38612.fb2 La Colmena - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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3

Cuando sacaron a doña Margot, camino del depósito, el niño se calló respetuoso.

Don Pablo, después de la comida, se va a un tranquilo Café de la calle de San Bernardo, a jugar una partida de ajedrez con don Francisco Robles y López-Patón, y a eso de las cinco y media sale en busca de doña Pura para dar una vuelta y recalar por el Café de doña Rosa, a merendar su chocolatito, que siempre le parece que está un poco aguado.

En una mesa próxima, al lado de una ventana, cuatro hombres juegan al dominó: don Roque, don Emilio Rodríguez Ronda, don Tesifonte Ovejero y el señor Ramón.

Don Francisco Robles y López-Patón, médico de enfermedades secretas, tiene una chica, la Amparo, que está casada con don Emilio Rodríguez Ronda, médico también. Don Roque es marido de doña Visi, la hermana de doña Rosa; don Roque Moisés Vázquez, según su cuñada, es una de las peores personas del mundo. Don Tesifonte Ovejero y Solana, capitán veterinario, es un buen señorito de pueblo, un poco apocado, que lleva una sortija con una esmeralda. El señor Ramón, por último, es un panadero que tiene una tahona bastante importante cerca de por allí.

Estos seis amigos de todas las tardes son gente tranquila, formal, con algún devaneo sin importancia, que se llevan bien, que no discuten, y que hablan de mesa a mesa, por encima de las conversaciones del juego, al que no siempre prestan gran interés.

Don Francisco acaba de perder un alfil.

– ¡Mal se pone la cosa!

– ¡Mal! Yo, en su lugar, abandonaba.

– Yo no.

Don Francisco mira para su yerno, que va de pareja con el veterinario.

– Oye, Emilio, ¿cómo está la niña? La niña es la Amparo.

– Bien, ya está bien, mañana la levanto.

– ¡Vaya, me alegro! Esta tarde va a ir la madre por vuestra casa.

– Muy bien. ¿Usted va a venir?

– No sé, ya veremos si puedo.

La suegra de don Emilio se llama doña Soledad, doña Soledad Castro de Robles.

El señor Ramón ha dado salida al cinco doble, que se le habia atragantado. Don Tesifonte le gasta la broma de siempre:

– Afortunado en el juego…

– Y al revés, mi capitán, usted ya me entiende.

Don Tesifonte pone mala cara mientras los amigos se ríen. Don Tesifonte, ésa es la verdad, no es afortunado ni con las mujeres ni con las fichas. Se pasa el día encerrado, no sale más que para jugar su partidita.

Don Pablo, que tiene la partida ganada, está distraído, no hace caso del ajedrez.

– Oye, Roque, ayer tu cuñada estaba de mala uva. Don Roque hace un gesto de suficiencia, como de estar ya de vuelta de todo.

– Lo está siempre, yo creo que nació ya de mala uva. ¡Mi cuñada es una bestia parda! ¡Si no fuera por las niñas, ya le habia puesto yo las peras a cuarto hace una temporada! Pero, en fin, ¡paciencia y barajar! Estas tías gordas y medio bebidas suelen durar mucho.

Don Roque piensa que, sentándose y esperando, el Café " La Delicia ", entre otro montón de cosas, será algún día de sus hijas. Bien mirado, a don Roque no le faltaba razón, y además la cosa merecía, sin duda alguna, la pena de aguantar, aunque fuesen cincuenta años. París bien vale una misa.

Doña Matilde y doña Asunción se reúnen todas las tardes, nada más comer, en una lechería de la calle de Fuencarral, donde son amigas de la dueña, doña Ramona Bragado, una vieja teñida pero muy chistosa, que había sido artista allá en los tiempos del general Prim. Doña Ramona, que recibió, en medio de un escándalo mayúsculo, una manda de diez mil duros de testamento del Marqués dé Casa Peña Zurana -el que fue senador y dos veces Subsecretario de Hacienda-que había sido querido suyo lo menos veinte años, tuvo cierto sentido común y en vez de gastarse los cuartos, tomó el traspaso de la lechería, que marchaba bastante bien y que tenía una clientela muy segura. Además, doña Ramona, que no se perdía, se dedicaba a todo lo que apareciese y era capaz de sacar pesetas de debajo de los adoquines; uno de los comercios que mejor se le daba era el andar siempre de trapichera y de correveidile, detrás del telón de la lechería, soplando dorados y bien adobados embustes en los oídos de alguna mocita que quería comprarse un bolso, y poniendo después la mano cerca del arca de algún señorito haragán, de esos que prefieren no molestarse y que se lo den todo hecho. Hay algunas personas que lo mismo sirven para un roto que para un descosido.

