38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

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— Bueno–repuso Calzada–Creo que no hay problema. Yo me quedo con mi gente de este lado.

— Yo ataco por el Norte — dijo Huarina–Siempre soy el más fregado, tengo que caminar todavía cuatro kilómetros.

— Una hora para llegar a la cumbre no es mucho — dijo Gamboa–Hay que hacerlos trepar rápido.

— Espero que los blancos estén bien marcados — dijo Calzada–El mes pasado el viento los arrancó y estuvimos haciendo puntería contra las nubes.

— No te preocupes — dijo Gamboa-. Ya no son blancos de cartón, sino telas de un metro de diámetro. Los soldados los colocaron ayer. Que no comiencen a disparar antes de doscientos metros.

— Muy bien, general — dijo Calzada- ¿También vas a enseñarnos eso?

— Para qué gastar pólvora en gallinazos — dijo Gamboa–De todas maneras, tu compañía no colocará un solo tiro.

— ¿Hacernos una apuesta, general? — dijo Calzada.

— Cinco libras.

— Soy caja–propuso Huarina.

— De acuerdo — dijo Calzada–Cállense, que ahí está el Piraña.

El capitán se aproximó.

— ¿Qué esperan?

— Estamos listos — dijo Calzada–Lo esperábamos a usted, mi capitán.

— ¿Localizaron sus posiciones?

— Sí, mi capitán.

— ¿Han enviado a ver si está libre el terreno?

— Sí, mi capitán. Al suboficial Pezoa.

— Bien. Igualemos los relojes — dijo el capitán-. Comenzaremos a las nueve. Abran fuego a las nueve y media. Los tiros deben cesar apenas empiece el asalto. ¿Entendido?

— Sí, mi capitán.

— A las diez, todo el mundo en la cumbre; hay sitio para todos. Lleven a sus compañías a los emplazamientos al paso ligero, para que los muchachos entren en calor.

Los oficiales se alejaron. El capitán permaneció en el sitio. Escuchó las voces de mando de los tenientes;

la de Gamboa era la más alta, la más enérgica. Poco después, estaba solo. El batallón se había escindido en tres cuerpos, que se alejaban en direcciones opuestas para rodear el cerro. Los cadetes corrían sin dejar de hablar: el capitán podía distinguir algunas frases sueltas entre el barullo. Los tenientes iban a la cabeza de las secciones y los suboficiales a los flancos. El capitán Garrido se llevó los prismáticos a los ojos. A la mitad del cerro, separados por cuatro o cinco metros, se divisaban los blancos: unas redondelas perfectas. Él también hubiera querido dispararles. Por eso correspondía ahora a los cadetes; para él, la campaña era aburrida, consistía solamente en observar. Abrió un paquete de cigarrillos negros y extrajo uno. Quemó varios fósforos antes de encenderlo, pues había mucho viento. Luego fue a paso vivo tras la primera compañía. Era entretenido ver actuar a Gamboa, que se tomaba la campaña en serio.

Al llegar a las faldas del cerro, Gamboa comprobó que los cadetes estaban realmente fatigados; algunos corrían con la boca abierta y el rostro lívido, y todos tenían los ojos clavados en él; en sus miradas Gamboa veía la angustia con que esperaban la voz de alto. Pero no dio esa orden; miró las circunferencias blancas, las laderas desnudas, ocres, que descendían hasta hundirse en el campo de algodones, y, al otro lado de los blancos, varios metros más arriba, la cresta del cerro, una gran comba maciza, esperándolos. Y siguió corriendo, primero junto al cerro, luego a campo abierto, a toda la velocidad que podía, luchando por no abrir la boca, aunque sentía él también que su corazón y sus pulmones reclamaban una gran bocanada de viento puro; las venas de su garganta se anchaban y su piel, desde los cabellos hasta los pies, se humedecía con un sudor frío. Se volvió todavía una vez, para calcular si se habían alejado ya unos mil metros del objetivo y luego, cerrando los ojos, consiguió apresurar la carrera dando saltos más largos y azotando el aire con los brazos; así llegó hasta los matorrales que alborotaban la tierra salvaje, fuera del sembrío, junto a la acequia indicada en las instrucciones de la campaña como límite del emplazamiento de la primera compañía. Allí se detuvo y sólo entonces abrió la boca y respiró, los brazos extendidos. Antes de dar media vuelta, se limpió el

sudor de la cara, a fin de que los cadetes no supieran que él también estaba agotado. Los primeros en llegar a los matorrales fueron los suboficiales y el brigadier Arróspide. Luego llegaron los demás, en completo desorden: las columnas habían desaparecido, quedaban sólo racimos, grupos dispersos. Poco después, las tres secciones se reagrupaban formando una herradura en torno a Gamboa. Éste escuchaba la respiración animal de los ciento veinte cadetes, que habían apoyado los fusiles en la tierra.

