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— ¿Qué haría usted en mi caso, cadete?
— No sé, mi coronel.
— Yo sí, cadete. Tengo un deber que cumplir–Hizo una pausa. Su rostro dejó de ser beligerante, se suavizó. Todo su cuerpo se contrajo y, al retroceder en el asiento, el vientre disminuyó de volumen, se humanizó. El coronel se rascaba el mentón, su mirada erraba por la habitación, parecía sumido en ideas contradictorias. El comandante y el teniente no se movían. Mientras el coronel reflexionaba, Alberto concentraba su atención en el pie que apoyaba el tacón en el piso encerado y permanecía en ángulo:
aguardaba con angustia que la puntera descendiera y comenzara a golpear acompasadamente el suelo.
— Cadete Fernández Temple–dijo el coronel con voz grave. Alberto levantó la cabeza-. ¿Está usted arrepentido?
— Sí, mi coronel–repuso Alberto, sin vacilar.
— Yo soy un hombre con sensibilidad–dijo el coronel-. Y estos papeles me avergüenzan. Son una afrenta sin nombre para el colegio. Míreme, cadete. Usted tiene una formación militar, no es un cualquiera.
Pórtese como un hombre. ¿Comprende lo que le digo?
— Sí, mi coronel.
— ¿Hará todo lo necesario para enmendarse? ¿Tratará de ser un cadete modelo?
_Sí, mi coronel.
— Ver para creer–dijo el coronel–Estoy cometiendo una falta, mi deber me obliga a echarlo a la calle en el acto. Pero, no por usted, sino por la institución que es sagrada, por esta gran familia que formamos los leonciopradinos, voy a darle una última oportunidad. Guardaré estos papeles y lo tendré en observación.
Si sus superiores me dicen, a fin de año, que usted ha respondido a mi confianza, si hasta entonces su foja está limpia, quemaré estos papeles y olvidaré esta escandalosa historia. En caso contrario, si comete una infracción (una sola bastaría, ¿me comprende?), le aplicaré el reglamento, sin piedad. ¿Entendido?
— Sí, mi coronel. — Alberto bajó los ojos y añadió: — Gracias, mi coronel.
— ¿Se da usted cuenta de lo que hago por usted?
— Sí, mi coronel.
— Ni una palabra más. Regrese a su cuadra y pórtese como es debido. Sea un verdadero cadete leonciopradino, disciplinado y responsable. Puede retirarse.
Alberto se cuadró y dio media vuelta. Había dado tres pasos hacia la puerta cuando lo detuvo la voz del coronel:
— Un momento, cadete. Por supuesto, usted guardará la más absoluta reserva sobre lo que se ha hablado aquí. La historia de los papeles, la ridícula invención del asesinato, todo. Y no vuelva a buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro. La próxima vez, antes de jugar al detective, piense que está en el Ejército, una institución donde los superiores vigilan para que todo sea debidamente investigado y sancionado. Puede irse.
Alberto volvió a hacer sonar los tacones y salió. El civil ni siquiera lo miró. En vez de tomar el ascensor bajó por la escalera: como todo el edificio, las gradas parecían espejos.
Ya afuera, ante el monumento al héroe, recordó que en el calabozo había dejado su maletín y el uniforme de salida. Fue hacia la Prevención, a pasos lentos. El teniente de guardia le hizo una venia.
— Vengo a sacar mis prendas, mi teniente.
— ¿Por qué? — repuso el oficial–Usted está en el calabozo por orden de Gamboa.
— Me han ordenado que vuelva a la cuadra.
— Nones–dijo el teniente- ¿No conoce el reglamento? Usted no sale de aquí hasta que el teniente Gamboa me lo indique por escrito. Vaya adentro.
— Sí, mi teniente.
— Sargento–dijo el oficial–Póngalo con el cadete que trajeron del calabozo del estadio. Necesito espacio para los soldados castigados por el capitán Bezada. — Se rascó la cabeza–Esto se está convirtiendo en una cárcel. Ni más ni menos.
El sargento, un hombre macizo y achinado, asintió. Abrió la puerta del calabozo y la empujó con el pie.
— Adentro, cadete–dijo. Y añadió, en voz baja: — Estése tranquilo. Cuando cambie la guardia, le pasaré un fumatélico.
Alberto entró. El Jaguar estaba sentado en la tarima y lo miraba.
