38611.fb2 La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

La ciudad y los perros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

— Mamá.

Se detuvo, en medio del vano. Era menuda, de piel muy blanca, de ojos hundidos y lánguidos. Estaba sin maquillar y con los cabellos en desorden. Tenía sobre la f4lda un delantal ajado. Alberto recordó una época relativamente próxima: su madre pasaba horas ante el espejo, borrando sus arrugas con afeites, agrandándose los ojos, empolvándose; iba todas las tardes a la peluquería y cuando se disponía a salir, la elección del vestido precipitaba crisis de nervios. Desde que su padre se marchó, se había transformado. — ¿No has visto a mi papá? Ella volvió a suspirar y sus mejillas se sonrojaron.

Figúrate que vino el martes–dijo–Le abrí la puerta sin saber quién era. Ha perdido todo escrúpulo, Alberto, no tienes idea cómo está. Quería que fueras a verlo. Me ofreció plata otra vez. Se ha propuesto matarme de dolor. — Entornó los párpados y bajó la voz: — Tienes que resignarte, hijo.

Voy a darme un duchazo — dijo él–Estoy inmundo.

Pasó ante su madre y le acarició los cabellos, pensando: «no volveremos a tener un centavo». Estuvo un buen rato bajo la ducha; después de jabonarse minuciosamente se frotó el cuerpo con ambas manos y alternó varias veces el agua caliente y fría. «Como para quitarme la borrachera», pensó. Se vistió. Al igual que otros sábados, las ropas de civil le parecieron extrañas, demasiado suaves; tenía la impresión de estar desnudo: la piel añoraba el áspero contacto del dril. Su madre lo esperaba en el comedor. Almorzó en silencio. Cada vez que terminaba un pedazo de pan, su madre le alcanzaba la panera con ansiedad. — ¿Vas a salir?

Sí, mamá. Para hacer un encargo a un compañero que está consignado. Regresaré pronto. La madre abrió y cerró los ojos varias veces y Alberto temió que rompiera a llorar.

No te veo nunca — dijo ella–Cuando sales, pasas el día en la calle. ¿No compadeces a tu madre?

Sólo estaré una hora, mamá — dijo Alberto, incómodo. — Quizá menos.

Se había sentado a la mesa con hambre y ahora la comida le parecía interminable e insípida. Soñaba toda la semana con la salida, pero apenas entraba a su casa se sentía irritado: la abrumadora obsequiosidad de su madre era tan mortificante como el encierro. Además, se trataba de algo nuevo, le costaba trabajo acostumbrarse. Antes, ella lo enviaba a la calle con cualquier pretexto, para disfrutar a sus anchas con las amigas innumerables que venían a jugar canasta todas las tardes. Ahora, en cambio, se aferraba a él, exigía que Alberto le dedicara todo su tiempo libre y la escuchara lamentarse horas enteras de su destino trágico. Constantemente caía en trance: invocaba a Dios y rezaba en voz alta. Porque también en eso había cambiado. Antes, olvidaba la misa con frecuencia y Alberto la había sorprendido muchas veces cuchicheando con sus amigas contra los curas y las beatas. Ahora iba a la iglesia casi a diario, tenía, un guía espiritual, un jesuita a quien llamaba «hombre santo», asistía a toda clase de novenas y, un sábado, Alberto descubrió en su velador una biografía de Santa Rosa de Lima. La madre levantaba los platos y recogía con su mano unas migas de pan dispersas sobre la mesa.

Estaré de vuelta antes de las cinco — dijo él.

No te demores, hijito — repuso ella–Compraré bizcochos para el té.

La mujer era gorda, sebosa y. sucia; los pelos lacios caían a cada momento sobre su frente; ella los echaba atrás con la mano izquierda y aprovechaba para rascarse la cabeza. En la otra mano, tenía un cartón cuadrado con el que hacía aire a la llama vacilante; el carbón se humedecía en las noches y, al ser encendido, despedía humo: las paredes de la cocina estaban negras y la cara de la mujer manchada de ceniza. «Me voy a volver ciega», murmuró. El humo y las chispas le llenaban los Ojos de lágrimas; siempre estaba con los párpados hinchados. — ¿Qué cosa? — dijo Teresa, desde la otra habitación.

— Nada — refunfuñó la mujer, inclinándose sobre la olla: la sopa todavía no hervía.