— Vengan los brigadieres — dijo Gamboa. Arróspide y otros dos cadetes abandonaron la fila–Compañía, ¡descanso!

El teniente se alejó unos pasos, seguido de los suboficiales y de los tres brigadieres. Luego, trazando cruces y rayas en la tierra, les explicó detalladamente los diferentes movimientos del asalto.

— ¿Comprendida la disposición de los cuerpos? — dijo Gamboa y sus cinco oyentes asintieron–Bien. Los grupos de combate comenzarán a desplegarse en abanico desde que se dé la orden de marcha;

desplegarse quiere decir no ir como carneros, sino separados, aunque en una misma línea.

¿Comprendido? Bien. A nuestra compañía le corresponde atacar el frente Sur, ése que tenemos delante.

¿Visto?

Los suboficiales y brigadieres miraron el cerro y dijeron: «visto».

— ¿Y qué instrucciones hay para la progresión, mí teniente? — murmuró Morte. Los brigadieres se volvieron a mirarlo y el suboficial se ruborizó.

— A eso voy — dijo Gamboa–Saltos de diez en diez metros. Una progresión intermitente. Los cadetes recorren esa distancia a toda carrera y se arrojan, al que entierre el fusil le parto el culo a patadas.

Cuando todos los hombres de la vanguardia están tendidos, toco silbato y la segunda línea dispara. Un solo tiro. ¿Entendido? Los tiradores saltan y progresan diez metros, se arrojan. La tercera línea dispara y progresa. Luego comenzamos desde el principio. Todos los movimientos se hacen a mis órdenes. Así llegaremos a cien metros del objetivo. Allí los grupos pueden cerrarse un poco para no invadir el terreno donde operan las otras compañías. El asalto final lo dan las tres secciones a la vez, porque el cerro ya está casi limpio y quedan apenas unos cuantos focos enemigos.

— ¿Qué tiempo hay para ocupar el objetivo? — preguntó Morte.

— Una hora — dijo Gamboa–Pero eso es asunto mío. Los suboficiales y brigadieres deben preocuparse de que los hombres no se abran ni se peguen demasiado, de que nadie se quede atrás y deben estar siempre en contacto conmigo, por si los necesito.

— ¿Vamos adelante o en la retaguardia, mi teniente? — preguntó Arróspide.

— Ustedes con la primera línea, los suboficiales atrás. ¿Alguna pregunta? Bueno, vayan a explicar la operación a los jefes de grupo. Comenzamos dentro de quince minutos.

Los suboficiales y brigadieres se alejaron al paso ligero. Gamboa vio venir al capitán Garrido y se iba a incorporar, pero el Piraña le indicó con la mano que permaneciera como estaba, en cuclillas. Ambos quedaron mirando a las secciones que se desmenuzaban en grupos de doce hombres. Los cadetes se apretujaban los cinturones, anudaban los cordones de sus botines, se encasquetaban las cristinas, limpiaban el polvo de los fusiles, comprobaban la soltura de la corredera.

— Esto sí les gusta — dijo el capitán–Ah, pendejos. Mírelos, parece que fueran a un baile.

— Sí — dijo Gamboa–Se creen en la guerra.

— Si algún día tuvieran que pelear de veras — dijo el capitán», éstos serían desertores o cobardes. Pero, por suerte para ellos, acá los militares sólo disparamos en las maniobras. No creo que el Perú tenga nunca una verdadera guerra.

— Pero, mi capitán–repuso Gamboa–Estamos rodeados de enemigos. Usted sabe que el Ecuador y Colombia esperan el momento oportuno para quitarnos un pedazo de selva. A Chile todavía no le hemos cobrado lo de Arica y Tarapacá.

— Puro cuento — dijo el capitán, con un gesto escéptico. Ahora todo lo arreglan los grandes. El 41 yo estuve en la campaña contra el Ecuador. Hubiéramos llegado hasta Quito. Pero se metieron los grandes y encontraron una solución diplomática, qué tales riñones. Los civiles terminan resolviendo todo. En el Perú, uno es militar por las puras huevas del diablo.

— Antes era distinto — dijo Gamboa.

El suboficial Pezoa y los seis cadetes que lo acompañaron, regresaron corriendo. El capitán lo llamó.

— ¿Dio la vuelta a todo el cerro?

— Sí, mi capitán. Completamente despejado.

— Van a ser las nueve, mi capitán — dijo Gamboa–Voy a comenzar.