Esa vez el flaco Higueras no quería ir, fue contra su voluntad, como sospechando que la cosa iba a salir mal. Unos meses antes, cuando el Rajas le mandó–decir «o trabajas conmigo o no vuelves a pisar el Callao si quieres conservar la cara sana», el flaco me dijo: «ya está, me lo esperaba». Él había estado con el Rajas de muchacho; mi hermano y el flaco fueron sus discípulos. Luego al Rajas lo encanaron y ellos siguieron solos. A los cinco años, el Rajas salió y formó otra banda, y el flaco lo estuvo esquivando hasta que un día lo encontraron dos matones en «El tesoro del puerto» y lo llevaron a la fuerza donde el Rajas. Me contó que no le hicieron nada y que el Rajas lo abrazó y le dijo: «te quiero como a un hijo». Después se emborracharon y se despidieron muy amigos. Pero a la semana le mandó esa advertencia. El flaco no quería trabajar en equipo, decía que era mal negocio, pero tampoco quería convertirse en enemigo del Rajas. Así que me dijo: «voy a aceptar; después de todo, el Rajas es derecho. Pero tú no tienes por qué hacerlo. Si quieres un consejo, vuelve donde tu madre y estudia para doctor. Ya debes tener ahorrada buena platita». Yo no tenía ni un solo centavo y se lo dije. "¿Sabes lo que eres?, me contestó; un putañero, lo que se llama un putañero. ¿Te has gastado toda la plata en los bulines?» Yo le dije que sí.»Todavía tienes mucho que aprender, me dijo; no vale la pena jugarse el pellejo por las polillas. Has debido guardar un poco. Bueno, ¿qué decides?» Le dije que me quedaba con él. Esa misma noche fuimos donde el Rajas, a una chingana inmunda, donde atendía una tuerta. El Rajas era un zambo viejo y apenas se entendía lo que hablaba; todo el tiempo pedía mulitas de pisco. Los otros, unos cinco o seis, zambos, chinos y serranos, miraban al flaco con malos ojos. En cambio el Rajas siempre se dirigía al flaco cuando hablaba y se reía a carcajadas con sus bromas. A mí casi no me miraba. Comenzamos a trabajar con ellos y al principio todo iba bien. Limpiamos casas de Magdalena y la Punta, de San Isidro y Orrantia, de Salaverry y Barranco, pero no del Callao. A mí me ponían de campana y nunca me lanzaban adentro para que les abriera la puerta. Cuando repartían, el Rajas me daba una miseria, pero después el flaco me regalaba de su parte.
Nosotros dos formábamos una yunta y los otros tipos de la banda nos celaban. Una vez, en un bulín, el flaco y el zambo Pancracio pelearon por una polilla y Pancracio sacó la chavela y le rasgó el brazo a mi amigo. Me dio cólera y me le fui encima. Saltó otro zambo y nos mechamos. El Rajas nos hizo abrir cancha. Las polillas gritaban. Estuvimos midiéndonos un rato. Al principio, el zambo me provocaba y se reía, «eres el ratón y yo el gato», me decía, pero le coloqué un par de cabezazos y entonces peleamos de a deveras. El Rajas me convidó un trago y dijo: «me quito el sombrero. ¿Quién le enseñó a pelear a esta paloma?».
Desde ahí, me agarraba con los zambos, los chinos y los serranos del Rajas por cualquier cosa. A veces me soñaban de una patada y otras los aguantaba enterito y los machucaba un poco. Vez que estábamos borrachos nos íbamos a los golpes. Tanto peleamos que al final nos hicimos amigos. Me invitaban a beber y me llevaban con ellos al bulín y al cine, a ver películas de acción. Justamente, ese día habíamos ido al cine, Pancracio, el flaco y yo. A la salida nos esperaba el Rajas, alegre como un cuete. Fuimos a una chingana y ahí nos dijo: «es el golpe del siglo». Cuando contó que el Carapulca lo había llamado para proponerle un trabajo, el flaco Higueras lo cortó: «nada con ésos, Rajas. Nos comen vivos. Son de alto vuelo». El Rajas no le hizo caso y siguió explicando el plan. Estaba muy orgulloso de que el Carapulca lo hubiera llamado, porque era una gran banda y todos les tenían envidia. Vivían como la gente decente, en buenas casas y tenían automóviles. El flaco quiso discutir pero los otros lo callaron. Era para el día siguiente. Todo parecía muy fácil. Como dijo el Rajas, nos encontramos en la Quebrada de Armendáriz a