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Pero se calló. Lo había dicho sin pensar y ahora dudaba. Febrilmente, trataba de reconstituir en imágenes el descampado de la Perla, la colina rodeada de sembríos, la mañana de aquel sábado, la formación.
— ¿Está seguro? — dijo Gamboa.
— Sí, mi teniente. Estaba detrás de Arana. Estoy seguro.
El capitán Garrido los miraba, sus ojos saltaban de uno a otro, desconfiados, iracundos. Sus manos se habían unido; una estaba cerrada y la otra la envolvía, le daba calor.
— Eso no quiere decir nada–dijo–Absolutamente nada. Quedaron en silencio, los tres. De pronto, el capitán se puso de pie y comenzó a pasear por la habitación con las manos cruzadas a la espalda. Gamboa se había sentado en el lugar que ocupaba antes el capitán y miraba la pared. Parecía reflexionar.
— Cadete Fernández–dijo el capitán. Se había detenido en medio de la habitación y su voz era más suave–Voy a hablarle como a un hombre. Usted es joven e impulsivo. Eso no está mal, incluso puede ser una virtud. La décima parte de lo que acaba de decirme puede costarle la expulsión del colegio. Sería su ruina y un golpe terrible para sus padres. ¿No es así?
— Sí, mi capitán–dijo Alberto. El teniente Gamboa movía uno de sus pies en el aire y miraba el suelo. — La muerte de ese cadete lo ha afectado–prosiguió el capitán–Lo comprendo, era su amigo. Pero aun cuando lo que usted me ha dicho fuera en parte cierto, jamás podría probarse, jamás, porque todo se funda en hipótesis. A lo más, llegaríamos a comprobar ciertas violaciones del reglamento. Habría unas cuantas expulsiones. Usted sería uno de los primeros, como es natural. Estoy dispuesto a olvidar todo, si me promete no volver a hablar una palabra más de esto. — Se llevó rápidamente una mano al rostro y la volvió a bajar, sin tocarse–Sí, es lo mejor. Echar tierra a todas estas fantasías.
El teniente Gamboa seguía con los ojos bajos y balanceaba el pie al mismo ritmo, pero ahora la puntera de su zapato rozaba el suelo.
— ¿Entendido? — dijo el capitán y su rostro insinuó una sonrisa. — No, mi capitán–dijo Alberto. — ¿No me ha comprendido, cadete?
— No puedo prometerle eso–dijo Alberto–A Arana lo mataron.
— Entonces–dijo el capitán, con rudeza-, le ordeno que se calle y no vuelva a hablar estupideces. Y si no me obedece, ya verá quién soy yo. — Perdón, mi capitán–dijo Gamboa. — Estoy hablando, no me interrumpa, Gamboa.
— Lo siento, mi capitán–dijo el teniente, poniéndose de pie. Era más alto que el capitán y éste debió levantar un poco la cabeza para mirarlo a los ojos.
— El cadete Fernández tiene derecho a presentar esta denuncia, mi capitán. No digo que sea cierta. Pero tiene derecho a pedir una investigación. El reglamento es claro. — ¿Va usted a enseñarme el reglamento, Gamboa?
— No, claro que no, mi capitán. Pero si usted no quiere intervenir, yo mismo pasaré el parte al mayor. Es un asunto grave y creo que debe haber una investigación.
