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5

Hacia las ocho y media de la tarde, o a veces antes, ya suele estar Julita en casa.

– ¡Hola, Julita, hija!

– ¡Hola, mamá!

La madre la mira de arriba abajo, boba, orgullosa.

– ¿Dónde has estado metida?

La niña deja el sombrero sobre el piano y se esponja la melena ante el espejo. Habla distraídamente, sin mirarla.

– Ya ves, ¡por ahí!

La madre tiene la voz tierna, parece como si quisiese agradar.

– ¡Por ahí! ¡Por ahí! Te pasas todo el dia en la calle y después, cuando vienes, no me cuentas nada. A mí, ¡con lo que me gusta saber de tus cosas! A tu madre, que tanto te quiere…

La muchacha se arregla los labios mirándose en el revés de la polvera.

– ¿Y papá?

– No sé. ¿Por qué? Se marchó hace ya rato y todavía es pronto para que vuelva. ¿Por qué me lo preguntas?

– No, por nada. Me acordé de él de repente porque lo vi en la calle.

– ¡Con lo grande que es Madrid! Mita sigue hablando.

– ¡Ca, es un pañuelo! Lo vi en la calle de Santa Engracia. Yo bajaba de una casa, de hacerme una fotografía.

– No me habías dicho nada.

– Quería sorprenderte… Él iba a la misma casa; por lo visto, tiene un amigo enfermo en la vecindad.

La niña la mira por el espejito. A veces piensa que su madre tiene cara de tonta.

– ¡Tampoco me dijo una palabra! Doña Visi tenía el aire triste.

– A mi nunca me dices nada.

Julita sonríe y se acerca a besar a su madre.

– ¡Qué bonita es mi vieja!

Doña Visi la besa, hecha la cabeza atrás y enarca las cejas.

– ¡Huy! ¡Hueles a tabaco! Julita frunce la boca.

– Pues no he fumado, ya sabes de sobra que no fumo, que me parece poco femenino. La madre ensaya un gesto severo.

– Entonces… ¿Te habrán besado?

– Por Dios, mamá, ¿por quién me tomas?

La mujer, la pobre mujer, coge a la hija de las dos manos.

– Perdóname, hijita, ¡es verdad! ¡Qué tonterías digo! Se queda pensativa unos instantes y habla muy quedo, como consigo misma:

– Es que a una todo se le imagina peligro para su hijita. Julita deja escapar dos lágrimas.

– ¡Es que dices unas cosas!

La madre sonríe, un poco a la fuerza, y acaricia el pelo de la muchacha.

– Anda, no seas chiquilla, no me hagas caso. Te lo decía de broma.

Mita está abstraída, parece que no oye.

– Mamá…

– Qué.

Don Pablo piensa que los sobrinos de su mujer le han venido a hacer la pascua, le han estropeado la tarde. A estas horas estaba ya todos los días en el Café de doña Rosa, tomándose su chocolate.

Los sobrinos de su mujer se llaman Anita y Fidel. Anita es hija de un hermano de doña Pura, empleado del Ayuntamiento de Zaragoza, que tiene una cruz de Beneficencia porque una vez sacó del Ebro a una señora que resultó prima del presidente de la Diputación. Fidel es su marido, un chico que tiene una confitería en Huesca. Están pasando unos días en Madrid, en viaje de novios.

Fidel es un muchacho joven, que lleva bigotito y una corbata verde claro. En Zaragoza ganó, seis o siete meses atrás, un concurso de tango, y aquella misma noche le presentaron a la chica que ahora es su mujer.

El padre de Fidel, pastelero también, había sido un tío muy bruto que se purgaba con arena y que no hablaba más que de las joticas y de la Virgen del Pilar. Presumía de culto y emprendedor y usaba dos clases de tarjetas, unas que decían: "Joaquín Bustamante. Del comercio", y otras, en letra gótica, donde se leía: "Joaquín Bustamante Valls. Autor del proyecto Hay que doblar la producción agrícola en España". A su muerte dejó una cantidad tremenda de papeles de barba llenos de números y planos; quería duplicar las cosechas con un sistema de su invención: unas tremendas pilas de terrazas rellenas de tierra fértil, que recibirían el agua por unos pozos artesianos y el sol por un juego de espejos.

El padre de Fidel cambió de nombre la pastelería cuando la heredó de su hermano mayor, muerto el 98 en Filipinas. Antes se llamaba "La endulzadora", pero le pareció el nombre poco significativo y le puso "Al solar de nuestros mayores". Estuvo más de medio año buscando título y al final tenía apuntados lo menos trescientos, casi todos por el estilo.

Durante la República y aprovechando que el padre se murió, Fidel volvió a cambiar el nombre de la pastelería y le puso "El sorbete de oro".

– Las confiterías no tienen por qué tener nombres políticos -decía.

Fidel, con una rara intuición, asociaba la marca "Al solar de nuestros mayores" con determinadas tendencias del pensamiento.

– Lo que tenemos que hacer es colocar a quien sea los bollos suizos y los petisús. Con las mismas pesetas nos pagan los republicanos que los carlistas.

Los chicos, ya sabéis, han venido a Madrid a pasar la luna de miel y se han creído en la obligación de hacer una larga visita a los tíos. Don Pablo no sabe cómo sacárselos de encima.

– De modo que os gusta Madrid, ¿eh?

– Pues sí…

Don Pablo deja pasar unos instantes para decir:

– ¡Bueno!

Doña Pura está pasada. La pareja, sin embargo, no parece entender demasiado.

Victorita se fue a la calle de Fuencarral, a la lechería de doña Ramona Bragado, la antigua querida de aquel señor que fue dos veces Subsecretario de Hacienda.

– ¡Hola, Victorita! ¡Qué alegría más grande me das!

– Hola, doña Ramona.

Doña Ramona sonríe, meliflua, obsequiosa.

– ¡Ya sabía yo que mi niña no había de faltar a la cita! Victorita intentó sonreír también.

– Sí, se ve que está usted muy acostumbrada.

– ¿Qué dices?

– Pues ya ve, ¡nada!

– ¡Ay, hija, qué suspicaz!

Victorita se quitó el abrigo, llevaba el escote de la blusa desabrochado y tenía en los ojos una mirada extraña, no se sabría bien si suplicante, humillada o cruel.

– ¿Estoy bien así?

– Pero hija, ¿qué te pasa?

– Nada., no me pasa nada.

Doña Ramona, mirando para otro lado, intentó sacar a flote sus viejas mañas de componedora.

– ¡Anda, anda! No seas chiquilla. Anda, entra ahí a jugar a las cartas con mis sobrinas. Victorita se plantó.

– No, doña Ramona. No tengo tiempo. Me espera mi novio. A mi, ¿sabe usted?, ya me revienta andar dándole vueltas al asunto, como un borrico de noria. Mire usted, a usted y a mi lo que nos interesa es ir al grano, ¿me entiende?

– No, hija, no te entiendo. Victorita tenía el pelo algo revuelto.

– Pues se lo voy a decir más claro: ¿dónde está el cabrito?

Doña Ramona se espantó.

– ¿Eh?

– ¡Que dónde está el cabrito! ¿Me entiende? ¡Que dónde está el tío!

– ¡Ay, hija, tú eres una golfa!

– Bueno, yo soy lo que usted quiera, a mí no me importa. Yo tengo que tirarme a un hombre para comprarle unas medicinas a otro. ¡Venga el tío!

– Pero, hija, ¿por qué hablas así? Victorita levantó la voz.

– ¡Pues porque no me da la gana de hablar de otra manera, tía alcahueta! ¿Se entera? ¡Porque no me da la gana!

Las sobrinas de doña Ramona se asomaron al oír las voces. Por detrás de ellas sacó la jeta don Mario.

– ¿Qué pasa, tía?

– ¡Ay! ¡Esta mala pécora, desagradecida, que quiso pegarme!

Victorita estaba completamente serena. Poco antes de hacer alguna barbaridad, todo el mundo está completamente sereno. O poco antes, también, de decidirse a no hacerla.

– Mire usted, señora, ya volveré otro día, cuando tenga menos clientas.

La muchacha abrió la puerta y salió. Antes de llegar a la esquina la alcanzó don Mario. El hombre se llevó la mano al sombrero.

– Señorita, usted perdone. Me parece, ¡para qué nos vamos a andar con rodeos!, que yo soy un poco el culpable de todo esto. Yo…

Victorita le interrumpió.

– ¡Hombre, me alegro de conocerlo! ¡Aquí me tiene! ¿No me andaba buscando? Le juro a usted que jamás me he acostado con nadie más que con mi novio. Hace tres meses, cerca de cuatro, que no sé lo que es un hombre. Yo quiero mucho a mi novio. A usted nunca lo querré, pero en cuanto me pague me voy a la cama. Estoy muy harta. Mi novio se salva con unos duros. No me importa ponerle los cuernos. Lo que me importa es sacarlo adelante. Si usted me lo cura, yo me lío con usted hasta que usted se harte.

La voz de la muchacha ya venia temblando. Al final se echó a llorar.

– Usted dispense…

Don Mario, que era un atravesado con algunas venas de sentimental, tenía un nudo en la garganta.

– ¡Cálmese, señorita! Vamos a tomar un café, eso le sentará bien.

En el Café, don Mario le dijo a Victorita:

– Yo te daría dinero para que se lo llevases a tu novio, pero, hagamos lo que hagamos, él se va a creer lo que le dé la gana, ¿no te parece?

– Sí, que se crea lo que quiera. Ande, lléveme usted a la cama.

