaban la vida bordando.
– Bueno, las damas miran y juegan con las mariposas -respondió An-te-hai-. Es lo mismo que hacen los emperadores y príncipes con los grillos. La única diferencia es que no hay competición entre las mariposas del gusano de seda.
– ¿Qué tiene de divertido mirar mariposas?
– No tenéis ni idea, mi señora. -Como si revelase un misterio, An-te-hai se estaba emocionando-. A las damas les encanta ver copular a las mariposas y luego separarlas en mitad de su ritual de apareamiento. ¿Queréis que os lo muestre?
Imaginando lo que iba a hacer An-te-hai, levanté la mano para detenerlo.
– ¡No, aparta la caja, no me interesa!
– De acuerdo, mi señora, no os lo enseñaré hoy, pero algún día querréis verlo. Entonces comprenderéis en qué consiste la diversión, como las demás damas.
– ¿Qué sucede cuando separas las mariposas? -le pregunté.
– Que se desangran hasta morir.
– ¿Y es esa la «diversión» de la que me hablabas?
– Precisamente.
An-te-hai sonrió, malinterpretando, por primera vez, mis pensamientos.
– Quien haga eso debe de tener una mente enferma -dije volviendo la cabeza hacia las montañas lejanas.
– Bueno, ayuda a curarse a los desesperados -susurró suavemente el eunuco.
Me volví y miré la caja abierta. Dos mariposas se convertían en una. La mitad del cuerpo del macho estaba dentro de la hembra.
– ¿Queréis que me lleve la caja, mi señora?
– Retírate, An-te-hai, y déjame las mariposas.
– Sí, mi señora. Las mariposas son fáciles de alimentar. Si necesitáis más de un par, el vendedor de gusanos de seda viene a palacio el cuarto día de cada mes.
La pareja descansaba tranquilamente sobre un lecho de paja. Junto a ellas había dos crisálidas rotas. Los dos cuerpecillos blancos tenían las alas cubiertas de un polvo grueso de color ceniza. De vez en cuando les temblaban las alas. ¿Se estarían divirtiendo?
El sol se había trasladado; ahora la roca plana estaba en la sombra. El jardín estaba cálido y confortable. Yo miraba mi imagen en el agua; tenía las mejillas del color de la flor del melocotón y mi pelo reflejaba la luz.
Intenté dejar la mente en blanco; no quería estropear el momento imaginando mi futuro, pero sabía que envidiaba a la pareja de mariposas y a las tortugas. Mi juventud me decía que no podía extinguir mi deseo, como no podía obligar al sol a dejar de brillar o al viento a dejar de soplar.
Llegó la tarde y ante mi vista apareció una carreta desvencijada tirada por un burro; era la destartalada carreta del agua. Un anciano con un látigo caminaba detrás de ella. Sobre el barril gigante de madera, flameaba una banderola amarilla. El viejo iba a llenar los depósitos de agua de mi palacio. Según An-te-hai, la carreta del agua tenía más de cincuenta años, llevaba en servicio desde los tiempos del emperador Chien Lung. Con el fin de procurarse la mejor agua de manantial, el emperador había ordenado a los expertos acudir a Pekín para estudiar y comparar la cualidad de las muestras de agua extraídas de manantiales de todo el país. El emperador en persona había comprobado la medición y el peso del agua y había analizado el contenido mineral de cada muestra.
El agua del manantial de la montaña de Jade consiguió la mayor calificación. Desde entonces el manantial fue reservado para el uso exclusivo de los residentes de la Ciudad Prohibida. Las puertas de Pekín se cerraban a las diez de la noche y no se permitía el paso a nadie, salvo a la carreta del agua con la banderola amarilla. El burro viajaba por el centro del bulevar; se decía que incluso un príncipe a caballo tenía que dejar paso al burro.
Observé al hombre acabar su tarea y luego desaparecer por la puerta. Escuché el rumor cada vez más tenue de los cascos del burro. Volví a sentirme engullida por la oscuridad. La desdicha se instalaba en mí como la humedad en la estación de las lluvias.
Cuando abrí de nuevo la caja de los gusanos de seda, descubrí que las mariposas se habían ido. En su lugar había cientos de puntos marrones encima de la paja.
– ¡Los bebés! ¡Los bebés mariposa! -grité como una enloquecida.
