38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 41

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— Los cigarrillos, pase–añadió Gamboa-. Es sólo una consigna. El licor, en cambio, no. Los cadetes pueden emborracharse en la calle, en sus casas. Pero aquí no se bebe una gota de alcohol. — Hizo una pausa- ¿Y los dados? La primera sección es un garito. ¿Y las ganzúas? ¿Qué significa eso? Robos. ¿Cuántos roperos ha abierto, hace cuánto tiempo que roba a sus compañeros?

— ¿Yo? — Gamboa se desconcertó un momento: el Jaguar lo miraba con ironía. Repitió, sin bajar la vista: — ¿Yo?

— Sí–dijo Gamboa; sentía que la cólera lo dominaba ¿quién mierda sino usted? — Todos–dijo el Jaguar–Todo el colegio. — Miente–dijo Gamboa–Es usted un cobarde. — No soy un cobarde–dijo el Jaguar–Se equivoca, mi te — Un ladrón–añadió Gamboa–Un borracho, un timbero, y encima un cobarde. ¿Sabe usted que me gustaría que fuéramos civiles? — ¿Quiere pegarme? — preguntó el Jaguar.

— No–dijo Gamboa–Te agarraría de una oreja y te llevaría al Reformatorio. Ahí es donde te deberían haber metido tus padres. Ahora es tarde, te has fregado tú solo. ¿Te acuerdas hace tres años? Ordené que desapareciera el Círculo, que dejaran de jugar a los bandidos. ¿Te acuerdas lo que les dije esa noche? — No–dijo el Jaguar-. No me acuerdo.

— Sí te acuerdas–dijo Gamboa-. Pero no importa. ¿Creías que eras muy vivo, no? En el Ejército, los vivos como tú se revientan tarde o temprano. Te has librado mucho tiempo. Pero ya te llegó tu hora. — ¿Por qué? — dijo el Jaguar-. No he hecho nada.

— El Círculo–dijo Gamboa-. Robo de exámenes, robo de prendas, emboscadas contra los superiores, abuso de autoridad con los cadetes de tercero. ¿Sabes lo que eres? Un delincuente. — No es cierto–dijo el Jaguar–No he hecho nada. He hecho lo que hacen todos. — ¿Quién? — dijo Garriboa- ¿Quién más ha robado exámenes?

— Todos–dijo el Jaguar-. Los que no roban es porque tienen plata para comprarlos. Pero todos están metidos en eso.

— Nombres–dijo Gamboa-. Dame algunos nombres. ¿Quiénes de la primera sección? — ¿Me van a expulsar? — Sí. Y quizá te pase algo peor.

— Bueno–dijo el Jaguar, sin que se alterara su voz-. Toda la primera sección ha comprado exámenes. — ¿Sí? — dijo Gamboa-. ¿También el cadete Arana? — ¿Cómo, mi teniente?

— Arana–repitió Gamboa–El cadete Ricardo Arana. — No–dijo el Jaguar-. Creo que él no compró nunca. Era un chancón. Pero todos los otros, sí.

— ¿Por qué mataste a Arana? — dijo Gamboa–Responde. Todo el mundo está enterado. ¿Por qué?

— ¿Qué le pasa a usted? — dijo el Jaguar. Había pestañeado una sola vez.

— Responde a mi pregunta.

— ¿Es usted muy hombre? — dijo el Jaguar. Se había incorporado. Su voz temblaba-. Si es usted tan hombre, quítese los galones. Yo no le tengo miedo.

Gamboa, instantáneo como un relámpago, estiró el brazo y lo cogió del cuello de la camisa a la vez que con la otra mano lo arrinconaba contra la pared. Antes que el Jaguar comenzara a toser, Gamboa sintió un aguijón en el hombro; al intentar golpearlo, el Jaguar había rozado su codo y el puño se detuvo a medio camino. Lo soltó y retrocedió un paso.

— Podría matarte–dijo–Estoy en mi derecho. Soy tu superior y has querido golpearme. Pero el Consejo de oficiales se va a encargar de ti.

