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«Ni fue tan grave como decían, ni como me pareció entonces, sin contar lo que pasó cuando Gamboa entró al baño después de silencio, ni se puede comparar ese mes con los otros domingos de consigna, ni se puede.» Esos domingos, el tercer año era dueño del colegio. Proyectaban una película al mediodía y en las tardes venían las familias: los perros se paseaban por la pista de desfile, el descampado, el estadio y los patios, rodeados de personas solícitas. Una semana antes de la primera salida, les probaron los uniformes de paño: pantalones añil y guerreras negras, con botones dorados; quepí blanco. El cabello crecía lentamente sobre los cráneos y también la codicia de la calle. En la sección, después de las reuniones del Círculo, los cadetes se comunicaban sus planes para la primera–salida. “¿Y cómo supo, pura casualidad, o un soplón, y si hubiera estado Huarina de servicio, o el teniente Cobos? Sí, por lo menos no tan rápido, se me ocurre que si no descubre el Círculo la sección no se hubiera vuelto un muladar, estaríamos vivitos y coleando, no tan rápido.» El Jaguar estaba de pie y describía a un cadete de cuarto, un brigadier. Los demás lo escuchaban en cuclillas, como de costumbre; las colillas pasaban de mano en mano. El humo ascendía, chocaba contra el techo, bajaba hasta el suelo y quedaba circulando por la habitación como un monstruo translúcido y cambiante. «Pero ése qué había hecho, no es cuestión de echarnos un muerto a la espalda, Jaguar, decía Vallano, está bien la venganza pero no tanto, decía Urioste, lo que me apesta en ese asunto es que puede quedar tuerto, decía Pallasta, el que las busca las encuentra, decía el Jaguar, y mejor si lo averiamos, qué había hecho, y qué fue primero, ¿el portazo, el grito?» El teniente Gamboa debió golpear la puerta con las dos manos, o abrirla de un puntapié; pero los cadetes quedaron sobrecogidos, no al oír el ruido del portazo, ni el grito de Arróspide, sino al ver que el humo estancado huía por el boquerón oscuro de la cuadra, casi colmado por el teniente Gamboa que sostenía la puerta con las dos manos. Las colillas cayeron al suelo, humeando. Estaban descalzos y no se atrevían a apagarlas. Todos miraban al frente y exageraban la actitud marcial. Gamboa pisó los cigarrillos. Luego contó a los cadetes.
Treinta y dos–dijo–La sección completa. ¿Quién es el brigadier? Arróspide dio un paso adelante.
Explíqueme este juego con detalles — dijo Gamboa, tranquilamente–Desde el principio. Y no se olvide de nada.
Arróspide miraba oblicuamente a sus compañeros y el teniente Gamboa aguardaba, quieto como un árbol. "¿Qué parecía como lo lloraba? Y después todos éramos sus hijos, cuando comenzamos a llorarle, y qué vergüenza, mi teniente, usted no puede saber cómo nos bautizaban, ¿no es cosa de hombres defenderse?, y qué vergüenza, nos pegaban, mi teniente, nos hacían daño, nos mentaban las madres, mire cómo tiene el fundillo Montesinos de tanto ángulo recto que le dieron, mi teniente, y él como si lloviera, qué vergüenza, sin decirnos nada, salvo qué más, hechos concretos, omitir los comentarios, hablar uno por uno, no hagan bulla que molestan a las otras secciones, y qué vergüenza el reglamento, comenzó a recitarlo, debería expulsarlos a todos, pero el Ejército es tolerante y comprende a los cachorros que todavía ignoran la vida militar, el respeto al superior y la camaradería, y este juego se acabó, sí mi teniente, y por ser primera y última vez no pasaré parte, sí mi teniente, me limitaré a dejarlos sin la primera salida, sí mi teniente, a ver si se hacen hombrecitos, sí mi teniente, conste que una reincidencia y no paro hasta el Consejo de Oficiales, sí mi teniente, y apréndanse de memoria el reglamento si quieren salir el sábado siguiente, y ahora a dormir, y los imaginarias a sus puestos, me darán parte dentro de cinco minutos, sí mi teniente. — El Círculo no volvió a reunirse, aunque más tarde el Jaguar pusiera el mismo nombre a su grupo. Ese sábado primero de junio, los cadetes de la sección, desplegados a lo largo de la baranda herrumbrosa, vieron a los perros de las otras secciones, soberbios y arrogantes como un torrente, volcarse en la avenida Costanera, teñirla con sus uniformes relucientes, el blanco inmaculado de los quepis y los lustrosos maletines de cuero; los vieron aglomerarse en el mordido terraplén, con el mar crujiente a la espalda, en espera M ómnibus Miraflores — Callao, o avanzar por el centro de la carretera hacia la avenida de las Palmeras, para ganar la avenida Progreso (que hiende las chacras y penetra en Lima por Breña o, en dirección contraria, continúa bajando en una curva suave y amplísima hasta Bellavista y el Callao); los vieron desaparecer y cuando el asfalto quedó nuevamente solitario y humedecido por la neblina, seguían con las narices en los barrotes; luego escucharon la corneta que llamaba al almuerzo y fueron caminando despacio y en silencio hacia el año, alejándose del héroe que había contemplado con sus pupilas ciegas la explosión de júbilo de los ausentes y la angustia de los consignados, que desaparecían entre los edificios plomizos.
Esta misma tarde, al salir del comedor ante la mirada lánguida de la vicuña, surgió la primera pelea en la sección. "¿Yo me hubiera dejado, Vallano se hubiera dejado, Cava se hubiera dejado, Arróspide, quién? Nadie, sólo él, porque el Jaguar no es dios y entonces todo hubiera sido distinto, si contesta, distinto si se mecha o coge una piedra o un palo, distinto aun si se echa a correr, pero no a temblar, hombre, eso no se hace.» Estaban todavía en las escaleras, amontonados, y de pronto hubo una confusión y dos cayeron dando traspiés sobre la hierba. Los caídos se incorporaban; treinta pares de Ojos los contemplaban desde las gradas como desde un tendido. No alcanzaron a intervenir, ni siquiera a comprender de inmediato lo ocurrido, porque el Jaguar se revolvió como un felino atacado y golpeó al otro, directamente al rostro y sin ningún aviso y luego se dejó caer sobre él y lo siguió golpeando en la cabeza, en el rostro, en la espalda; los cadetes observaban esos dos puños constantes y ni siquiera escuchaban los gritos del otro, «perdón, Jaguar, fue de casualidad que te empujé, juro que fue casual». «Lo que no debió hacer fue arrodillarse, eso no. Y además, juntar las manos, parecía mi madre en las novenas, un chico en la iglesia recibiendo la primera comunión, parecía que el Jaguar era el obispo y él se estuviera confesando, me acuerdo de eso, decía Rospigliosi y la carne se me escarapela, hombre.» El Jaguar estaba de pie, miraba con desprecio al muchacho arrodillado y todavía tenía el puño en alto como si fuera a dejarlo caer de nuevo sobre ese rostro lívido. Los demás no se movían. «Me das asco — dijo el Jaguar–No tienes dignidad ni nada. Eres un esclavo.»
