38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 53

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Subió las escaleras con un presentimiento de catástrofe. El civil le preguntó su nombre y se apresuró a abrirle la puerta. El coronel estaba en su escritorio. Esta vez también lo impresionó el brillo del suelo, las paredes y los objetos; hasta la piel y los cabellos del coronel parecían encerados.

— Pase, pase, cadete–dijo el coronel.

Alberto seguía intranquilo. ¿Qué escondían ese tono afectuoso, esa mirada amable? El coronel lo felicitó por sus exámenes. "¿Ve usted?, le dijo; con un poco de esfuerzo se obtienen muchas recompensas. Sus calificativos son excelentes.» Alberto no decía nada, recibía los elogios inmóvil y al acecho.

«En el Ejército, afirmaba el coronel, la justicia se impone tarde o temprano. Es algo inherente al sistema, usted se debe haber dado cuenta por experiencia propia. Veamos, cadete Fernández: estuvo a punto de arruinar su vida, de manchar un apellido honorable, una tradición familiar ilustre. Pero el Ejército le dio una última oportunidad. No me arrepiento de haber confiado en usted. Déme la mano, cadete.» Alberto tocó un puñado de carne blanda, esponjosa. «Se ha enmendado usted, añadió el coronel. Enmendado, sí.

Por eso lo he hecho venir. Dígame, ¿cuáles son sus planes para el futuro?» Alberto le dijo que iba a ser ingeniero. «Bien, dijo el coronel. Muy bien. La Patria necesita técnicos. Hace usted bien, es una profesión útil. Le deseo mucha suerte.» Alberto, entonces, sonrió con timidez y dijo: `no sé cómo agradecerle, mi coronel. Muchas gracias, muchas». «Puede retirarse ahora, le dijo el coronel. Ah, y no olvide inscribirse en la Asociación de exalumnos. Es preciso que los cadetes mantengan vínculos con el colegio. Todos formamos una gran familia.» El Director se puso de pie, lo acompañó hasta la puerta y sólo allí recordó algo. «Es cierto, dijo, haciendo un trazo aéreo con la mano. Olvidaba un detalle.» Alberto se cuadró.

— ¿Recuerda usted unas hojas de papel? Ya sabe de qué hablo, un asunto feo.

Alberto bajó la cabeza y murmuró:

— Sí, mi coronel.

— He cumplido mi palabra–dijo el coronel-. Soy un hombre de honor. Nada empañará su futuro. He

destruido esos documentos.

Alberto le agradeció efusivamente y se alejó haciendo venias: el coronel le sonreía desde el umbral de su despacho.

— Un fantasma–insistió Pluto-. ¡Vivito y coleando!

— Ya basta–dijo el Bebe-. Todos estamos muy contentos con la venida de Alberto. Pero déjanos hablar.

— Tenemos que ponernos de acuerdo para el paseo–dijo Molly.

— Claro–dijo Emilio–Ahora mismo.

— De paseo con un fantasma–dijo Pluto-. ¡Qué formidable!

Alberto caminaba de vuelta a su casa, ensimismado, aturdido. El invierno moribundo se despedía de Miraflores con una súbita neblina que se había instalado a media altura, entre la tierra y la cresta de los árboles de la avenida Larco: al atravesarla, las luces de los faroles se debilitaban, la neblina estaba en todas partes ahora, envolviendo y disolviendo objetos, personas, recuerdos: los rostros de Arana y el Jaguar, las cuadras, las consignas, perdían actualidad y, en cambio, un olvidado grupo de muchachos y muchachas volvía a su memoria, él conversaba con esas imágenes de sueño en el pequeño cuadrilátero de hierba de la esquina de Diego Ferré y nada parecía haber cambiado, el lenguaje y los gestos le eran familiares, la vida parecía tan armoniosa y tolerable, el tiempo avanzaba sin sobresaltos, dulce y excitante como los ojos oscuros de esa muchacha desconocida que bromeaba con él cordialmente, una muchacha pequeña y suave, de voz clara y cabellos negros. Nadie se sorprendía al verlo allí de nuevo, convertido en un adulto; todos habían crecido, hombres y mujeres parecían más instalados en el mundo, pero el clima no había variado y Alberto reconocía las preocupaciones de antaño, los deportes y las fiestas, el cinema, las playas, el amor, el humor bien criado, la malicia fina. Su habitación estaba a oscuras; de espaldas en el lecho, Alberto soñaba sin cerrar los ojos. Habían bastado apenas unos segundos para que el mundo que abandonó le abriera sus puertas y lo recibiera otra vez en su seno sin tomarle cuentas, como si el lugar que ocupaba entre ellos le hubiera sido celosamente guardado durante esos tres años. Había recuperado su porvenir.

