38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

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— Se pasó más de una hora rajando de ti.

— Mentira, hermanito — dijo Vallano- ¿Crees que hablo de la gente por la espalda?

Hubo nuevas risas.

— Se están burlando de ti–agregó Vallano- ¿No te das cuenta? — Levantó la voz -. Me vuelves a hacer una broma así, poeta, y te machuco. Te advierto. Por poco me haces tener un lío con el muchacho.

— Uy — dijo Alberto- ¿Has oído, Boa? Te ha dicho muchacho.

— ¿Quieres algo conmigo, negro? — dijo la voz ronca.

— Nada, hermanito–repuso Vallano–Tú eres mi amigo.

— Entonces no digas muchacho.

— Poeta, te juro que te voy a quebrar.

— Negro que ladra no muerde — dijo el Jaguar.

El Esclavo pensó: «en el fondo, todos ellos son amigos. Se insultan y se pelean de la boca para afuera, pero en el fondo se divierten juntos. Sólo a mi me miran como a un extraño».

«Tenía las piernas gordas, blancas y sin pelos. Eran ricas y daba ganas de morderlas.» Alberto se quedó mirando la frase, tratando de calcular sus posibilidades eróticas, y la encontró bien. El sol atravesaba los vidrios manchados de la glorieta y caía sobre él, que estaba echado en el suelo, la cara apoyada en una de sus manos y en la otra un lapicero suspendido a unos centímetros de la hoja de papel a medio llenar. En el suelo cubierto de polvo, colillas, fósforos carbonizados, había otras hojas, algunas escritas. La glorieta había sido construida junto con el colegio, en el pequeño jardín que contenía a la piscina, eternamente desaguada y cubierta de musgo, sobre la que planeaban nubes de zancudos. Nadie, seguramente ni el mismo coronel, conocía la finalidad de la glorieta, sostenida a dos metros de tierra por cuatro columnas de cemento y a la que se llegaba por una angosta escalera sinuosa. Probablemente ningún oficial ni cadete había entrado a la glorieta antes de que el Jaguar consiguiera abrir su puerta clausurada con una ganzúa especial, en cuya fabricación intervino casi toda la sección. Ésta había encontrado una función para la solitaria glorieta: servir de escondrijo a aquellos que en vez de ir a clase querían dormir una siesta. «El aposento temblaba como si hubiera un terremoto; la mujer gemía, se jalaba los pelos, decía 'basta, basta', pero el hombre no la soltaba; con su mano nerviosa seguía explorándole el cuerpo, rasguñándola, penetrándola. Cuando la mujer quedó muda, como muerta, el hombre se echó a reír y su risa parecía el canto de un animal.» Colocó el lapicero en su boca y releyó toda la hoja. Todavía agregó una última frase: «La mujer pensó que los mordiscos del final habían sido lo mejor de todo y se alegró al recordar que el hombre volvería al día siguiente.» Alberto echó una ojeada a las hojas cubiertas de palabras azules; en menos de dos horas, había escrito cuatro novelitas. Estaba bien. Todavía quedaban unos minutos antes de que sonara el silbato anunciando el final de las clases. Giró sobre sí mismo, apoyó la cabeza en el suelo, permaneció estirado, con el cuerpo blando, laxo; el sol tocaba ahora su cara pero no lo obligaba a cerrar los ojos: era débil.

Había salido a la hora de almuerzo. De pronto el comedor se iluminó y el murmullo vertiginoso murió de golpe; mil quinientas cabezas se volvieron hacia el descampado: en efecto, la hierba parecía dorada y los edificios contiguos proyectaban sombra. Era la primera vez que salía el sol en octubre desde que Alberto estaba en el colegio. De inmediato pensó: «me iré a la glorieta a escribir». En la formación, susurró al Esclavo: «si pasan lista, contestas por mí–y, al llegar a las aulas, en un descuido del oficial, se metió en un baño. Cuando los cadetes entraron a las aulas, se deslizó rápidamente hasta la glorieta. Había escrito sin interrupción, novelitas de cuatro páginas; sólo en la última comenzó a sentir que la modorra invadía su cuerpo y surgió la tentación de soltar el lapicero y pensar en cosas vagas. Se le habían acabado los cigarrillos hacía días y trató de fumar las colillas retorcidas que encontró en la glorieta, pero apenas daba dos chupadas, el tabaco endurecido por el tiempo y el polvo que tragaba lo hacían toser.