Julita, abstraída, parece no oír, parece como si estuviera en la luna.

– Mamá…

– Qué.

– Tengo que hacerte una confesión.

– ¿Tú? ¡Ay, hijita, no me hagas reir!

– No, mamá, te lo digo en serio, tengo que hacerte una confesión.

A la madre le tiemblan los labios un poquito, habría que fijarse mucho para verlo.

– Di, hija, di.

– Pues… No sé si me voy a atrever.

– Sí, hija, di, no seas cruel. Piensa en lo que se dice, que una madre es siempre una amiga, una confidente para su hija.

– Bueno, si es así…

– A ver, di.

– Mamá…

– Qué.

Julita tuvo un momento de arranque.

– ¿Sabes por qué huelo a tabaco?

– ¿Por qué?

La madre está anhelante, se la hubiera ahogado con un pelo.

– Pues porque he estado muy cerca de un hombre y ese hombre estaba fumando un puro.

Doña Visi respiró. Su conciencia, sin embargo, le seguía exigiendo seriedad.

– ¿Tú?

– Sí, yo.

– Pero…

– No mamá, no temas. Es muy bueno. La muchacha toma una actitud soñadora, parece una poetisa.

– ¡Muy bueno, muy bueno!

– ¿Y decente, hija mía, que es lo principal?

– Sí, mamá, también decente.

Ese último gusanito adormecido del deseo que aun en los viejos existe, cambió de postura en el corazón de doña Visi.

– Bueno, hijita, yo no sé qué decirte. Que Dios te bendiga…

A Julita le temblaron un poco los párpados, tan poco que no hubiera habido reló capaz de medirlo.

– Gracias, mamá.

Al día siguiente, doña Visi estaba cosiendo cuando llamaron a la puerta.

– ¡Tica, ve a abrir!

Escolástica, la vieja y sucia criada a quien todos llaman Tica, para acabar antes, fue a abrir la puerta de la calle.

– Señora, un certificado.

– ¿Un certificado?

– Sí.

– ¡Huy, qué raro!

Doña Visi firmó en el cuadernito del cartero. El sobre del certificado dice: "Señorita Julia Moisés, calle de Hartzenbusch, 57, Madrid"

– ¿Qué será? Parece cartón.

Doña Visi mira al trasluz, no se ve nada.

– ¡Qué curiosidad tengo! Un certificado para la niña, ¡qué cosa más rara!

Doña Visi piensa que Julita ya no puede tardar mucho, que pronto ha de salir de dudas. Doña Visi sigue cosiendo.

– ¿Qué podrá ser?

Doña Visi vuelve a coger el sobre, color paja y algo más grande que los corrientes, vuelve a mirarlo por todas partes, vuelve a palparlo.

– ¡Qué tonta soy! ¡Una foto! ¡La foto de la chica! ¡También es rapidez!

Doña Visi rasga el sobre y un señor de bigote cae sobre el costurero.

– ¡Caray, qué tío!

Por más que lo mira y por más vueltas que le da…

El señor del bigote se llamó en vida don Obdulio. Doña Visi lo ignora, doña Visi ignora casi todo lo que pasa en el mundo.

– ¿Quién será ese tío?

Cuando Julita llega, la madre le sale al paso.

– Mira, Julita, hija, has tenido una carta. La he abierto porque vi que era una foto, pensé que sería la tuya. ¡Tengo tantas ganas de verla! Julita torció el gesto, Julita era, a veces, un poco déspota con su madre.

– ¿Dónde está?

– Tómala, yo creo que debe ser una broma. Julita ve la foto y se queda blanca.

– Sí, una broma de muy mal gusto. La madre, a cada instante que transcurre, entiende menos lo que pasa.

– ¿Lo conoces?

– No, ¿de qué lo voy a conocer?

Julita guarda la foto de don Obdulio y un papel que la acompañaba donde, con torpe letra de criada, se leía: "¿Conoces a éste, chata?"

Cuando Julita ve a su novio, le dice:

– Mira lo que he recibido por correo.

– ¡El muerto!

– Sí, el muerto.

Ventura está un momento callado, con cara de conspirador.

– Dámela, ya sé yo lo que hacer con ella.

– Tómala.

Ventura aprieta un poco el brazo de Julita.

– Oye, ¿sabes lo que te digo?

– Qué.

– Pues que va a ser mejor cambiar de nido, buscar otra covacha, todo esto ya me está dando mala espina.

– Sí, a mí también. Ayer encontré a mi padre en la escalera.

– ¿Te vio?

– ¡Pues claro!

– ¿Y qué le dijiste?

– Nada, que venia de sacarme una foto. Ventura está pensativo.

– ¿Has notado algo en tu casa?

– No, nada, por ahora no he notado nada.

Poco antes de verse con Julita, Ventura se encontró a doña Celia en la calle de Luchana.

– ¡Adiós, doña Celia!

– ¡Adiós, señor Aguado! Hombre, a propósito, ni que me lo hubieran puesto a usted en el camino. Me alegro de haberlo encontrado, tenía algo bastante importante que decirle.

– ¿A mí?

– Si, algo que le interesa. Yo pierdo un buen cliente, pero, ya sabe usted, a la fuerza ahorcan, no hay más remedio. Tengo que decírselo a usted, yo no quiero líos: ándese con ojo usted y su novia, por casa va el padre, de la chica.

– ¿Sí?

– Como lo oye.

– Pero…

– Nada, se lo digo yo, ¡como lo oye!

– Sí, sí, bueno… ¡Muchas gracias!

La gente ya ha cenado.

Ventura acaba de redactar su breve carta, ahora está poniendo el sobre: "Sr. D. Roque Moisés, calle de Hartzen-busch, 57, Interior."

La carta, escrita a máquina, dice asi:

"Muy señor mío: Ahí le mando la foto que en el valle de Josafat podrá hablar contra usted. Ándese con tiento y no juegue, pudiera ser peligroso. Cien ojos le esan y más de una mano no titubearía en apretarle el pescuezo. Guárdese, ya sabemos por quienes votó usted en el 36".

La carta iba sin firma.

Cuando don Roque la reciba, se quedará sin aliento. A don Obdulio no lo podrá recordar, pero la carta, a no dudarlo, le encongerá el ánimo.

– Esto debe ser obra de masones -pensará-; tiene todas las características, la foto no es más que para despistar. ¿Quién será este desgraciado con cara de muerto de hace treinta años?

Doña Asunción, la mamá de Paquita, contaba lo de la suerte que habia tenido su niña a doña Juana Entrena, viuda de Sisemón, la pensionista vecina de don Ibrahim y de la pobre doña Margot.

Doña Juana Entrena, para compensar, daba a doña Asunción toda clase de detalles sobre la trágica muerte de la mamá del señor Suárez, por mal nombre la Fotógrafa.

Doña Asunción y doña Juana eran ya casi viejas amigas, se habían conocido cuando las evacuaron a Valencia, durante la guerra civil, a las dos en la misma camioneta.

– ¡Ay, hija, sí! ¡Estoy encantada! Cuando recibí la noticia de que la señora del novio de mi Paquita la habia pringado, creí enloquecer. Que Dios me perdone, yo no he deseado nunca mal a nadie, pero esa mujer era la sombra que oscurecía la felicidad de mi hija.

Doña Juana, con la vista clavada en el suelo, reanudó su tema: el asesinato de doña Margot.

– ¡Con una toalla! ¿Usted cree que hay derecho? ¡Con una toalla! ¡Qué falta de consideración para una ancianita! El criminal la ahorcó con una toalla, como si fuera un pollo. En la mano le puso una flor. La pobre se quedó con los ojos abiertos, según dicen parecía una lechuza, yo no tuve valor para verla, a mi estas cosas me impresionan mucho.

Yo no quisiera equivocarme, pero a mí me da el olfato que su niño debe andar mezclado en todo esto. El hijo de doña Margot, que en paz descanse, era mariquita, ¿sabe usted?. andaba en muy malas compañías. Mi pobre marido siempre lo decía: quien mal anda, mal acaba.

El difunto marido de doña Juana, don Gonzalo Sisemón, habia acabado sus días en un prostíbulo de tercera clase, una tarde que le falló el corazón. Sus amigos lo tuvieron que traer en un taxi, por la noche, para evitar complicaciones. A doña Juana le dijeron que se había muerto en la cola de Jesús de Medinaceli, y doña Juana se lo creyó. El cadáver de don Gonzalo venía sin tirantes, pero doña Juana no cayó en el detalle.

– ¡Pobre Gonzalo! -decía-: ¡pobre Gonzalo! ¡Lo único que me reconforta es pensar que se ha ido derechito al cielo, que a estas horas estará mucho mejor que nosotros! ¡Pobre Gonzalo!

Doña Asunción, como quien oye llover, sigue con lo de la Paquita.

– ¡Ahora, si Dios quisiera que se quedase embarazada! ¡Eso sí que sería suerte! Su novio es un señor muy considerado por todo el mundo, no es ningún pelagatos, que es todo un catedrático. Yo he ofrecido ir a pie al Cerro de los Ángeles si la niña se queda en estado. ¿No cree usted que hago bien? Yo pienso que, por la felicidad de una hija, todo sacrificio es poco, ¿no le parece? ¡Que alegría se habrá llevado la Paquita al ver que su novio está libre!

A las cinco y cuarto o cinco y media, don Francisco llega a su casa, a pasar la consulta. En la sala de espera hay ya siempre algunos enfermos aguardando con cara de circunstancias y en silencio. A don Francisco le acompaña su yerno, con quien reparte el trabajo.

