38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 45

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— Sí–dijo el Jaguar». También por eso. Le ha dicho lo de los exámenes, lo del Círculo, los robos de prendas, que jugamos dinero, que metemos licor. Todo. Hay que saber quién ha sido. Diles que ellos también están fregados si no lo descubren. Y tú también, y toda la cuadra. Es uno de la sección, nadie más puede saber.

— Te van a expulsar–dijo Alberto-. Y quizá te manden a la cárcel.

— Eso me dijo Gamboa. Seguramente van a fregar también al Rulos y al Boa, por lo del Círculo. Diles que averigüen y que me tiren un papel por la ventana con su nombre. Si me expulsan, ya no los veré.

— ¿Qué vas a ganar con eso?

— Nada–dijo el Jaguar–A mí ya me han jodido. Pero tengo que vengarme.

— Eres una mierda, Jaguar–dijo Alberto–Me gustaría que te metieran en la cárcel.

El Jaguar había hecho un pequeño movimiento: seguía sentado en la cama, pero erguido, sin tocar la pared y su cabeza giró unos centímetros para que sus ojos pudieran observar a Alberto. Todo su rostro era visible ahora.

— ¿Has oído lo que he dicho?

— No grites–dijo el Jaguar». ¿Quieres que venga el teniente? ¿Qué te pasa?

— Una mierda–susurró Alberto–Un asesino. Tú mataste al Esclavo.

Alberto había dado un paso atrás y estaba agazapado, pero el Jaguar no lo atacó, ni siquiera se había movido. Alberto veía en la penumbra los dos ojos azules, brillando.

— Mentira–dijo el Jaguar, también en voz muy baja-. Es una calumnia. Le han dicho eso a Gamboa para fregarme. El soplón es alguien que me quiere hacer daño, algún rosquete, ¿no te das cuenta? Dime, ¿todos en la cuadra creen que he matado a Arana?

Alberto no respondió.

— No puede ser–dijo el Jaguar-. Nadie puede creer eso. Arana era un pobre diablo, cualquiera podía echarlo al suelo de un manazo. ¿Por qué iba a matarlo?

— Era mucho mejor que tú–dijo Alberto. Los dos hablaban en secreto. El esfuerzo que hacían para no alzar la voz, congelaba sus palabras, las volvía forzadas, teatrales–Tú eres un matón, tú sí que eres un pobre diablo. El Esclavo era un buen muchacho, tú no sabes lo que es eso. Él era buena gente, no se metía con nadie. Lo fregabas todo el tiempo, día y noche. Cuando entró era un tipo normal y de tanto batirlo tú y los otros lo volvieron un c9judo. Sólo porque no sabía pelear. Eres un desgraciado, Jaguar. Ahora te van a expulsar. ¿Sabes cuál va a ser tu vida? La de un delincuente, te meterán a la cárcel tarde o temprano.

— Mi madre también me decía eso. — Alberto se sorprendió, no esperaba una confidencia. Pero comprendió que el Jaguar hablaba solo; su voz era opaca, árida–Y también Gamboa. No sé qué les puede importar mi vida. Pero yo no era el único que fregaba al Esclavo. Todos se metían con él, tú también, poeta. En el colegio todos friegan a todos, el que se deja se arruina. No es mi culpa. Si a mí no me joden es porque soy más hombre. No es mi culpa.

— Tú no eres más hombre que nadie–dijo Alberto–Eres un asesino y no te tengo miedo. Cuando salgamos de aquí vas a ver.

— ¿Quieres pelear conmigo? — dijo el Jaguar.

— Sí.

— No puedes–dijo el Jaguar–Dime, ¿todos están furiosos conmigo en la cuadra?

— No–dijo Alberto–Sólo yo. Y no te tengo miedo.

— Chist, no grites. Si quieres, pelearemos en la calle. Pero no puedes conmigo, te lo advierto. Estás furioso por gusto. Yo no le hice nada al Esclavo. Sólo lo batía, como todo el mundo. Pero no con mala intención, para divertirme.

— ¿Y eso qué importa? Lo fregabas y todos lo fregaban por imitarte. Le hacías la vida imposible. Y lo mataste.

— No grites, imbécil, van a oírte. No lo maté. Cuando salga, buscaré al soplón y delante de todos le haré confesar que es una calumnia. Vas a ver que es mentira.

— No es mentira–dijo Alberto–Yo sé.

— No grites, maldita sea.

— Eres un asesino.

— Chist.

— Yo te denuncié, Jaguar. Yo sé que tú lo mataste.

Esta vez Alberto no se movió. El Jaguar se había encogido en la tarima.

— ¿Tú le has dicho eso a Gamboa? — dijo el Jaguar, muy despacio.

— Sí. Le dije todo lo que has hecho, todo lo que pasa en la cuadra.

— ¿Por qué has hecho eso?

— Porque me dio la gana.

— Vamos a ver si eres hombre–dijo el Jaguar incorporándose.

VII El teniente Gamboa salió de la oficina del coronel, hizo una venia al civil, aguardó unos instantes el ascensor y como tardaba se dirigió hacia la escalera: bajó las gradas de dos en dos. En el patio, comprobó que la mañana había aclarado: el cielo lucía limpio, en el horizonte se divisaban unas nubes blancas, inmóviles sobre la superficie del mar que destellaba. Fue a paso rápido hasta las cuadras del quinto año y entró a la secretaría. El capitán Garrido estaba en su escritorio, crispado como un puerco espín.

Gamboa lo saludó desde la puerta.

— ¿Y? — dijo el capitán, incorporándose de un salto.

— El coronel me encarga decirle que borre del registro el parte que pasé, mi capitán.

El rostro del capitán se relajó y sus ojos, hasta entonces desabridos, sonrieron con alivio.

— Claro–dijo, dando un golpe en la mesa-. Ni siquiera lo inscribí en el registro. Ya sabía. ¿Qué pasó, Gamboa?

— El cadete retira la denuncia, mi capitán. El coronel ha roto el parte. El asunto debe ser olvidado; quiero decir lo del presunto asesinato, mi capitán. Respecto a lo otro, el coronel ordena que se ajuste la disciplina.

— ¿Más? — dijo el capitán, riendo abiertamente-. Venga, Gamboa. Mire.

Le extendió un alto de papeles repletos de cifras y de nombres.

— ¿Ve usted? En tres días, más papeletas que en todo el mes pasado. Sesenta consignados, casi la tercera parte del año, fíjese bien. El coronel puede estar tranquilo, vamos a poner en vereda a todo el mundo. En cuanto a los exámenes, ya se tomaron las precauciones debidas. Los guardaré yo mismo en mi cuarto, hasta el momento de la prueba; que vengan a buscarlos si se atreven. He doblado los imaginarias y las rondas. Los suboficiales pedirán parte cada hora. Habrá revista de prendas dos veces por semana y lo mismo de armamento ¿Cree que van a seguir haciendo gracias?

— Espero que no, mi capitán.

— ¿Quién tenia razón? — preguntó el capitán, a boca de jarro, con una expresión de triunfo-. ¿Usted o yo?

— Era mi obligación — dijo Gamboa.

— Usted tiene un empacho de reglamentos–dijo el capitán-. No lo critico, Gamboa, pero en la vida hay que ser práctico. A veces, es preferible olvidarse del reglamento y valerse solo del sentido común.

— Yo creo en los reglamentos–dijo Gamboa-. Le voy a confesar una cosa. Me los sé de memoria. Y sepa que no me arrepiento de nada.