— ¿No te daba vergüenza? — dijo Marcela.

— ¿Qué?

— Pasearte con ella en la calle.

Sintió que la sangre afluía a su rostro. ¿Cómo explicarle que no sólo no le daba vergüenza, sino que se sentía orgulloso de mostrarse ante todo el mundo con Teresa? ¿Cómo explicarle que, precisamente, lo único que lo avergonzaba en ese tiempo era no ser como Teresa, alguien de Lince o de Bajo el Puente, que su condición de miraflorino en el Leoncio Prado era más bien humillante?

— No–dijo–No me daba vergüenza.

— Entonces estabas enamorado de ella–dijo Marcela–Te odio.

Él le apretó la mano; la cadera de la muchacha tocaba la suya y Alberto, a través de ese breve contacto, sintió una ráfaga de deseo. Se detuvo.

— No–dijo ella–Aquí no, Alberto.

Pero no resistió y él pudo besarla largamente en la boca. Cuando se separaron, Marcela tenía el rostro arrebatado y los Ojos ardientes.

— ¿Y tus papás? — dijo ella.

— ¿Mis papás?

— ¿Qué pensaban de ella?

— Nada. No sabían.

Estaban en la alameda Ricardo Palma. Caminaban por el centro, bajo los altos árboles que sombreaban a trozos el paseo. Había algunos transeúntes y una vendedora de flores, bajo un toldo. Alberto soltó el hombro de Marcela y la tomó de la mano. A lo lejos, una línea constante de automóviles ingresaba a la avenida Larco. «Van a la playa», pensó Alberto.

— ¿Y de mí, saben? — dijo Marcela.

— Sí–repuso él–Y están encantados. Mi papá dice que eres muy linda.

— ¿Y tu mamá?

— También.

— ¿De veras?

— Sí, claro que sí. ¿Sabes lo que dijo mi papá el otro día? Que antes de mi viaje te invite para que vayamos de paseo, un domingo, a las playas del Sur. Mis papás, tú y yo.

— Ya está–dijo ella-. Ya hablaste de eso.

— Oh, pero si vendré todos los años. Estaré aquí las vacaciones íntegras, tres meses cada año. Además, es

una carrera muy corta. En Estados Unidos no es como aquí, todo es más rápido, más perfeccionado.

— Prometiste no hablar de eso, Alberto–protestó ella-. Te odio.

— Perdóname–dijo él-. Fue sin darme cuenta. ¿Sabes que mis papás se llevan ahora muy bien?

— Sí. Ya me contaste. ¿Y ya no sale nunca tu papá? Él tiene la culpa de todo. No comprendo cómo lo soporta tu mamá.

— Ahora está más tranquilo–dijo Alberto-. Están buscando otra casa, más cómoda. Pero a veces mi papá se escapa y sólo aparece al día siguiente. No tiene remedio.

— ¿Tú no eres como él, no?

— No–dijo Alberto–Yo soy muy serio.

Ella lo miró con ternura. Alberto pensó: «estudiaré mucho y seré un buen ingeniero. Cuando regrese, trabajaré con mi papá, tendré un carro convertible, una gran casa con piscina. Me casaré con Marcela y seré un donjuan. Iré todos los sábados a bailar al Grill Bolívar y viajaré mucho. Dentro de algunos años ni me acordaré que estuve en el Leoncio Prado».

— ¿Qué te pasa? — dijo Marcela-. ¿En qué piensas?

Estaban en la esquina de la avenida Larco. A su alrededor había gente; las mujeres llevaban blusas y faldas de colores claros, zapatos blancos, sombreros de paja, anteojos para el sol. En los automóviles convertibles se veía hombres y mujeres en ropa de baño, conversando y riendo.

— Nada–dijo Alberto-. No me gusta acordarme del Colegio Militar.