38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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Las cuadras parecen haber cobrado vida. De diversos sectores del año llega hasta ellos ruido de pasos, de roperos, incluso algunas lisuras.

— Ya están cambiando el turno — dice Alberto -. Vamos.

Entran a la cuadra. Alberto va a la litera de Vallano, se inclina y saca el cordón de uno de los botines. Luego sacude al negro con las dos manos.

Tu madre, tu madre — exclama Vallano, frenéticamente.

Es la una — dice Alberto–Tu turno.

Si me has despertado antes te machuco.

Al otro lado de la cuadra, Boa vocifera contra el Esclavo que acaba de despertarlo.

— Ahí tienes el fusil y la linterna — dice Alberto–Sigue durmiendo si quieres. Pero te aviso que la ronda

está en la segunda sección.

— ¿De veras? — dice Vallano, sentándose. Alberto va hasta su litera y se desnuda.

Aquí todos son muy graciosos — dice Vallano -. Muy graciosos. — ¿Qué te pasa? — pregunta Alberto.

Me han robado un cordón.

Silencio — grita alguien–Imaginaria, que se callen esos maricones.

Alberto siente que Vallano camina de puntillas. Después, oye un ruido revelador.

Se están robando un cordón — grita.

Un día de estos te voy a romper la cara, poeta — dice Vallano, bostezando.

Minutos después, hiere la noche el silbato del oficial de guardia. Alberto no lo oye: duerme.

La calle Diego Ferré tiene menos de trescientos metros de largo y cualquier caminante desprevenido la tomaría por un callejón sin salida. En efecto, desde la esquina de la avenida Larco, donde comienza, se ve dos cuadras más allá, cerrando el otro extremo, la fachada de una casa de dos pisos, con un pequeño jardín protegido por una baranda verde. Pero esa casa que de lejos parece tapiar Diego Ferré pertenece a la estrecha calle Porta, que cruza a aquélla, la detiene y la mata. Entre Porta y la avenida Larco, fragmentan a Diego Ferré otras dos calles paralelas: Colón y Ocharán. Luego de atravesar Diego Ferré terminan súbitamente, doscientos metros al oeste, en el Malecón de la Reserva, una serpentina que abraza Miraflores con un cinturón de ladrillos rojos y que es el límite extremo de la ciudad, pues ha sido erigido al borde de los acantilados, sobre el ruidoso, gris y limpio mar de la bahía de Lima. Encerradas entre la avenida Larco, el Malecón y la calle Porta, hay media docena de manzanas: un centenar de casas, dos o tres tiendas de comestibles, una farmacia, un puesto de refrescos, un taller de zapatería (semioculto entre un garaje y un muro saliente) y un solar cercado donde funciona una lavandería clandestina. Las calles transversales tienen árboles a los costados de la pista; Diego Ferré no. Todo ese sector es el dominio del barrio. El barrio no tiene nombre. Cuando se formó un equipo de fulbito para intervenir en el campeonato anual del «Club Terrazas», los muchachos se presentaron con el nombre de — Barrio Alegre». Pero, una vez terminado el campeonato, el nombre cayó en desuso. Además, los cronistas policiales designaban con el nombre de «Barrio Alegre» al jirón Huatica de la Victoria, la calle de las putas, lo que constituía una semejanza embarazosa. Por eso, los muchachos se limitan a hablar del barrio. Y cuando alguien pregunta cuál barrio, para diferenciarse de los otros barrios de Miraflores, el de 28 de julio, el de Reducto, el de la calle Francia, el de Alcanfores, dicen: «el barrio de Diego Ferré».

La casa de Alberto es la tercera de la segunda cuadra de Diego Ferré, en la acera de la izquierda. La conoció de noche, cuando casi todos los muebles de su casa anterior, en San Isidro, ya habían sido trasladados a ésta. Le pareció más grande que la otra y con dos ventajas evidentes: su dormitorio estaría más alejado del de sus padres y, como esta casa tenía un jardín interior, probablemente lo dejarían criar un perro. Pero el nuevo domicilio traería también inconvenientes. De San Isidro, el padre de un compañero los llevaba a ambos hasta el colegio «La Salle», todas las mañanas. En el futuro tendría que tomar el Expreso, descender en el paradero de la avenida Wilson y, desde allí, andar lo menos diez cuadras hasta la avenida Arica, pues «La Salle», aunque es un colegio para niños decentes, está en el corazón de Breña, donde pululan los zambos y los obreros. Tendría que levantarse más temprano, salir acabando el almuerzo. Frente a su casa de San Isidro había una librería y el dueño le permitía leer los Penecas y Billiken detrás del mostrador y a veces se los prestaba por un día, advirtiéndole que no los ajara ni ensuciara. El cambio de domicilio lo privaría, además, de una distracción excitante: subir a la azotea y contemplar la casa de los NáJar, adonde en las mañanas se jugaba al tenis y cuando había sol se almorzaba en los jardines bajo sombrillas de colores y en las noches se bailaba y él podía espiar a las parejas que disimuladamente iban a la cancha de tenis a besarse.