«Repite Vallano, repite eso último, repite negro y mi pobre madre abandonada pensando en su hijo rodeado de tanto cholo, pero en esa época todavía no se hubiera asustado siquiera, si hubiera estado ahí en medio, escuchando Los placeres de Eleodora, repite Vallano, ya terminó el bautizo, ya salimos a la calle, ya volvimos, tú fuiste el más cunda, te trajiste a Eleodora en la maleta, yo sólo traje paquetes de comida, si hubiera sabido.» Los muchachos están sentados en las camas o en los roperos, absortos, pendientes de los labios de Vallano que lee con voz cálida. A ratos se detiene y, sin levantar los Ojos del libro, espera: de inmediato surgen la algarabía, el fragor de las protestas. «Repite, Vallano, ya se me está ocurriendo una buena cosa para pasar el tiempo y ganarme unos centavos y mi madre rogando a Dios y a los santos, sábado y domingo, nos arrastrará a todos por la senda del mal, mi padre está embrujado por las Eleodoras» Después de leer tres o cuatro veces el libro enano de páginas amarillentas, Vallano lo guarda en el bolsillo de su sacón y echa una mirada vanidosa a sus compañeros que lo observan con envidia. Uno se atreve a decir: «préstamelo». Cinco, diez, quince lo asedian gritando: «préstamelo, negrito, hermano». Vallano sonríe, abre la bocaza descomunal, sus ojos bulliciosos danzan, exultan, su nariz palpita, ha adoptado una actitud triunfal, toda la cuadra lo rodea, lo solicita, lo adula. Él los insulta: «pajeros, asquerosos, a ver por qué no leen la Biblia o el Quijote». Lo festejan, lo palmean, le dicen: «ah, negrito, cómo eres de vivo, Uy, cómo eres». De pronto, Vallano descubre las posibilidades que encierra ese cuento. Dice: «lo alquilo». Entonces lo empujan y lo amenazan, uno lo escupe, otro le grita: «interesado, sarnoso». Él se ríe a carcajadas, se echa en la cama, saca del bolsillo Los placeres de Eleodora, se lo planta ante los ojos que hierven de malicia, simula leer moviendo los labios como dos ventosas lascivas. «Cinco cigarros, diez cigarros, negrito Vallanito, préstame a Ele–o–do–ri–ta–pa–ra–hacer — me–la–pa–ji–ta, yo sabía mamacita que el primero sería el Boa por la manera como rascaba a la Malpapeada mientras el negro leía, aúlla y aguanta quieta, ya se me ocurrió pero qué buena idea para pasar el tiempo y ganarme unos cobres y tenía montones de ¡deas, sólo que me faltaba la ocasión.» Alberto ve venir al suboficial, directamente hacia la fila y con el rabillo del ojo comprueba que el Rulos sigue embebido en la lectura: tiene el libro pegado al sacón del cadete que está delante; sin duda, debe hacer grandes esfuerzos para leer pues las letras son minúsculas. Alberto no puede advertirle que se aproxima el suboficial: éste no le quita los ojos de encima y avanza cautelosamente, como un felino hacia su presa; imposible mover el pie o el codo. El suboficial se agazapa y salta: cae sobre el Rulos que emite un chillido, y le arrebata Los placeres de Eleodora. «Pero no debió quemarlo y pisotearlo, no debió dejar la casa para correr tras de las putas, no debió