Transcurrió otra semana sin noticias ni visitas de nadie. El silencio se hacía cada vez más grande alrededor de mi palacio. Cuando Nieve subió a mis brazos, se me escaparon las lágrimas. Durante el día, alimenté a la gata, la bañé y jugué con ella hasta aburrirme. Leí libros y copié más poemas de tiempos remotos. Siempre había un árbol solo en el paisaje o una flor en un vasto campo nevado.
Por fin, al quincuagésimo octavo día de mi llegada a la Ciudad Imperial, el emperador Hsien Feng me mandó llamar. Apenas daba crédito a mis oídos cuando An-te-hai me comunicó la invitación de su majestad, en la que pedía que le acompañara a la ópera.
Estudié la invitación; la firma y el sello de Hsien Feng eran magníficos y hermosos. Guardé la tarjeta bajo la almohada y la toqueteé sin cesar antes de irme a dormir. A la mañana siguiente me levanté antes del alba, me senté durante el ritual del maquillaje y el vestuario sintiéndome viva y emocionada. Me imaginé siendo valorada por el emperador. Al atardecer todo estaba preparado; recé por que mi belleza me diera suerte.
An-te-hai me dijo que el emperador Hsien Feng enviaría un palanquín. Esperé, con ardiente ansiedad. An-te-hai me explicó dónde iría y con quién me reuniría. Me indicó que las representaciones teatrales habían sido el pasatiempo imperial favorito durante generaciones. Fueron muy populares durante los inicios de la dinastía Qing en el siglo XVII. Se construyeron grandes teatros en las villas reales. Solo en el palacio de Verano, donde iría aquel día, había cuatro teatros. El más grande tenía tres pisos de alto y se llamaba Gran Teatro Changyi del Sonido Magnífico.
Según An-te-hai, las representaciones tenían lugar en el día del nuevo año lunar y en los cumpleaños del emperador y la emperatriz. Las representaciones siempre eran grandes espectáculos y solían durar desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la noche. El emperador invitaba a príncipes y altos mandatarios, y se consideraba un gran honor poder asistir. En el octogésimo cumpleaños del emperador Chien Lung, se representaron diez óperas. La más popular era El rey mono. El personaje del mono había sido adaptado de una novela clásica de la dinastía Ming. Al emperador le gustaba tanto la ópera que agotaba hasta la última variación de la historia. Fue la ópera más larga que se representara jamás; duró diez días. La presentación de un cielo imaginario que reflejaba la existencia terrenal de la humanidad hechizó a la audiencia, y el hechizo no se rompió hasta el final. Se dice que, incluso entonces, algunos deseaban que la compañía repitiera inmediatamente ciertas escenas.
Le pregunté a An-te-hai si en la familia real eran verdaderos entendidos o solo aficionados entusiastas.
– Yo diría que la mayoría de ellos son falsos expertos -respondió-, salvo el emperador Kang Hsi, el tatarabuelo de Hsien Feng. Según los anales, Kang Hsi supervisaba los libretos y las partituras musicales y su nieto Chien Lung dirigió la escritura de unos pocos libretos. Sin embargo la mayoría de la gente asiste por la comida y el privilegio de sentarse con su majestad. Claro que siempre es importante demostrar sensibilidad cultural. Queda muy bien exhibir los propios gustos en una cultura de la delicadeza.
– ¿Se atrevería alguien a hacer gala de su conocimiento en presencia del emperador?
– Siempre hay quien no comprende que los demás lo considerarán una paloma torcaz haciendo una pirueta… para enseñar su bonito trasero.
An-te-hai me contó una historia para ponerme un ejemplo. Tuvo lugar en la Ciudad Prohibida durante el reinado del emperador Yung Cheng, el bisabuelo de Hsien Feng. El emperador estaba disfrutando de una representación, una historia de un gobernador de provincia que vence su debilidad y endereza a su malcriado hijo castigándolo. El actor que representaba al gobernador estuvo tan acertado que el emperador le concedió una audiencia privada después de la obra. El hombre recibió taels y regalos y su majestad fue pródigo en halagos. El actor se dejó llevar y preguntó a su majestad si sabía el verdadero nombre del gobernador de la historia.
– «¡Cómo te atreves a hacerme preguntas!» -An-te-hai imitaba al emperador haciendo con la mano derecha un ademán con una imaginaria túnica de dragón-. «¿Has olvidado quién eres? Si permitiera que me desafiara un mendigo como tú, arruinaría el país.»