las diez de la noche y ahí estaban dos tipos del Carapulca. Bien vestidos y con bigotes, fumaban cigarrillos rubios y parecía que iban a una fiesta. Estuvimos haciendo tiempo hasta medianoche y después nos fuimos caminando en parejas hasta la línea del tranvía. Ahí encontramos a otro de la banda del Carapulca. «Todo está listo, dijo. No hay nadie. Acaban de salir. Comencemos ya mismo.» El Rajas me puso de campana a una cuadra de la casa, detrás de una pared. Al flaco le pregunté: “¿quiénes entran?». Me dijo: «el Rajas, yo y los carapulcas. Y todos los demás son campanas. Es el estilo de ellos. Eso se llama trabajar seguro». Donde yo estaba plantado no había nadie, no se veía ni una luz en las casas y pensé que todo iba a terminar muy pronto. Pero mientras veníamos, el flaco había estado callado y con la cara amarga. Al pasar, Pancracio me había mostrado la casa. Era enorme y el Rajas dijo: «aquí debe de haber plata para hacer rico a un ejército». Pasó mucho rato. Cuando oí los pitazos, los balazos y los carajos salí corriendo hacia ellos, pero me di cuenta que estaban ensartados: en la esquina había tres patrulleros. Di media vuelta y escapé. En la Plaza Marsano subí al tranvía y en Lima tomé un taxi. Cuando llegué a la chingana sólo encontré a Pancracio.»Era una trampa, me dijo. El Carapulca trajo a los soplones. Creo que los han cogido a todos. Yo vi que al Rajas y al flaco los apaleaban en el suelo. Los cuatro carapulcas se reían, algún día la pagarán. Pero ahora mejor desaparecemos.» Le dije que no tenía un centavo. Me dio cinco soles y me dijo: «cambia de barrio y no vuelvas por aquí. Yo me voy a veranear fuera de Lima por un tiempo».
Esa noche me fui al despoblado de Bellavista y dormí en una zanja. Mejor dicho, estuve tirado de espaldas, viendo la oscuridad, muerto de frío. En la mañana, muy temprano, fui a la Plaza de Bellavista. No iba por ahí desde hacia dos años. Todo estaba igual, menos la puerta de mi casa que la habían pintado. Toqué y no salió nadie. Toqué más fuerte. De adentro, alguien gritó: «no se desesperen, maldita sea». Salió un hombre y yo le pregunté por la señora Domitila. «Ni sé quién es, me dijo: aquí vive Pedro Caifás, que soy yo.» Una mujer apareció a su lado y dijo: "¿la señora Domitila? ¿Una vieja que vivía sola?». «Sí, le dije; creo que sí.» «Ya se murió, dijo la mujer; vivía aquí antes que nosotros, pero hace tiempo.» Yo les dije gracias y me fui a sentar a la plaza y estuve toda la mañana mirando la puerta de la casa de Teresa, a ver si salía. A eso de las doce salió un muchacho. Me le acerqué y le dije: "¿sabes dónde viven ahora esa señora y esa muchacha que vivían antes en tu casa?». «No sé nada», me dijo. Fui otra vez a mi antigua casa y toqué. Salió la mujer. Le pregunté: "¿sabe dónde está enterrada la señora Domitila?». «No sé, me dijo. Ni la conocí. ¿Era algo suyo?» Yo le iba a decir que era mi madre, pero pensé que a lo mejor me andaban buscando los soplones y le dije: «no, sólo quería saber».
— Hola–dijo el Jaguar.
No parecía sorprendido al verlo allí. El sargento había cerrado la puerta, el calabozo estaba en la penumbra.
— Hola–dijo Alberto.
— ¿Tienes cigarrillos? — preguntó el Jaguar. Estaba sentado en la cama, apoyaba la espalda en la pared y Alberto podía distinguir claramente la mitad de su rostro, que caía dentro de la superficie de luz que bajaba de la ventana; la otra mitad era sólo una mancha.
— No–dijo Alberto–El sargento me traerá uno más tarde.
— ¿Por qué te han metido aquí? — dijo el Jaguar.
— No sé. ¿Y a ti?
— Un hijo de puta ha ido a decirle cosas a Gamboa.
— ¿Quién? ¿Qué cosas?
— Oye–dijo el Jaguar, bajando la voz–Seguro tú vas a salir de aquí primero que yo. Hazme un favor. Ven, acércate, que no nos oigan.
Alberto se aproximó. Ahora estaba de pie, a unos centímetros del Jaguar, sus rodillas se tocaban.
— Diles al Boa y al Rulos que en la cuadra hay un soplón. Quiero que averigüen quién ha sido. ¿Sabes lo que le dijo a Gamboa?
— No.
— ¿Por qué creen que estoy aquí los de la sección?
— Creen que por el robo de exámenes.