El día de la mudanza se levantó temprano y fue al colegio de buen humor. A mediodía regresó directamente a la nueva casa. Bajó del Expreso en el paradero del parque Salazar — todavía no conocía el nombre de esa explanada de césped, colgada sobre el mar -, subió por Diego Ferré, una calle vacía, y entró a la casa: su madre amenazaba a la sirvienta con echarla si aquí también se dedicaba a hacer vida social con las cocineras y choferes del vecindario. Acabado el almuerzo, el padre dijo: " tengo que salir. Un asunto importante». La madre clamó: «vas a engañarme, cómo puedes mirarme a los ojos» y luego, escoltada por el mayordomo y la sirvienta, comenzó un minucioso registro para comprobar si algo se había extraviado o dañado en la mudanza. Alberto subió a su cuarto, se echó en la cama, distraídamente fue haciendo garabatos en los forros de sus libros. Poco después oyó voces de muchachos que llegaban hasta él por la ventana. Las voces se interrumpían, sobrevenía el impacto, el zumbido y el estruendo de la pelota al rebotar contra una puerta y al instante renacían las voces. Saltó de la cama y se asomó al balcón. Uno de los muchachos llevaba una camisa incendiaria, a rayas rojas y amarillas y el otro, una camisa de seda blanca, desabotonada. Aquél era más alto, rubio y tenía la voz, la mirada y los gestos insolentes; el otro, bajo y grueso, de cabello moreno ensortijado, era muy ágil. El rubio hacía de arquero en un garaje; el moreno le disparaba con una pelota de fútbol flamante. «Tapa ésta, Pluto», decía el moreno. Pluto, agazapado con una mueca dramática, gesticulaba, se limpiaba la frente y la nariz con las dos manos, simulaba arrojarse y si atajaba un penal reía con estrépito. «Eres una madre, Tico, decía. Para tapar tus penales me basta la nariz.» El moreno bajaba la pelota con el pie, diestramente, la emplazaba, medía la distancia, pateaba y los tiros eran goles casi siempre. «Manos de trapo, se burlaba Tico, mariposa. Esta va con aviso; al ángulo derecho y bombeada.» Al principio, Alberto los miraba con frialdad y ellos aparentaban no verlo. Poco a poco, aquél fue demostrando un interés estrictamente deportivo; cuando Tico metía un gol o Pluto atajaba la pelota, asentía sin sonreír, como un entendido. Luego, comenzó a prestar atención a las bromas de los dos muchachos; adecuaba su expresión a la de ellos y los jugadores daban señales de reconocer su presencia por momentos: volvían la cabeza hacia él, como poniéndolo de árbitro. Pronto se estableció una estrecha complicidad de miradas, sonrisas y movimientos de cabeza. De pronto, Pluto rechazó un disparo de Tico con el pie y la pelota salió despedida a los lejos. Tico corrió tras ella. Pluto alzó la vista hacia Alberto.

Hola — dijo.

Hola — dijo Alberto.

Pluto tenía las manos en los bolsillos. Daba saltitos en el sitio, igual a los jugadores profesionales antes M partido, para entrar en calor;

— ¿Vas a vivir aquí? — dijo Pluto.

— Sí. Nos mudamos hoy.

Pluto asintió. Tico se había acercado. Llevaba la pelota sobre el hombro y la sostenía con una mano. Miró a Alberto. Se sonrieron. Pluto miró a Tico:

Se ha mudado – dijo -. Va a vivir aquí.

Ah –dijo Tico.

¿Ustedes viven acá? — preguntó Alberto.

Él en Diego Ferré — dijo Pluto -. En la primera cuadra. Yo a la vuelta, en Ocharán.