abandonar a mi madre, no debimos dejar la gran casa con jardines de Diego Ferré, no debí conocer el barrio ni a Helena, no debió consignar al Rulos dos semanas, no debí comenzar nunca a escribir novelitas, no debí salir de Miraflores, no debí conocer a Teresa ni amarla. Vallano ríe, pero no puede disimular su desaliento, su nostalgia, su amargura. A ratos se pone serio y dice: 'caracho, estaba enamorado de Eleodora. Rulos, por tu culpa he perdido a mi hembra querida'. Los cadetes cantan 'ay, ay, ay' y se menean como rumberas, pellizcan a Vallano en los cachetes y en las nalgas, el Jaguar se lanza como un endemoniado sobre el Esclavo, lo alza en peso, todos se callan y miran, y lo lanza contra Vallano. Le dice te regalo a esta puta'. El Esclavo se incorpora, se arregla la ropa y se aleja. Boa lo atrapa por la espalda, lo levanta y el esfuerzo le congestiona el rostro y el cuello que se hincha; sólo lo tiene en el aire unos segundos y lo deja caer como un fardo. El Esclavo se retira, despacio, cojeando. 'Maldita sea–dice Vallano–Les juro que estoy muerto de pena.' 'Y entonces yo dije por media cajetilla de cigarrillos te escribo una historia mejor que «Los Placeres de Eleodora» y esa mañana yo supe lo que había pasado, la transmisión del pensamiento o la mano de Dios, supe y le dije, qué pasa con mi papá mamita y Vallano dijo ¿de veras ?, toma papel y lápiz y que te inspiren los ángeles, y entonces ella dijo, hijito, valor, una gran desgracia ha caído sobre nosotros, se ha perdido, nos ha abandonado y entonces comencé a escribir, sentado en un ropero, rodeado por toda la sección, como cuando el negro leía.» Alberto escribe una frase con letra nerviosa: media docena de cabezas tratan de leer sobre sus hombros. Se detiene, alza el lápiz y la cabeza y lee: lo celebran, algunos hacen sugerencias que él desdeña. Á medida que avanza es más audaz: las palabras vulgares ceden el paso a grandes alegorías eróticas, pero los hechos son escasos y cíclicos: las caricias preliminares, el amor habitual, el anal, el bucal, el manual, éxtasis, convulsiones, batallas sin cuartel entre erizados órganos y, nuevamente, las caricias preliminares, etc. Cuando termina la redacción–diez páginas de cuaderno, por ambas caras–Alberto, súbitamente inspirado, anuncia el título: Los vicios de la carne y lee su obra, con voz entusiasta. La cuadra lo escucha respetuosamente; por instantes hay brotes de humor. Luego lo aplauden y lo abrazan. Alguien dice: «Fernández, eres un poeta». «Sí, dicen otros. Un poeta. — «Y ese mismo día se me acercó el Boa, con cara misteriosa, mientras nos lavábamos y me dijo hazme otra novelita como ésa y te la compro, buen muchacho, gran pajero, fuiste mi primer cliente y siempre me acordaré de ti, protestaste cuando dije cincuenta centavos por hoja, sin puntos aparte, pero aceptaste tu destino y nos cambiamos de casa y entonces fue de verdad que me aparté del barrio y los amigos y del verdadero Miraflores y comencé mi carrera de novelista, buena plata he ganado a pesar de los estafadores.»

