38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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— Y aunque tuviera–dijo Alberto–Pero no tengo nada, palabra.

— Bueno — dijo ella. Y extendió una mano, la palma hacia arriba. Miraba el cielo y Alberto comprobó que sus ojos eran luminosos.

— Está lloviendo–Casi nada.

— Vamos a tomar el Expreso.

Caminaron hacia la avenida Arequipa. Alberto encendió otro cigarrillo.

— Acabas de apagar uno–dijo Teresa- ¿Fumas mucho?

— No. Sólo los días de salida.

— ¿En el colegio no los dejan fumar?

— Está prohibido. Pero fumamos a escondidas.

A medida que se acercaban a la avenida, las casas eran más grandes y ya no se veían callejones.

Cruzaban grupos de transeúntes. Unos muchachos en mangas de camisa gritaron algo a Teresa. Alberto hizo un movimiento para regresar, pero ella lo contuvo.

— No les hagas caso–dijo–Siempre dicen tonterías.

— No se puede molestar a una chica que está acompañada–dijo Alberto–Es una insolencia.

— Ustedes, los del Leoncio Prado, son muy peleadores.

Él enrojeció de placer. Vallano tenía razón: los cadetes impresionaban a las hembritas, no a las de Miraflores, pero sí a las de Lince. Comenzó a hablar del colegio, de las rivalidades entre los años, de los ejercicios en campaña, de la vicuña y la perra Malpapeada. Teresa lo escuchaba con atención y festejaba sus anécdotas. Ella le contó luego que trabajaba en una oficina del centro y que antes había estudiado taquigrafía y mecanografía en una academia. Subieron al Expreso en el paradero del Colegio Raimondi y bajaron en la plaza de San Martín. Pluto y Tico estaban bajo los portales. Los miraron de arriba abajo.

Tico sonrió a Alberto y le guiñó el ojo.

— ¿No iban al cine?

— Nos dejaron plantados–dijo Pluto.

Se despidieron. Alberto los oyó cuchichear a su espalda. Le pareció que sobre él caían de pronto, como

una lluvia, las miradas malignas de todo el barrio.

— ¿Qué quieres ver? — preguntó.

— No sé–dijo ella–Cualquier cosa.

Alberto compró un diario y leyó con voz afectada los anuncios cinematográficos. Teresa se reía y la gente que pasaba por los portales se volvía a, mirarlos. Decidieron ir al cine 99 100 Metro. Alberto compró dos plateas. «Si Arana supiera para lo que ha servido la plata que me prestó, pensaba. Ya no podré ir donde la Pies Dorados.» Sonrió a Teresa y ella también le sonrió. Todavía era temprano y el cine estaba casi vacío. Alberto se mostraba locuaz, ponía en práctica con esa muchacha que no lo intimidaba, las frases ingeniosas, los desplantes y las bromas que había escuchado tantas veces en el barrio.

— El cine Metro es bonito–dijo ella-. Muy elegante.

— ¿No habías venido nunca?

— No. Conozco pocos cines del centro. Salgo tarde del trabajo, a las seis y media.

— ¿No te gusta el cine?

— Sí, mucho. Voy todos los domingos. Pero a algún cine cerca de mi casa.

La película, en colores, tenía muchos números de baile. El bailarín era también un cómico; confundía los nombres de las personas, se tropezaba, hacía muecas, torcía los Ojos. «Marica a la legua», pensaba Alberto y volvía la cabeza: el rostro de Teresa estaba absorbido por la pantalla; su boca entreabierta y sus ojos obstinados revelaban ansiedad. Más tarde, cuando salieron, ella habló de la película como si Alberto no la hubiera visto. Animada, describía los vestidos de las artistas, las joyas, y al recordar las situaciones cómicas reía limpiamente.

— Tienes buena memoria–dijo él- ¿Cómo puedes acordarte de todos esos detalles?

— Ya te dije que me gustaba mucho el cine. Cuando veo una película, me olvido de todo, me parece estar en otro mundo.

— Sí–dijo él-. Te vi y parecías hipnotizada.

Subieron al Expreso, se sentaron juntos. La plaza San Martín estaba llena de gente que salía de los cines de estreno y caminaba bajo los faroles. Una maraña de automóviles envolvía el cuadrilátero central. Poco antes de llegar al paradero del Colegio Raimondi, Alberto tocó el timbre.

— No es necesario que me acompañes–dijo ella–Puedo ir sola. Ya te he quitado bastante tiempo.

Él protestó e insistió en acompañarla. La calle que avanzaba hacia el corazón de Lince estaba en la penumbra. Pasaban algunas parejas; otras, detenidas en la oscuridad, dejaban de susurrar o de besarse al verlos.

— ¿De veras no tenías nada que hacer? — dijo Teresa.

— Nada, te juro.

— No te creo.

— Es cierto, ¿por qué no me crees?

Ella vacilaba. Al fin, se decidió:

— ¿No tienes enamorada?

— No–dijo él–No tengo.

— Seguro me estás mintiendo. Pero habrás tenido muchas.

— Muchas no–dijo Alberto–Sólo algunas. ¿Y tú has tenido muchos enamorados?

— ¿Yo? Ninguno.

"¿Y si me le declaro ahorita mismo?», pensó Alberto.

— No es verdad–dijo–Debes haber tenido muchísimos.

— ¿No me crees? Te voy a decir una cosa; es la primera vez que un muchacho me invita al cine.

La avenida Arequipa y su columna doble de perpetuos vehículos estaba ya lejos; la calle se estrechaba y la penumbra era más densa. De los árboles resbalaban a la vereda imperceptibles gotitas de agua que las hojas y las ramas habían conservado de la garúa de la tarde.

— Será porque tú no has querido.