Don Francisco tiene abierto un consultorio popular, que le deja sus buenas pesetas todos los meses. Ocupando los cuatro balcones de la calle, el consultorio de don Francisco exhibe un rótulo llamativo que dice: "Instituto Pasteur Koch. Director-propietario, Dr. Francisco Robles. Tuberculosis, pulmón y corazón. Rayos X. Piel, venéreas, sífilis. Tratamiento de hemorroides por electrocoagulación. Consulta 5 pesetas". Los enfermos pobres de la Glorieta de Quevedo, de Bravo Murillo, de San Bernardo, de Fuenca-rral, tienen una gran fe en don Francisco.

– Es un sabio -dicen-, un verdadero sabio, un médico con mucho ojo y mucha práctica. Don Francisco les suele atajar.

– No sólo con fe se curará, amigo mío -les dice cariñosamente, poniendo la voz un poco confidencial-, la fe sin obras es fe muerta, una fe que no sirve para nada. Hace falta también que pongan ustedes algo de su parte, hace falta obediencia y asiduidad, ¡mucha asiduidad!, no abandonarse y no dejar de venir por aquí en cuanto se nota una ligera mejoría… ¡Encontrarse bien no es estar curado, ni mucho menos! ¡Desgraciadamente, los virus que producen las enfermedades son tan taimados como traidores y alevosos!

Don Francisco es un poco tramposillo, el hombre tiene a sus espaldas un familión tremendo.

A los enfermos que, llenos de timidez y de distingos, le preguntan por las sulfamidas, don Francisco los disuade, casi displicente. Don Francisco asiste, con el corazón encogido, al progreso de la farmacopea.

– Día llegará -piensa- en que los médicos estaremos de más, en que en las boticas habrá unas listas de pildoras y los enfermos se recetarán solos.

Cuando le hablan, decimos, de las sulfamidas, don Francisco suele responder:

– Haga usted lo que quiera, pero no vuelva por aquí. Yo no me encargo de vigilar la salud de un hombre que voluntariamente se debilita la sangre.

Las palabras de don Francisco suelen hacer un gran efecto.

– No, no, lo que usted mande, yo sólo haré lo que usted mande.

En la casa, en una habitación interior, doña Soledad, su señora, repasa calcetines mientras deja vagar la imaginación, una imaginación torpe, corta y maternal como el vuelo de una gallina. Doña Soledad no es feliz, puso toda su vida en los hijos, pero los hijos no han sabido, o no han querido, hacerla feliz. Once le nacieron y once viven, casi todos lejos, alguno perdido. Los dos mayores, Soledad y Piedad, se fueron monjas hace ya mucho tiempo, cuando cayó Primo de Rivera; aún hace unos meses, desde el convento, tiraron también de María Auxiliadora, una de las pequeñas. El mayor de los dos únicos varones, Francisco, el tercero de los hijos, fue siempre el ojito derecho de la señora; ahora está de médico militar en Carabanchel, algunas noches viene a dormir a casa. Amparo y Asunción son las dos únicas casadas. Amparo con el ayudante de su padre, don Emilio Rodríguez Ronda; Asunción con don Fadrique Méndez, que es practicante en Guadalajara, hombre trabajador y mañoso que lo mismo sirve para un roto que para un descosido, que lo mismo pone unas inyecciones a un niño que unas lavativas a una vieja de buena posición, que arregla una radio o pone un parche a una bolsa de goma. La pobre Amparo ni tiene hijos ni podrá ya tenerlos, anda siempre mal de salud, siempre a vueltas con sus arrechuchos y sus goteras; tuvo primero un aborto, después una larga serie de trastornos, y hubo que acabar al final por ex-tirparle los ovarios y sacarle fuera todo lo que le estorbaba, que debía ser bastante. Asunción, en cambio, es más fuerte y tiene tres hijos que son tres soles: Pilarín, Fadrique y Saturnino; la mayorcita ya va al colegio, ya ha cumplido los cinco años.

Después, en la familia de don Francisco y doña Soledad, viene Trini, soltera, feúcha, que buscó unos cuartos y puso una mercería en la calle de Apodaca.

El local es pequeñito, pero limpio y atendido con esmero.

Tiene un escaparate minúsculo en el que se muestran madejas de lana, confecciones para niños y medias de seda, y un letrero pintado de azul claro, donde con letra picuda se lee "Trini" y debajo y más pequeño, "Mercería". Un chico de la vecindad que es poeta y que mira a la muchacha con una ternura profunda, trata en vano de explicar a su familia, a la hora de la comida:

– Vosotros no os dais cuenta, pero a mí estas tiendas pequeñitas y recoletas que se llaman "Trini", ¡me producen una nostalgia!

– Este chico es tonto -asegura el padre-, el día que yo desaparezca no sé lo que va a ser de él.

El poeta de la vecindad es un jovencito melenudo, pálido, que está siempre evadido, sin darse cuenta de nada, para que no se le escape la inspiración, que es algo así como una mariposita ciega y sorda pero llena de luz, una mariposita que vuela al buen tuntún, a veces dándose contra las paredes, a veces más alta que las estrellas. El poeta de la vecindad tiene dos rosetones en las mejillas. El poeta de la vecindad, en algunas ocasiones, cuando está en vena, se desmaya en los Cafés y tienen que llevarlo al retrete, a que se despeje un poco con el olor a desinfectante, que duerme en su jaulita de alambre, como un grillo.

Detrás de Trini viene Nati, la compañera de Facultad de Martín, una chica que anda muy bien vestida, quizá demasiado bien vestida, y después María Auxiliadora, la que se fue monja con las dos mayores hace poco. Cierran la serie de los hijos tres calamidades: los tres pequeños. Socorrito se escapó con un amigo de su hermano Paco, Bartolomé Anguera, que es pintor; llevan una vida de bohemios en un estudio de la calle de los Caños, donde se tienen que helar de frío, donde el día menos pensado van a amanecer tiesos como sorbetes. La chica asegura a sus amigas que es feliz, que todo lo da por bien empleado con tal de estar al lado de Bartolo, de ayudarle a hacer su Obra. Lo de "Obra" lo dice con un énfasis tremendo de letra mayúscula,

con un énfasis de jurado de las Exposiciones Nacionales.

– En las Nacionales no hay criterio -dice Socorrito-, no saben por dónde andan. Pero es igual, tarde o temprano no tendrán más remedio que medallar a mi Bartolo.

En la casa hubo un disgusto muy serio con la marcha de Socorrito.

– ¡Si por lo menos se hubiera ido de Madrid! -decía su hermano Paco, que tenía un concepto geográfico del honor.

La otra, María Angustias, al poco tiempo empezó con que quería dedicarse al cante y se puso de nombre Carmen del Oro. Pensó también en llamarse Rosario Giralda y Esperanza de Granada, pero un amigo suyo, periodista, le dijo que no, que el nombre más a propósito era Carmen del Oro. En ésas andábamos cuando, sin dar tiempo a la madre a reponerse de lo de Socorrito, María Angustias se lió la manta a la cabeza y se largó con un banquero de Murcia que se llamaba don Estanislao Ramírez. La pobre madre se quedó tan seca que ya ni lloraba.

El pequeño, Juan Ramón, salió de la serie B y se pasaba el día mirándose al espejo y dándose cremas a la cara.

A eso de las siete, entre dos enfermos, don Francisco sale al teléfono. Casi no se oye lo que habla.

– ¿Va a estar usted en casa?

– Bien, yo iré por allí a eso de las nueve.

– No, no llame a nadie.

La muchacha parece estar en trance, el ademán soñador, la mirada perdida, en los labios la sonrisa de la felicidad.

– Es muy bueno, mamá, es muy bueno, muy bueno. Me cogió una mano, me miró fijo a los ojos…

– ¿Nada más?

– Si. Se me acercó mucho y dijo: Julita, mi corazón arde de pasión, yo ya no puedo vivir sin ti, si me desprecias mi vida ya no tendrá objeto, será como un cuerpo que flota, sin rumbo, a merced del destino. Doña Visi sonríe emocionada.

– Igual que tu padre, hija mía, igual que tu padre. Doña Visi entorna la mirada y se queda beatíficamente pensativa, dulce y quizás algo tristemente descansada.

– Claro… El tiempo pasa… ¡Me estás haciendo vieja, Julita!

Doña Visi está unos segundos en silencio. Después se lleva el pañuelo a los ojos y se seca dos lágrimas que asomaban tímidas.

– ¡Pero mamá!

– No es nada, hijita; la emoción. ¡Pensar que algún día llegarás a ser de algún hombre! Pidamos a Dios, hijita mía, para que te depare un buen marido, para que haga que llegues a ser la esposa del hombre que te mereces.

– Sí, mamá.

– Y cuídate mucho, Julita, ¡por el amor de Dios! No le des confianza ninguna, te lo suplico. Los hombre son taimados y van a lo suyo, no te fies jamás de buenas palabras. No olvides que los hombres se divierten con las frescas, pero al final se casan con las decentes.

– Sí, mamá.

– Claro que sí, hijita. Y conserva lo que conservé yo durante veintitrés años para que se lo llevase tu padre. ¡Es lo único que las mujeres honestas y sin fortuna podemos ofrecerles a nuestros maridos!

Doña Visi está hecha un mar de lágrimas. Julita trata de consolarla.

– Descuida, mamá.

En el Café, doña Rosa sigue explicándole a la señorita Elvira que tiene el vientre suelto, que se pasó la noche yendo y viniendo del water a la alcoba y de la alcoba al water.

– Yo creo que algo me habrá sentado mal; los alimentos, a veces, están en malas condiciones; si no, no me lo explico.

