38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 47

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— No tengo vergüenza–dijo Alberto–Y cuando salga del colegid, iré a decirle a la Policía que eres un asesino.

— Estás loco–dijo el Jaguar, sin exaltarse–Sabes muy bien que no he matado a nadie. Todos saben que el Esclavo se mató por accidente. Sabes muy bien todo eso, soplón.

— Estás muy tranquilo, ¿no? Porque el coronel, y el capitán y todos aquí son tus iguales, tus cómplices, una banda de desgraciados. No quieren que se hable del asunto. Pero yo diré a todo el mundo que tú mataste al Esclavo.

La puerta del cuarto se abrió. El enfermero traía en las manos una venda nueva y un rollo de esparadrapo. Vendó a Alberto todo el rostro; sólo quedó al descubierto un ojo y la boca. El Jaguar se rió.

— ¿Qué le pasa? — dijo el enfermero-. ¿De qué se ríe?

— De nada–dijo el Jaguar.

— ¿De nada? Sólo los enfermos mentales se ríen solos, ¿sabes?

— ¿De veras? — dijo el Jaguar–No sabía.

— Ya está–dijo el enfermero a Alberto-. Ahora venga usted.

El Jaguar se instaló en la silla que había ocupado Alberto. El enfermero, silbando con más entusiasmo, empapó un algodón con yodo. El Jaguar tenía apenas unos rasguños en la frente y una ligera hinchazón en el cuello. El enfermero comenzó a limpiarle el rostro con sumo cuidado. Silbaba ahora furiosamente.

— iMierda! — gritó el Jaguar, empujando al enfermero con las dos mano s» ¡Indio bruto! ¡Animal!

Alberto y el enfermero se rieron.

— Lo has hecho a propósito–dijo el Jaguar, tapándose un ojo-. Maricón.

— Para qué se mueve–dijo el enfermero, aproximándose–Ya le dije que si entra al ojo, arde horrores. — Lo obligó a alzar el rostro–Saque su mano. Para que entre el aire; así ya no arde.

El Jaguar retiró la mano. Tenía el ojo enrojecido y lleno de lágrimas. El enfermero lo curó suavemente.

Había dejado de silbar pero la punta de su lengua asomaba entre los labios, como una culebrita rosada.

Después de echarle mercurio cromo, le puso unas tiras de venda. Se limpió las manos y dijo:

— Ya está. Ahora firmen ese papel.

Alberto y el Jaguar firmaron el libro de partes y salieron. La mañana estaba aún más clara y, a no ser por la brisa que corría sobre el descampado, se hubiera dicho que el verano había llegado definitivamente. El cielo, despejado, parecía muy hondo. Caminaban por la pista de desfile. Todo estaba desierto, pero al pasar frente al comedor, sintieron las voces de los cadetes y música de vals criollo. En el edificio de los oficiales encontraron al teniente Huarina.

— Alto–dijo el oficial- ¿Qué es esto?

— Nos caímos, mi teniente–dijo Alberto.

— Con esas caras tienen un mes adentro, cuando menos.

Continuaron avanzando hacia las cuadras, sin hablar. La puerta del cuarto de Gamboa estaba abierta, pero no entraron. Permanecieron ante el umbral, mirándose.

— ¿Qué esperas para tocar? — dijo el Jaguar, finalmente Gamboa es tu compinche.

Alberto tocó, una vez.

— Pasen–dijo Gamboa.

El teniente estaba sentado y tenía en sus manos una carta que guardó con precipitación al verlos. Se puso de pie, fue hasta la puerta y la cerró. Con un ademán brusco, les señaló la cama:

— Siéntense.

Alberto y el Jaguar se sentaron al borde. Gamboa arrastró su silla y la colocó frente a ellos; estaba sentado a la inversa, apoyaba los brazos en el espaldar. Tenía el rostro húmedo, como si acabara de lavarse; sus ojos parecían fatigados, sus zapatos estaban sucios y tenía la camisa desabotonada. Con una de sus manos apoyada en la m5jilla y la otra tamborileando en su rodilla, los miró detenidamente.

— Bueno–dijo, después de un momento, con un gesto de impaciencia–Ya saben de qué se trata. Supongo que no necesito decirles lo que tienen que hacer.

Parecía cansado y harto: su mirada era opaca y su voz resignada.

— No sé nada, mi teniente–dijo el Jaguar–No sé nada más que lo que usted me dijo ayer.

El teniente interrogó con los ojos a Alberto.

— No le he dicho nada, mi teniente.

Gamboa se puso de pie. Era evidente que se sentía incómodo, que la entrevista lo disgustaba.

— El cadete Fernández presentó una denuncia contra usted, ya sabe sobre qué. Las autoridades estiman que la acusación carece de fundamento. — Hablaba con lentitud, buscando fórmulas impersonales y economizando palabras; por momentos su boca se contraía en un rictus que prolongaba sus labios en dos pequeños surcos–No debe hablarse más de este asunto, ni aquí ni, por supuesto, afuera. Se trata de algo perjudicial y enojoso para el colegio. Puesto que el asunto ha terminado, ustedes se incorporan desde ahora a su sección y guardarán la discreción más absoluta. La menor imprudencia será castigada severamente. El coronel en persona me encarga advertirles que las consecuencias de cualquier indiscreción caerán sobre ustedes.

El Jaguar había escuchado a Gamboa con la cabeza baja. Pero cuando el oficial se calló, levantó los ojos hacia él.

— ¿Ve usted, mi teniente? Yo se lo dije. Era una calumnia de este soplón. — Y señaló a Alberto con desprecio.

— No era una calumnia–dijo Alberto–Eres un asesino.

— Silencio–dijo Gamboa- ¡Silencio, mierdas!

Automáticamente, Alberto y el Jaguar se incorporaron.

— Cadete Fernández–dijo Gamboa–Hace dos horas, delante de mí, retiró usted todas las acusaciones contra su compañero. No puede volver a hablar de ese asunto, bajo pena de un gravísimo castigo. Que yo mismo me encargaré de aplicar. Me parece que le he hablado claro.

— Mi teniente–balbuceó Alberto–Delante del coronel, yo no sabía, mejor dicho no podía hacer otra cosa.

No me daba chance para nada. Además…

— Además–lo interrumpió Gamboa-, usted no puede acusar a nadie, no puede ser juez de nadie. Si yo fuera director del colegio, ya estaría en la calle. Y espero que en el futuro suprima ese negocio de los papeluchos pornográficos si quiere terminar el año en paz.

— Sí, mi teniente. Pero eso no tiene nada que ver. Yo…

— Usted se ha retractado ante el coronel. No vuelva a abrir la boca. — Gamboa se volvió hacia el Jaguar–En cuanto a usted, es posible que–no tenga nada que ver con la muerte del cadete Arana, Pero sus faltas son muy graves. Le aseguro que no volverá a reírse de los oficiales. Yo lo tomaré a mi cargo. Ahora retírense y no olviden lo que les he dicho.

Alberto y el Jaguar salieron. Gamboa cerró la puerta, tras ellos. Desde el pasillo, escuchaban a lo lejos las

voces y la música del comedor; una marinera había sucedido al vals. Bajaron hasta la pista de desfile. Ya no había viento; la hierba del descampado estaba inmóvil y erecta. Avanzaron hacia la cuadra, despacio.

— Los oficiales son unas mierdas–dijo Alberto, sin mirar al Jaguar–Todos, hasta Gamboa. Yo creí que él era distinto.