Se dictó un edicto y el actor fue expulsado y azotado hasta la muerte con aquellos mismos atuendos.
La historia me hizo ver el verdadero rostro de la magnífica Ciudad Prohibida. Dudaba mucho de que la ejecución de un estúpido actor beneficiara a su majestad. Semejante castigo no conseguía nada salvo sembrar el terror, y el terror solo aumentaba la distancia entre el emperador y el corazón de su pueblo. Al final el terror supondría para él la mayor de las pérdidas. ¿Quién se quedará a tu lado a lo largo del camino si solo se te conoce por inspirar temor?
Pensándolo ahora, la historia debió de influir en mi comportamiento en un incidente menor que ocurrió durante mi reinado, un incidente del que me siento particularmente orgullosa. Estaba sentada en el Gran Teatro Changyi del Sonido Magnífico celebrando mi sexagésimo cumpleaños. La ópera se llamaba La sala Yu-Tang. El renombrado actor Chen Yi-chew representaba el personaje de la señorita Shoo. Estaba cantando:
«Al llegar a la sala del juez levanto la vista, a ambos lados se alzan los verdugos con cuchillos largos como un brazo, soy como una cabra en la boca de un león…».
Pero al pronunciar la palabra «cabra» Chen se detuvo repentinamente. Se dio cuenta de que mi signo natal era cabra y de que, si concluía aquel verso, los demás podían pensar que me estaba maldiciendo. Chen intentó tragarse la palabra, pero era demasiado tarde; todo el mundo la había oído, pues era una ópera famosa y la letra era bien conocida. El pobre hombre intentó salvarse manipulando las sílabas de «cabra». Arrastró la voz y prolongó la última sílaba hasta quedarse completamente sin aliento. La orquesta estaba confusa y los tamborileros golpeaban sus instrumentos para tapar el error. Entonces Chen Yi-chew demostró su veteranía y sus tablas; inventó un verso en aquel mismo instante y sustituyó «como una cabra en la boca de un león» por «como un pez en la red del pescador».
Antes de que la corte pudiera informar de que había ocurrido un «accidente» y el actor fuera castigado, alabé a Chen por su ingenio. Claro que nadie mencionó el cambio de la letra. En recuerdo de mi generosidad, el artista decidió conservar para siempre el nuevo verso en su texto. En la obra actual encontraréis «como un pez en la red del pescador» en lugar de «como una cabra en la boca de un león».
Mientras esperábamos el palanquín de su majestad, le pregunté a An-te-hai qué tipo de ópera era popular en la Ciudad Prohibida.
– La ópera de Pekín. -Los ojos de An-te-hai se iluminaron-. Sus principales melodías proceden de las óperas Kun y Yiyang. Cada emperador o emperatriz ha tenido su ópera favorita. Los estilos de ópera evolucionan con el tiempo, pero la mayoría de los libretos siguen siendo Kun.
Le pregunté cuáles eran las óperas favoritas de la familia real con la esperanza de que conociese alguna.
– Romance de la primavera y el otoño. -An-te-hai contaba con los dedos-. La belleza de la dinastía Shang, La literatura de tiempos de paz, Un muchacho se pregunta quién ganará el examen imperial, La batalla de los portaestandartes de hierro… -Citó casi treinta óperas.
Pregunté a An-te-hai cuál podrían representar aquel día. Supuso que La batalla de los portaestandartes de hierro.
– Es la favorita del emperador Hsien Feng. A su majestad no le interesan demasiado las clásicas. Cree que son un aburrimiento. Prefiere las que contienen buenas dosis de artes marciales y habilidades acrobáticas.
– ¿Y a la gran emperatriz le gusta lo mismo?
– ¡Oh, no! La gran emperatriz prefiere las voces estilizadas y los actores estrella. Ella misma recibe lecciones de ópera y se considera una experta. Hay una posibilidad de que el emperador Hsien Feng desee complacer a su madre. He oído que Nuharoo ha infundido en él pensamientos de piedad. Su majestad podría ordenar a la compañía que representase la favorita de la gran emperatriz, Diez mil años de felicidad.
