38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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— ¡Silencio! — grita.

Los cadetes enmudecen. El teniente tiene los brazos en jarras; baja las manos, que se balancean un momento junto a su cuerpo antes de quedar inmóviles. Camina hacia el batallón; su rostro seco, muy moreno, se ha endurecido. A tres pasos de distancia, lo siguen los suboficiales Varúa, Morte y Pezoa. Gamboa se detiene. Mira su reloj.

— Tres minutos — dice. Pasea la vista de un extremo a otro, como un pastor que contempla su rebaño- ¡Los

perros forman en dos minutos y medio!

Una onda de risas apagadas estremece el batallón. Gamboa levanta la cabeza, curva las cejas: el silencio se restablece en el acto.

— Quiero decir, los cadetes de tercero.

Otra onda de risas, esta vez más audaz. Los rostros de los cadetes se mantienen adustos, las risas nacen en el estómago y mueren a las orillas de los labios, sin alterar la mirada ni las facciones. Gamboa se lleva la mano rápidamente a la cintura: de nuevo el silencio, instantáneo como una cuchillada. Los suboficiales miran a Gamboa, hipnotizados. «Está de buen humor», murmura Vallano.

— Brigadieres — dice Gamboa–Parte de sección.

Acentúa la última palabra, se demora en ella mientras sus párpados se pliegan ligeramente. Un respiro de alivio anima la cola del batallón. En el acto Gamboa da un paso al frente; sus ojos perforan las hileras de cadetes inmóviles.

— Y parte de los tres últimos — añade.

Del fondo del batallón brota un murmullo bajísimo. Los brigadieres penetran en las filas de sus secciones, las papeletas y los lápices en las manos. El murmullo vibra como una maraña de insectos que pugna por escapar de la tela encerada. Alberto localiza con el rabillo del ojo a las víctimas de la primera:

Urioste, Núñez, Revilla. La voz de éste, un susurro, llega a sus oídos: «mono, tú estás consignado un mes, ¿qué te hacen seis puntos? Dame tu sitio». «Diez soles», dice el Mono «No tengo plata; si quieres, te los debo.» «No, mejor o jódete.»

— ¿Quién habla ahí? — grita el teniente. El murmullo sigue flotando, disminuido, moribundo.

— ¡Silencio! — brama Gamboa- ¡Silencio, carajo!

Es obedecido. Los brigadieres emergen de las filas, se cuadran a dos metros de los suboficiales, chocan los tacones, saludan. Después de entregar las papeletas, murmuran: «permiso para regresar a la formación, mi suboficial». Éste hace una venia o responde: «siga». Los cadetes vuelven a sus secciones al paso ligero. Luego, los suboficiales entregan las papeletas a Gamboa. Éste hace sonar los tacones espectacularmente y tiene una manera de saludar propia: no lleva la mano a la sien, sino a la frente, de modo que la palma casi cubre su ojo derecho. Los cadetes contemplan la entrega de partes, rígidos. En las manos de Gamboa, las papeletas se mecen como un abanico. ¿Por qué no da la orden de marcha? Sus Ojos espían el batallón, divertidos. De pronto, sonríe.

— ¿Seis puntos o un ángulo recto? — dice.

Estalla una salva de aplausos. Algunos gritan: «viva Gamboa».

— ¿Estoy loco o alguien habla en la formación? — pregunta el teniente. Los cadetes se callan. Gamboa se pasea frente a los brigadieres, las manos en la cintura.

— Aquí los tres últimos–grita–Rápido. Por secciones.

Urioste, Núñez y Revilla abandonan su sitio a la carrera. Vallano les dice, al pasar: «Tienen suerte que esté Gamboa de servicio, palomitas». Los tres cadetes se cuadran ante el teniente.

— Como ustedes prefieran — dice Gamboa–Ángulo recto o seis puntos. Son libres de elegir.

Los tres responden: «ángulo recto». El teniente asiente y se encoge de hombros. «Los conozco como si los hubiera parido», susurran sus labios y Núñez, Urioste y Revilla sonríen con gratitud. Gamboa ordena:

— Posición de ángulo recto.

Los tres cuerpos se pliegan como bisagras, quedan con la mitad superior paralela al suelo. Gamboa los observa; con el codo baja un poco la cabeza a Revilla.

— Cúbranse los huevos–indica–Con las dos manos.