– Claro, eso debió ser seguramente.

La señorita Elvira, que es ya como un mueble en el Café de doña Rosa, suele decir a todo amén. El tener amiga a doña Rosa es algo que la señorita Elvira considera muy importante.

– ¿Y tenía usted retortijones?

– ¡Huy, hija! ¡Y qué retortijones! ¡Tenía el vientre como la caja de los truenos! Para mí que cené demasiado. Ya dice la gente, de grandes cenas están las sepulturas llenas.

La señorita Elvira seguía asintiendo.

– Sí, eso dicen, que cenar mucho es malo, que no se hace bien la digestión.

– ¿Qué se va a hacer bien? ¡Se hace muy mal! Doña Rosa bajó un poco la voz.

– ¿Usted duerme bien?

Doña Rosa trata a la señorita Elvira unas veces de tú y otras de usted, según le da.

– Pues sí, suelo dormir bien.

Doña Rosa pronto sacó su conclusión.

– ¡Será que cena usted poco!

La señorita Elvira se quedó algo perpleja.

– Pues sí, la verdad es que mucho no ceno. Yo ceno más bien poco.

Doña Rosa se apoya en el respaldo de una silla.

– Anoche, por ejemplo, ¿qué cenó usted?

– ¿Anoche? Pues ya ve usted, poca cosa, unas espinacas y dos rajitas de pescadilla.

La señorita Elvira había cenado una peseta de castañas asadas, veinte castañas asadas, y una naranja de postre.

– Claro, éste es el secreto. A mí me parece que esto de hincharse no debe ser saludable.

La señorita Elvira piensa exactamente lo contrario, pero se lo calla.

Don Pedro Pablo Tauste, el vecino de don Ibrahim de Ostolaza y dueño del taller de reparación de calzado "La clínica del chapín", vio entrar en su tenducho a don Ricardo Sorbedo, que el pobre venía hecho una calamidad.

– Buenas tardes, don Pedro, ¿da usted su permiso?

– Adelante, don Ricardo, ¿qué de bueno le trae por aquí?

Don Ricardo Sorbedo, con su larga melena enmarañada; su bufandilla descolorida y puesta un tanto al desgaire; su traje roto, deformado y lleno de lámparas; su trasnochada chalina de lunares y su seboso sombrero verde de ala ancha, es un extraño tipo, medio mendigo y medio artista, que malvive del sable, y del candor y de la caridad de los demás. Don Pedro Pablo siente por él cierta admiración y le da una peseta de vez en cuando. Don Ricardo Sorbedo es un hombre pequeñito, de andares casi pizpiretos, de ademanes grandilocuentes y respetuosos, de hablar preciso y ponderado, que construye muy bien sus frases, con mucho esmero.

– Poco de bueno, amigo don Pedro, que la bondad escasea en este bajo mundo, y sí bastante de malo es lo que me trae a su presencia.

Don Pedro Pablo ya conocía la manera de empezar, era siempre la misma. Don Ricardo disparaba, como los artilleros, por elevación.

– ¿Quiere usted una peseta?

– Aunque no la necesite, mi noble amigo, siempre la aceptaría por corresponder a su gesto de procer.

– ¡Vaya!

Don Pedro Pablo Tauste sacó una peseta del cajón y se la dio a don Ricardo Sorbedo.

– Poco es…

– Sí, don Pedro, poco es, realmente, pero su desprendimiento al ofrecérmela es como una gema de muchos quilates.

– Bueno, ¡si es así!

Don Ricardo Sorbedo era algo amigo de Martín Marco a veces, cuando se encontraban, se sentaban en el banco de un paseo y se ponían a hablar de arte y literatura.

Don Ricardo Sorbedo había tenido una novia, hasta hace poco tiempo, a la que dejó por cansancio y aburrimiento. La novia de don Ricardo Sorbedo era una golfita hambrienta, sentimental y un poco repipia, que se llamaba Maribel Pérez. Cuando don Ricardo Sorbedo se quejaba de lo mal que se estaba poniendo todo, la Maribel procuraba consolarlo con filosofías.

– No te apures -decía la novia-, el alcalde de Cork tardó más de un mes en palmarla.

A la Maribel le gustaban las flores, los niños y los animales; era una chica bastante educada y de modales finos.

– ¡Ay, ese niño rubio! ¡Qué monada! -le dijo un día, paseando por la plaza del Progreso, a su novio.

– Como todos -le contestó don Ricardo Sorbedo-. Ése es un niño como todos. Cuando crezca, si no se muere antes, será comerciante, o empleado del Ministerio de Agricultura, o quién sabe si dentista incluso. A lo mejor le da por el arte y sale pintor o torero, y tiene hasta sus complejos sexuales y todo.

La Maribel no entendía demasiado de lo que le contaba su novio.

– Es un tío muy culto mi Ricardito -les decía a sus amigas-, ¡ya lo creo! ¡Sabe de todo!

– ¿Y os vais a casar?

– Sí, cuando podamos. Primero dice que quiere retirarme, porque esto del matrimonio debe ser a cala y a prueba, como los melones. Yo creo que tiene razón.

– Puede. Oye, ¿y qué hace tu novio?

– Pues, mujer, como hacer, lo que se dice hacer, no hace nada, pero ya encontrará algo, ¿verdad?

– Sí, algo siempre aparece.

El padre de Maribel había tenido una corsetería modesta en la calle de la Colegiata, hacía ya bastantes años, corseteria que traspasó porque a su mujer, la Eulogia, se le metió entre ceja y ceja que lo mejor era poner un bar de camareras en la calle de la Aduana. Él bar de la Eulogia se llamó "El paraíso terrenal" y marchó bastante bien hasta que el ama perdió el seso y se escapó con un tocaor que anda siempre bebido.

– ¡Qué vergüenza! -decía don Braulio, el papá de la Maribel – ¡Mi señora liada con ese desgraciado que la va a matar de hambre!

El pobre don Braulio se murió poco después, de una pulmonía, y a su entierro fue, de luto riguroso y muy compungido, Paco el Sardina, que vivía con la Eulogia en Carabanchel Bajo.

– ¡Es que no somos nadie! ¿Eh? -le decía en el entierro el Sardina a un hermano de don Braulio que había venido de Astorga para asistir al sepelio,

– ¡Ya, ya!

– La vida es lo que tiene, ¿verdad, usted?

– Sí, si, ya lo creo, eso es lo que tiene -le contestaba don Bruno, el hermano de don Braulio, en el autobús camino del Este.

– Era bueno este hermano de usted, que en paz descanse.

– Hombre, sí. Si fuera malo lo hubiera deslomado a usted.

– ¡Pues también es verdad!

– ¡Claro que también! Pero lo que yo digo: en este vida hay que ser tolerantes.

El Sardina no contestó. Por dentro iba pensando que el don Bruno era un tío moderno.

– ¡Ya lo creo! ¡Éste es un tío la mar de moderno! ¡Queramos o no queramos, esto es lo moderno, qué contra!

A don Ricardo Sorbedo, los argumentos de la novia no le convencían mucho.

– Sí, chica, pero a mí las hambres del alcalde de Cork no me alimentan, te lo juro.

– Pero no te apures, hombre, no eches los pies por alto, no merece la pena. Además, ya sabes que no hay mal que cíen años dure.

Cuando tuvieron esta conversación, don Ricardo Sorbedo y Maribel estaban sentados ante dos blancos, en una tasca que hay en la calle Mayor, cerca del Gobierno Civil, en la otra acera. La Maribel tenía una peseta y le había dicho a don Ricardo:

– Vamos a tomarnos un blanco en cualquier lado. Ya está una harta de callejear y de coger frío.

– Bueno, vamos a donde tú quieras.

La pareja estaba esperando a un amigo de don Ricardo, que era poeta y que algunas veces los invitaba a café con leche e incluso a un bollo suizo. El amigo de don Ricardo era un joven que se llamaba Ramón Maello y que no es que nadase en la abundancia, pero tampoco pasaba lo que se dice hambre. El hombre, que era hijo de familia, siempre se las arreglaba para andar con unas pesetas en el bolsillo. El chico vivía en la calle de Apodaca, encima de la mercería de Trini y, aunque no se llevaba muy bien con su padre, tampoco se había tenido que marchar de casa. Ramón Maello andaba algo delicado de salud y haberse marchado de su casa le hubiera costado la vida.

– Oye, ¿tú crees que vendrá?

– Sí, mujer, el Ramón es un chico serio. Está un poco en la luna, pero también es serio y servicial, ya verás como viene.

Don Ricardo Sorbedo bebió un traguito y se quedó pensativo.

– Oye, Maribel, ¿a qué sabe esto? La Maribel bebió también.

– Chico, no sé. A mi me parece que a vino. Don Ricardo sintió, durante unos segundos, un asco tremendo por su novia.

– ¡Esta tía es como una calandria! -pensó. La Maribel ni se dio cuenta. La pobre casi nunca se daba cuenta de nada.

– Mira qué gato más hermoso. Ése sí que es un gato feliz, ¿verdad?

El gato -un gato negro, lustroso, bien comido y bien dormido- se paseaba, paciente y sabio como un abad, por el reborde del zócalo, un reborde noble y antiguo que tenía lo menos cuatro dedos de ancho.

– A mí me parece que este vino sabe a té, tiene el mismo sabor que el té.

En el mostrador, unos chóferes de taxi se bebían sus vasos.

– ¡Mira, mira! Es pasmoso que no caiga. En un rincón otra pareja se adoraba en silencio, mano sobre mano, un mirar fijo en el otro mirar.