— 0cho y treinta — dice el teniente Garrido — Faltan diez minutos.
En el aula hay una especie de ronquidos instantáneos, un estremecimiento de carpetas. «Me iré a fumar un cigarrillo al baño», piensa Alberto, mientras firma la hoja de examen. En ese momento la bolita de papel cae sobre el tablero de la carpeta, rueda unos centímetros bajo sus ojos y se detiene contra su brazo. Antes de cogerla, echa una mirada circular. Luego alza la vista: el teniente Gamboa le sonríe. "¿Se habrá dado cuenta?», piensa Alberto, bajando los ojos en el momento en que el teniente dice:
— Cadete, ¿quiere pasarme eso que acaba de aterrizar en su carpeta? ¡Silencio los demás!
Alberto se levanta. Gamboa recibe la bolita de papel sin mirarla. La desenrolla y la pone en alto, a contraluz. Mientras la lee, sus Ojos son dos saltamontes que brincan M papel a las carpetas. — ¿Sabe lo qué hay aquí, cadete? — pregunta Gamboa.
No, mi teniente.
Las fórmulas del examen, nada menos. ¿Qué le parece? ¿Sabe quién le ha hecho este regalo?
No, mi teniente.
Su ángel de la guarda — dice Gamboa- ¿Sabe quién es?
No, mi teniente.
Vaya a sentarse y entrégueme el examen. — Gamboa hace trizas la hoja y pone los pedazos blancos en un pupitre–El ángel de la guarda–añade–tiene treinta segundos para ponerse de pie.
Los cadetes se miran unos a otros.
Van quince segundos — dice Gamboa–He dicho treinta.
Yo, mi teniente — dice una voz frágil.
Alberto se vuelve: el Esclavo está de pie, muy pálido y no parece sentir las risas de los demás.
Nombre — dice Gamboa.
Ricardo Arana.
— ¿Sabe usted que los exámenes son individuales?
— Sí, mi teniente.
— Bueno – dice Gamboa — Entonces sabrá también que yo tengo que consignarlo sábado y domingo. La vida militar es así, no se casa con nadie, ni con los ángeles. — Mira su reloj y agrega: — La hora. Entreguen los exámenes.
Yo estaba en el Sáenz Peña y a la salida volvía a Bellavista caminando. A veces me encontraba con Higueras, un amigo de mi hermano, antes que a Perico lo metieran al Ejército. Siempre me preguntaba: "¿qué sabes de él?». «Nada, desde que lo mandaron a la selva nunca escribió.» "¿A dónde vas tan apurado?, ven a conversar un rato.» Yo quería regresar a Bellavista lo más pronto, pero Higueras era mayor que yo, me hacía un favor tratándome como a uno de su edad. Me llevaba a una chingana y me decía: "¿qué tomas?». «No sé, cualquier cosa, lo que tú.» «Bueno, decía el flaco Higueras; ¡chino, dos cortos!» Y después me daba una palmada: «cuidado te emborraches». El pisco me hacía arder la garganta y lagrimear. Él decía:" chupa un poco de limón. Así es más suave. Y fúmate un cigarrillo». Hablábamos de fútbol, del colegio, de mi hermano. Me contó muchas cosas de Perico, al que yo creía un pacífico y resulta que era un gallo de pelea, una noche se agarró a chavetazos por una mujer. Además, quién hubiera dicho, era un enamorado. Cuando Higueras me contó que había preñado a una muchacha y que por poco lo casan a la fuerza, quedé mudo. «Sí, me dijo, tienes un sobrino que debe andar por los cuatro años. ¿No te sientes viejo?» Pero sólo me entretenía un rato, después buscaba cualquier pretexto para irme. Al entrar a la casa me sentía muy nervioso, qué vergüenza que mi madre pudiera sospechar. Sacaba los libros y decía «voy a estudiar al lado» y ella ni siquiera me contestaba, apenas movía la cabeza, a veces ni eso. La casa de al lado era más grande que la nuestra, pero también muy vieja. Antes de tocar me frotaba las manos hasta ponerlas rojas, ni así dejaban de sudar. Algunos días me abría la puerta Tere. Al verla, me entraban ánimos. Pero casi siempre salía su tía. Era amiga de mi madre; a mí no me quería, dicen que de chico la fregaba todo el tiempo. Me hacía pasar gruñendo «estudien en la cocina, ahí hay más luz». Nos poníamos a estudiar mientras la tía preparaba la comida y el cuarto se llenaba de olor a cebollas y ajos. Tere hacía todo con mucho orden, daba admiración ver sus cuadernos y sus libros tan bien forrados, y su letra chiquita y pareja; jamás hacía una mancha, subrayaba todos los títulos con dos colores. Yo le decía «serás una pintora para hacerla reír. Porque se reía cada vez que yo abría la boca y de una manera que no se puede olvidar. Se reía de verdad, con mucha fuerza y aplaudiendo, A veces la encontraba regresando del colegio y cualquiera se daba cuenta que era distinta de las otras chicas, nunca estaba despeinada ni tenía tinta en las manos. A mí lo que más me gustaba de ella era s1i cara. Tenía piernas delgadas y todavía no se le notaban los senos, o quizás sí, pero creo que nunca pensé en sus piernas ni en sus senos, sólo en su cara. En las noches, si me estaba frotando en la cama y de repente me acordaba de ella, me daba vergüenza y me iba a hacer pis. Pero en cambio sí pensaba todo el tiempo en besarla. En cualquier momento cerraba los Ojos y la veía, y nos veía a los dos, ya grandes y casados. Estudiábamos todas las tardes, unas dos horas, a veces más, y yo mentía siempre «tengo montones de deberes», para que nos quedáramos en la cocina un rato más. Aunque le decía «si estas cansada me voy a mi casa», pero ella nunca estaba cansada. Ese año saqué notas altísimas en el Colegio y los profesores me trataban bien, me ponían de ejemplo, me hacían salir a la pizarra, a veces me nombraban monitor y los muchachos del Sáenz Peña me decían chancón. No me llevaba con mis compañeros, conversaba con ellos en las clases, pero a la salida me despedía ahí mismo. Sólo me juntaba con Higueras. Lo encontraba en una esquina de la plaza Bellavista y apenas me veía venir se me acercaba. En ese tiempo sólo pensaba en que llegaran las cinco y lo único que odiaba eran los domingos. Porque estudiábamos hasta los sábados, pero los domingos Tere se iba con su tía a Lima, a casa de unos parientes y yo pasaba el día encerrado o iba al Potao a ver jugar a los equipos de segunda división. Mi madre nunca me daba plata y siempre se quejaba de la pensión que le dejó mi padre al morirse. «Lo peor, decía, es haber servido al gobierno treinta años. No hay nada más ingrato que el gobierno.» La pensión sólo alcanzaba para pagar la casa y comer. Yo ya había ido al cine unas cuantas veces, con chicos del colegio, pero creo que ese año no pisé una cazuela, ni fui al fútbol ni a nada. En cambio al año siguiente, aunque tenía plata, siempre estaba amargado cuando me ponía a pensar cómo estudiaba con Tere todas las tardes.
