38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Alberto salió del baño. Se inclinó para besarla. Su madre le presentó la frente; le llegaba al hombro y Alberto la sintió muy frágil. Sus cabellos eran casi blancos. «Ya no se pinta el pelo, pensó. Parece mucho más vieja.»

— Es él — dijo la madre.

Efectivamente, un segundo después sonó el timbre. «No vayas a abrir», dijo la madre cuando Alberto avanzó hacia la puerta de calle, pero no hizo nada por impedirlo.

— Hola, papá — dijo Alberto.

Era un hombre bajo y macizo, un poco calvo. Vestía impecablemente, de azul, y Alberto, al besarlo en la mejilla, sintió un perfume penetrante. Sonriente, el padre le dio dos palmadas y echó una ojeada a la habitación. La madre, de pie en el pasillo que comunicaba con el baño, había asumido una actitud de resignación: la cabeza inclinada, los párpados semicerrados, las manos unidas sobre la falda, el cuello un poco avanzado como para facilitar la tarea del verdugo.

— Buenos días, Carmela.

— ¿A qué has venido? — susurró la madre, sin cambiar d postura.

Sin el menor embarazo, el hombre cerró la puerta, arrojó a un sillón una cartera de cuero y, siempre sonriente y desenvuelto tomó asiento a la vez que hacía una señal a Alberto para que se sentara a su lado. Alberto–miró a su madre: seguía inmóvil.

— Carmela — dijo el padre alegremente–Ven, hija, vamos a conversar un momento. Podemos hacerlo delante de Alberto, ya es todo un hombrecito.

Alberto sintió satisfacción. Su padre, a diferencia de su madre, parecía más joven, más sano, más fuerte.

En sus ademanes y en su voz, en su expresión, había algo incontenible que pugnaba por exteriorizarse.

¿Sería feliz?

— No tenemos nada que hablar — dijo la madre–Ni una palabra.

— Calma–repuso el padre–Somos gente civilizada. Todo se puede resolver con serenidad.

— ¡Eres un miserable, un perdido! — gritó la madre, súbitamente cambiada: mostraba los puños y su rostro, que había perdido toda docilidad, estaba encarnado; sus ojos relampagueaban- ¡Fuera de aquí! Ésta es mi casa, la pago con mi dinero.

El padre se tapó los oídos, divertido. Alberto miró su reloj. La madre había comenzado a llorar; su cuerpo se estremecía con los suspiros. No se limpiaba las lágrimas, que, al bajar por sus mejillas, revelaban una vellosidad rubia.

— Carmela — dijo el padre-, tranquilízate. No quiero pelear contigo. Un poco de paz. No puedes seguir así, es absurdo. Tienes que salir de esta casucha, tener sirvientas, vivir. No puedes abandonarte. Hazlo por tu hijo.

— ¡Fuera de aquí! — rugió la madre–Ésta es una casa limpia, no tienes derecho a venir a ensuciarla. Vete donde esas perdidas, no queremos saber nada de ti; guárdate tu dinero. Lo que yo tengo me sobra para educar a mi hijo.

— Estás viviendo como una pordiosera — dijo el padre ¿Has perdido la dignidad? ¿Por qué demonios no quieres que te pase una pensión?

— Alberto–gritó la madre, exasperada-. No dejes que me insulte. No le basta haberme humillado ante todo Lima, quiere matarme. ¡Haz algo, hijo!

— Papá, por favor — dijo Alberto, sin entusiasmo–No peleen.

— Cállate — dijo el padre. Adoptó una expresión solemne y superior–Eres muy joven. Algún día comprenderás. La vida no es tan simple.

Alberto tuvo ganas de reír. Una vez había visto a su padre en el centro de Lima, con una mujer rubia, muy hermosa. El padre lo vio también y desvió la mirada. Esa noche había venido al cuarto de Alberto, con una cara idéntica a la que acababa de poner y le había dicho las mismas palabras.

— Vengo a hacerte una propuesta — dijo el padre–Escúchame un segundo.

La mujer parecía otra vez una estatua trágica. Sin embargo, Alberto vio que espiaba a su padre a través de las pestañas con ojos cautelosos.

— Lo que a ti te preocupa — dijo el padre-, son las formas. Yo te comprendo, hay que respetar las convenciones sociales.

— ¡Cínico! — gritó la madre y volvió a agazaparse.

— No me interrumpas, hija. Si quieres, podemos volver a vivir juntos. Tomaremos una buena casa, aquí, en Miraflores, tal vez consigamos de nuevo la de Diego Ferré, o una en San Antonio; en fin, donde tú quieras. Eso sí, exijo absoluta libertad. Quiero disponer de mi vida. — Hablaba sin énfasis, tranquilamente, con esa llama bulliciosa en los ojos que había sorprendido a Alberto–Y evitaremos las escenas. Para algo

somos gente bien nacida.

La madre lloraba ahora a gritos y, entre sollozos, insultaba al padre y lo llamaba «adúltero, corrompido, bolsa de inmundicias». Alberto dijo:

— Perdóname, papá. Tengo que salir a hacer un encargo. ¿Puedo irme?

El padre pareció desconcertarse, pero luego sonrió con amabilidad y asintió.

— Sí, muchacho–dijo–Trataré de convencer a tu madre. Es la mejor solución. Y no te preocupes. Estudia mucho; tienes un gran porvenir por delante. Ya sabes, si das buenos exámenes te mandaré a Estados Unidos el próximo año.

— Del porvenir de mi hijo me encargo yo–clamó la madre. Alberto besó a sus padres y salió, cerrando la puerta tras él, rápidamente.

Teresa lavó los platos; su tía reposaba en el cuarto de al lado. La muchacha sacó una toalla y jabón y en puntas de pie salió ala calle. Contigua a la suya, había una casa angosta, de muros amarillos. Tocó la puerta. Le abrió una chiquilla muy delgada y risueña.

— Hola, Tere.

— Hola, Rosa. ¿Puedo bañarme?

— Pasa.

Atravesaron un corredor oscuro; en las paredes había recortes de revistas y periódicos: artistas de cine y futbolistas.

— ¿Ves éste? — dijo Rosa–Me lo regalaron esta mañana. Es Glenn Ford. ¿Has visto una película de él?

— No, — pero me gustaría.

Al final del pasillo estaba el comedor. Los padres de Rosa comían en silencio. Una de las sillas no tenía espaldar: la ocupaba la mujer. El hombre levantó los ojos del periódico abierto junto al plato y miró a Teresa.

— Teresita — dijo, levantándose.

— Buenos días.

El hombre–en el umbral de la vejez, ventrudo, de piernas zambas y ojos dormidos–sonreía, estiraba una mano hacia la cara de la muchacha en un gesto amistoso. Teresa dio un paso atrás y la mano quedó vacilando en el aire.

— Quisiera bañarme, señora — dijo Teresa- ¿Podría?

— Sí — dijo la mujer, secamente–Es un sol. ¿Tienes?

Teresa alargó la mano; la moneda no brillaba; era un sol descolorido y sin vida, largamente manoseado.

— No te demores — dijo la mujer–Hay poca agua.

El baño era un reducto sombrío de un metro cuadrado.