– Yo creo que cuando se tiene la barriga vacía todo sabe a té.

Un ciego se paseó por entre las mesas cantando los cuarenta iguales.

– ¡Qué pelo negro más bonito! ¡Casi parece azul! ¡Vaya gato!

De la calle se colaba, al abrir la puerta, un vientecillo frío mezclado con el ruido de los tranvías, aún más frío todavía.

– Al té sin azúcar, al té que toman los que padecen del estómago.

El teléfono comenzó a sonar estrepitosamente.

– Es un gato equilibrista, un gato que podría trabajar en el circo.

El chico del mostrador se secó las manos con su mandil de rayas verdes y negras y descolgó el teléfono.

– El té sin azúcar, más propio parece para tomar baños de asiento que para ser ingerido.

El chico del mostrador cogió el teléfono y gritó:

– ¡Don Ricardo Sorbedo!

Don Ricardo le hizo una seña con la mano.

– ¿Eh?

– ¿Es usted don Ricardo Sorbedo?

– Si. ¿tengo algún recado?

– Sí, de parte de Ramón que no puede venir, que se le ha puesto la mamá mala.

En la tahona de la calle de San Bernardo, en la diminuta oficina donde se llevan las cuentas, el señor Ramón habla con su mujer, la Paulina, y con don Roberto González, que ha vuelto al día siguiente, agradecido a los cinco duros del patrón, a ultimar algunas cosas y dejar en orden unos asientos.

El matrimonio y don Roberto charlan alrededor de una estufa de serrín, que da bastante calor. Encima de la estufa hierven, en una lata vacía de atún, unas hojas de laurel.

Don Roberto tiene un día alegre, cuenta chistes a los panaderos.

– Y entonces el delgado va y le dice al gordo: "¡Usted es un cochino!", y el gordo se vuelve y le contesta: "Oiga, oiga, ¡a ver si se cree usted que huelo siempre así!"

La mujer de don Ramón está muerta de risa, le ha entrado el hipo y grita, mientras se tapa los ojos con las dos manos:

– ¡Calle, calle, por el amor de Dios! Don Roberto quiere remachar su éxito.

– ¡Y todo eso dentro de un ascensor! La mujer llora, entre grandes carcajadas, y se echa atrás en la silla.

– ¡Calle, calle!

Don Roberto también se ríe.

– ¡El delgado tenía cara de pocos amigos!

El señor Ramón, con las manos cruzadas sobre el vientre y la colilla en los labios, mira para don Roberto y para la Paulina.

– ¡Este don Roberto, tiene unas cosas cuando está de buenas!

Don Roberto está infatigable.

– ¡Y aún tengo otro preparado, señora Paulina!

– ¡Calle, calle, por amor de Dios!

– Bueno, esperaré a que se reponga un poco, no tengo prisa.

La señora Paulina, golpeándose los recios muslos con las palmas de las manos, aún se acuerda de lo mal que olía el señor gordo.

Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.

– Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.

– Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?

– No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla. La mujer era la imagen de la paciencia.

– ¿Quieres lavarte las manos?

– No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.

– Tranquilízate.

– No puedo, huele a cebolla.

– Anda, procura dormir un poco.

– No podría, todo me huele a cebolla.

– ¿Quieres un vaso de leche?

– No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme, morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.

– No digas tonterías.

– ¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla! El hombre se echó a llorar.

– ¡Huele a cebolla!

– Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.

– ¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!

La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.

– ¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!

– Como quieras.

La mujer cerró la ventana.

– Quiero agua en una taza; en un vaso, no.

La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.

La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente.

El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.

– ¡Ay!

El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacia.

Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.

– ¿Qué pasa?

La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:

– Nada, que olía un poco a cebolla.

Seoane, antes de ir a tocar el violín al Café de doña Rosa, se pasa por una óptica. El hombre quiere enterarse del precio de las gafas ahumadas; su mujer tiene unos ojos cada vez peor.

– Vea usted, fantasía con cristales Zeiss, doscientas cincuenta pesetas.

Seoane sonríe con amabilidad.

– No, no, yo las quiero más económicas.

– Muy bien, señor. Este modelo quizá le agrade; ciento setenta y cinco pesetas.

Seoane no había dejado de sonreír.

– No, no me explico bien; yo quisiera ver unas de tres a cuatro duros.

El dependiente lo mira con profundo desprecio. Lleva bata blanca y unos ridículos lentes de pinzas, se peina con raya al medio y mueve el culito al andar.

– Eso lo encontrará usted en una droguería. Siento no poder servir al señor.

¾Bueno, adiós; usted perdone.

Seoane se va parando en los escaparates de las droguerías.

Algunas un poco más ilustradas, que se dedican también a revelar carretes de fotos, tienen, efectivamente, gafas de color en las vitrinas.

– ¿Tiene gafas de tres duros?

La empleada es una chica mona, complaciente.

– Sí, señor, pero no se las recomiendo; son muy frágiles. Por poco más, podemos ofrecerle a usted un modelo que está bastante bien.

La muchacha rebusca en los cajones del mostrador y saca unas bandejas.

– Vea, veinticinco pesetas, veintidós, treinta, cincuenta, dieciocho (éstas son un poco peores), veintisiete…

Seoane sabe que en el bolsillo no lleva más que tres duros.

– Éstas de dieciocho, ¿dice usted que son malas?

– Sí, no compensa lo que se ahorra. Las de veintidós ya son otra cosa.

Seoane sonríe a la muchacha.

– Bien, señorita, muchas gracias, lo pensaré y volveré por aquí. Siento haberla molestado.

– Por Dios, caballero, para eso estamos.

A Julita, allá en el fondo de su corazón, le remuerde un poco la conciencia. Las tardes en casa de doña Celia se le presentan, de pronto, orladas de todas las maldiciones eternas.

Es sólo un momento, un mal momento; pronto vuelve a su ser. La lagrimita que, por poco, se le cae mejilla abajo, puede ser contenida.

La muchacha se mete en su cuarto y saca del cajón de la cómoda un cuaderno forrado de hule negro, donde lleva unas extrañas cuentas. Busca un lápiz, anota unos números y sonríe ante el espejo: la boca fruncida, los ojos entornados, las manos en la nuca, sueltos los botones de la blusa.

Está guapa Julita, muy guapa, mientras guiña un ojo al espejo…

– Hoy llegó Ventura al empate.

Julia sonríe, mientras el labio de abajo se le estremece; hasta la barbilla le tiembla un poquito.

Guarda su cuadernito y sopla un poco las tapas para quitarles el polvo.

– La verdad es que voy a una marcha que ya, ya… Al tiempo de echar la llave, que lleva adornada con un lacito rosa, piensa casi compungida:

– ¡Este Ventura es insaciable!

Sin embargo -¡lo que son las cosas!-, cuando va a salir de la alcoba, un chorro de optimismo le riega el alma.

Martín se despide de Nati Robles y va hacia el Café de donde lo echaron el día anterior por no pagar.

– Me quedan ocho duros y pico -piensa-; yo no creo que sea robar comprarme unos pitillos y darle una lección a esa tía asquerosa del Café. A Nati le puedo regalar un par de grabaditos que me cuesten cinco o seis duros.

Toma un 17 y se acerca hasta la Glorieta de Bilbao. En el espejo de una peluquería se atusa un poco el pelo y se pone derecho el nudo de la corbata.

– Yo creo que voy bastante bien…

Martín entra en el Café por la misma puerta por donde ayer salió; quiere que le toque el mismo camarero, hasta la misma mesa, si fuera posible.

En el Café hace un calor denso, pegajoso. Los músicos tocan "La cumparsita", tango que para Martín tiene ciertos vagos, remotos, dulces recuerdos. La dueña, por no perder la costumbre, grita entre la indiferencia de los demás, levantando los brazos al cielo, dejándolos caer pesadamente, estudiadamente, sobre el vientre. Martín se sienta a una mesa contigua a la de la escena. El camarero se le acerca.

– Hoy está rabiosa; si lo ve va a empezar a tirar coces.

– Allá ella. Tome usted un duro y tráigame café. Una veinte de ayer y una veinte de hoy, dos cuarenta; quédese con la vuelta; yo no soy ningún muerto de hambre.

El camarero se quedó cortado; tenia más cara de bobo que de costumbre. Antes de que se aleje demasiado, Martín lo vuelve a llamar. -Que venga el limpia.

– Bien. Martín insiste.

– Y el cerillero.

– Bien.

Martín ha tenido que hacer un esfuerzo tremendo; le duele un poco la cabeza, pero no se atreve a pedir una aspirina.

Doña Rosa habla con Pepe, el camarero, y mira, estupefacta, para Martín. Martín hace como que no ve.

Le sirven, bebe un par de sorbos y se levanta, camino del retrete. Después no supo si fue allí donde sacó el pañuelo que llevaba en el mismo bolsillo que el dinero.

De vuelta a su mesa se limpió los zapatos y se gastó un duro en una cajetilla de noventa.

– Esta bazofia que se la beba la dueña, ¿se entera?; esto es una malta repugnante.

Se levantó, casi solemne, y cogió la puerta con un gesto lleno de parsimonia.

Ya en la calle, Martín nota que todo el cuerpo le tiembla.

Todo lo da por bien empleado; verdaderamente se acaba de portar como un hombre.

Ventura Aguado Sans dice a su compañero de pensión don Tesifonte Ovejero, capitán de Veterinaria:

– Desengáñese usted, mi capitán, en Madrid lo que sobran son asuntos. Y ahora, después de la guerra, más que nunca. Hoy dia, la que más y la que menos hace lo que puede. Lo que hay es que dedicarles algún ratillo al día, ¡qué caramba! ¡No se pueden pescar truchas a bragas enjutas!