Poco después del último examen, vi a Teresa con dos muchachas, por la avenida Sáenz Peña. Llevaban toallas y yo le pregunté, de lejos, a dónde iba. Me contestó: «a la playa». Ese día estuve de mal humor y cuando mi madre me pidió dinero le contesté una grosería. Ella sacó la correa que tenía guardada debajo de su cama. Hacía mucho tiempo que no me pegaba y yo la amenacé: «si me tocas, no vuelvo a darte un centavo». Era sólo una advertencia y nunca creí que hiciera efecto. Me quedé frío al verla bajar la correa que ya tenía levantada, tirarla al suelo y decir una lisura entre dientes. Se metió a la cocina sin decirme nada. Al día siguiente, Teresa volvió a la playa con las dos muchachas y lo mismo los otros días. Una mañana, las seguí… Iban a Chucuito. Llevaban puesta la ropa de baño y se desvistieron en la playa. Había tres o cuatro muchachos que las estaban esperando. Yo sólo miraba al que conversaba con Teresa. Los estuve vigilando toda la mañana, desde la baranda. Después, ellas se pusieron el vestido sobre el traje de baño y volvieron a Bellavista. Yo esperé a los chicos. Dos se fueron al poco rato, pero el que había estado con Teresa y el otro se quedaron hasta cerca de las tres. Iban hacia la Punta. Caminaban por media pista, tirándose las toallas y las ropas de baño. Cuando llegaron a una calle vacía, comencé a arrojarles piedras. Les di a los dos, al amigo de Teresa lo toqué en plena cara. Se agachó, dijo «ay» y en eso le cayó otra piedra en la espalda. Me miraban asombrados y yo corrí hacia ellos, sin darles tiempo a reaccionar. Uno escapó gritando «un loco». El otro se quedó parado y me le fui encima. Ya me había trompeado en el colegio y peleaba muy bien, de chico mi hermano me enseñó a usar los pies y la cabeza. «El que se aloca está muerto, me decía. Pelear a la bruta sólo sirve si eres muy fuerte y puedes arrinconar al enemigo para quebrarle la guardia de una andanada. Si no, perjudica. Los brazos y las piernas se cansan de tanto golpear al aire y uno se aburre, desaparece la cólera y al poco rato estás con ganas de terminar. Entonces, si el otro es cuco y te ha estado midiendo, aprovecha y te carga.» Mi hermano me enseñó a deprimir a los que pelean a la bruta, a agotarlos y a tenerlos a raya con los pies, hasta que se descuidan y le dan chance a uno de cogerles la camisa y clavarles un cabezazo. Mi hermano me enseñó también a manejar la cabeza a la chalaca, no con la frente ni con el cráneo, sino con el hueso que hay donde comienzan los pelos, que es durísimo, y a bajar las manos en el momento de dar el cabezazo para evitar que el otro levante la rodilla y me hunda el estómago. «No hay como el cabezazo, decía mi hermano; basta uno bien puesto para aturdir al enemigo. — Pero esa vez yo me lancé a la bruta contra los dos y los gané. El que había estado con Teresa ni se defendió, cayó al suelo llorando. Su amigo se había parado a unos diez metros y me gritaba: «no le pegues, maricón, no le pegues», pero yo le seguí dando en el suelo. Después corrí hacia el otro, que salió disparado, pero lo alcancé y le puse cabe y se vino abajo. No quería pelear: apenas lo soltaba, corría. Regresé donde el primero que estaba limpiándose la cara. Pensaba hablarle pero apenas lo tuve al frente me enfurecí y le di un puñetazo. Se puso a chillar como un perico. Lo agarré de la camisa y le dije:”si te vuelves a acercar a Teresa te pegaré más fuerte». Le menté la madre y le di una patada y creo que hubiera seguido machucándolo, pero en eso sentí que me agarraban la oreja. Era una mujer, que comenzó a darme coscorrones y a gritar: «salvaje, abusivo» y el otro aprovechó para escaparse. Al fin la mujer me soltó y regresé a Bellavista. Estaba como antes de la pelea, no parecía que me hubiera vengado. Nunca me había sentido así. ‘Otras veces, cuando no veía a Teresa me daba pena o ganas de estar solo, pero ahora tenía cólera y a la vez tristeza. Estaba defraudado, seguro de que cuando supiera, Teresa me odiaría. Fui hasta la Plaza Bellavista pero no entré a mi casa. Di media vuelta y caminé hasta el bar de Sáenz Peña y allí encontré al flaco Higueras, sentado en el mostrador, conversando con el chino. "¿Qué te pasa?», me dijo. Yo nunca había hablado con nadie de Tere, pero esa vez tenía necesidad de confiarme a alguien. Le conté al flaco todo, desde que conocí a Teresa, cuatro años atrás, cuando vino a vivir al lado de mi casa. El flaco me escuchó muy serio, no se rió ni una vez. Sólo me decía, a ratos: «vaya, hombre», «caramba», «qué tal». Después me dijo: «estás enamorado hasta el alma. Cuando yo me enamoré por primera vez, era de tu edad más o menos, pero me dio más suave. El amor es lo peor que hay. Uno anda hecho un idiota y ya no se preocupa de sí mismo. Las cosas cambian de significado y uno es capaz de hacer las peores locuras y de fregarse para siempre en un minuto. Quiero decir los hombres. Las mujeres, no, porque son muy mañosas, sólo se enamoran cuando les conviene. Si un hombre no les hace caso, se desenamoran y buscan a otro. Y se quedan como si nada. Pero no te preocupes. Como que hay Dios que te curo hoy mismo. Yo tengo un buen remedio para esos resfríos». Me tuvo tomando pisco y cerveza hasta que anocheció y después me hizo vomitar: me apretaba el estómago para ayudarme. Después me llevó a una chingana del puerto, me hizo ducharme en un patio y me dio de comer picantes en un salón lleno de gente. Tomamos un taxi y le dio una dirección. Me preguntó: "¿ya has estado en un bulín?