Aquella tarde estaba alegre la tertulia de la lechería.

– Traiga usted unos bollitos, doña Ramona, que yo pago.

– ¡Pero, hija! ¿Le ha caído a usted la lotería?

– jHay muchas loterías, doña Ramona! He tenido carta de la Paquita, desde Bilbao. Mire usted lo que dice aquí.

– ¿A ver? ¿A ver?

– Lea usted, yo cada vez tengo menos vista: lea usted aquí abajo.

Doña Ramona se caló los lentes y leyó:

– "La esposa de mi novio ha fallecido de unas anemias perniciosas." ¡Caray, doña Asunción, así ya se puede!

– Siga, siga.

– "Y mi novio dice que ya no usemos nada y que si quedo en estado, pues él se casa." ¡Pero, hija, si es usted la mujer de la suerte!

– Sí, gracias a Dios, tengo bastante suerte con esta hija.

– ¿Y el novio es el catedrático?

– Sí, don José María de Samas, catedrático de Psicología, Lógica y Ética.

– ¡Pues, hija, mi enhorabuena! ¡Bien la ha colocado!

– ¡Si, no va mal!

Doña Matilde también tenía su buena noticia que contar, no era una noticia definitiva, como podía serlo la de la Paquita, pero era, sin duda, una buena noticia. A su niño, el Florentino del Mare Nostrum, le había salido un contrato muy ventajoso para Barcelona, para trabajar en un salón del Paralelo, en un espectáculo de postín que se llamaba "Melodías de la Raza " y que, como tenia un fondo patriótico, esperaban que fuese patrocinado por las autoridades.

– A mí me da mucho sosiego que trabaje en una gran capital; en los pueblos hay mucha incultura y, a veces, a esta clase de artistas les tiran piedras. ¡Como si no fueran como los demás! Una vez, en Jadraque, tuvo que intervenir hasta la Guardia Civil; si no llega a tiempo, al pobrecito mío lo despellejan aquellos seres desalmados y sin cultura que lo único que les gusta es la bronca y decir ordinarieces a las estrellas. ¡Angelito, qué susto más grande le hicieron pasar!

Doña Ramona asentía.

– Sí, sí, en una gran capital como Barcelona está mucho mejor; se aprecia más su arte, lo respetan más, ¡todo!

– ¡Ay, sí! A mí, cuando me dice que se va de tourné por los pueblos, es que me da un vuelco el corazón. ¡Pobre Florentinín, con lo sensible que él es, teniendo que trabajar para un público tan atrasado y, como él dice, lleno de prejuicios! ¡Qué horror!

– Sí, verdaderamente. Pero, ¡en fin!, ahora va bien…

– Sí, ¡si le durase!

Laurita y Pablo suelen ir a tomar café a un bar de lujo, donde uno que pase por la calle casi no se atreve ni a entrar, que hay detrás de la Gran Vía. Para llegar hasta las mesas -media docenita, no más, todas con tapetillo y un florero en el medio- hay que pasar por la barra, casi desierta, con un par de señoritas soplando coñac y cuatro o cinco pollitos tarambanas jugándose los cuartos de casa a los dados.

– Adiós, Pablo, ya no te hablas con nadie. Claro, desde que estás enamorado…

– Adiós, Mari Tere. ¿Y Alfonso?

– Con la familia, hijo; está muy regenerado esta temporada.

Laurita frunció el morro; cuando se sentaron en el sofá, no cogió las manos a Pablo, como de costumbre. Pablo, en el fondo, sintió cierta sensación de alivio.

– Oye, ¿quién es esa chica?

– Una amiga.

Laurita se puso triste y capciosa.

– ¿Una amiga como soy yo ahora?

– No, hija.

– ¡Como dices una amiga!

– Bueno, una conocida.

– Sí, una conocida… Oye, Pablo. Laurita, de repente, apareció con los ojos llenos de lágrimas.

– Qué.

– Tengo un disgusto enorme.

– ¿Por qué?

– Por esa mujer.

– ¡Mira, niña, estáte callada y no marees! Laurita suspiró.

– ¡Claro! Y tú, encima, me riñes.

– No, hija, ni encima ni debajo. No des la lata más de lo necesario.

