38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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Alberto Fernández, quinto año, primera sección.

Al grano — dice el teniente–Al grano.

Creo que estoy enfermo, mi teniente. Quiero decir de la cabeza, no del cuerpo. Todas las noches tengo pesadillas — Alberto ha bajado los párpados, simulando humildad, y habla muy despacio, la mente en blanco, dejando que los labios y la lengua se desenvuelvan solos y vayan armando una telaraña, un laberinto para extraviar al sapo -. Cosas horribles, mi teniente. A veces sueño que mato, que me persiguen unos animales con caras de hombres. Me despierto sudando y temblando. Algo horrible, mi teniente, le juro.

El oficial escruta el rostro del cadete. Alberto descubre que los ojos del sapo han cobrado vida; la desconfianza y la sorpresa asoman en sus pupilas como dos estrellas moribundas. «Podría reír, podría llorar, gritar, podría correr.» El teniente Huarina ha terminado su examen. Bruscamente, da un paso atrás y exclama: — ¡Yo no soy un cura, qué carajo! ¡Váyase a hacer consultas morales a su padre o a su madre!

No quería molestarlo, mi teniente — balbucea Alberto.

Oiga, ¿y este brazalete? — dice el oficial, aproximando el hocico y los ojos dilatados- ¿Está usted de imaginaria?

sí, mi teniente.

— ¿No sabe que el servicio no se abandona nunca, salvo muerto?

— Sí, mi teniente.

— ¡Consultas morales! Es usted un tarado. — Alberto deja de respirar: la mueca ha desaparecido del rostro del teniente Remigio Huarina, su boca se ha abierto, sus ojos se han estirado, en la frente han brotado unos pliegues. Está riéndose. Es usted un tarado, qué carajo. Vaya a hacer su servicio a la cuadra. Y agradezca que no lo consigno.

— Sí, mi teniente.

Alberto saluda, da media vuelta, en una fracción de segundo ve a los soldados de la Prevención inclinados sobre sí mismos en la banca. Escucha a su espalda: «ni que fuéramos curas, qué carajo». Frente a él, hacia la izquierda, se yerguen tres bloques de cemento: quinto año, luego cuarto; al final, tercero, las cuadras de los perros. Más allá languidece el estadio, la cancha de fútbol sumergida bajo la hierba brava, la pista de atletismo cubierta de baches y huecos, las tribunas de madera averiadas por la humedad. Al otro lado del estadio, después de una construcción ruinosa — el galpón de los soldados–hay un muro grisáceo donde acaba el mundo del Colegio Militar Leoncio Prado y comienzan los grandes descampados de La Perla. «Y si Huarina hubiera bajado la cabeza, y si me hubiera visto los botines, y si el Jaguar no tiene el examen de Química, y si lo tiene y no quiere fiarme, y si me planto ante la Pies Dorados y le digo soy del Leoncio Prado y es la primera vez que vengo, te traeré buena suerte, y si vuelvo al barrio y pido veinte soles a uno de mis amigos, y si le dejo mi reloj en prenda, y si no consigo el examen de Química, y si no tengo cordones en la revista de prendas de mañana estoy jodido, sí señor.» Alberto avanza despacio, arrastrando un poco los pies; a cada paso sus botines, sin cordones desde hace una semana, amenazan salirse. Ha recorrido la mitad de la distancia que separa el quinto año de la estatua del héroe. Hace dos años, la distribución de las cuadras era distinta; los cadetes de quinto ocupaban las cuadras vecinas al estadio y los perros las más próximas a la Prevención; cuarto estuvo siempre en el centro, entre sus enemigos. Al cambiar el colegio de director, el nuevo coronel decidió la distribución actual. Y explicó en un discurso: «Eso de dormir cerca de] prócer epónimo habrá que ganárselo. En adelante, los cadetes de tercero ocuparán las cuadras M fondo. Y luego, con los años se irán acercando a la estatua de Leoncio Prado. Y espero que cuando salgan M colegio se parezcan un poco a él, que peleó por la libertad de un país que ni siquiera era el Perú. En el Ejército, cadetes, hay que respetar los símbolos, qué caray». «Y si le robo los cordones a Arróspide, habría que ser desgraciado para fregar a un miraflorino habiendo en la sección tantos serranos que se pasan el año encerrados como si tuvieran miedo a la calle, y a lo mejor tienen, busquemos otro. Y si le robo a alguno M Círculo, a Rulos o al bruto del Boa, pero y el examen, no sea que me jalen en Química otra vez. Y si al Esclavo, qué gracia, eso le dije a Vallano y es verdad, te creerías muy valiente si le pegaras a un muerto, salvo que estés desesperado. En los ojos se le vio que es un cobarde como todos los negros, qué ojos, qué pánico, qué saltos, lo mato al que me ha robado m¡ pijama, lo ¡nato al que, ahí viene el teniente, ahí vienen los suboficiales, devuélvanme mi pijama que esta semana tengo que salir y no digo desafiarlo, no digo mentarle la madre, no (ligo insultarlo, al menos decirle qué te pasa o algo, Pero dejarse arrancar el pijama de las manos en plena revista, sin chistar, eso no. El Esclavo necesita que le saquen el miedo a golpes, le robaré los cordones a Vallano.»