La mención de Nuharoo junto con el emperador Hsien Feng por parte de An-te-hai despertó mis celos. No quería ser débil de corazón, pero no podía evitar mis sentimientos. Me pregunté cómo sobrellevaban las demás concubinas la envidia. ¿Habían compartido ya lecho con Hsien Feng?
– Cuéntame tus sueños, An-te-hai.
Me senté; tuve la súbita idea de que el camino a la salvación era inaccesible y me invadió la desesperación. Me sentía como si me empujaran dentro de una cámara sellada donde me costaba respirar. No era cierto que sería feliz con el estómago lleno. No podía escapar de mí misma, una mujer que sentía que vivía para amar. Ser una esposa imperial me ofrecía todo excepto eso.
El eunuco se postró en el suelo y suplicó que le perdonara.
– Estáis preocupada, mi señora, puedo verlo. ¿He hecho algo mal? Castigadme, pues el enfado arruinará la salud de vuestra majestad.
Me sobrevino la sensación de ser una desvalida y mi frustración se convirtió en tristeza. ¿Adónde iría? «Pero aún quiero intentar plantar tomates en agosto, aunque sea demasiado tarde», cantaba una voz dentro de mi cabeza.
– No has hecho nada malo -tranquilicé a An-te-hai-. Ahora oigamos tus sueños.
Después de convencerse de que no estaba enfadada con él, el eunuco empezó:
– Tengo dos sueños, sí señora, pero la posibilidad de hacerlos realidad es como pescar un pez vivo en agua hirviendo.
– Describe los sueños.
– Mi primer sueño es recuperar mi miembro.
– ¿Miembro?
– Sé exactamente quién posee mi pene y dónde lo guarda.
Mientras hablaba se convirtió en un joven desconocido, con los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas. Había algo extraño en su voz; estaba cargada de esperanza y determinación.
– El hombre que me lo cortó colecciona penes. Los guarda en tarros de conserva y los oculta. Espera que triunfemos para volver a vendernos los penes por una fortuna. Me gustaría ser enterrado entero cuando muera, mi señora. Todos los eunucos lo hacen. Si no consigo que me entierren entero, en la próxima vida seré un tullido.
– ¿De veras crees eso?
– Sí, majestad.
– ¿Y tu otro sueño?
– Mi otro sueño es honrar a mis padres. Quiero demostrarles que he triunfado. Mis padres tienen catorce hijos. Ocho de ellos murieron de hambre. Mi abuela, que me crió, nunca comió una comida entera en su vida. No sé si volveré a verla alguna vez… Está muy enferma y la extraño terriblemente. -An-te-hai hizo un esfuerzo por sonreír mientras intentaba contener las lágrimas-. Lo veis, mi señora, soy una ardilla con la ambición de un dragón.
– Eso es lo que me gusta de ti, An-te-hai. Me gustaría que mi hermano Kuei Hsiang tuviera tu ambición.
– Me halagáis, mi señora.
– Supongo que tú también conoces ya mi sueño.
– Un poco, mi señora. Me atrevo a admitirlo.
– Parece tan inalcanzable como el tuyo, ¿verdad?
– Paciencia y fe, mi señora.
– Pero el emperador Hsien Feng no me ha llamado a su lecho. No puedo más de dolor y vergüenza. -No me atreví a enjugarme las lágrimas que corrían por mis mejillas-. He entrado en la Ciudad Prohibida, pero parece que nunca ha existido mayor distancia entre mi cama y la de su majestad. No sé qué hacer.
– Cada día estáis más delgada, mi señora. Me duele ver que apartáis vuestra comida.
– An-te-hai, dime, ¿en qué me estoy convirtiendo?
– En una peonía en flor, mi señora.
– Lo era, pero ahora me estoy agostando y pronto la primavera se esfumará y la peonía morirá.
– Hay otra manera de verlo, mi señora.
– Muéstramela.
– Bien, para mí vos no sois una flor muerta, sino un camello.
– ¿Un camello?
– ¿Habéis oído el refrán «Un camello muerto es mayor que un caballo»?
– ¿Qué significa?
– Significa que seguís teniendo más oportunidades que la gente humilde.
– Pero lo cierto es que no tengo nada.
– Me tenéis a mí.
Se acercó de rodillas, levantó los ojos y me miró.
– ¿Y qué puedes hacer tú?
– Puedo descubrir qué concubinas han compartido lecho con su majestad y cuál fue su suerte.