38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 52

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Después de cruzar la avenida Petit Thotiars se detuvo en la segunda casa y silbó. El jardín de la entrada desbordaba de flores, el pasto húmedo relucía. "¡Ya bajo!», gritó una voz de muchacha. Miró a todos lados: no había nadie, Marcela debía estar en la escalera. ¿Lo haría pasar? Alberto tenía la intención de proponerle un paseo hasta las diez. Irían hacia la línea del tranvía, bajo los árboles de la avenida. Podría besarla. Marcela apareció al fondo del jardín: llevaba pantalones y una blusa suelta a rayas negras y granates. Venía hacia él sonriendo y Alberto pensó: «qué bonita es». Sus ojos y sus cabellos oscuros contrastaban con su piel, muy blanca. — Hola–dijo Marcela–Has venido más temprano.

— Si quieres me voy–dijo él. Se sentía dueño de sí mismo. Al principio, sobre todo los días que siguieron a

la fiesta donde se declaró a Marcela, se sentía un poco intimidado en el mundo de su infancia, después del oscuro paréntesis de tres años que lo había arrebatado a las cosas hermosas. Ahora estaba siempre seguro y podía bromear sin descanso, mirar a los otros de igual a igual y, a veces, con cierta superioridad.

— Tonto–dijo ella.

— ¿Vamos a dar una vuelta? Pluto no vendrá antes de media hora.

— Sí–dijo Marcela-. Vamos–se llevó un dedo a la sien. ¿Qué sugería? — Mis papás están durmiendo. Anoche fueron a una fiesta, en Ancón. Llegaron tardísimo. Y yo que regresé del Parque antes de las nueve.

Cuando se hubieron alejado unos metros de la casa, Alberto le cogió la mano.

— ¿Has visto qué sol? — dijo–Está formidable para la playa.

— Tengo que decirte una cosa–dijo Marcela. Alberto la miró: tenía una sonrisa encantadoramente maliciosa y una nariz pequeñita e impertinente. Pensó: «es lindísima»

— ¿Qué cosa?

— Anoche conocí a tu enamorada.

¿Se trataba de una broma? Todavía no estaba plenamente adaptado, a veces alguien hacía una alusión que todos los del barrio comprendían y él se sentía perdido, a ciegas. No podía desquitarse: ¿cómo hacerles a ellos las bromas de las cuadras? Una imagen bochornosa lo asaltó: el Jaguar y Boa escupían sobre el Esclavo, atado a un catre.

— ¿A quién? — dijo, cautelosamente.

— A Teresa–dijo Marcela-. Esa que vive en Lince.

El calor, que había olvidado, se hizo presente de improviso, como algo ofensivo y poderosísimo, aplastante. Se sintió sofocado.

— ¿A Teresa dices?

Marcela se rió:

— ¿Para qué crees que te pregunté dónde vivía? — Hablaba con un dejo triunfal, estaba orgullosa de su hazaña–Pluto me llevó en su auto, después del Parque.

— ¿A su casa? — tartamudeó Alberto.

— Sí–dijo Marcela; sus ojos negros ardían-. ¿Sabes lo que hice? Toqué la puerta y salió ella misma. Le pregunté si vivía ahí la señora Grellot, ¿sabes quién es, no?, mi vecina. — Calló un instante–Tuve tiempo de mirarla.

Él ensayó una sonrisa. Dijo, a media voz,”eres una loca», pero el malestar lo había invadido de nuevo. Se sentía humillado.

— Dime–dijo Marcela, con una voz muy dulce y perversa- ¿Estabas muy enamorado de esa chica?

— No–dijo Alberto-. Claro que no. Era una cosa de colegiales.

— Es una fea–exclamó Marcela, bruscamente irritada-. Una huachafa fea.

A pesar de su confesión, Alberto se sintió complacido. «Está loca por mí, pensó. Se muere de celos.» Dijo:

— Tú sabes que sólo estoy enamorado de ti. No he estado enamorado de nadie como de ti.

Marcela le apretó la mano y él se detuvo. Estiró un brazo para tomarla del hombro y atraerla pero ella resistía: su rostro giraba, los ojos recelosos espiaban el contorno. No había nadie. Alberto sólo rozó sus labios. Siguieron caminando.

— ¿Qué te dijo? — preguntó Alberto.