Pero mejor que la gallina y el enano, la del cine. Quieta Malpeada, estoy sintiendo tus dientes. Mucho mejor. Y eso que estábamos en cuarto, pero aunque había pasado un año desde que Gamboa mató el Círculo grande, el Jaguar seguía diciendo: «un día todos volverán al redil y nosotros cuatro seremos los jefes». Y fue mejor todavía que antes, porque cuando éramos perros el Círculo sólo era la sección y esa vez fue como si todo el año estuviera en el Círculo y nosotros éramos los que en realidad mandábamos y el Jaguar más que nosotros. Y también cuando lo del perro que se quebró el dedo se vio que la sección estaba con nosotros y nos apoyaba. «Súbase a la escalera, perro, decía el Rulos, y rápido que me enojo.» Cómo miraba el muchacho, cómo nos miraba. «Mis cadetes, la altura me da vértigos.» El Jaguar se retorcía de risa y Cava estaba enojado: "¿sabes de quién te vas a burlar, perro?». En mala hora subió, pero debía tener tanto miedo. «Trepa, trepa, muchacho», decía el Rulos. «Y ahora canta, le dijo el Jaguar, pero igual que un artista, moviendo las manos.» Estaba prendido como un mono y la escalera tac–tac sobre la loza. "¿Y si me caigo, mis cadetes?» «Te caes», le dije. Se paró temblando y comenzó a cantar. «Ahorita se rompe la crisma», decía Cava y el Jaguar doblado en dos de risa. Pero la caída no era nada, yo he saltado de más alto en campaña. ¿Para qué se agarró del lavador? «Creo que se ha sacado el dedo», decía el Jaguar al ver cómo le chorreaba la mano. «Consignados un mes o más, decía el capitán todas las noches, hasta que aparezcan los culpables.» La sección se portó bien y el Jaguar les decía: "¿por qué no quieren entrar al Círculo de nuevo si son tan machos?». Los perros eran muy mansos, tenían eso de malo. Mejor que el bautizo las peleas con el quinto, ni muerto me olvidaré de ese año y sobre todo de lo que pasó en el cine. Todo se armó por el Jaguar, estaba a mi lado y por poco me abollan el lomo. Los perros tuvieron suerte, casi ni los tocamos esa vez, tan ocupados que estábamos con los de quinto. La venganza es dulce, nunca he gozado tanto como ese día en el estadio, cuando encontré delante la cara de uno de ésos que me bautizó cuando era perro. Casi nos botan, pero valía la pena, juro que sí. Lo de cuarto y tercero es un juego, la verdadera rivalidad es entre cuarto y quinto. ¿Quién se va a olvidar del bautizo que nos dieron? Y eso de ponernos en el cine entre los de quinto y los perros, era a propósito para que se armara. Lo de las cristinas también fue invento del Jaguar. Si veo que viene uno de quinto lo dejo acercarse, y cuando está a un metro me llevo la mano a la cabeza como si fuera a saludarlo, él saluda y yo me quito la cristina.» ¿Está usted tomándome el pelo?» «No, mi cadete, estoy rascándome la nuca que tengo mucha caspa.» Había una guerra, se vio bien claro con lo de la soga y antes, en el cine. Hasta hacía calor y era invierno, pero se comprende con ese techo de calamina y más de mil tipos apretados, nos ahogábamos. Yo no le vi la cara cuando entramos, sólo le oí la voz y apuesto que era un serrano. «Qué apretura, yo tengo mucho poto para tan poca banca decía el Jaguar, que estaba cerrando la fila de cuarto y el poeta le cobraba a alguien, «oye, ¿te crees que trabajo gratis o por tu linda cara?», ya estaba oscuro y le decían «cállate o va a llover». Seguro que el Jaguar no puso los ladrillos para taparlo, sólo para ver mejor. Yo estaba agachadito, prendiendo un fósforo y al oír al de quinto, el cigarrillo se cayó y me arrodillé para buscarlo y todos comenzaron a moverse. «Oiga, cadete, saque esos ladrillos de su asiento que quiero ver la película.» "¿A mí me habla, cadete? — , le pregunté. «No, al que está a su lado.» "¿A mí?», le dijo el Jaguar. "¿A quién sino a usted?» «Hágame un favor, dijo el Jaguar; cállese y déjeme ver a esos cow–boys.» "¿No va a sacar esos ladrillos?» «Creo que no», dijo el Jaguar. Y entonces yo me senté, sin buscar más el cigarrillo, quién se lo encontraría. Aquí se arma, mejor me aprieto un poco el cinturón. "¿No quiere usted obedecer?», dijo el de quinto. «No, dijo el Jaguar, ¿por qué?», le estaba tomando el pelo a su gusto. Y entonces los de atrás comenzaron a silbar. El poeta se puso a cantar «ay, ay, ay» y toda la sección lo siguió. "¿Se están burlando de mí?», preguntó el de quinto. «Parece que sí, mi cadete», le dijo el Jaguar. Se va a armar a oscuras, va a ser de contarlo por calles y plazas, a oscuras y en el salón de actos, cosa nunca vista. El Jaguar dice que él fue el primero, pero mi memoria no me engaña. Fue el otro. 0 algún amigo que sacó la cara por él. Y debía estar furioso, se tiró sobre el Jaguar a la bruta, me duelen los tímpanos con el griterío. Todo el mundo se levantó y yo veía las sombras encima mío y comencé a recibir más patadas. Eso sí, de la película no me acuerdo, sólo acababa de comenzar. ¿Y el poeta, de veras lo estaban machucando, o gritaba por hacerse el loco? Y también se oían gritos del teniente Huarina, «luces, suboficial, luces, ¿está usted sordo?». Y los perros se pusieron a gritar «luces, luces», no sabían qué pasaba y dirían ahorita se nos echan encima los dos años aprovechando la oscuridad. Los cigarrillos volaban, todos querían librarse de ellos, no era cosa de dejar que nos chaparan fumando, milagro que no hubo un incendio. Qué mechadera, muchachos no dejan uno sano, ha llegado el momento de la revancha. Pirinolas, no sé cómo salió vivo el Jaguar. Las sombras pasaban y pasaban a mi lado y me dolían las manos y los pies de tanto darles, seguro que también sacudí a algunos de cuarto, en esas tinieblas quién iba a distinguir. "¿Y qué pasa con las malditas luces, suboficial Varúa?, gritaba Huarina, ¿no ve que estos animales se están matando?» Llovía de todas partes, es la pura verdad, suerte que no hubo un malogrado. Y cuando se prendieron las luces, sólo se oían los silbatos. A Huarina ni se le veía, pero sí a los tenientes de quinto y de tercero y a los suboficiales. «Abran paso, carajos, abran paso», maldita sea si alguien abría paso. Y qué brutos, al final se calentaron y empezaron a repartir combos a ciegas, cómo me voy a olvidar si la Rata me lanzó un directo al pecho que me cortó la respiración. Yo lo buscaba con los ojos, decía si lo han averiado me las pagan, pero ahí estaba más fresco que nadie, repartiendo manotazos y muerto de