Uno más para el barrio — dijo Tico.

— A mí me dicen Pluto. Y a este Tico. Es una madre pateando. — ¿Tu padre es buena gente? — preguntó Tico.

Más o menos — dijo Alberto -. ¿Por qué?

Nos han corrido de toda la calle — dijo Pluto -. Nos quitan la pelota. No nos dejan jugar. Tico comenzó a hacer botar la pelota, como en el basquet.

Baja — dijo Pluto -. Tiraremos penales. Cuando vengan los otros jugaremos un partido de fulbito.

Okey — dijo Alberto–Pero conste que no soy muy bueno en fulbito.

Cava nos dijo: detrás del galpón de los soldados hay gallinas. Mientes, serrano, no es verdad. Juro que las he visto. Así que fuimos después de la comida, dando un rodeo para no pasar por las cuadras y rampando como en campaña. ¿Ves? ¿Ven?, decía el muy maldito, un corral blanco con gallinas de colores, qué más quieren, ¿quieren más? ¿Nos tiramos la negra o la amarilla? La amarilla está más gorda. ¿Qué esperas, huevas? Yo la cojo y me como las alas. Tápale el pico, Boa, como si fuera tan fácil. No podía; no te escapes, patita, venga, venga. Le tiene miedo, lo está mirando feo, le muestra el rabo, miren, decía el muy maldito. Pero era verdad que me picoteaba los dedos. Vamos al estadio y tápenle el pico de una vez a ésa. ¿Y qué pasa si el Rulos se tira al muchacho? Lo mejor, dijo el Jaguar, es amarrarle las patas y el pico. ¿Y las alas, qué me dicen si capa a alguien a punta de aletazos, qué me dicen? No quiere nada contigo, Boa. ¿Estás seguro, serrano, tú también? No, pero lo vi con mis propios ojos. ¿Con qué la amarro? Qué brutos, qué brutos, una gallina al menos es chiquita, parece un juego, pero ¡una llama! ¿Y qué pasa si el Rulos se tira al muchacho? Estábamos fumando en los excusados de las aulas, bajen las candelas, murciélagos. El Jaguar puja de alma, parece que lo estuvieran manducando. ¿Ya, Jaguar, salió, salió? Silencio, que me cortan, tengo que concentrarme. ¿Ya, ya, la puntita? ¿Y qué tal si nos tiramos al gordito?, dijo el Rulos. ¿Quién? El de la novena, el gordito. ¿Tú no lo has pellizcado nunca? Uf. No está mala la idea, pero ¿se deja o no se deja? A mí me han dicho que Lañas se lo tira cuando está de guardia. Uf, al fin. ¿Salió, salió?, el muy maldito. ¿Y quién primero?, porque a mí se me fueron las ganas con tanto ruido que hace. Aquí hay un hilo para el pico. Serrano, no la sueltes que a lo mejor se vuela. ¿Hay un voluntario? Cava la tenía por los sobacos, el Rulos le rogaba no muevas el pico que de todas maneras te lo embocan y yo le amarraba las patas. Entonces, mejor sorteamos, quién tiene fósforos. Córtale la cabeza a uno y enséñame los otros, estoy muy viejo para que me hagan trampas. Le va a tocar al Rulos. Oye, ¿a ti te consta que se deja? A mí no me consta. Esa risita como una picadura. Yo acepto, Rulos, pero sólo por juego. ¿Y si no se deja? Quietos, que huele a suboficial, menos mal que pasó lejos, yo soy muy macho. ¿Y si nos comemos al suboficial? El Boa se come a una perra, dijo el muy maldito, por qué no al gordito que es humano. Está consignado, ahora lo vi en el comedor, matoneaba a los ocho perros de su mesa. A lo mejor no se deja. ¿Quién dijo miedo, alguien dijo miedo? Me como una sección de gordos, uno por uno, y fresco como una lechuga. Vamos a hacer un plan, dijo el Jaguar, cosa que resulte más fácil. ¿A quién le tocó el palito? La gallina estaba en el suelo, quietecita y boqueando. Al serrano Cava, ¿no perciben que ya está r1laridándose la mano? Es por gusto, está muerta, mejor sería el Boa que hace carpas marchando. Ya sorteamos, no hay nada que hacer, te la tiras o te tiramos como a las llamas en tu Pueblo. ¿No tienen una novelita? ¿Y si traemos al poeta a que le cuente una de esas historias que engordan la pichula? Puro cuento, compañeros, yo hago carpas concentrándome, es Cuestión de voluntad. Oye, ¿y si me infecto? Qué te pasa, vida mía, qué tienes, serranito, de cuándo acá te echas atrás, ¿sabías que el Boa está más sano que tu madre desde que se tira a la Malpapeada? Cuéntame esos delirios, piojosito, ¿no te han dicho que las gallinas son más limpias que las perras, más higiénicas? De acuerdo, nos lo comemos aunque muramos con las manos en la masa. ¿Y la ronda? Está Huarina de servicio que es un pelma y los sábados la ronda es cosa boba. ¿Y si acusa? Reunión del Círculo: cadete manducado y soplón, Pero ¿tú dirías que te han manducado? Salgamos que van a tocar silencio. Y bajen las candelas, maldita sea. Ya, dijo