— ¿Ella? — Marcela se rió con una risa aseada, líquida. Nada. Me dijo que ahí vivía la señora no sé qué. Un nombre rarísimo, ni me acuerdo. Pluto se divertía a morir. Comenzó a decir cosas desde el auto y ella cerró la puerta. Nada más. ¿No la has vuelto a ver, no?

— No–dijo Alberto-. Claro que no.

— Dime. ¿Te paseabas con ella por el Parque Salazar?

— Ni siquiera tuve tiempo. Sólo la vi unas cuantas veces, en su casa o en Lima. Nunca en Miraflores.

— ¿Y por qué peleaste con ella? — preguntó Marcela.

Era inesperado: Alberto abrió la boca pero no dijo nada. ¿Cómo explicar a Marcela algo que él mismo no comprendía del todo? Teresa formaba parte de esos tres años de Colegio Militar, era uno de esos cadáveres que no convenía resucitar.

— Bah–dijo–Cuando salí del Colegio me di cuenta que no me gustaba. No volví a verla.

Habían llegado a la línea del tranvía. Bajaron por la avenida Reducto. Él le pasó el brazo por el hombro:

bajo su mano, latía una piel suave, tibia, que debía ser tocada con prudencia, como si fuera a deshacerse.

¿Por qué había contado a Marcela la historia de Teresa? Todos los del barrio hablaban de sus enamoradas, la misma Marcela había estado con un muchacho de San isidro; no quería pasar por un

principiante. El hecho de regresar del Colegio Leoncio Prado le daba cierto prestigio en el barrio, lo miraban como al hijo pródigo, alguien que retorna al hogar después de vivir una gran aventura. ¿Qué hubiera ocurrido si esa noche no encuentra allí, en la esquina de Diego Ferré, a los muchachos del barrio?

— Un fantasma–dijo Pluto-. ¡Un fantasma, sí, señor!

El Bebe lo tenía abrazado, Helena le sonreía, Tico le presentaba a los de3conocidos, Molly decía «hace tres años que no lo veíamos, nos había olvidado», Emilio lo llamaba «ingrato» y le daba golpecitos afectuosos en la espalda.

— Un fantasma–repitió Pluto-. ¿No les da miedo?

Él estaba con su traje de civil, el uniforme reposaba sobre una silla, el quepí había rodado al suelo, su madre había salido, la casa desierta lo exasperaba, tenía ganas de fumar, sólo hacía dos horas que estaba libre y lo desconcertaban las infinitas posibilidades para ocupar su tiempo que se abrían ante él. — Iré a comprar cigarrillos, pensó; y después, donde Teresa. «Pero una vez que salió y compró cigarrillos, no subió al Expreso, sino que estuvo largo rato ambulando por las calles de Miraflores como lo hubiera hecho un turista o un vagabundo: la avenida Larco, los Malecones, la Diagonal, el Parque Salazar y de pronto allí estaban el Bebe, Pluto, Helena, una gran rueda de rostros sonrientes que le daban la bienvenida.

— Llegas justo–dijo Molly–Necesitábamos un hombre para el paseo a Chosica. Ahora estamos completos, ocho parejas.

Se quedaron conversando hasta el anochecer, se pusieron de acuerdo para ir en grupo a la playa al día siguiente. Cuando se despidió de ellos, Alberto regresó a su casa, andando lentamente, absorbido por preocupaciones recién adquiridas. Marcela ¿Marcela qué?, no la había visto nunca, vivía en la avenida Primavera, era nueva en Mira flores, le había dicho: ¿Pero vienes de todas maneras, no?». Su ropa de baño estaba vieja, tenía que convencer a su madre que le comprase otra, mañana mismo, a primera hora, para estrenarla en la Herradura.

— ¿No es formidable? — dijo Pluto-. ¡Un fantasma de carne y hueso!

— Sí–dijo el teniente Huarina-. Pero vaya rápido donde el capitán.

«Ahora no me puede hacer nada, pensó Alberto. Ya nos dieron las libretas. Le diré en su cara lo que es.»

Pero no se lo dijo, se cuadró y lo saludó respetuosamente. El capitán le sonreía, sus ojos examinaban el uniforme de parada. «Es la última vez que me lo pongo», pensaba Alberto. Mas no se sentía exaltado ante la perspectiva de dejar el Colegio para siempre.

— Está bien–dijo el capitán-. Límpiese el polvo de los zapatos. Y preséntese al despacho del coronel sobre la marcha.