«Le dije que no. «Esto te sanará, me dijo. Ya vas a ver. Sólo que a lo mejor te paran en la puerta.» Efectivamente, cuando llegamos nos abrió una vieja que conocía al flaco y que al verme se puso furiosa. "¿Estás loco que te voy a dejar entrar con esa guagua? Cada cinco minutos caen por aquí los soplones a gorrearme cervezas.» Se pusieron a discutir a gritos. Al fin, la vieja aceptó que entrara. «Eso sí, nos dijo, se van de frente al cuarto y no me salen hasta mañana.» El flaco me hizo pasar tan rápido por el salón del primer piso que no vi la cara de la gente. Subimos una escalera y la vieja nos abrió un cuarto. Entramos y antes que el flaco prendiera la luz, la vieja dijo: «te voy a mandar una docena de cervezas. Te acepto con la criatura pero tienes que consumir bastante. Y ya subirán las chicas. Te mandaré a la Sandra, que le gustan los mocosos». El cuarto era grande y sucio. Había una cama en el centro con una colcha roja, una bacinica y dos espejos, uno en el techo, sobre la cama y el otro al costado. Por todas partes había dibujos de mujeres y hombres calatos, hechos con lápiz y navaja. Después entraron dos mujeres trayendo muchas botellas de cerveza. Eran amigas del flaco y lo besaron; lo pellizcaban, se le sentaban en las rodillas y decían palabrotas: culo, puta, pinga y cojudo. Una era flaca, una gran mulata con un diente de oro y la otra medio blanca y más gorda. La mulata era la mejor. Las dos se burlaban de mí y le decían al flaco: «corruptor de menores». Empezaron a tomar cerveza y después abrieron un poco la puerta para oír la música del primer piso y bailaron. Al principio yo estaba callado pero después de tomar me alegré. Cuando bailamos, la blanca me aplastaba la cabeza contra sus senos que se salían del vestido. El flaco se emborrachó y le ordenó a la mulata que nos hiciera show: bailó un mambo en calzones y de repente el flaco se le fue encima y la tiró en la cama. La blanca me cogió de la mano y me llevó a otro cuarto. "¿Es la primera vez?», me preguntó. Yo le dije que no, pero se dio cuenta que le mentía. Se puso muy contenta y mientras se me acercaba calatita me decía: «ojalá que me traigas suerte»
El teniente Gamboa salió de su cuarto y recorrió la pista de desfile de grandes trancos. Llegó a las aulas cuando Pitaluga, el oficial de servicio, tocaba el silbato: acababa de terminar la primera clase de la mañana. Los cadetes estaban en las aulas: un rugido sísmico denunciaba su presencia a través de los muros grises, un monstruo sonoro y circular que flotaba sobre el patio. Gamboa permaneció un momento junto a la escalera y luego fue hacia la Dirección de Estudios. El suboficial Pezoa estaba allí,
husmeando un cuaderno con su gran hocico y sus ojillos desconfiados.
— Venga, Pezoa.
El suboficial lo siguió, alisándose el ralo bigote con un dedo. Caminaba con las piernas muy abiertas, como si fuera de caballería. Gamboa lo apreciaba: era despierto, servicial y muy eficaz en las campañas.
— Después de las clases, reúna a la primera sección. Que los cadetes saquen sus fusiles. Llévelos al estadio.
— ¿Revista de armas, mi teniente?
— No. Los quiero formados en grupos de combate. Dígame, Pezoa, en la última campaña no se alteró la formación, ¿no e s así? Quiero decir, la progresión se llevó a cabo en el orden normal; grupo uno adelante, luego el dos y al final el tres.
— No, mi teniente–dijo el suboficial–Al revés. En las instrucciones, el capitán ordenó poner en la vanguardia a los más pequeños.
— Es verdad–dijo Gamboa–Bien. Lo espero en el estadio.
El suboficial saludó y se fue. Gamboa regresó a las cuadras. La mañana seguía muy clara y había poca humedad. La brisa agitaba apenas la hierba del descampado; la vicuña ejecutaba veloces carreras en círculo. Pronto llegaría el verano; el colegio quedaría desierto, la vida se volvería muelle y agobiante; los servicios serían más cortos, menos rígidos, podría ir a la playa tres veces por semana. Su mujer ya estaría bien; llevarían al niño de paseo en un coche. Además, dispondría de tiempo para estudiar. Ocho meses, no era un plazo muy grande para preparar el examen. Decían que sólo habría veinte plazas para capitán.