— Quítese los galones–dijo el Jaguar-. Usted puede ser más fuerte, pero no le tengo miedo.

— ¿Por qué mataste a Arana? — dijo Gamboa–Deja de hacerte el loco y contesta.

— Yo no he matado a nadie. ¿Por qué dice usted eso? ¿Cree que soy un asesino? ¿Por qué iba a matar al Esclavo? — Alguien te ha denunciado–dijo Gamboa-. Estás fregado.

— ¿Quién? — Se había puesto de pie, de un salto; sus ojos relucían como dos candelas.

— ¿Ves? — dijo Gamboa–Te estás delatando.

— ¿Quién ha dicho eso? — repitió el Jaguar–A ése sí voy a matarlo.

— Por la espalda–dijo Gamboa–Estaba delante tuyo, a veinte metros. Lo mataste a traición. ¿Sabes cómo se castiga eso?

— Yo no he matado a nadie. Juro que no, mi teniente.

— Lo veremos–dijo Gamboa–Es mejor que confieses todo.

— No tengo nada que confesar–gritó el Jaguar–Lo de los exámenes, lo de los robos, es cierto. Pero yo no soy el único. Todos hacen lo mismo. Sólo que los rosquetes pagan para que otros roben por ellos. Pero no he matado a nadie. Quiero saber quién le ha dicho eso.

— Ya lo sabrás–dijo Gamboa–Te lo dirá en tu cara.

Al día siguiente llegué a la casa a las nueve de la mañana. Mi madre estaba sentada en la puerta. Me vio venir sin moverse. Yo le dije: «me quedé donde mi amigo de Chucuito». No me contestó. Me miraba raro, con un poco de miedo, como si yo fuera a hacerle algo. Sus ojos me espulgaban todo el cuerpo y me daban malestar. Me dolía la cabeza y mi garganta estaba seca, pero no me atrevía a echarme a dormir delante de ella. No sabía que hacer, abría los cuadernos y los libros del colegio, por gusto, ya no servían para nada, metía la mano en el cajón de los cachivaches y ella todo el tiempo detrás de mí, observándome. Me volví y le dije: "¿qué te pasa, por qué me miras tanto?». Y entonces me dijo: «estás perdido. Ojalá te murieras». Y se salió a la puerta de calle. Estuvo sentada mucho rato en la grada, los codos en las rodillas, la cabeza entre las manos. Yo la espiaba desde mi cuarto y veía su camisa llena de agujeros y remiendos, su cuello que hervía de arrugas, su cabeza greñuda. Me acerqué despacito y le dije: «si estás molesta conmigo, perdóname». Me miró de nuevo: su cara también estaba llena de arrugas, de uno de los agujeros de su nariz salían unos pelos blancos, por su boca abierta se veía que le faltaban–muchos dientes. «Mejor pídele perdón a Dios, me dijo. Aunque no sé si vale la pena. Ya estás condenado.» "¿Quieres que te prometa algo?», le pregunté. Y ella me contestó: "¿para qué? Tienes la perdición en la cara. Mejor acuéstate a dormir la borrachera».