– Ya, ya; me hago cargo.

– Naturalmente, hombre, naturalmente. ¿Cómo quiere usted divertirse si no pone nada de su parte? Las mujeres, descuide, no van a venir a buscarle a usted. Aquí todavía no es como en otros lados.

– Si, eso sí.

– ¿Entonces? Hay que espabilarse, mi capitán, hay que tener arrestos y cara, mucha cara. Y sobre todo, no decepcionarse con los fracasos. ¿Que una falla? Bueno, ¿y qué? Ya vendrá otra detrás.

Don Roque manda un aviso a Lola, la criada de la pensionista doña Matilde: "Pásate por Santa Engracia a las ocho. Tuyo, R."

La hermana de Lola, Josefa López, había sido criada durante bastantes años en casa de doña Soledad Castro de Robles. De vez en cuando decía que se iba al pueblo y se metia en la Maternidad a pasar unos días. Llegó a tener cinco hijos que le criaban de caridad unas monjas de Chamartin de la Rosa: tres de don Roque, los tres mayores; uno del hijo mayor de don Francisco, el cuarto, y el último de don Francisco, que fue el que tardó más en descubrir el filón. La paternidad de cada uno no ofrecía dudas.

– Yo seré lo que sea -solía decir la Josefa -, pero a quien me da gusto no le pongo cuernos. Cuando una se harta, se tarifa y en paz; pero mientras tanto, como las palomas, uno con una.

La Josefa fue una mujer hermosa, un poco grande. Ahora tiene una pensión de estudiantes en la calle de Atocha y vive con los cinco hijos. Malas lenguas de la vecindad dicen que se entiende con el cobrador del gas y que un dia puso muy colorado al chico del tendero, que tiene catorce años. Lo que haya de cierto en todo eso es muy difícil de averiguar.

Su hermana Lola es más joven, pero también es grande y pechugona. Don Roque le compra pulseras de bisutería y la convida a pasteles, y ella está encantada. Es menos honesta que la Josefa y parece ser que se entiende con algún pollo que otro. Un dia doña Matilde la cogió acostada con Ventura, pero prefirió no decir nada.

La chica recibió el papelito de don Roque, se arregló y se fue para casa de doña Celia.

– ¿No ha venido?

– No, todavía no; pasa aquí.

Lola entra en la alcoba, se desnuda y se sienta en la cama. Quiere darle una sorpresa a don Roque, la sorpresa de abrirle la puerta en cueros vivos.

Doña Celia mira por el ojo de la cerradura; le gusta ver cómo se desnudan las chicas. A veces, cuando nota mucho calor en la cara, llama a un lulú que tiene.

– ¡Pierrot! ¡Pierrot! ¡Ven a ver a tu amita!

Ventura abre un poco la puerta del cuarto que ocupa.

– Señora.

– Va.

Ventura mete a doña Celia tres duros en la mano.

– Que salga antes la señorita. Doña Celia dice a todo amén.

– Usted manda.

Ventura pasa a un cuarto ropero, a hacer tiempo, encendiendo un cigarrillo, mientras la muchacha se aleja, y la novia sale, mirando para el suelo, escaleras abajo.

– Adiós, hija.

– Adiós.

Doña Celia llama con los nudillos en la habitación donde aguarda Lola.

– ¿Quieres pasar a la alcoba grande? Se ha desocupado.

– Bueno.

Julita, al llegar a la altura del entresuelo, se encuentra con Roque.

– ¡Hola, hija! ¿De dónde vienes? Julita está pasada.

– De… la fotografía. Y tú, ¿a dónde vas?

– Pues… a ver a un amigo enfermo; el pobre está muy malo.

A la hija le cuesta trabajo pensar que el padre vaya a casa de doña Celia; al padre le pasa lo mismo.

– No, ¡qué tonto soy! ¡A quién se le ocurre! -piensa don Roque.

– Será cierto lo del amigo -piensa la niña-, papá tendrá sus planes, pero ¡también sería mala uva que se viniera a meter aquí!

Cuando Ventura va a salir, doña Celia lo detiene.

– Espere un momento, han llamado. Don Roque llega; viene algo pálido.

– ¡Hola! ¿Ha venido la Lola?

– Sí, está en la alcoba de delante.

Don Roque da dos ligeros golpes sobre la puerta.

– ¿Quién?

– Yo.

– Pasa.

Ventura Aguado sigue hablando, casi elocuentemente, con el capitán.

– Mire usted, yo tengo ahora un asuntillo bastante arregladito con una chica, cuyo nombre no hace al caso, que cuando la vi por primera vez pensé: "Aquí no hay nada que hacer". Fui hasta ella, por eso de que no me quedase la pena de verla pasar sin trastearla, le dije tres cosas y le pagué dos vermús con gambas, y ya ve usted, ahora la tengo como una corderita. Hace lo que yo quiero y no se atreve ni a levantar la voz. La conocí en el Barceló, el veintitantos de agosto pasado y, a la semana escasa, el día de mi cumpleaños, ¡zas, al catre! Si me hubiera estado como un gilí viendo cómo la camelaban y cómo le metían mano los demás, a estas horas estaba como usted.

– Si, eso está muy bien, pero a mí me da por pensar que eso no es más que cuestión de suerte. Ventura saltó en el asiento.

– ¿Suerte? ¡Ahí está el error! La suerte no existe, amigo mío, la suerte es como las mujeres, que se entrega a quienes la persiguen y no a quien las ve pasar por la calle sin decirles ni una palabra. Desde luego, lo que no se puede es estar aquí metido todo el santo día, como está usted, mirando para esa usurera del niño lila y estudiando las enfermedades de las vacas. Lo que yo le digo es que así no se va a ninguna parte.

Seoane coloca su violín sobre el piano, acaba de tocar "La cumparsita". Habla con Macario.

– Voy un momento al water.

Seoane marcha por entre las mesas. En su cabeza siguen dando vueltas los precios de las gafas.

– Verdaderamente, vale la pena esperar un poco. Las de veintidós son bastante buenas, a mi me parece.

Empuja con el pie la puerta donde se lee "Caballeros": dos tazas adosadas a la pared y una débil bombilla de quince bujías defendida con unos alambres. En su jaula, como un grillo, una tableta de desinfectante preside la escena.

Seoane está solo, se acerca a la pared, mira para el suelo.

¾¿Eh?

La saliva se le para en la garganta, el corazón le salta, un zumbido larguísimo se le posa en los oídos. Seoane mira para el suelo con mayor fijeza, la puerta está cerrada. Seoane se agacha precipitadamente. Sí, son cinco duros. Están un poco mojados, pero no importa. Seoane seca el billete con un pañuelo.

Al día siguiente volvió a la droguería.

– Las de treinta, señorita, deme las de treinta.

Sentados en el sofá, Lola y don Roque hablan. Don Roque está con el abrigo puesto y el sombrero encima de las rodillas. Lola, desnuda y con las piernas cruzadas. En la habitación arde un chubesqui, se está bastante caliente. Sobre la luna del armario se reflejan las figuras, hacen realmente una pareja extraña: don Roque, de bufanda y con el gesto preocupado; Lola, en cueros y de mal humor.

Don Roque está callado.

– Eso es todo.

Lola se rasca el ombligo y después se huele el dedo.

– ¿Sabes lo que te digo?

– Qué.

– Pues que tu chica y yo no tenemos nada que echarnos en cara, las dos podemos tratarnos de tú a tú. Don Roque grita:

– ¡Calla, te digo! ¡Que te calles!

– Pues me callo.

Los dos fuman. La Lola, gorda, desnuda y echando humo, parece una foca del circo.

– Eso de la foto de la niña es como lo de tu amigo enfermo.

– ¿Te quieres callar?

– ¡Venga ya, hombre, venga ya, con tanto callar y tanta monserga! ¡Si parece que no tenéis ojos en la cara! Ya dijimos en otro lado lo siguiente:

"Desde su marco dorado con purpurina, don Obdulio, enhiesto el bigote, dulce la mirada, protege, como un malévolo, picardeado diosecillo del amor, la clandestinidad que permite comer a su viuda."

Don Obdulio está a la derecha del armario, detrás de un macetero. A la izquierda, cuelga un retrato de la dueña, de joven, rodeada de perros lulús.

– Anda, vístete, no estoy para nada.

– Bueno. Lola piensa:

– La niña me la paga, ¡como hay Dios! ¡Vaya si me la paga!

Don Roque la pregunta:

– ¿Sales tú antes?

– No, sal tú, yo mientras me iré vistiendo.

Don Roque se va y Lola echa el pestillo a la puerta.

– Ahí donde está, nadie lo va a notar -piensa. Descuelga a don Obdulio y lo guarda en el bolso. Se arregla el pelo un poco en el lavabo y enciende un tritón.

El capitán Tesifonte parece reaccionar.

– Bueno… Probaremos fortuna…

– No va a ser verdad.

– Sí, hombre, ya lo verá usted. Un día que vaya usted de bureo, me llama y nos vamos juntos. ¿Hace?

– Hace, sí, señor. El primer día que me vaya por ahí, lo aviso.

El chamarilero se llama José Sanz Madrid. Tiene dos prenderías donde compra y vende ropas usadas y "objetos de arte", donde alquila smokings a los estudiantes y chaqués a los novios pobres.

– Métase ahí y pruébese, tiene donde elegir.