Ha llegado al pasadizo que desemboca en el patio de quinto. En la noche húmeda, conmovida por el murmullo del lilar, Alberto adivina detrás del cemento, las atestadas tinieblas de las cuadras, los cuerpos encogidos en las literas. «Debe estar en la cuadra, debe estar en un baño, debe estar en la hierba, debe estar muerto, dónde te has metido, Jaguarcito.» El patio desierto, vagamente iluminado por los faroles de la pista, parece una placita de aldea. No hay ningún imaginaria a la vista. «Debe haber una timba, si tuviera un cobre, un solo puto cobre, podría ganar los veinte soles, quizá más. Debe estar jugando y espero que me fíe, te ofrezco cartas y novelitas, de veras que en los tres años nunca me ha encargado nada, fuera caray, ya veo que me jalan en Química. — Recorre toda la galería sin encontrar a nadie. Entra a las cuadras de la primera y la segunda sección, los baños están vacíos, uno de ellos apesta. Inspecciona los baños de otras cuadras, atravesando ruidosamente los dormitorios, a propósito, pero en ninguno se altera la respiración sosegada o febril de los cadetes. En la quinta sección, poco antes de llegar a la puerta del baño, se detiene. Alguien desvaría: distingue apenas, entre un río de palabras confusas, un nombre de mujer. «Lidia. ¿Lidia? Parece que se llamaba Lidia la muchacha ésa del arequipeño ése que me enseñaba las cartas y las fotos que recibía, y me contaba sus penas, escríbele bonito que la quiero mucho, yo no soy un cura, qué carajo, usted es un tarado. ¿Lidia?» En la séptima sección, junto a los urinarios, hay un círculo de bultos: encogidos bajo los sacones verdes, todos parecen jorobados. Ocho fusiles están tirados en el suelo y otro apoyado en la pared. La puerta del baño está abierta y Alberto los distingue a lo lejos, desde el umbral de la cuadra. Avanza, lo intercepta una sombra. — ¿Qué hay? ¿Quién es?

— El coronel. ¿Tienen permiso para timbear? El servicio no se abandona nunca, salvo muerto.

Alberto entra al baño. Lo miran una docena de rostros fatigados; el humo cubre el recinto como un toldo sobre las cabezas de los imaginarias. Ningún conocido: caras idénticas, oscuras, toscas. — ¿Han visto al Jaguar?

No ha venido. — ¿Qué juegan?

Póquer. ¿Entras? Primero tienes que hacer de campana — un cuarto de hora.

No juego con serranos — dice Alberto, a la vez que se lleva las manos al sexo y apunta hacia los jugadores–Sólo me los tiro.

Lárgate, poeta — dice uno–Y no friegues.

Pasaré un parte al capitán — dice Alberto, dando media vuelta -. Los serranos se juegan los piojos al póquer durante el servicio.