el Muy maldito, se ha parado sola; pásenmela. Tenla tú. ¿Yo Mismo? Tú mismo. ¿Estás seguro que las gallinas tienen huecos? Salvo que esta pánfila sea virgen. Se está moviendo, a lo mejor es un gallo rosquete. No se rían ni hablen, por favor. Por favor. Esa risita tan fregada. ¿No ven, han visto esa mano de serrano? La estás manoseando, bandolero. Estoy buscando el no me muevan que ya encontré. ¿Cómo dijo, compañero? Tiene hueco, quietos por favor, y por todos los santos no se rían que se adormece el elefante. Qué bruto. Los serranos, decía mi hermano, mala gente, lo peor que hay. Traidores y cobardes, torcidos hasta el alma. ¡Tápale el pico, jijunagrandísirna! Teniente Gamboa, aquí hay alguien que se está comiendo una gallina. Son las diez o casi, dijo el Rulos, más de las diez y cuarto. ¿Han visto si hay imaginarias? También me Como un imaginaria. Tú te comes todo, así estoy viendo, tienes mucho apetito, jura que no te comes a tu santa madre. No había más consignados en la cuadra, pero sí en la segunda y salirnos sin zapatos. Me estoy helando de frío y a lo mejor me constipo. Yo confieso que si oigo un silbato, corro. Trepemos la escalera agachados que se ve desde la Prevención. ¿De veras? Entramos a la cuadra despacito y el Jaguar ¿qué cabrón dijo que sólo había dos consignados? Ahí están roncando como diez enanos. ¿Entonces se corren? ¿Quién? Tú que sabes cuál es su cama, pasa adelante, cosa que no nos comamos a otro. Es la tercera, no ven cómo huele a gordito apetitoso. Se le están saliendo las plumas y me parece que se está muriendo. ¿Ya o no? Cuenta. ¿Siempre te vas tan rápido o sólo con las gallinas? Miren esa polilla, creo que el serrano la mató. ¿Yo? La falta de respiración, todos los huecos tapados. Si está que se mueve, juro que se está haciendo la muerta. ¿Ustedes creen que los animales sienten? ¿Sienten qué, huevas, acaso tienen alma? Quiero decir gusto, como las mujeres. La Malpapeada, sí, igualito que las mujeres. Tú, Boa, me das asco. Las cosas que se ven. Oye, la polilla se está parando. Le ha gustado y quiere más, qué tal. Camina borrachita, camina borrachita. ¿Y ahora nos la comemos de a deveras? Alguien va a quedar encinta, no se olviden que el serrano le dejó adentro tamaña piedra. Yo ni sé cómo se mata a las gallinas. Calla, con el fuego se mueren los microbios. La agarras del pescuezo y la tuerces en el aire. Tenla quieta, Boa, voy a hacer un saque, aguántate ésa. Sí señor, la elevaste, bien puesta esa pata. Ahora sí se ha muerto, está toda deshecha, caramba. Caramba, está toda deshecha y quién se la va a comer así oliendo a polvo y, a pezuña. Júrame que el fuego mata los microbios. Vamos a hacer una fogata, pero allá arribita, detrás de la tapia que está más escondido. Silencio, que te parto en cuatro. Trepa de una vez que ya está bien cogido, huevas. Cómo patea el enano, cómo pateaba, cómo, qué esperas para treparte, no ves que duerme más calato que una foca. Oye Boa, no le tapes así la jeta que a lo mejor se ahoga. Ahorita me echa abajo y sólo me estoy frotando, decía el Rulos, no te muevas que te mato y te hago polvo y qué más quieres que te esté bombardeando, respingado. Zafemos que se están levantando los enanos, no te digo, caracho, se están levantando todos los enanos y aquí va a correr sangre a torrentes. El que prendió la luz fue un vivo. El que gritó se están comiendo a un compañero, a la pelea muchachos, también fue un vivo. A mí me manducaron con eso de la luz y ¿sería por eso que le solté la boca?, sálvenme, hermanos. Yo sólo he oído un grito parecido cuando mi madre le largó la silla a mi hermano. ¿Y ustedes, enanos, alguien los ha invitado, qué hacen levantados, por favor, alguien dijo que enciendan la luz? ¿Y ése era el brigadier? No vamos a dejar que hagan eso con el muchacho, maricones. Me he vuelto loco, estoy soñando, desde cuándo se habla así con sus cadetes, cuádrense. Y tú de qué gritas, no ves que es una broma. Esperen que voy a aplastar unos cuantos enanos. Y el Jaguar todavía se reía, me acuerdo de su risa cuando yo estaba machucando a los enanos. Ahora nos vamos, pero eso sí, óiganlo bien y no se olviden: si uno solo abre el pico, nos tiramos a coda la cuadra de verdad. No hay que meterse con los enanos, todos son unos acomplejados y no entienden las bromas. Para bajar las escaleras ¿nos agachamos de nuevo? Puaf, decía el Rulos, chupando un hueso, la carne ha quedado toda chamuscada y con pelos.