– ¿Lo ves?

– ¿Veo, qué?

– ¿Lo ves cómo me riñes? Pablo cambió de táctica.

– No, nenita, no te estoy riñendo; es que me molestan estas escenitas de celos, ¡qué le vamos a hacer! Toda la vida me pasó lo mismo.

– ¿Con todas tus novias igual?

– No, Laurita, con unas más y con otras menos…

– ¿Y conmigo?

– Contigo mucho más que con nadie.

– ¡Claro! ¡Porque no me quieres! Los celos no se tienen más que cuando se quiere mucho, muchisimo. como yo a ti.

Pablo miró para Laurita con el gesto con que se puede mirar a un bicho muy raro. Laurita se puso cariñosa.

– Óyeme, Pablito.

– No me llames Pablito. ¿Qué quieres?

– ¡Ay, hijo, eres un cardo!

– Sí, pero no me lo repitas, varía un poco; es algo que me lo dijo ya demasiada gente. Laurita sonrió.

– Pero a mí no me importa nada que seas un cardo. A mí me gustas así, como eres. ¡Pero tengo unos celos! Oye, Pablo, si algún día dejas de quererme, ¿me lo dirás?

– Sí.

– ¡Cualquiera os puede creer! ¡Sois todos tan mentirosos!

Pablo Alonso, mientras se bebía el café, se empezó a dar cuenta de que se aburría al lado de Laurita. Muy mona, muy atractiva, muy cariñosa, incluso muy fiel, pero muy poco variada.

En el Café de doña Rosa, como en todos, el público de la hora del café no es el mismo que el público de la hora de merendar. Todos son habituales, bien es cierto, todos se sientan en los mismos divanes, todos beben en los mismos vasos, toman el mismo bicarbonato, pagan en iguales pesetas, aguantan idénticas impertinencias a la dueña, pero, sin embargo, quizás alguien sepa por qué, la gente de las tres de la tarde no tiene nada que ver con la que llega dadas ya las siete y media; es posible que lo único que pudiera unirlos fuese la idea, que todos guardan en el fondo de sus corazones, de que ellos son, realmente, la vieja guardia del Café. Los otros, los de después de almorzar para los de la merienda y los de la merienda para los de después de almorzar, no son más que unos intrusos a los que se tolera, pero en los que ni se piensa. ¡Estaría buena! Los dos grupos, individualmente o como organismo, son incompatibles, y si a uno de la hora del café se le ocurre esperar un poco y retrasar la marcha, los que van llegando, los de la merienda, lo miran con malos ojos, con tan malos ojos, ni más ni menos, como con los que miran los de la hora del café a los de la merienda que llegan antes de tiempo. En un Café bien organizado, en un Café que fuese algo así como la República de Platón, existiría sin duda una tregua de un cuarto de hora para que los que vienen y los que se van no se cruzasen ni en la puerta giratoria.

En el Café de doña Rosa, después de almorzar, el único conocido que hay, aparte de la dueña y el servicio, es la señorita Elvira, que en realidad es ya casi como un mueble más.

– ¿Qué tal, Elvirita? ¿Se ha descansado?

– Si, doña Rosa, ¿y usted?

– Pues yo, regular, hija, nada más que regular. Yo me pasé la noche yendo y viniendo al water; se conoce que cené algo que me sentó mal y el vientre se me echó a perder.

– ¡Vaya por Dios! ¿Y está usted mejor?

– Sí, parece que sí, pero me quedó muy mal cuerpo.

– No me extraña, la diarrea es algo que rinde.

– ¡Y que lo diga! Yo ya lo tengo pensado; si de aquí a mañana no me pongo mejor, aviso que venga el médico. Así no puedo trabajar ni puedo hacer nada, y estas cosas, ya sabe usted, como una no esté encima…

– Claro.

Padilla, el cerillero, trata de convencer a un señor de que unos emboquillados que vende no son de colillas.

– Mire usted, el tabaco de colillas siempre se nota; por más que lo laven siempre le queda un gusto un poco raro. Además, el tabaco de colillas huele a vinagre a cien leguas y aquí ya puede usted meter la nariz, no notará nada raro. Yo no le voy a jurar que estos pitillos lleven tabaco de G-ner, yo no quiero engañar a mis clientes; éstos llevan tabaco de cuarterón, pero bien cernido y sin palos. Y la manera de estar hechos, ya la ve usted; aquí no hay máquina, aquí está todo hecho a mano, pálpelos si quiere.