Es un domingo de mediados de junio; Alberto, sentado en la hierba, mira a los cadetes que pasean por la pista de desfile rodeados de familiares. Unos metros más allá hay un muchacho, también de tercero, pero de otra sección. Tiene en sus manos una carta, que lee y relee, con rostro preocupado. “¿Cuartelero?», pregunta Alberto. El muchacho asiente y muestra su brazalete color púrpura, con una letra C bordada. «Es peor que estar consignado», afirma Alberto. «Sí», dice el otro. «Y más tarde fuimos caminando a la sexta sección y nos echamos y fumamos cigarrillos Inca y me dijo soy iqueño y mi padre me mandó al Colegio Militar porque estaba enamorado de una muchacha de mala familia y me mostró su foto y me dijo apenas salga del colegio me caso con ella y ese mismo día dejó de pintarse y ponerse joyas y de ver a sus amigas y de jugar canasta y cada sábado que salía yo pensaba ha envejecido más.» -¿Ya no te gusta? — dice Alberto- ¿Por qué pones esa cara cuando hablas de ella? El muchacho baja la voz y responde, como a sí mismo: — No sé escribirle. — ¿Por qué? — pregunta Alberto.

— ¿Cómo por qué? Porque no. Ella es muy inteligente. Me escribe cartas muy lindas. — Escribir una carta es muy fácil — dice Alberto-. Lo más fácil del mundo. — No. Es fácil saber lo que quieres decir, pero no decirlo. — Bah — dice Alberto–Puedo escribir diez cartas de amor en una hora. — ¿De veras? — pregunta el muchacho, mirándolo fijamente.

«Y le escribí una y otra y la chica me contestaba y el cuartelero me convidaba cigarros y colas en 'La Perlita' y un día me trajo a un zambito de la octava y me dijo ¿ puedes escribirle una carta a la hembrita que éste tiene en Iquitos? y yo le dije ¿ quieres que vaya a verlo y le hable? y ella me dijo no hay nada que hacer sino rezar a Dios y comenzó a ir a misa y a novenas y a darme consejos Alberto tienes que ser piadoso y querer mucho a Dios para que cuando seas grande las tentaciones no te pierdan como a tu padre y yo le dije Okey pero me pagas.»

Alberto pensó: «ya hace más de dos años. Cómo pasa el tiempo». Cerró los ojos: evocó el rostro de Teresa y su cuerpo se llenó de ansiedad. Era la primera vez que resistía la consigna sin angustia. Ni siquiera las dos cartas que había recibido de la muchacha lo incitaban a desear la salida. Pensó: «me escribe en papel barato y tiene mala letra. He leído cartas más bonitas que las de ella». Las había leído varias veces, siempre a ocultas. (Las guardaba en el forro del quepí, como los cigarrillos que traía al colegio los domingos.) La primera semana, al recibir una carta de Teresa, se dispuso a responderle de inmediato, pero después de escribir la fecha, sintió disgusto, turbación y no supo qué decir. Todo el lenguaje parecía falso e inútil. Destruyó varios borradores y al fin se decidió a contestarle apenas unas líneas objetivas: «estamos consignados por un lío. No sé cuando saldré. Tuve una gran alegría al recibir tu carta. Siempre pienso en ti y lo primero que haré, al salir, será ir a verte». El Esclavo lo perseguía, le ofrecía cigarrillos, fruta, sandwichs, le hacía confidencias; en el comedor, en la fila y en el cine se las arreglaba para estar a su lado. Recordó su cara pálida, su expresión obsecuente, su sonrisa beatífica y lo odió. Cada vez que veía aproximarse al Esclavo, sentía malestar. La conversación de un modo u otro recaía en Teresa y Alberto debía disimular, adoptando un papel cínico; otras veces se mostraba amistoso y daba al Esclavo consejos sibilinos: «no vale la pena que te declares por carta. Esas cosas se hacen de frente, para ver las reacciones. En la primera salida, vas a su casa y le caes» La cara lánguida escuchaba seriamente, asentía sin rebelarse. Alberto pensó -~ «se lo diré el primer día que salgamos, apenas crucemos la puerta del colegio. Ya tiene una cara bastante estúpida para amargarle más la vida. Le diré: lo siento mucho, pero esa chica me gusta y si la vas a ver te parto la cara. Hay más mujeres en el mundo. Y después iré a verla y la llevaré al Parque Necochea» (que está al final del Malecón Reserva, sobre los acantilados verticales y ocres que el mar de Miraflores combate ruidosamente; desde el borde se contempla, en invierno, a través de la neblina, un escenario de fantasmas: la playa de piedras, solitaria y profunda). Pensó: «me sentaré en el último banco, junto a la baranda de troncos blancos». El sol había entibiado su cara y su cuerpo; no quería abrir los ojos para evitar que la imagen se fuera.