II Cuando el viento de la madrugada irrumpe sobre La Perla, empujando la neblina hacia el mar y disolviéndola, y el recinto del Colegio Militar Leoncio Prado se aclara como una habitación colmada de humo cuyas ventanas acaban de abrirse, un soldado anónimo aparece bostezando en el umbral del galpón y avanza restregándose los ojos hacia las cuadras de los cadetes. La corneta que lleva en la mano se balancea con el movimiento de su cuerpo y, en la difusa claridad, brilla. Al llegar al tercer año, se detiene en el centro del patio, a igual distancia de los cuatro ángulos del edificio que lo cerca. Enfundado en su uniforme verduzco, desdibujado por los últimos residuos de la neblina, el soldado parece un fantasma. Lentamente, pierde su inmovilidad, se anima, se frota las manos, escupe. Luego sopla. Escucha el eco de su propia corneta y, segundos después, las injurias de los perros que desfogan contra él la cólera que les causa el final de la noche. Escoltado por carajos lejanos, el corneta se dirige a las cuadras de cuarto año. Algunos imaginarias del último turno han salido a las puertas, anunciados de su llegada por la diana de los perros: se burlan de él, lo insultan y a veces le tiran piedras. El soldado camina hacia quinto. Ya está completamente despierto y su paso es más vivo. Allí no hay reacción; los veteranos saben que desde el toque de diana hasta el silbato llamando a filas tienen quince minutos, la mitad de los cuales pueden aprovechar todavía en el lecho. El soldado regresa al galpón, frotándose las manos y escupiendo. No lo asustan la indignación de los perros, el malhumor de los cadetes de cuarto: apenas los percibe. Salvo los sábados. Ese día, como hay ejercicios de campaña, la diana se toca una hora antes y los soldados temen estar de servicio. A las cinco todavía es noche cerrada y los cadetes, borrachos de sueño y de ira, bombardean al corneta desde las ventanas con toda clase de proyectiles. Por eso, los sábados, los cornetas violan el reglamento: tocan la diana lejos de los patios, desde la pista, de desfile, y muy rápido. El sábado, los de quinto pueden continuar en las literas sólo dos o tres minutos, pues en lugar de quince tienen apenas ocho minutos para lavarse, vestirse, tender las camas y formar. Pero este sábado es excepcional. La campaña ha sido suprimida para el quinto año debido al examen de Química; cuando los veteranos escuchan la diana, a las seis, los perros y los de cuarto están desfilando ya por la puerta del colegio hacia el despoblado que une La Perla al Callao.