Luego hace una seña al suboficial Pezoa, un mestizo pequeño y musculoso, de grandes fauces carnívoras. Juega muy bien al fútbol y su patada es violentísima. Pezoa toma distancia. Se ladea ligeramente: una centella se desprende M suelo y golpea. Revilla emite un quejido. Gamboa indica al cadete que retorne a su puesto.

— ¡Bali! — dice luego–Está usted débil, Pezoa. Ni lo movió.

El suboficial palidece. Sus ojos oblicuos están clavados en Núñez. Esta vez patea tomando impulso y con la punta. El cadete chilla al salir proyectado; trastabilla unos dos metros y se desploma. Pezoa busca ansiosamente el rostro de Gamboa. Éste sonríe. Los cadetes sonríen. Núñez, que se ha incorporado y se frota el trasero con las dos manos, también sonríe. Pezoa vuelve a tomar impulso. Urioste es el cadete más fuerte de la primera y, tal vez, del colegio. Ha abierto un poco las piernas para guardar mejor el equilibrio. El puntapié apenas lo remece.

— Segunda sección — ordena Gamboa–Los tres últimos.

Luego pasan los de las otras secciones. A los de la octava, la novena y la décima, que son pequeños, los puntapiés de los suboficiales los mandan rodando hasta la pista de desfile. Gamboa no olvida preguntar a ninguno si prefieren el ángulo recto o los seis puntos. A todos les dice: «son libres de elegir». Alberto ha prestado atención a los primeros ángulos rectos. Luego, trata de recordar las últimas clases de Química. En su memoria nadan algunas fórmulas vagas, algunos nombres desorganizados. "¿Habrá estudiado Vallano?» El Jaguar está a su lado, ha desplazado a alguien. «Jaguar, murmura Alberto. Dame al menos veinte puntos. ¿Cuánto?» "¿Eres imbécil?, responde el Jaguar. Te dije que no tenemos el examen. No vuelvas a hablar de eso. Por tu bien.»

— Desfilen por secciones — ordena Gamboa.

La formación se disuelve a medida que va ingresando al comedor; los cadetes se quitan las cristinas y avanzan hacia sus puestos hablando a gritos. Las mesas son para diez personas; los de quinto ocupan las cabeceras. Cuando los tres años han entrado, el capitán de servicio toca el primer silbato; los cadetes permanecen ante las sillas en posición de firmes. Al segundo silbato se sientan. Durante las comidas, los amplificadores derraman por el enorme recinto marchas militares o música peruana, valses y marineras de la costa y huaynos serranos. En el desayuno sólo resuena la voz de los cadetes, un interminable caos. «Digo que las cosas cambian, porque si no, mi cadete, ¿se va a comer ese bistec enterito? Déjenos siquiera una ñizca, un nervio, mi cadete. Digo que sufrían con nosotros. Oiga Fernández, por qué me sirve tan poco arroz, tan poca carne, tan poca gelatina, oiga no escupa en la comida, oiga ha visto usted la jeta de maldito que tengo, perro no se juegue conmigo. Digo que si mis perros babearan en la sopa, Arróspide y yo les hacíamos la marcha del pato, calatos, hasta botar los bofes. Perros respetuosos, digo, mi cadete quiere usted más bistec, quién tiende hoy mi cama, yo mi cadete, quién me convida hoy el cigarrillo, yo mi cadete, quién me invita una Inca Cola en «La Perlita», yo mi cadete, quién se come mis babas, digo, quién.

El quinto año entra y se sienta. Las tres cuartas partes de las mesas están vacías y el comedor parece más grande. La primera sección ocupa tres mesas. Por las ventanas se divisa el descampado brillante. La vicuña está inmóvil sobre la hierba, las orejas paradas, los grandes ojos húmedos perdidos en el vacío. «Tú te crees que no, pero te he visto dar codazos como un varón para sentarte a mi lado; te crees que no pero cuando Vallano dijo quién sirve y todos gritaron el Esclavo y yo dije por qué no sus madres, a ver por qué, y ellos cantaron ay, ay, ay, vi que bajaste una mano y casi me tocas la rodilla.» Ocho gargantas aflautadas siguen entonando ayes femeninos; algunos excitados unen el pulgar y el índice y avanzan las roscas hacia Alberto. "¿Yo, un rosquete?, dice éste. ¿Y qué tal si me bajo los pantalones?» «Ay, ay, ay.» El Esclavo se pone de pie y llena las tazas. El coro lo amenaza: «Te capamos si sirves poca leche». Alberto se vuelve hacia Vallano: — ¿Sabes Química, negro?

— No.

— ¿Me soplas? ¿Cuánto?