Y eran doscientos postulantes.
Llegó a la secretaría. El capitán estaba sentado en su escritorio y no levantó la cabeza cuando él entró. Un momento después, mientras revisaba los partes de campaña, Gamboa escuchó:
— Dígame, teniente.
— Sí, mi capitán.
— ¿Qué cree usted? — El capitán Garrido lo miraba con el ceño fruncido. Gamboa dudó antes de responder.
— No sé, mi capitán–dijo–Es muy difícil saber. He comenzado la investigación. Quizá saque alga en claro.
— No hablo de eso–dijo el capitán–Quiero decir, las consecuencias. ¿Ha pensado usted?
— Sí–dijo Garriboa–Puede ser grave.
— ¿Grave? — El capitán sonrió- ¿Se ha olvidado que este batallón se halla a mi cargo, que la primera compañía está a sus órdenes? Pase lo que pase, los fregados seremos usted y yo.
— He pensado también en eso, mi capitán–dijo Gamboa–Tiene usted razón. Y no crea que me hace gracia la idea.
— ¿Cuándo le toca ascender?
— El próximo año.
— A mí también–dijo el capitán». Los exámenes serán fuertes, cada vez hay menos vacantes. Hablemos claro, Gamboa. Usted y yo tenemos excelentes fojas de servicio. Ni una sola sombra. Y nos harán responsables de todo. Ese cadete se siente apoyado por usted. Háblele. Convénzalo. Lo mejor es olvidarnos de este asunto.
Gamboa miró a los ojos al capitán Garrido.
— ¿Puedo hablarle con franqueza, mi capitán?
— Es lo que estoy haciendo yo, Gamboa. Le hablo como a un amigo, no como a un subordinado.
Gamboa dejó los partes de campaña en una repisa y dio unos pasos hacia el escritorio.
— A mí me interesa el ascenso tanto como a usted, mi capitán. Haré todo lo posible por conseguir ese galón. Yo no quería ser destacado aquí, ¿sabe usted? Entre esos muchachos no me siento del todo en el Ejército. Pero si hay algo que he aprendido en la Escuela Militar, es la importancia de la disciplina. Sin ella, todo se corrompe, se malogra. Nuestro país está como está porque no hay disciplina, ni orden. Lo único–o que se mantiene fuerte y sano es el Ejército, gracias a su estructura, a su organización. Si es verdad que a ese muchacho lo mataron, si es verdad lo de los licores, la venta de exámenes y todo lo demás, yo me siento responsable, mi capitán. Creo que es mi obligación descubrir lo que hay de cierto en toda esa historia.
— Usted exagera, Gamboa–dijo el capitán, algo sorprendido. Había comenzado a pasear por la habitación, como durante la entrevista con Alberto–Yo no digo echar tierra a todo. Lo de los exámenes y lo del licor hay que castigarlo, naturalmente. Pero no olvide tampoco que lo primero que se aprende en el Ejército es a ser hombres. Los hombres fuman, se emborrachan, tiran contra, culean. Los cadetes saben que si son descubiertos se les expulsa. Ya han salido varios. Los que no se dejan pescar son los vivos. Para hacerse hombres, hay que correr riesgos, hay que ser audaz. Eso es el Ejército, Gamboa, no sólo la disciplina.
También es osadía, ingenio. Pero, en fin, podemos discutir sobre eso después. Lo que me preocupa ahora
es lo otro. Es un asunto completamente imbécil. Pero aun así, si llega hasta el coronel, puede traernos serios perjuicios.
— Perdón, mi capitán–dijo Gamboa–Mientras yo no me dé cuenta, los cadetes de mi compañía pueden hacer todo lo que quieran, estoy de acuerdo con usted. Pero ya no puedo hacerme el desentendido, me sentiría cómplice. Ahora sé que hay algo que no marcha. El cadete Fernández ha venido a decirme nada menos que las tres secciones se han estado riendo en mi cara todo el tiempo, que me han tomado el pelo a su gusto.
— Se han hecho hombres, Gamboa–dijo el Capitán-. Entraron aquí adolescentes, afeminados. Y ahora, mírelos.
— Yo voy a hacerlos más hombres–dijo Gamboa–Cuando termine la investigación, llevaré ante el Consejo de Oficiales a todos los cadetes de mi compañía si es necesario.