— ¿Qué? — preguntó la muchacha.

— ¿Estás sorda? Digo que me voy a volver ciega.

— ¿Quieres que te ayude?

— No sabes — dijo la mujer, secamente; ahora removía la olla con una mano y con la otra se hurgaba la

nariz–No sabes hacer nada. Ni cocinar, ni coser, ni nada. Pobre de ti.

Teresa no respondió. Acababa de volver del trabajo y estaba arreglando la casa. Su tía se encargaba de hacerlo durante la semana, pero los sábados y los domingos le tocaba a ella. No era una tarea excesiva; la casa tenía sólo dos habitaciones, además de la cocina: un dormitorio y un cuarto que servía de comedor, sala y taller de costura. Era una casa vieja y raquítica, casi sin muebles.

— Esta tarde irás donde tus tíos — dijo la mujer–Ojalá no sean tan miserables como el mes pasado.

Unas burbujas comenzaron a agitar la superficie de la olla: en las pupilas de la mujer se encendieron dos lucecitas.

— Iré mañana — dijo Teresa -. Hoy no puedo.

— ¿No puedes?

La mujer agitaba frenéticamente el cartón que le servía de abanico.

— No. Tengo un compromiso.

El cartón quedó inmovilizado a medio camino y la mujer alzó la vista. Su distracción duró unos segundos; reaccionó y volvió a atender el fuego. — ¿Un compromiso?

— Sí. — La muchacha había dejado de barrer y tenía la escoba suspendida a unos centímetros del suelo -.

Me han invitado al cine.

— ¿Al cine? ¿Quién?

La sopa estaba hirviendo. La mujer parecía haberla olvidado. Vuelta hacia la habitación contigua, esperaba la respuesta de Teresa, los pelos cubriéndole la frente, inmóvil y ansiosa.

— ¿Quién te ha invitado? — repitió. Y comenzó a abanicarse el rostro a toda prisa.

Ese muchacho que vive en la esquina — dijo Teresa, posando la escoba en el suelo. — ¿Qué esquina?

La casa de ladrillos, de dos pisos. Se llama Arana. — ¿Así se llaman ésos? ¿Arana?

Sí.

— ¿Ese que anda con uniforme? — insistió la mujer.

Sí. Está en el Colegio Militar. Hoy tiene salida. Vendrá a buscarme a las seis. La mujer se acercó a Teresa. Sus ojos abultados estaban muy abiertos.

Ésa es buena gente — le dijo -. Bien vestida. Tienen auto.

Sí – dijo Teresa -. Uno azul.

— ¿Has subido a su auto? — preguntó la mujer con vehemencia.

— No. Sólo he conversado una vez con ese muchacho, hace dos semanas. Iba a venir el domingo pasado,

pero no pudo. Me mandó una carta.

Súbitamente, la mujer dio media vuelta y corrió a la cocina. El fuego se había apagado, pero la sopa continuaba hirviendo.

Vas a cumplir dieciocho años — dijo la mujer, reanudando el combate contra los rebeldes cabellos–Pero no te das cuenta. Me quedaré ciega y nos moriremos de hambre, si no haces algo. No dejes escapar a ese muchacho. Tienes suerte que se haya fijado en ti. A tu edad, yo ya estaba encinta. ¡Para qué me dio hijos el Señor si me los iba a quitar después! ¡Va!

Sí, tía — dijo Teresa.

Mientras barría, contemplaba sus zapatos grises de tacón alto: estaban sucios y gastados. ¿Y si Arana la llevaba a un cine de estreno?

¿Es militar? — preguntó la mujer.

No. Está en el Leoncio Prado. Un colegio como los otros, sólo que dirigido por militares.

¿En el colegio? — repuso la mujer, indignada-. Yo creí que era un hombre. Bah, a ti qué te puede importar que esté vieja. Lo que tú quieres es que yo reviente de una vez por todas.

Alberto se arreglaba la corbata. ¿ Era él ese rostro pulcramente afeitado, esos cabellos limpios y asentados, esa camisa blanca, esa corbata clara, esa chaqueta gris, ese pañuelo que asomaba por el bolsillo superior, ese ser aséptico y acicalado que aparecía en el espejo M cuarto de baño?

— Estás muy buen mozo — dijo su madre, desde la sala. Y añadió, tristemente -: Te pareces a tu padre.