risa, tiene más vidas que los gatos. Y después qué manera de disimular, todos son formidables cuando se trata de fregar a los tenientes y a los suboficiales, aquí no pasó nada, todos somos amigos, yo no sé una palabra del asunto, y lo mismo los de quinto, hay que ser justos. Después los hicieron salir a los perros, que andaban aturdidos, y luego a los de quinto. Nos quedamos solos en el salón de actos y comenzamos a cantar «ay, ay, ay». «Creo que le hice tragar los dos ladrillos que tanto lo fregaban», decía el Jaguar. Y todos comenzaron a decir: «los de quinto están furiosos, los hemos dejado en ridículo ante los perros, esta noche asaltarán las cuadras de cuarto». Los oficiales andaban de un lado a otro como ratones, preguntando "¿cómo empezó esta sopa?», «hablen o al calabozo». Ni siquiera los oíamos. Van a venir, van a venir, no podemos dejar que nos sorprendan en las cuadras, saldremos a esperarlos al descampado. El Jaguar estaba en el ropero y todos lo escuchaban como cuando éramos perros y el Círculo re reunía en el baño para planear las venganzas. Hay que defenderse, hombre precavido vale por dos, que los imaginarias vayan a la pista de desfile y vigilen. Apenas se acerquen, griten para que salgamos. Preparen proyectiles, enrollen papel higiénico y téngalo apretado en la mano, así los puñetazos parecen patada de burro, pónganse hojas de afeitar en la puntera del zapato como si fueran gallos del Coliseo, llénense de piedras los bolsillos, no se olviden de los suspensores, el hombre debe cuidar los huevos más que el alma. Todos obedecían y el Rulos saltaba sobre las camas, es como cuando el Círculo, sólo que ahora todo el año está metido en esta salsa, oigan, en las otras cuadras también se preparan para la gran mechadera. «No hay bastantes piedras, qué caray, decía el Poeta, vamos a sacar unas cuantas losetas.» Y todo el mundo se convidaba cigarrillos y se abrazaba. Nos metimos a la cama con los uniformes y algunos con zapatos. ¿Ya vienen, ya vienen? Quieta Malpapeada, no metas los dientes, maldita. Hasta la perra andaba alborotada, ladrando y saltando, ella que es tan tranquila, tendrás que ir a dormir con la vicuña, Malpapeada, yo tengo que cuidar a éstos, para que no los machuquen los de quinto.
La casa que forma esquina al final de la segunda cuadra de Diego Ferré y Ocharán tiene un muro blanco, de un metro de altura y diez de largo, en cada calle. Exactamente en el punto donde los muros se funden hay un poste de luz, al borde de la acera. El poste y el muro paralelo servían de arco a uno de los equipos, el que ganaba el sorteo; el perdedor debía construir su arco, cincuenta metros más allá, sobre Ocharán, colocando una piedra o un montón de chompas y chaquetas al borde de la vereda. Pero aunque los arcos tenían sólo la extensión de la vereda, la cancha comprendía toda la calle jugaban fulbito. Se ponían zapatillas de basquet, como en la cancha del Club Terrazas y procuraban que la pelota no estuviera muy inflada para evitar los botes. Generalmente jugaban por bajo, haciendo pases muy cortos, disparando al arco de muy cerca y sin violencia. El límite se señalaba con una tiza, pero a los pocos minutos de juego, con el repaso de las zapatillas y la pelota, la línea se había borrado y había discusiones apasionadas para determinar si el gol era legítimo. El partido transcurría en un clima de vigilancia y temor. Algunas veces, a pesar de las precauciones, no se podía evitar que Pluto o algún otro eufórico pateara con fuerza o cabeceara y entonces la pelota salvaba uno de los muros de las casas situadas en los umbrales de la cancha, entraba al jardín, aplastaba los geranios y, si venía con impulso, se estrellaba ruidosamente contra la puerta o contra una ventana, caso crítico, y la estremecía o pulverizaba un vidrio, y entonces, olvidando la pelota para siempre, los jugadores lanzaban un gran alarido y huían. Se echaban a correr y en la carrera Pluto iba gritando, «nos siguen, nos están siguiendo». Y nadie volvía la cabeza para comprobar si era cierto, pero todos aceleraban y repetían «rápido, nos siguen, han llamado a la Policía», y ése era el momento en que Alberto, a la cabeza de los corredores, medio ahogado por el esfuerzo, gritaba: "¡al barranco, vamos al barranco!». Y todos lo seguían, diciendo «sí, sí, al barranco» y él sentía a su alrededor la respiración anhelante de sus compañeros, la de Pluto, desmesurada y animal; la de Tico, breve y constante; la del Bebe, cada vez más lejana porque era el menos veloz; la de Emilio, una respiración serena, de atleta que mide científicamente su esfuerzo y cumple con tomar aire por la nariz y arrojarlo por la boca, y a su lado, la de Paco, la de Sorbino, la de todos los otros, un ruido sordo, vital, que lo abrazaba y le daba ánimos para seguir acelerando por la segunda cuadra de Diego Ferré y alcanzar la esquina de Colón y doblar a la derecha, pegado al muro para sacar ventaja en la curva. Y luego, la carrera era más fácil, pues Colón es una pendiente y además porque se veía, a menos de una cuadra, los ladrillos rojos del Malecón y, sobre ellos, confundido con el horizonte, el mar gris cuya orilla alcanzarían pronto. Los muchachos del barrio se burlaban de Alberto porque, siempre que se tendían en el pequeño rectángulo de hierba de la casa de Pluto, para hacer proyectos, se apresuraba a sugerir: «vamos al barranco». Las excursiones al barranco eran largas y arduas. Saltaban el muro de ladrillos a la altura de Colón, planeaban el descenso en una pequeña explanada de tierra, contemplando con ojos graves y experimentados la dentadura vertical del acantilado y discutían el camino a seguir, registrando desde lo alto los obstáculos que los separaban de la playa pedregosa. Alberto era el estratega más apasionado. Sin dejar de observar el principio, señalaba el itinerario con frases cortas, imitando los gestos y ademanes de los héroes de las películas: «por allá, primero esa roca donde están las plumas, es maciza; de ahí sólo hay que saltar un metro, fíjense, luego por las piedras negras que son chatas, entonces será más fácil, al otro lado hay musgo y podríamos resbalar, fíjense que ese camino llega hasta la playita donde no hemos estado». Si alguno oponía reparos (Emilio, por ejemplo, que tenía vocación de jefe), Alberto defendía su tesis con fervor; el barrio se dividía en dos bandos.