No me acosté, se me había ido el sueño. Al poco rato salí y fui hasta la playa de Chucuito. Desde el muelle vi a los muchachos del día anterior, fumando tirados sobre las piedras. Habían hecho dos montones con su ropa para apoyar la cabeza. Había muchos chicos en la playa; algunos, parados en la orilla, tiraban al agua piedras chatas que rebotaban como patillos. Un rato después llegaron Teresa y sus amigas. Se acercaron a los muchachos y les dieron la mano. Se desvistieron, se sentaron en rueda y él, como si yo no le hubiera hecho nada, estuvo todo el tiempo junto a Tere. Al fin, se metieron al agua. Teresa gritaba: «me hielo, me muero de frío» y el muchacho cogió agua con las dos manos y comenzó a mojarla. Ella chillaba más fuerte pero no se enojaba. Después entraron más allá de las olas. Teresa nadaba mejor que él, muy suave, como un pececito, él hacía mucha alharaca y se hundía. Salieron y se sentaron en las piedras. Teresa se echó, él le hizo una almohada con su ropa y se puso a su lado y medio torcido, así podía mirarla enterita. Yo sólo veía los brazos de Tere, levantados contra el sol. A él en cambio le veía la espalda flaca, las costillas salidas y las piernas chuecas. A eso de las doce volvieron al agua. El muchacho se hacía el marica y ella le echaba agua y él gritaba. Después nadaron. Adentro, hicieron tabla y jugaron a, ahogarse: él se hundía y Teresa movía las manos y gritaba socorro, pero se notaba que era en broma. Él aparecía de repente como un corcho, los pelos tapándole la cara, y lanzaba el alarido de Tarzán. Yo podía oír sus risas, que eran muy fuertes. Cuando salieron, los estaba esperando junto a los montones de ropa. No sé dónde se habían ido las amigas de Teresa y el otro muchacho, ni me fijé en ellos. Era como si toda la gente hubiera desaparecido. Se acercaron y Tere me vio primero; él venía detrás, dando saltos, se hacía el loco.

Ella no cambió de cara, no se puso ni más contenta ni más triste de lo que estaba. No me dio la mano, sólo dijo:”hola. ¿Tú también estabas en la playa?». En eso el muchacho me miró y me reconoció porque se plantó en seco, retrocedió, se agachó, cogió una piedra y me apuntó. "¿Lo conoces?, le preguntó Teresa, riendo. Es mi vecino.» «Se las da de matón, dijo el muchacho. Le voy a partir el alma para que no se las dé más de matón.» Yo medí mal, mejor dicho me olvidé de las piedras. Salté y los pies se me hundieron en la playa, no avancé ni la mitad, caí a un metro de él y entonces el muchacho se adelantó y me descargó la pedrada en plena cara. Fue como si el sol me entrara a la cabeza, vi todo blanco y parecía que flotaba. No me duró mucho, creo. Cuando abrí los ojos, Teresa parecía aterrada y el muchacho estaba boquiabierto. Fue un tonto, si aprovecha me hubiera revolcado a su gusto, pero como me sacó sangre la pedrada, se quedó quieto, mirando a ver qué me pasaba, y yo me le fui encima, saltando sobre Teresa. Cuerpo a cuerpo iba perdido, lo vi apenas caímos al suelo, parecía de trapo y no me encajaba un puñete. Ni siquiera nos revolcamos, ahí mismo estuve montado sobre él, dándole en la cara que se tapaba con las dos manos. Yo había cogido piedrecitas y con ellas le frotaba la cabeza y la frente y, cuando levantaba las manos, se las metía a la boca y a los ojos. No nos separaron hasta que vino el cachaco. Me cogió de la camisa y me jaló y yo sentí que algo se rasgaba. Me dio una cachetada y entonces le aventé una piedra al pecho. Dijo: «carajo, te destrozo», me levantó como a una pluma y me dio media docena de sopapos. Después me dijo: «mira lo que has hecho, desgraciado». El chico estaba tirado en el suelo y se quejaba. Unas mujeres y unos tipos lo estaban consolando. Todos, muy furiosos, le decían al cachaco: «le ha roto la cabeza, es un salvaje, a la Correccional. A mí no me importaba nada lo que decían, las mujeres, pero en eso vi a Teresa. Tenía la cara roja y me miraba con odio. «Qué malo y qué bruto eres», me dijo. Y yo le dije: «tú tienes la culpa por ser tan puta». El cachaco me dio un puñete en la boca y gritó:”no digas lisuras a la niña, maleante». Ella me miraba muy asustada y yo me di vuelta y el cachaco me dijo: «quieto, ¿dónde vas?». Y yo comencé a patearlo y a darle manazos a la loca hasta que a jalones me sacó de la playa. En la comisaría, un teniente le ordenó al cachaco: «fájemelo bien y lárguelo. Pronto lo tendremos de nuevo por algo grande. Tiene toda la cara para ir al Sepa». El cachaco me llevó a un patio, se sacó la correa y comenzó a darme latigazos. Yo corría y los otros cachacos se morían de risa viendo cómo sudaba la gota gorda y no podía alcanzarme. Después tiró la correa y me arrinconó. Se acercaron otros guardias y le dijeron: «suéltalo. No puedes irte de puñetazos con una criatura». Salí de ahí y ya no volví a mi casa. Me fui a vivir con el flaco Higueras.