Efectivamente, hay donde elegir: colgados de cientos de

perchas, cientos de trajes esperan al cliente que los saque a tomar el aire.

Las prenderías están, una en la calle de los Estudios y otra, la más importante, en la calle de la Magdalena, hacia la mitad.

El señor José, después de merendar, lleva a Purita al cine, le gusta darse el lote antes de irse a la cama. Van al cine Ideal, enfrente del Calderón, donde ponen "Su hermano y él", de Antonio Vico, y "Un enredo de familia", de Mercedes Vecino, "toleradas" las dos. El cine Ideal tiene la ventaja de que es de sesión continua y muy grande, siempre hay sitio.

El acomodador los alumbra con la linterna.

– ¿Dónde?

– Pues por aquí. Aquí estamos bien. Purita y el señor José se sientan en la última fila. El señor José pasa una mano por el cuello de la muchacha.

– ¿Qué me cuentas?

– Nada, ¡ya ves!

Purita mira para la pantalla. El señor José le coge las manos.

– Estás fría.

– Sí, hace mucho frío.

Están algunos instantes en silencio. El señor José no acaba de sentarse a gusto, se mueve constantemente en la butaca.

– Oye.

– Qué.

– ¿En qué piensas?

– Psché…

– No le des más vueltas a eso; lo del Paquito yo te lo arreglo, yo tengo un amigo que manda mucho en Auxilio Social, es primo del gobernador civil de no sé dónde.

El señor José baja la mano hasta el escote de la chica.

– ¡Ay, qué fría!

– No te apures, yo la calentaré.

El hombre pone la mano en la axila de Purita, por encima de la blusa.

– ¡Qué caliente tienes el sobaco!

– Sí.

Purita tiene mucho calor debajo del brazo, parece como si estuviera mala.

– ¿Y tú crees que el Paquito podrá entrar?

– Mujer, yo creo que si, que a poco que pueda mi amigo, ya entrará.

– ¿Y tú amigo querrá hacerlo?

El señor José tiene la otra mano en una liga de Purita. Purita, en el invierno, lleva liguero, las ligas redondas no se le sujetan bien porque está algo delgada. En el verano va sin medias; parece que no, pero supone un ahorro, ¡ya lo creo!

– Mi amigo hace lo que yo le mando, me debe muchos favores.

– ¡Ojalá! ¡Dios te oiga!

– Ya lo verás como sí.

La chica está pensando, tiene la mirada triste, perdida. El señor José le separa un poco los muslos, se los pellizca.

– ¡Con el Paquito en la guardería, ya es otra cosa!

El Paquito es el hermano pequeño de la chica. Son cinco hermanos y ella, seis: Ramón, el mayor, tiene veintidós años y está haciendo el servicio en África; Mariana, que la pobre está enferma y no puede moverse de la cama, tiene dieciocho; Julio, que trabaja de aprendiz en una imprenta, anda por los catorce; Rosita tiene once, y Paquito, el más chico, nueve. Purita es la segunda, tiene veinte años, aunque quizá represente alguno más.

Los hermanos viven solos. Al padre lo fusilaron, por esas cosas que pasan, y la madre murió, tísica y desnutrida, el año 41.

A Julio le dan cuatro pesetas en la imprenta. El resto se lo tiene que ganar Purita a pulso, callejeando todo el día, recalando después de la cena por casa de doña Jesusa.

Los chicos viven en un sotabanco de la calle de la Terne ra. Purita para en una pensión, asi está más libre y puede recibir recados por teléfono. Purita va a verlos todas las mañanas, a eso de las doce o la una. A veces, cuando no tiene compromiso, también almuerza con ellos; en la pensión le guardan la comida para que se la tome a la cena, si quiere.

El señor José tiene ya la mano, desde hace rato, dentro del escote de la muchacha.

– ¿Quieres que nos vayamos?

– ¡Si tú quieres!

El señor José ayuda a Purita a ponerse el abriguillo de algodón.

– Sólo un ratito, ¿eh?, la parienta está ya con la mosca en la oreja.

– Lo que tú quieras.

– Toma, para ti.

El señor José mete cinco duros en el bolso de Purita, un bolso teñido de azul que mancha un poco las manos.

– Que Dios te lo pague.

A la puerta de la habitación, la pareja se despide.

– Oye, ¿cómo te llamas?

– Yo me llamo José Sanz Madrid, ¿y tú?, ¿es verdad que te llamas Purita?

– Sí, ¿por qué te iba a mentir? Yo me llamo Pura Bartolomé Alonso.

Los dos se quedan un rato mirando para el paragüero,

– Bueno, ¡me voy!

– Adiós, Pepe, ¿no me das un beso?

¾Sí, mujer.

– Oye, ¿cuando sepas algo de lo del Paquito, me llamarás?

– Si, descuida, yo te llamaré a ese teléfono.

Doña Matilde llama a voces a sus huéspedes:

– ¡Don Tesi! ¡Don Ventura! ¡La cena! Cuando se encuentra con don Tesifonte, le dice:

– Para mañana he encargado hígado, ya veremos qué cara le pone.

El capitán ni la mira, va pensando en otras cosas.

– Si, puede que tenga razón ese chico. Estándose aquí como un bobalicón, pocas conquistas se pueden hacer, ésa es la verdad.

A doña Montserrat le han robado el bolso en la Reserva, ¡qué barbaridad!, ¡ahora hay ladrones hasta en las iglesias! No llevaba más que tres pesetas y unas perras, pero el bolso estaba aún bastante bien, en bastante buen uso.

Se había entonado ya el "Tantum ergo" -que el irreverente de José María, el sobrino de doña Montserrat, cantaba con la música del himno alemán- y en los bancos no quedaban ya sino algunas señoras rezagadas, dedicadas a sus particulares devociones.

Doña Montserrat medita sobre lo que acaba de leer: "Este jueves trae al alma fragancia de azucenas y también dulce sabor de lágrimas de contrición perfecta. En la inocencia fue un ángel, en la penitencia emuló las austeridades de la Tebaida…"

Doña Montserrat vuelve un poco la cabeza, y el bolso ya no está.

Al principio no se dio mucha cuenta, todo en su imaginación eran mutaciones, apariciones y desapariciones.

En su casa, Julita guarda otra vez el cuaderno y, como los huéspedes de doña Matilde, va también a cenar. La madre le da un cariñoso pellizco en la cara.

– ¿Has estado llorando? Tienes los ojos encarnados.

Julita contesta con un mohín.

– No, mamá, he estado pensando. Doña Visi sonríe con cierto aire pícaro.

– ¿En él?

– Sí.

Las dos mujeres se cogen del brazo.

– Oye, ¿cómo se llama?

– Ventura.

– ¡Ah, lagartona! ¡Por eso pusiste Ventura al chinito! La muchacha entorna los ojos.

– Sí.

– ¿Entonces lo conoces ya desde hace algún tiempo?

– Sí, hace ya mes y medio o dos meses que nos vemos de vez en cuando.

La madre se pone casi seria.

– ¿Y cómo no me habías dicho nada?

– ¿Para qué iba a decirte nada antes de que se me declarase?

– También es verdad. ¡Parezco tonta! Has hecho muy bien, hija, las cosas no deben decirse nunca hasta que suceden ya de una manera segura. Hay que ser siempre discretas.

A Julita le corre un calambre por las piernas, nota un poco de calor por el pecho.

– Si, mamá, ¡muy discretas!

Doña Visi vuelve a sonreír y preguntar.

– Oye, ¿y qué hace?

– Estudia Notarías.

– ¡Si sacase una plaza!

– Ya veremos si tiene suerte, mamá. Yo he ofrecido dos velas si saca una Notaría de primera, y una si no saca más que una de segunda.

– Muy bien hecho, hija mía, a Dios rogando y con el mazo dando, yo ofrezco también lo mismo. Oye… ¿Y cómo se llama de apellido?

– Aguado.

– No está mal, Ventura Aguado. Doña Visi ríe alborozada.

– ¡Ay, hija, qué ilusión! Julita Moisés de Aguado, ¿tú te das cuenta?

La muchacha tiene el mirar perdido.

– Ya, ya.

La madre, velozmente, temerosa de que todo sea un sueño que se vaya de pronto a romper en mil pedazos como una bombilla, se apresura a echar las falsas cuentas de la lechera.

– Y tu primer hijo, Julita, si es niño, se llamará Roque, como el abuelo, Roque Aguado Moisés. ¡Qué felicidad! ¡Ay, cuando lo sepa tu padre! ¡Qué alegría!

Julita ya está del otro lado, ya cruzó la corriente, ya habla de sí misma como de otra persona, ya nada le importa fuera del candor de la madre.

– Si es niña, le pondré tu nombre, mamá. También hace muy bien Visitación Aguado Moisés.

– Gracias, hija, muchas gracias, me tienes emocionada. Pero pidamos que sea varón; un hombre hace siempre mucha falta.

A la chica le vuelven a temblar las piernas.

– Si, mamá, mucha.

La madre habla con las manos enlazadas sobre el vientre.

– ¡Mira tú que si Dios hiciera que tuviese vocación!

– ¡Quién sabe!

Doña Visi eleva su mirada a las alturas. El cielo raso de la habitación tiene algunas manchas de humedad.

– La ilusión de toda mi vida, ¡un hijo sacerdote!

Doña Visi es en aquellos momentos la mujer más feliz de Madrid. Coge a la hija de la cintura -de una manera muy semejante a como la coge Ventura en casa de doña Celia- y la balancea como a un niño pequeño.

– A lo mejor lo es el nietecito, chatita, ¡a lo mejor! Las dos mujeres ríen, abrazadas, mimosas.