Eran discusiones vibrantes, que caldeaban las mañanas húmedas de Miraflores. A su espalda, por el Malecón, pasaba una línea ininterrumpida de vehículos; a veces, un pasajero sacaba la cabeza por la ventanilla para observarlos; si se trataba de un muchacho, sus ojos se llenaban de codicia. El punto de vista de Alberto solía prevalecer, porque en esas discusiones ponía un empeño, una convicción que fatigaban a los demás. Descendían muy despacio, desvanecido ya todo signo de polémica, sumidos en una fraternidad total, que se traslucía en las miradas, en las sonrisas, en las palabras de aliento que cambiaban. Cada vez que uno vencía un obstáculo o acertaba un salto arriesgado, los demás aplaudían. El tiempo transcurría lentísimo y cargado de tensión. A medida que se aproximaban al objetivo, se volvían más audaces; percibían ya muy próximo ese ruido peculiar, que en las noches llegaba hasta sus lechos miraflorinos y que era ahora un estruendo de agua y piedras- ' sentían en las narices ese olor a sal y conchas limpísimas y pronto estaban en la playa, un abanico minúsculo entre el cerro y la orilla, donde permanecían apiñados, bromeando, burlándose de las dificultades del descenso, simulando empujarse, en medio de una gran algazara. Alberto, cuando la mañana no era muy fría o se trataba de una de esas tardes en que sorpresivamente aparece en el cielo ceniza un sol tibio, se quitaba los zapatos y las medias y animado por los gritos de los otros, los pantalones remangados sobre las rodillas, saltaba a la playa, sentía en sus piernas el agua fría y la superficie pulida de las piedras y, desde allí, sosteniendo sus pantalones con una mano, con la otra salpicaba a los muchachos, que se escudaban uno tras otro, hasta que se descalzaban a su vez, y salían a su encuentro y lo mojaban y comenzaba el combate. Más tarde, calados hasta los huesos, volvían a reunirse en la playa y, tirados sobre las piedras, discutían el ascenso. La subida era penosa y extenuante. Al llegar al barrio, permanecían echados en el jardín de la casa de Pluto, fumando «Viceroys» comprados en la pulpería de la esquina, junto con pastillas de menta para quitarse el olor a tabaco.
Cuando no jugaban fulbito, ni descendían al barranco, ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine. Los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excelsior o del Ricardo Palma, generalmente a galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film. Los domingos era distinto. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores; sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general, se reunían a las diez de la mañana en el Parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco, llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y le jalaban los cabellos hasta hacerla llorar y se burlaban del hermano que protestaba: «ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido». Y, a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.
Pero no vinieron, por culpa de los oficiales, tenía que ser. Creíamos que eran ellos y saltamos de las camas pero los imaginarias nos aguantaron: «quietos que son los soldados». Los habían levantado a medianoche a los serranos y los tenían en la pista de desfile, armados hasta los dientes, como si fueran a la guerra, y también los tenientes y los suboficiales, es un hecho que se la olían. Pero quisieron venir, después supimos que se pasaron la noche preparándose, dicen que hasta tenían hondas y cócteles de amoníaco. Qué manera de mentarle la madre a los soldados, estaban furiosos y nos mostraban las bayonetas. No se olvidará de este servicio, dicen que el coronel casi le pega, o tal vez le pegó, «Huarina, es usted un cataplasma», lo fundimos delante del ministro, delante de los embajadores, dicen que casi lloraba. Todo hubiera terminado ahí, si al día siguiente no hay la fiesta ésa, bien hecho coronel, qué es eso de exhibirnos como monos, evoluciones con armas ante el arzobispo y almuerzo de camaradería, gimnasia y saltos ante los generales ministros y almuerzo de camaradería, desfile con uniformes de parada y discursos, y almuerzo de camaradería ante los embajadores, bien hecho, bien hecho. Todos sabían que iba a pasar algo, estaba en el aire, el Jaguar decía: «ahora en el estadio tenemos que ganarles todas las pruebas, no podemos perder ni una sola, hay que dejarlos a cero, en los costales y en las carreras, en todo». Pero no hubo casi nada, se armó con la prueba de la soga, todavía me duelen los brazos de tanto jalar, cómo gritaban «dale Boa», «dale duro, Boa», «fuerte, fuerte», «zuza, zuza». Y en la mañana, antes del desayuno, venían donde Urioste, el Jaguar y yo y nos decían «jalen hasta morirse pero no retrocedan, háganlo por la sección». El único que no se la olía era Huarina, gran baboso. En cambio la Rata tiene olfato, cuidado con hacer cojudeces delante del coronel y no se me ría nadie en las barbas, soy chiquitito pero me he cansado de ganar campeonatos de yudo. Quieta, perra, saca tus malditos dientes, Malpapeadita. Y estaba lleno de gente, los soldados habían traído sillas del comedor o eso fue otra vez, pero digamos que estaba lleno de gente, imposible distinguir al general Mendoza entre tanto uniforme. El que tiene más medallas y me voy a quedar seco de risa si me acuerdo del micro, el colmo de la mala suerte, cómo nos divertimos, me voy a hacer pis de risa, me corto la cabeza que si está Gamboa, voy a reventar de tanta risa si me acuerdo del micro. Quién hubiera pensado que sería tan serio, pero mira cómo están los de quinto, nos mandan candela con los ojos y abren las bocas como para mentarnos la madre.
