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— ¿Cómo soy? — responde ella, con sequedad.
— No sé, a ratos parece que te molestara estar conmigo. Y–Yo estoy cada vez más enamorado de ti. Por eso me desespera no verte.
— Yo te lo advertí. No me eches la culpa.
— He estado tras de ti más de dos años. Y cada vez que me largabas, pensaba: «pero algún día me hará caso y entonces me olvidaré de los malos ratos que estoy pasando». Pero ha resultado peor. Antes, al menos te veía seguido.
— ¿Sabes una cosa? No me gusta que me hables así.
— ¿Que te hable cómo?
— Que me digas eso. Hay que ser un poco orgulloso. No me ruegues.
— Si no te estoy rogando. Te digo la verdad. ¿Acaso no eres mi enamorada? ¿Para qué quieres que sea orgulloso?
— No lo digo por mí, sino por ti. No te conviene.
— Yo soy como soy.
— Bueno, allá tú.
Él vuelve a apretarle la mano y trata de encontrar sus ojos, pero esta vez ella rehuye la mirada. Está mucho más seria y grave.
— No peleemos–dice Alberto-. Estamos tan poco juntos.
— Tengo que hablar contigo–dice ella, bruscamente.
— Sí. ¿Qué cosa?
— He estado pensando.
— ¿Pensando en qué, Helena?
— En que mejor sería que quedáramos como amigos.
— ¿Como amigos? ¿Quieres pelear conmigo? ¿Por lo que te he dicho? No seas sonsa. No me hagas caso.
— No, no era por eso. Lo pensé desde antes. Creo que mejor estábamos como antes. Somos muy distintos.
— Pero a mí eso no me importa. Yo estoy enamorado de ti, seas como seas.
— Pero yo no. Lo he pensado mejor y no estoy enamorada de ti.
— Ah–dice Alberto–Ah, bueno.
Siguen en la rueda, avanzando lentamente; han olvidado que están de la mano. Recorren todavía unos veinte metros, mudos y sin mirarse, A la altura de la pileta, ella abre apenas los dedos, sin ninguna violencia, como sugiriendo algo, y él comprende y la suelta. Pero no se detienen. Así, uno junto al otro y siempre callados, dan toda una vuelta al Parque, mirando a las parejas que vienen en dirección opuesta, sonriendo a los conocidos. Cuando llegan a la avenida Larco, se detienen. Se miran.
— ¿Lo has pensado bien? — dice Alberto.
— Sí–responde ella-. Creo que sí.
— Bueno. En ese caso no hay nada que decir.
Ella asiente y sonríe un segundo, pero luego adopta nuevamente un rostro de circunstancias. Él le estira la mano. Helena te alcanza la suya y dice, con voz muy amable y aliviada:
— ¿Pero seguiremos como amigos, no?
— Claro–responde él-. Claro que sí.
Alberto se aleja por la avenida, entre el dédalo de coches estacionados con el parachoque tocando el sardinel del Parque. Va hasta Diego Ferré y tuerce. La calle está vacía. Camina por el centro de la pista, a trancos largos. Antes de llegar a Colón escucha pasos precipitados y una voz que lo llama por su nombre. Se vuelve. Es el Bebe.
— Hola–dice Alberto-. ¿Qué haces aquí? ¿Y Matilde?
— Ya se fue. Tenía que volver temprano.
El Bebe se acerca y da–una palmada a Alberto, en el hombro. Luce una cara amistosa, fraternal.
— Lo siento por lo de Helena–le dice-. Pero creo que es mejor. Esa chica no te conviene.
— ¿Cómo sabes? Si acabamos de pelear.
— Yo sabía desde anoche. Todos sabíamos. Pero no te dijimos nada, para no amargarte.
— No te entiendo, Bebe. Háblame claro, por favor.
— ¿No te vas a amargar?
— No hombre, dime de una vez qué pasa.
— Helena se muere por Richard.
— ¿Richard?
— Sí, ese de San Isidro.
— ¿Quién te ha dicho eso?
— Nadie. Pero todos se han dado cuenta. Anoche estuvieron juntos donde Nati.
— ¿Quieres decir en la fiesta de Nati? Mentira, Helena no–Sí fue, eso es lo que no queríamos decirte.
— Me dijo que no iba a ir.
— Por eso te digo que esa chica no te convenía.
— ¿Tú la viste?