Unos instantes después del toque de diana, Alberto, sin abrir los ojos todavía, piensa: «hoy es la salida». Alguien dice: «son las seis menos cuarto. Hay que apedrear a ese maldito». La cuadra queda de nuevo en silencio. Abre los ojos: por las ventanas entra a la habitación una luz indecisa, gris. «Los sábados debía salir sol. — Se abre la puerta del baño. Alberto ve la cara pálida del Esclavo: las literas lo degüellan a medida que avanza. Está peinado y afeitado. «Se levanta antes de la diana para llegar primero a la fila», piensa Alberto. Cierra los Ojos. Siente que el Esclavo se detiene junto a su cama y le toca el hombro. Entreabre los ojos: la cabeza del Esclavo culmina un cuerpo esquelético, devorado por el pijama azul.

Está de turno el teniente Gamboa.

Ya sé — responde Alberto–Tengo tiempo.

Bueno — dice el Esclavo–Creí que estabas durmiendo.

Esboza una sonrisa y se aleja. «Quiere ser mi amigo», piensa Alberto. Vuelve a cerrar los ojos y queda tenso: el pavimento de la calle Diego Ferré brilla por la humedad; las aceras de Porta y 0charán están cubiertas de hojas desprendidas de los árboles por el viento nocturno; un joven elegante camina por allí, fumando un Chesterfield. «juro que hoy iré donde las polillas.»

¡Siete minutos! — grita Vallano, a voz en cuello, desde la puerta de la cuadra. Hay una conmoción. Las literas están oxidadas y chirrían; las puertas de los armarios crujen; los tacones de los botines martillan la loza; al rozarse o chocar, los cuerpos despiden un rumor sordo; pero las blasfemias y los juramentos prevalecen sobre cualquier otro ruido, como lenguas de fuego entre el humo. Sucesivos, ametrallados por una garganta colectiva, los insultos no son, sin embargo, precisos: apuntan a blancos abstractos como Dios, el oficial y la madre y los cadetes parecen recurrir a ellos más por su música que su significado. Alberto salta de la cama, se pone las medias y los botines, todavía sin cordones. Maldice. Cuando termina de pasarlos, la mayor parte de los cadetes ha tendido su cama y empieza a vestirse. — ¡Esclavo!, grita Vallano. Cántame algo. Me gusta oírte mientras me lavo.» — Imaginaria, brama Arróspide. Me han robado un cordón. Eres responsable.» «Te quedarás consignado, cabrón.» «Ha sido el Esclavo, dice alguien. Juro. Yo lo vi… Hay que denunciarlo al capitán, propone Vallano. No queremos ladrones en la cuadra.» "¡Ay!, dice una voz quebrada. La negrita tiene miedo a los ladrones.» «Ay, ay» cantan varios. «Ay, ay, ay» aúlla la cuadra entera. «Todos son unos hijos de puta», afirma Vallano. Y sale, dando un portazo. Alberto está vestido. Corre al baño. En el lavatorio contiguo, el Jaguar termina de peinarse.

Necesito cincuenta puntos de Química — dice Alberto, la boca llena de pasta de dientes -. ¿Cuánto?

Te jalarán, poeta -. El Jaguar se mira en el espejo y trata en vano de apaciguar sus cabellos: las púas, rubias y obstinadas, se enderezan tras el peine–No tenemos el examen. No fuimos.

¿No consiguieron el examen?

— Nones. Ni siquiera intentamos.

Suena el silbato. El hirviente zumbido que brota de los baños y de las cuadras aumenta y se desvanece de golpe. La voz del teniente Gamboa surge desde el patio, como un trueno: — ¡Brigadieres, tomen los tres últimos!

El zumbido estalla nuevamente, ahogado. Alberto echa a correr: va guardando en su bolsillo la escobilla de dientes y el pefile y se enrolla la toalla como una faja entre el sacón y la camisa. La formación está a la mitad. Cae aplastado contra el de adelante, alguien se aferra a él por detrás. Alberto tiene cogido de la cintura a Vallano y da pequeños saltos para evitar los puntapiés con que los recién llegados tratan de desprender los racimos de cadetes a fin de ganar un puesto. «No manosees, cabrón», grita Vallano. Poco a poco, se establece el orden en las cabezas de fila y los brigadieres comienzan a contar los efectivos. En la cola, el desbarajuste y la violencia continúan, los últimos se esfuerzan por conquistar un sitio a codazos y amenazas. El teniente Gamboa observa la formación desde la orilla de la pista de desfile. Es alto, macizo. Lleva la gorra ladeada con insolencia; mueve la cabeza muy despacio, de un lado a otro, y su sonrisa es burlona.