Escucha que lo insultan. Está de nuevo en el patio. Vacila unos instantes, luego se encamina hacia el descampado. «Y si estuviera durmiendo en la hierbita, y si se estuviera robando el examen, durante mi turno, mal parido, y si hubiera tirado contra, y si.» Cruza el descampado hasta llegar al muro Posterior del colegio. Las contras se tiraban por allí, pues al otro lado el terreno es plano y no hay peligro de quebrarse una pierna al saltar. En una época, todas las noches se veían sombras que franqueaban el muro por ese punto y volvían al amanecer. Pero el nuevo director hizo expulsar a cuatro cadetes de cuarto, sorprendidos al salir y desde entonces una pareja de soldados ronda por el exterior toda la noche. Las contras han disminuido y ya no se practican por allí. Alberto gira sobre sí mismo; al fondo está el patio de quinto, vacío y borroso'. En el descampado intermedio distingue una llamita azul. Va hacia ella.

— ¿Jaguar?

No hay respuesta. Alberto saca su linterna — los imaginarias, además del fusil, llevan una linterna y un brazalete morado–y la enciende. Atravesado en la columna de luz, surge un rostro lánguido, una piel suave y lampiña, unos ojos entrecerrados que miran con timidez. — ¿Qué haces aquí, tú?

El Esclavo levanta una mano para protegerse de la luz. Alberto apaga la linterna.

— Estoy de imaginaria.

Alberto ¿ríe? El ruido vibra en la oscuridad como un acceso de eructos, cesa Linos instantes, luego brota de nuevo el chorro de desprecio puro, porfiado y sin alegría.

Estás reemplazando al Jaguar — dice Alberto -. Me das pena.

Y tú imitas la risa del Jaguar — dice el Esclavo, suavemente -; eso debería darte más pena.

Yo sólo imito a tu madre — dice Alberto. Se libera del fusil, lo coloca sobre la hierba, sube las solapas de su sacón, se frota las manos y se sienta junto al Esclavo -. ¿Tienes un cigarrillo?

Una mano sudada roza la suya y se aparta en el acto, dejando en su poder un cigarrillo blando, sin tabaco en las puntas. Alberto prende un fósforo. «Cuidado, susurra el Esclavo. Puede verte la ronda.» «Mierda, dice Alberto. Me quemé.» Ante ellos se alarga la pista de desfile, luminosa como una gran avenida en el corazón de una ciudad disimulada por la niebla. — ¿Cómo haces para que te duren los cigarrillos? — dice Alberto–A mí se me acaban los miércoles, a lo más.

— Fumo poco.

— ¿Por qué eres tan rosquete? — dice Alberto -. ¿No te da vergüenza hacerle su turno al Jaguar?

Yo hago lo que quiero — responde el Esclavo- ¿A ti te importa?

Te trata como a un esclavo — dice Alberto–Todos te tratan como a un esclavo, qué caray. ¿Por qué tienes tanto miedo?

— A ti no te tengo miedo.

Alberto ríe. Su risa se corta bruscamente.

Es verdad–dice–Me estoy riendo como el Jaguar. ¿Por qué lo imitan todos?

Yo no lo imito — dice el Esclavo.

Tú eres como su perro — dice Alberto -. A ti te ha fregado.

Alberto arroja la colilla. La brasa agoniza unos instantes entre sus pies, sobre la hierba, luego desaparece. El patio de quinto sigue desierto.

Sí — dice Alberto -. Te ha fregado. — Abre la boca, la cierra. Se lleva una mano a la punta de la lengua, coge con dos dedos una hebra de tabaco, la parte con las uñas, se pone en los labios los dos cuerpos minúsculos y escupe. — ¿Tú no has peleado nunca, no?

Sólo una vez — dice el Esclavo. — ¿Aquí?

No. Antes.

Es por eso que estás fregado — dice Alberto–Todo el mundo sabe que tienes miedo. Hay que trompearse de vez en cuando para hacerse respetar. Si no, estarás reventado en la vida.

Yo no voy a ser militar.

Yo tampoco. Pero aquí eres militar aunque no quieras. Y lo que importa en el Ejército es ser bien macho, tener unos huevos de acero, ¿comprendes? 0 comes o te comen, no hay más remedio. A mí no me gusta que me coman.

No me gusta pelear — dice el Esclavo–Mejor dicho, no Eso no se aprende — dice Alberto–Es una cuestión de estómago.

El teniente Gamboa dijo eso una vez.

Es la pura verdad, ¿no? Yo no quiero ser militar pero aquí uno se hace más hombre. Aprende a defenderse y a conocer la vida.

Pero tú no peleas mucho — dice el Esclavo–Y sin embargo no te friegan.