– ¡Ay, ahora cómo deseo vivir!

Julita quiere adornar su obra.

– Sí, mamá, la vida tiene muchos encantos.

Julita baja la voz, que suena velada, cadenciosa.

– Yo creo que conocer a Ventura -los oídos de la muchacha zumban ligeramente- ha sido una gran suerte para mi.

La madre prefiere dar una muestra de sensatez.

– Ya veremos, hija, ya veremos. ¡Dios lo haga! ¡Tengamos fe! Si, ¿por qué no? Un nietecito sacerdote que nos edifique a todos con su virtud. ¡Un gran orador sagrado! ¡Mira tú que, si ahora que estamos de broma, después resulta que salen anuncios de los Ejercicios Espirituales dirigidos por el Reverendo Padre Roque Aguado Moisés! Yo sería ya una viejecita, hija mía, pero no me cabría el corazón en el pecho de orgullo.

– A mí tampoco, mamá.

Martín se repone pronto, va orgulloso de sí mismo.

– ¡Vaya lección! ¡Ja, ja!

Martín acelera el paso, va casi corriendo, a veces da un saltito.

– ¡A ver qué se le ocurre decir ahora a ese jabalí! El jabalí es doña Rosa.

Al llegar a la Glorieta de San Bernardo, Martín piensa en el regalo de Nati.

– A lo mejor está todavía Rómulo en la tienda.

Rómulo es un librero de viejo que tiene a veces, en su cuchitril, algún grabado interesante.

Martín se acerca hasta el cubil de Rómulo, bajando, a la derecha, después de la Universidad.

En la puerta cuelga un cartelito que dice: "Cerrado. Los recados por el portal". Dentro se ve luz, se conoce que Rómulo está ordenando las fichas o apartando algún encargo.

Martin llama con los nudillos sobre la puertecita que da al patio.

– ¡Hola, Rómulo!

– Hola, Martín, ¡dichosos los ojos! Martín saca tabaco, los dos hombres fuman sentados en torno al brasero que Rómulo sacó de debajo de la mesa.

– Estaba escribiendo a mi hermana, la de Jaén. Yo ahora vivo aquí, no salgo más que para comer; hay veces que no tengo gana y no me muevo de aquí en todo el día; me traen un café de ahi enfrente y en paz.

Martin mira unos libros que hay sobre una silla de enea, con el respaldo en pedazos, que ya no sirve más que de estante.

– Poca cosa.

– Sí, no es mucho. Eso de Romanones, "Notas de una vida", sí tiene interés, está muy agotado.

– Sí.

Martín deja los libros en el suelo.

– Oye, quería un grabado que estuviera bien.

– ¿Cuánto te quieres gastar?

– Cuatro o cinco duros.

– Por cinco duros te puedo dar uno que tiene gracia; no es muy grande, ésa es la verdad, pero es auténtico. Además lo tengo con marquito y todo, así lo compré. Si es para un regalo, te viene que ni pintiparado.

– Sí, es para dárselo a una chica.

– ¿A una chica? Pues como no sea una ursulina, ni hecho a la medida, ahora lo verás. Vamos a fumarnos el pitillo con calma, nadie nos apura.

– ¿Cómo es?

– Ahora lo vas a ver, es una Venus que debajo lleva unas figuritas. Tiene unos versos en toscano o en provenzal, yo no sé.

Rómulo deja el cigarro sobre la mesa y enciende la luz del pasillo. Vuelve al instante con una marco, que limpia con la manga del guardapolvo.

– Mira.

El grabado es bonito, está iluminado.

– Los colores son de la época.

– Eso parece.

– Sí, sí, de eso puedes estar seguro.

El grabado representa una Venus rubia, desnuda completamente, coronada de flores. Está de pie, dentro de una orla dorada. La melena le llega, por detrás, hasta las rodillas. Encima del vientre tiene la rosa de los vientos, es todo muy simbólico. En la mano derecha tiene una flor y en la izquierda, un libro. El cuerpo de la Venus se destaca sobre un cielo azul, todo lleno de estrellas. Dentro de la misma orla, hacia abajo, hay dos círculos pequeños, el de debajo del libro con un Tauro y el de debajo de la flor con una Libra. El pie del grabado representa una pradera rodeada de árboles. Dos músicos tocan, uno un laúd y otro un arpa, mientras tres parejas, dos sentadas y una paseando, conversan. En los ángulos de arriba, dos ángeles soplan con los carrillos hinchados. Debajo hay cuatro versos que no se entienden.

– ¿Qué dice aquí?

– Por detrás está, me lo tradujo Rodríguez Entrena, el catedrático de Cardenal Cisneros. Por detrás, escrito a lápiz, se lee:

Venus, granada en su ardor,

enciende los corazones gentiles donde hay un cantar.

Y con danzas y vagas fiestas por amor,

induce con un suave divagar.

– ¿Te gusta?

– Sí, a mí todas estas cosas me gustan mucho. El mayor encanto de todos estos versos es su imprecisión, ¿no crees?

– Sí, eso me parece a mí. Martín saca otra vez la cajetilla.

– ¡Bien andas de tabaco!

– Hoy. Hay dias que no tengo ni gota, que ando guardando las colillas de mi cuñado, eso lo sabes tú.

Rómulo no contesta, le parece más prudente, sabe que el tema del cuñado saca de quicio a Martin.

– ¿En cuánto me lo dejas?

– Pues mira, en veinte; te habia dicho veinticinco, pero si me das veinte te lo llevas. A mí me costó quince y lleva ya en el estante cerca de un año. ¿Te hace en veinte?

– Venga, dame un duro de vuelta.

Martín se lleva la mano al bolsillo. Se queda un instante parado, con las cejas fruncidas, como pensando. Saca el pañuelo que pone sobre las rodillas.

– Juraría que estaba aquí. Martín se pone de pie.

– No me explico…

Busca en los bolsillos del pantalón, saca los forros fuera.

– ¡Pues la he hecho buena! ¡Lo único que me faltaba!

– ¿Qué te pasa?

– Nada, prefiero no pensarlo.

Martín mira en los bolsillos de la americana, saca la vieja, deshilachada cartera, llena de tarjetas de amigos, de recortes de periódico.

– ¡La he pringado!

– ¿Has perdido algo?

– Los cinco duros…

Juita siente una sensación rara. A veces nota como un pesar, mientras que otras veces tiene que hacer esfuerzos para no sonreír.

– La cabeza humana -piensa- es un aparato poco perfecto. ¡Si se pudiera leer como en un libro lo que pasa por dentro de las cabezas! No, no; es mejor que siga todo así, que no podamos leer nada, que nos entendamos los unos con los otros sólo con lo que queramos decir, ¡qué carajo!, ¡aunque sea mentira!

A Julita, de cuando en cuando, le gusta decir a solas algún taco.

Por la calle van cogidos de la mano, parecen un tío con una sobrina que saca de paseo.

La niña, al pasar por la portería, vuelve la cabeza para el otro lado. Va pensando y no ve el primer escalón.

– ¡A ver si te desgracias!

– No.

Doña Celia les sale a abrir.

– ¡Hola, don Francisco!

– ¡Hola, amiga mía! Que pase la chica por ahí, quería hablar con usted.

– ¡Muy bien! Pasa por aquí, hija, siéntate donde quieras.

La niña se sienta en el borde de una butaca forrada de verde. Tiene trece años y el pecho le apunta un poco, como una rosa pequeñita que vaya a abrir. Se llama Merceditas Olivar Vallejo, sus amigas le llaman Merche. La familia le desapareció con la guerra, unos muertos, otros emigrados. Merche vive con una cuñada de la abuela, una señora vieja llena de puntillas y pintada como una mona, que lleva peluquín y que se llama doña Carmen. En el barrio a doña Carmen la llaman, por mal nombre, "Pelo de muerta". Los chicos de la calle prefieren llamarle "Saltaprados".

Doña Carmen vendió a Merceditas por cien duros, se la compró don Francisco, el del consultorio.

Al hombre le dijo:

– ¡Las primicias, don Francisco, las primicias! ¡Un clavelito!

Y a la niña:

– Mira, hija, don Francisco lo único que quiere es jugar, y además, ¡algún día tenía que ser! ¿No comprendes?

La cena de la familia Moisés fue alegre aquella noche.

Doña Visi está radiante y Julita sonríe, casi ruborosa. La procesión va por dentro.

Don Roque y las otras dos hijas están también contagiados, todavía sin saber por qué, de la alegría. Don Roque, en algunos momentos, piensa en aquello que le dijo Julita en las escaleras: "Pues… de la fotografía", y el tenedor le tiembla un poco en la mano; hasta que se le pasa, no se atreve a mirar a la hija.

Ya en la cama, doña Visi tarda en dormirse, su cabeza no hace más que dar vueltas alrededor de lo mismo.

– ¿Sabes que a la niña le ha salido novio?

– ¿A Julita?

– Sí, un estudiante de Notarías.

Don Roque da una vuelta entre las sábanas.

– Bueno, no eches las campanas a vuelo, tú eres muy aficionada a dar en seguida tres cuartos al pregonero. Ya veremos en qué queda todo.

– ¡Ay, hijo, tú siempre echándome jarros de agua fría!

Doña Visi se duerme llena de sueños felices. La vino a despertar, al cabo de las horas, la esquila de un convento de monjas pobres, tocando el alba.

Doña Visi tenía el ánimo dispuesto para ver en todo felices presagios, dichosos augurios, seguros signos de bienaventuranza y de felicidad.