Los Ojos movedizos y saltones de Vallano echan en torno una mirada desconfiada. Baja la voz:

— Cinco cartas.

— ¿Y tu mamá? — pregunta Alberto -. ¿Cómo está?

— Bien — dice Vallano–Si te conviene, avisa.

El Esclavo acaba de sentarse. Una de sus manos se alarga para coger un pan. Arróspide le da un manotazo: el pan rebota en la mesa y cae al suelo. Riendo a carcajadas, Arróspide se inclina a recogerlo. La risa cesa. Cuando su cara, asoma nuevamente, está serio. Se levanta, estira un brazo, su mano se cierra sobre el cuello de Vallano. «Digo hay que ser bruto porfiado para ver y no ver los colores con tanta luz. 0 tener mala estrella, tina suerte de perro. Digo para robar hay que ser vivo, aunque sea un cordón, aunque sea una pezuña, qué sería si Arróspide lo cosiera a cabezazos, el negro y el blanco, qué sería.» «Ni me fijé que era negro», dice Vallano, sacándose el cordón de] botín. Arróspide lo recibe, ya calmado. «Sino me lo dabas, te molía, negro», dice. El coro estalla, quebrada y melifluo, cadencioso: ay, ay, ay. «Bah, dice Vallano. Juro que te vaciaré el ropero antes que termine el año. Ahora necesito un cordón. Véndeme uno Cava, tú que eres mercachifle. Oye, no ves que estoy hablando contigo, qué te pasa, piojoso.» Cava levanta bruscamente los ojos de la taza vacía y mira a Vallano con terror. "¿Qué?, dice. ¿Qué?» Alberto se inclina hacia el Esclavo: — ¿Estás seguro que viste a Cava anoche?

Sí — dice el Esclavo -. Seguro que era él.

Mejor no digas a nadie que lo viste. Ha pasado algo. El Jaguar dice que no se tiraron el examen. Y mírale la cara al serrano.

Al oír el silbato, todos se ponen de pie y salen corriendo hacia el descampado, donde los espera Gamboa, los brazos cruzados sobre el pecho y el pito en la boca. La vicuña echa a correr despavorida ante esa invasión. «Le diré, no ves que me han jalado en Química por ti, no ves que ando enfermo por ti, Pies Dorados, no ves. Toma los veinte soles que me prestó el Esclavo y si quieres te escribiré cartas, pero no seas mala, no me asustes, no hagas que me jalen en Química, no ves que el Jaguar no quiere venderme ni un punto, no ves que estoy más pobre que la Malpapeada.» Los brigadieres vuelven a contar los efectivos y a dar parte a los suboficiales y éstos al teniente Gamboa. Ha comenzado a caer una garúa muy fina. Alberto toca con su pie la pierna de Vallano. Éste lo mira de reojo.

Tres cartas, negro.

Cuatro.

Bueno, cuatro.

Vallano asiente, pasándose la lengua por los labios en busca de las últimas migas de pan.

El aula de la primera sección está en el segundo piso del edificio nuevo, aunque descolorido y manchado por la humedad, que se yergue junto al salón de actos, un gran cobertizo de banquetas rústicas donde se pasa películas a los cadetes una vez por semana. La garúa ha convertido la pista de desfile en un espejo sin fondo. Los botines se posan en la superficie resplandeciente, caen y rebotan al compás del silbato. La marcha se transforma en trote cuando la formación llega a la escalera; los botines resbalan, los suboficiales maldicen. Desde las aulas se ve, a un lado, el patio de cemento, donde cualquier otro día seguirían desfilando hacia sus pabellones los cadetes de cuarto y los perros de tercero, bajo los escupitajos y proyectiles de los de quinto. El negro Vallano arrojó una vez un pedazo de madera. Se oyó un grito y luego, un perro cruzó el patio como una exhalación, tapándose la oreja con las manos: entre sus dedos corría un hilo de sangre que el sacón absorbía en una mancha oscura. La sección estuvo consignada dos semanas, pero el culpable no fue descubierto. El primer día de salida, Vallano trajo dos paquetes de cigarrillos para los treinta cadetes. «Es mucho, caramba, protestaba el negro. Basta con un paquete por cráneo.» El Jaguar y los suyos le advirtieron: «dos o se reunirá el Círculo».

Sólo veinte puntos — dice Vallano -. Ni uno más. Yo no me juego la cabeza por unas cuantas cartas.

No — responde Alberto -. Al menos treinta. Y yo te indico las preguntas con el dedo. Además, no me dictas. Me muestras tu examen.