Y nosotros comenzamos también a mentarles la madre, bajito, despacito, Malpapeada. ¿Listos, cadetes? Atención al pito. «Evoluciones sin voz de mando», decía el micro, «cambios de dirección y de paso», «de frente, marchen». Y ahora los barristas, espero que se hayan lavado bien el cuerpo, carcosos. Una, dos, tres, vayan al paso ligero y saluden. Ese enano es buenazo en la barra, casi no tiene músculos y sin embargo qué ágil. Al coronel tampoco lo veíamos pero ni hacía falta, lo conozco de memoria, para qué echarse tanta gomina con semejantes cerdas, no vengan a hablarme de porte militar cuando pienso en el coronel, se suelta el cinturón y el vientre se le derrama por el suelo y qué risa la cara que puso. Creo que lo único que le gusta son las actuaciones y los desfiles, miren a mis muchachos. Qué igualitos están, tachín, tachín, comienza el circo, y ahora mis perros amaestrados, mis pulgas, las elefantas equilibristas, tachín, tachín. Con esa vocecita, yo fumaría todo el tiempo para volverme ronco, no es una voz militar. Nunca lo he visto en una campaña, ni lo imagino en una trinchera, pero eso sí, más y más actuaciones, esa tercera fila está torcida, cadetes, más atención oficiales, falta armonía en los movimientos, marcialidad y compostura, gran baboso, la cara que habrás puesto con lo de la soga. Dicen que el ministro transpiraba y que le dijo al coronel "¿esos carajos se han vuelto locos o qué?». Justo estábamos frente a frente, el quinto y el cuarto, y en medio la cancha de fútbol. Cómo estaban, se movían en sus asientos como serpientes y al otro lado los perros, mirando sin comprender nada, espérense un momento y van a ver lo que es bueno. Huarina daba vueltas junto a nosotros y decía "¿creen que podrán?».» Puede usted consignarme un año si no ganamos», le dijo el Jaguar. Pero yo no estaba tan seguro, tenían buenos animalotes, Gambarina, Risueño, Carnero, tremendos animalotes. Me dolían los brazos desde antes y sólo de nervios. «Que el Jaguar se ponga delante», gritaban en las tribunas y también «Boa, eres nuestra esperanza». Los de la sección comenzaron a cantar «ay, ay, ay» y Huarina se reía hasta que se dio cuenta que era por fregar a los de quinto y comenzó a jalarse los pelos, qué hacen brutos, ahí está el general Mendoza, el embajador, el coronel, qué hacen, la baba se le salía por los ojos. Me río si me acuerdo que el coronel dijo «no crean que la soga es cuestión de músculos, también de inteligencia y de astucia, de estrategia común, no es fácil armonizar el esfuerzo», me muero de risa. Los muchachos nos aplaudieron como nunca he oído, cualquiera que tenga un corazón se emociona. Los de quinto ya estaban en la cancha con sus buzos negros y a ellos también los aplaudían. Un teniente trazaba la raya y parecía que estábamos en plena prueba, cómo chillaba la barra: «cuarto, cuarto», «le cuadre o no le cuadre, cuarto será su padre», «le guste o no le guste, cuarto vencerá». ¿Y tú que gritas?, me dijo el Jaguar, ¿no ves que eso puede agotarte?, pero era tan emocionante: «un latigazo por aquí, chajuí; un latigazo por allá, chajuá; chajuí, chajuá, cuarto, cuarto, rá–rá–rá». Ya, dijo Huarina, les toca. Pórtense como deben y dejen bien el nombre del año, muchachos, ni sospechaba la que se venía. Corran muchachos, el Jaguar adelante, zuza, zuza, Urioste, zuza, zuza, Boa, dale, dale, Rojas, ufa, ufa, Torres, chanca, chanca, Riofrío, Pallasta, Pestana, Cuevas, Zapata, zuza, zuza, morir antes que ceder un milímetro. Corran sin abrir la boca, las tribunas están cerquita y a ver si le vemos la cara al general Mendoza, no se olviden de levantar los brazos cuando Torres diga tres. Hay más gente de la que parecía y cuántos militares, deben ser los ayudantes del ministro, me gustaría verles la cara a los embajadores, cómo nos aplauden y todavía no hemos empezado. Eso es, ahora media vuelta, el teniente debe tener la soga lista, padrecito del cielo que le haya hecho buenos nudos, qué tales caras de malos que ponen los de quinto, no me asusten que tiemblo de miedo, alto. «Chajuí, chajuá, rá–rá–rá.» Y entonces Gambarina se acercó un poco y sin importarle un comino el teniente que estiraba la soga y contaba los nudos, dijo: «así que se la quieren dar de vivos. Cuidado que se pueden quedar sin bolas». "¿Y tú madre?», le preguntó el Jaguar. «Después hablamos tú y yo», dijo Gambarina. «Basta de bromas», dijo el teniente, «vengan aquí los capitanes, alíniense, comiencen a jalar al silbato, apenas uno atraviese la línea enemiga toco el pito y paran. La victoria será por dos puntos de diferencia. Y no me vengan con protestas que yo soy hombre justo.» Calistenia, calistenia, saltitos con la boca cerrada, caracho la barra está gritando Boa, Boa más que Jaguar o estoy loco, qué espera para tocar el pito. «Listos, muchachos», dijo el Jaguar, " dejen el alma en el suelo». Y Gambarina soltó la soga y nos mostró el puño, estaban muñequeados, cómo no iban a perder. Y lo que daba más ánimo eran los muchachos, se me rían al cerebro esos gritos, a los brazos y me daban cuánta fuerza, hermanos, uno, dos, tres, no, padrecito, Dios, santitos, cuatro, cinco, la soga parece una culebra, ya sabía que los nudos no eran bastante gruesos, las manos se, cinco, seis, resbalan, siete, me muero si no estamos avanzando, ni me había visto el pecho, así transpiran los machos, nueve, zuza, zuza, un segundito más muchachos, ufa, ufa, silbato, mátame. Los de quinto se pusieron a chillar, «trampa, mi teniente», «no habíamos cruzado la línea, mi teniente», chajuí, los de cuarto se han levantado, se han sacado las cristinas, hay un mar de cristinas, ¿están gritando Boa?, cantan, lloran, gritan, viva el Perú muchachos, muera el quinto, no pongan esas caras de mal murmuren», dijo el teniente, «uno cero a favor de cuarto. Y prepárense para la segunda.» Zuza compañeros, qué barra, la del cuarto, eso es rugir de verdad, te estoy viendo serrano Cava, Rulos, griten que eso calienta los músculos, estoy transpirando como una regadera, no te escapes culebra, quédate quietecita y no me metas los dientes, Malpapeada. Los pies, eso es lo peor, se resbalan como patines en la hierbita, creo que se me va a romper algo, se me salen las venas del cogote, quién es el que anda aflojando, no te agaches, pero quién es el traidor que anda soltando, aprieten la culebra, piensen en el año, cuatro, tres, ufa, qué le pasa a la barra, maldita sea Jaguar, nos empataron. Pero les costó más trabajo, se pusieron de rodillas y se tiraban al suelo con los brazos abiertos, respiraban como animales y sudaban. «Van tablas a uno», dijo el teniente, «y no hagan tantos aspavientos que parecen mujeres.» Y entonces comenzaron a insultarnos para bajarnos la moral. «Apenas se termine el juego, mueren», «como que hay Dios en el cielo, los machucamos», «cierren las jetas o nos mechamos ahora mismo». «Malditos desconsiderados», decía el teniente, «No ven que las lisuras se oyen en las tribunas, me la van a pagar caro.» Como si lloviera, tu madre por aquí, chajuí, la tuya, rá–rá–rá. Esta vez fue más rápido y más chistoso, todos comenzaron a rugir con la barriga, con los pescuezos hinchados y las venas moradas. «Cuarto, cuarto, silben, fuiiiiiiii, boom, ¡cuarto! — , «le cuadre o no le cuadre, cuarto será su padre», un solo tirón y a morder el polvo de la derrota. Y el Jaguar dijo: «se nos van a echar encima sin importarles un carajo que las tribunas estén llenas de generales. Ésta va a ser la mechadera del siglo. ¿Han visto cómo me mira el Gambarina?». Las lisuras de las barras volaban sobre la cancha, a lo lejos se veía a Huarina saltando de un lado a otro, el coronel y el ministro están oyendo todo, brigadieres tomen cuatro, cinco, diez por sección y consígnenlos un mes, dos. Jalen muchachos, es el último esfuerzo, vamos a ver quiénes son los auténticos leonciopradinos de pelo en pecho y bolas de toro. Estábamos jalando, cuando vi la mancha, una gran mancha parda con puntos rojos que bajaba desde las tribunas de quinto, una manchita que crecía, una manchaza, «vienen los de quinto», se puso a gritar el Jaguar, la defenderse, muchachos», cuando Gambarina soltó la culebra y los otros de quinto que jalaban se fueron de bruces y pasaron la raya, ganamos grité, ya el Jaguar y Gambarina comenzaban a mecharse en el suelo y Urioste y Zapata pasaban a mi lado con la lengua afuera y empezaban a lanzar combos entre los de quinto, la mancha crecía y crecía, y entonces Pallasta se sacó la chompa del buzo y hacía gestos a las tribunas de cuarto, vengan que nos quieren linchar muchachos, el teniente quería separar al Jaguar y a Gambarina sin ver que había un cargamontón a su espalda, malditos ¿no ven que ahí está el coronel?, y otra mancha que comenzaba a bajar, ahí vienen los nuestros, todo el cuarto era el Círculo, dónde estás cholo Cava, hermano Rulos, peleemos espalda con espalda, todos han vuelto al redil y nosotros somos los jefes. Y de repente la vocecita del coronel por todas partes, oficiales, oficiales, pongan fin a este escándalo, qué humillación para el colegio y en eso, la cara del tipo que me bautizó, mirándome con su gran jeta morada, espérame padrecito que tenemos una cuenta pendiente, si mi hermano me hubiera visto, tanto que odiaba a los serranos, esa jeta abierta y ese miedo de serrano y de repente comenzaron a llover latigazos, los oficiales y los suboficiales se quitaron las correas y dicen que también vinieron algunos oficiales que estaban en las tribunas como invitados y también se sacaron las correas y hay que tener una concha formidable, sin ser siquiera del colegio, a mí creo que no me dieron con el cuero sino con la hebilla, tengo la espalda rajada de tremendo latigazo. «Se trata de un complot, mi general, pero seré implacable», «qué complot ni que ocho cuartos, haga algo para que esos carajos dejen de pelear», «mi coronel, baje la palanca que el micro está abierto», pito y azote, tantos tenientes y ni los veo, los latigazos en los lomos ardían y el Jaguar y Gambarina enredados como pulpos sobre la hierbita.