Cuando despertó, el sol había desaparecido; estaba en medio de una luz parda. Se movió en el sitio y le dolieron los huesos de la espalda; sentía la cabeza pesada: era incómodo dormir sobre madera. Tenía el cerebro adormecido, no atinaba a ponerse de pie, pestañeó varias veces, sintió ganas de fumar. Luego se incorporó con torpeza y espió. El jardín estaba vacío y los bloques de cemento de las aulas parecían desiertos. ¿Qué hora sería? El silbato para ir al comedor era a las siete y media. Inspeccionó cuidadosamente los alrededores. El colegio estaba muerto. Descendió de la glorieta y cruzó rápidamente el jardín y los edificios sin ver a nadie. Sólo al llegar a la pista de desfile distinguió a un grupo de cadetes que correteaba detrás de la vicuña. Al fondo de la pista, un kilómetro más allá, presentía a los cadetes envueltos en sus sacones verdes, caminando en parejas por el patio, y el gran rumor de las cuadras. Tenía unos deseos enormes de fumar.

En el patio de quinto, se detuvo. En vez de cruzarlo, regresó hacia la Prevención. Era «miércoles, podía haber cartas. Varios cadetes obstruían la puerta. — Paso. El oficial de guardia me ha mandado llamar.

Nadie se movió.

— Haz cola — dijo uno.

— No vengo por cartas–afirmó Alberto-. El oficial me necesita.

— Friégate. Aquí todos hacen cola.

Esperó. Cuando salía un cadete, la cola se agitaba; todos pugnaban por pasar primero. Distraídamente, Alberto leía el orden del Día, colgado en la puerta: «Quinto año. Oficial de guardia: teniente Pedro Pitaluga. Suboficial: Joaquín Morte. Efectivo de año. Disponibles: 360. Internados en la enfermería: S.

Disposición especial: se suspende la consigna a los imaginarias del 13 de septiembre. Firmado, el capitán de año». Volvió a leer la última parte, dos, tres veces. Dijo una lisura en voz alta y, desde el fondo de la Prevención, la voz del suboficial Pezoa protestó:

— ¿Quién anda diciendo mierda por ahí?

Alberto corría hacia la cuadra. Su corazón desbordaba de impaciencia. Encontró a Arróspide en la puerta.

— Han suspendido la consigna — gritó Alberto–El capitán se ha vuelto loco.

— No — dijo Arróspide- ¿Acaso no sabes? Alguien ha pegado un chivatazo. Cava está en el calabozo.

— ¿Qué? — dijo Alberto- ¿Lo han denunciado? ¿Quién?

— Oh — dijo Arróspide–Eso se sabe siempre.

Alberto entró en la cuadra. Como en las grandes ocasiones, el recinto había cambiado de atmósfera. El ruido de los botines parecía insólito en la cuadra silenciosa. Muchos ojos lo seguían desde las literas. Fue hasta su cama. Buscó con la mirada: ni el Jaguar, ni el Rulos ni el Boa estaban presentes. En la litera de al lado, Vallano hojeaba unas copias.

— ¿Ya se sabe quién ha sido? — le preguntó Alberto.

— Se sabrá — dijo Vallano–Tiene que saberse antes que expulsen a Cava.

— ¿Dónde están los otros?

Vallano señaló el baño con un movimiento de cabeza.

— ¿Qué hacen?

— Están reunidos. No sé que hacen.

Alberto se levantó y fue hasta la litera del Esclavo. Estaba vacía. Empujó uno de los batientes del baño;

sentía a su espalda los ojos de toda la sección. Estaban en un rincón, acurrucados, el Jaguar al centro. Lo miraban.

— ¿Qué quieres? — dijo el Jaguar.

— Orinar–respondió Alberto-. Supongo que puedo.

— No — dijo el Jaguar-. Fuera.

Alberto volvió a la cuadra y se dirigió hacia la cama del Esclavo.

— ¿Dónde está?

— ¿Quién? — dijo Vallano, sin apartar los ojos de las copias.

— El Esclavo.

— Ha salido.

— ¿Qué cosa?