— No entiendo una palabra–dijo el mayor-. Ni una. Era un hombre obeso y colorado, con un bigotillo rojizo que no llegaba a las comisuras de los labios. Había leído el parte cuidadosamente, de principio a fin, pestañeando sin cesar. Antes de levantar la vista hacia el capitán Garrido, que estaba de pie, frente al escritorio, de espaldas a la ventana que descubría el mar gris y los llanos pardos de la Perla, volvió a leer algunos párrafos de las diez hojas a máquina.

— No entiendo–repitió–Explíqueme usted, capitán. Alguien se ha vuelto loco aquí y creo que no soy yo.

¿Qué le ocurre al teniente Gamboa?

— No sé, mi mayor. Estoy tan sorprendido como usted. He hablado con él varias veces sobre este asunto.

He tratado de demostrarle que un parte como éste era descabellado…

— ¿Descabellado? — dijo el mayor–Usted no debió permitir que se metiera a esos muchachos al calabozo ni que el parte fuera redactado en semejantes términos. Hay que poner fin a este lío de inmediato. Sin perder un minuto.

— Nadie se ha enterado de nada, mi mayor. Los dos cadetes están aislados.

— Llame a Gamboa–dijo el mayor-. Que venga en el acto.

El capitán salió, precipitadamente. El mayor volvió a coger el parte. Mientras lo releía, trataba de morderse los pelos rojizos del bigote, pero sus dientes eran muy pequeñitos y sólo alcanzaban a arañar los labios e irritarlos. Uno de sus pies taconeaba, nervioso. Minutos después el capitán volvió seguido del teniente.

— Buenos días–dijo el mayor, con una voz que la irritación llenaba de altibajos-. Estoy muy sorprendido, Gamboa. Vamos a ver, usted es un oficial destacado, sus superiores lo estiman. ¿Cómo se le ha ocurrido pasar este parte? Ha perdido el juicio, hombre, esto es una bomba. Una verdadera bomba.

— Es verdad, mi mayor–dijo Gamboa. El capitán lo miraba, masticando furiosamente–Pero el asunto

escapa ya a mis atribuciones. He averiguado todo lo que he podido. Sólo el Consejo de Oficiales…

— ¿Qué? — lo interrumpió el mayor- ¿Cree que el Consejo va a reunirse para examinar esto? No diga tonterías, hombre. El Leoncio Prado es un colegio, no vamos a permitir un escándalo así. En realidad, algo anda mal en su cabeza, Gamboa. ¿Piensa de veras que voy a dejar que este parte llegue al Ministerio?

— Es lo que yo he dicho al teniente, mi mayor–insinuó el capitán». Pero él se ha empeñado.

— Veamos–dijo el mayor–No hay que perder los controles, la serenidad es capital en todo momento.

Veamos. ¿Quién es el muchacho que hizo la denuncia?

— Fernández, mi mayor. Un cadete de la primera sección.

— ¿Por qué metió al otro al calabozo sin esperar órdenes?

— Tenía que comenzar la investigación, mi mayor. Para interrogarlo, era imprescindible que lo separara de los cadetes. De otro modo, la noticia se habría difundido por todo el año. Por prudencia no he querido hacer un careo entre los dos.

— La acusación es imbécil, absurda–estalló el mayor–Y usted no debió prestarle la menor importancia. Son cosas de niños y nada más. ¿Cómo ha podido dar crédito a esa historia fantástica? jamás pensé que fuera tan ingenuo, Gamboa.