Pero tuvimos suerte, Malpapeada, quita tus dientes, sarnosa. En la fila comenzó a arderme el cuerpo y ¡un cansancio!, qué ganas de echarme ahí mismo sobre la cancha de fútbol a descansar. Y nadie hablaba, parecía mentira que hubiera ese silencio, los pechos subiendo y bajando, quién iba a pensar en la salida, juro que lo único que querían era meterse a la cama y dormir una siesta. Ahora sí nos fregamos, el ministro nos hará consignar hasta fin de año, lo más gracioso era la cara de los perros, si no habían hecho nada ¿por qué tenían ese susto?, váyanse a sus casas y no se olviden de lo que han visto, y más miedo tenían los tenientes, Huarina estás amarillo, mírate en un espejo y te dará pena tu cara y el Rulos dijo a mi lado: "¿será el general Mendoza ese gordo que está junto a la mujer de azul? Yo creía que era de infantería, pero el cabrón tiene insignias rojas, había sido artillero». Y el coronel que se comía el micro y no sabía por dónde empezar, y chillaba «cadetes» y se paraba y volvía a decir «cadetes» y se le quebraba la voz, ya me vino la risa, perrita, y todos tiesos y mudos, temblando. ¿ Qué fue lo que dijo, Malpapeada?, digo además de repetir «cadetes, cadetes, cadetes», ya arreglaremos en familia lo ocurrido, sólo unas palabras para pedir disculpas en nombre de todos, de ustedes, de los oficiales, en nombre mío, nuestras más humildes excusas y la mujer que se ganó un aplauso de cinco minutos, dicen que se puso a llorar de la emoción al ver que nos rompíamos las manos aplaudiéndola y comenzó a lanzar besos a todo el mundo, lástima que estaba tan lejos, no se podía saber si era fea o bonita, joven o vieja. ¿ No se te escarapeló el cuero, Malpapeada, cuando dijo los de tercero a ponerse los uniformes, los de cuarto y quinto se quedan adentro»? ¿Sabes por qué no se movió nadie, perra, ni los oficiales, ni los brigadieres, ni los invitados, ni los perros?, porque el diablo existe. Y entonces ella saltó, «coronel’, excelentísima se ñora», todos se movían, pero qué es lo que está pasando, le ruego, coronel», «ilustrísima señora embajadora, no tengo palabras», «cierren el micro», «le suplico, coronel», ¿cuánto tiempo, Malpapeada? Ningún tiempo, todos miraban al gordo y al micro y a la mujer, hablaban a la vez y nos dimos cuenta que era una gringa, "¿lo hará usted por mí, coronel?», el muerto flotando sobre la cancha y todos firmes. «Cadetes, cadetes, olvidemos este bochorno, que nunca se repita, la infinita bondad de la señora embajadora», dicen que Gamboa dijo después «qué vergüenza, ni que esto fuera un colegio de monjas, las mujeres dando órdenes en los cuarteles», y agradezcan a la dignísima, quién inventaría el aplauso del colegio, una locomotora que parte despacito, pam, uno dos tres cuatro cinco, pam, uno dos tres cuatro, pam, uno dos tres, pam, uno dos, pam, uno, pam, pam, parninmin, y de nuevo y después, pam–pam–pam, y de nuevo, los del Guadalupe se jalaban las mechas de cólera con nuestra barra en el campeonato de atletismo y nosotros pam–pam–pam, a la embajadora debimos hacerle también el chajuí, chajuá, hasta los perros se pusieron a aplaudir y los suboficiales y los tenientes, no paren, sigan, pam–pam–pam, y no le quiten los ojos al coronel, la embajadora y el ministro se largan y a él se le torcerá de nuevo la cara y dirá se creían muy vivos pero voy a barrer el suelo con ustedes, pero se comenzó a reír, y el general Mendoza, y los embajadores y los oficiales y los invitados, pampam–pam, uy qué buenos somos todos, uy papacito, uy mamacita, pam–pam–pam, todos somos leonciopradinos ciento por ciento, viva el Perú cadetes, algún día la Patria nos llamará y ahí estaremos, alto el pensamiento, firme el corazón, " ¿dónde esta Gambarina para darle un beso en la boca?», decía el Jaguar, «quiero decir si quedó vivo después de tanto contrasuelazo que le di», la mujer está llorando con los aplausos, Malpapeada, la vida M colegio es dura y sacrificada pero tiene sus compensaciones, lástima que el Círculo no volviera a ser lo que era, el corazón me aumentaba en el pecho cuando nos reuníamos los treinta en el baño, el diablo se mete siempre en todo con sus cachos peludos, qué sería que todos nos fregáramos por el serrano Cava, que le dieran de baja, que nos dieran de baja por un cocino vidrio, por tu santa madre no me metas los dientes, Malpapeada, perra.
Los días siguientes, monótonos y humillantes, también los ha olvidado. Se levantaba temprano, el cuerpo adolorido por el desvelo, y vagaba por las habitaciones a medio amueblar de esa casa extranjera. En una especie de buhardilla, levantada en la azotea, encontró altos de periódicos y revistas, que hojeaba distraídamente mañanas y tardes íntegras. Eludía a sus padres y les hablaba sólo con monosílabos. "¿Qué te parece tu papá?», le preguntó un día su madre. «Nada», dijo él, «no me parece nada.» Y otro día: «estás contento, Richi?». — No. — Al día siguiente de llegar a Lima, su padre vino hasta su cama y, sonriendo, le presentó el rostro. «Buenos días», dijo Ricardo, sin moverse. Una sombra cruzó los ojos de su padre. Ese mismo día comenzó la guerra invisible. Ricardo no abandonaba el lecho hasta sentir que su padre cerraba tras él la puerta de calle. Al encontrarlo a la hora de almuerzo, decía rápidamente, «buenos días» y corría a la buhardilla. Algunas tardes, lo sacaban a pasear. Solo en el asiento trasero del automóvil, Ricardo simulaba un interés desmedido por los parques, avenidas y plazas. No abría la boca pero tenía los oídos pendientes de todo lo que sus padres decían. A veces, se te escapaba el significado de ciertas alusiones: esa noche su desvelo era febril. No se dejaba sorprender. Si se dirigían a él de improviso, respondía: "¿cómo?, ¿qué?». Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. «Tiene apenas ocho años, decía su madre; ya se acostumbrará». «Ha tenido tiempo de sobra», respondía su padre y la voz era distinta: seca y cortante. «No te había visto antes, insistía la madre; es cuestión de tiempo.» «Lo has educado mal, decía él; tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer. — Luego, las voces se perdieron en un murmullo. Unos días después su corazón dio un vuelco: sus padres adoptaban una actitud misteriosa, sus conversaciones eran enigmáticas. Acentuó su labor de espionaje; no dejaba pasar el menor gesto, acto o mirada. Sin embargo, no halló la clave por sí mismo. Una mañana, su madre le dijo a la vez que lo abrazaba: "¿y si tuvieras una hermanita?». Él pensó: «si me mato, será culpa de ellos y se irán al infierno». Eran los últimos días del verano. Su corazón se llenaba de impaciencia; en abril lo mandarían al colegio y estaría fuera de su casa buena parte del día. Una tarde, después de mucho meditar en la buhardilla, fue donde su madre y le dijo: "¿no pueden ponerme interno?». Había hablado con una voz que creía natural, pero su madre lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Él se metió las manos en los bolsillos y agregó: «a mí no me gusta estudiar mucho, acuérdate lo que decía la tía Adelina en Chiclayo. Y eso no le parecerá bien a mi papá. En los internados hacen estudiar a la fuerza». Su madre lo devoraba con los ojos y él se sentía confuso.» "¿Y quién acompañará a tu mamá?». «Ella, respondió Ricardo, sin vacilar; mi hermanita.» La angustia se desvaneció en el rostro de su madre, sus ojos revelaban ahora abatimiento. «No habrá ninguna hermanita, dijo; me había olvidado de decírtelo.» Estuvo pensando todo el día que había procedido mal; lo atormentaba haberse delatado. Esa noche, en el lecho, los ojos muy abiertos, estudiaba la manera de rectificar el error: reduciría al mínimo las palabras que cambiaba con ellos, pasaría más tiempo en la buhardilla, cuando en eso lo distrajo el rumor que crecía, y de pronto la habitación estaba llena de una voz tronante y de un vocabulario que nunca había oído. Tuvo miedo y dejó de pensar. Las injurias llegaban hasta él con pavorosa nitidez y, por instantes, perdida entre los gritos y los insultos masculinos, distinguía la voz de su madre, débil, suplicando. Después el ruido cesó unos segundos, hubo un chasquido silbante y cuando su madre gritó ”¡Richi!» él ya se había incorporado, corría hacia la puerta, la abría e irrumpía en la otra habitación gritando: «no le pegues a mi mamá». Alcanzó a ver a su madre, en camisa de noche, el rostro deformado por la luz indirecta de la lámpara y la escuchó balbucear algo, pero en eso surgió ante sus ojos una gran silueta blanca. Pensó: «está desnudo» y sintió terror. Su padre lo golpeó con la mano abierta y él se desplomó sin gritar. Pero se levantó de inmediato: todo se había puesto a girar suavemente. Iba a decir que a él no le habían pegado nunca, que no era posible, pero antes que lo hiciera, su padre lo volvió a golpear y él cayó al suelo de nuevo. Desde allí vio, en un lento remolino, a su madre que saltaba de la cama y vio a su padre detenerla a medio camino y empujarla fácilmente hasta el lecho, y luego lo vio dar media vuelta y venir hacia él, vociferando, y se sintió en el aire, y de pronto estaba en su cuarto, a oscuras, y el hombre cuyo cuerpo resaltaba en la negrura le volvió a pegar en la cara, y todavía alcanzó a ver que el hombre se interponía entre él y su madre que cruzaba la puerta, la cogía de un brazo y la arrastraba como si fuera de trapo y luego la puerta se cerró y él se hundió en una vertiginosa pesadilla.
IV Bajó del autobús en el paradero de Alcanfores y recorrió a trancos largos las tres cuadras que había hasta su casa. Al cruzar una calle vio a un grupo de chiquillos. Una voz irónica dijo, a su espalda: "¿vendes chocolates?». Los otros se rieron. Años atrás, él y los muchachos del barrio gritaban también 11 chocolateros» a los cadetes del Colegio Militar. El cielo estaba plomizo, pero no hacía frío. La Quinta de Alcanfores parecía deshabitada. Su madre le abrió la puerta. Lo besó.
Llegas tarde — le dijo -. ¿Por qué, Alberto?
Los tranvías del Callao siempre están repletos, mamá. Y pasan cada media hora.
Su madre se había apoderado del maletín y del quepí y lo seguía a su cuarto. La casa era pequeña, de un piso, y brillaba. Alberto se quitó la guerrera y la corbata; las arrojó sobre una silla. Su madre las levantó y dobló cuidadosamente. — ¿Quieres almorzar de una vez?
Me bañaré antes. — ¿Me has extrañado?
Mucho, mamá.
Alberto se sacó la camisa. Antes de quitarse el pantalón se puso la bata: su madre no lo había visto desnudo desde que era cadete.
Te plancharé el uniforme. Está lleno de tierra.
Sí — dijo Alberto. Se puso las zapatillas. Abrió el cajón de la cómoda, sacó una camisa de cuello, ropa interior, medias. Luego, del velador, unos zapatos ' negros que relucían.
Los lustré esta mañana — dijo su madre.
Te vas a malograr las manos. No debiste hacerlo, mamá.
— ¿A quién le importan mis manos? — dijo ella, suspirando–Soy una pobre mujer abandonada.
Esta mañana di un examen muy difícil — la interrumpió Alberto–Me fue mal.
Ah — repuso la madre -. ¿Quieres que te llene la tina? — No. Me ducharé, mejor.
Bueno. Voy a preparar el almuerzo.
Dio media vuelta y avanzó hasta la puerta.