Alfonsito, el niño de los recados, está recibiendo instrucciones de un señor que dejó un automóvil a la puerta.

– A ver si lo entiendes bien, no vayamos a meter la pata entre todos. Tú subes al piso, tocas el timbre y esperas. Si te sale a abrir esta señorita, fíjate bien en la foto, que es alta y tiene el pelo rubio, tú le dices "Napoleón Bonaparte", apréndetelo bien, y si ella te contesta "Sucumbió en Waterloo", tú vas y le das la carta. ¿Te enteras bien?

– Sí, señor.

– Bueno. Apunta eso de Napoleón y lo que te tiene que contestar y te lo vas aprendiendo por el camino. Ella entonces, después de leer la carta, te dirá una hora, las siete, las seis, o la que sea, tú la recuerdas bien y vienes corriendo a decírmelo. ¿Entiendes?

– Sí, señor.

– Bueno, pues vete ya. Si haces bien el recado te doy un duro.

– Sí, señor. Oiga, ¿y si me sale a abrir la puerta alguien que no sea la señorita?

– ¡Ah, es verdad! Si te sale a abrir otra persona, pues nada, dices que te has equivocado; le preguntas: "¿Vive aquí el señor Pérez?", y como te dirán que no, te largas y en paz. ¿Está claro?

– Sí, señor.

A Consorcio López, el encargado, le llamó por teléfono nada menos que Marujita Ranero, su antigua novia, la mamá de los dos gemelines.

– ¿Pero qué haces tú en Madrid?

– Pues que se ha venido a operar mi marido.

López estaba un poco cortado; era hombre de recursos, pero aquella llamada, la verdad, le había cogido algo desprevenido.

– ¿Y los nenes?

– Hechos unos hombrecetes. Este año van a hacer el ingreso.

– ¡Cómo pasa el tiempo!

– Ya, ya.

Marujita tenia la voz casi temblorosa.

– Oye.

– Qué.

– ¿No quieres verme?

– Pero…

– ¡Claro! Pensarás que estoy hecha una ruina.

– No, mujer, qué boba; es que ahora…

– No ahora no; esta noche cuando salgas de ahí. Mi marido se queda en el sanatorio y yo estoy en una pensión.

– ¿En cuál?

– En " La Colladense ", en la calle de la Magdalena.

A López las sienes le sonaban como disparos.

– Oye, ¿y cómo entro?

– Pues por la puerta, ya te he tomado una habitación, la número 3.

– Oye, ¿y cómo te encuentro?

– ¡Anda y no seas bobo! Ya te buscaré…

Cuando López colgó el teléfono y se dio la vuelta otra vez hacia el mostrador, tiró con el codo toda una estantería, la de los licores: cointreau, calisay, benedictine, curacao, crema de café y pippermint. ¡La que se armó!

Petrita, la criada de Filo, se acercó al bar de Celestino Ortiz a buscar un sifón porque Javierín estaba con flato. Al pobre niño le da el flato algunas veces y no se le quita más que con sifón.

– Oye, Petrita, ¿sabes que el hermano de tu señorita se ha vuelto muy flamenco?

– Déjelo usted, señor Celestino, que el pobre lo que está es pasando las de Cain. ¿Le dejó algo a deber?

– Pues sí, veintidós pesetas. Petrita se acercó a la trastienda.

– Voy a coger un sifón, enciéndame la luz.

– Ya sabes donde está.

– No, enciéndamela usted, a veces da calambre. Cuando Celestino Ortiz se metió en la trastienda, a encender la luz, Petrita lo abordó.

– Oiga, ¿yo valgo veintidós pesetas? Celestino no entendió la pregunta.

– ¿Eh?

– Que si yo valgo veintidós pesetas.

A Celestino Ortiz se le subió la sangre a la cabeza.

– ¡Tú vales un imperio!

– ¿Y veintidós pesetas?

Celestino Ortiz se abalanzó sobre la muchacha.

– Cóbrese usted los cafés del señorito Martín.

Por la trastienda del bar de Celestino Ortiz pasó como un ángel que levantase un huracán con las alas.

– ¿Y tú por qué haces esto por el señorito Martín?

– Pues porque me da la gana y porque lo quiero más que a nada en el mundo; a todo el que lo quiera saber se lo digo, a mi novio el primero.

Petrita, con las mejillas arreboladas, el pecho palpitante, la voz ronca, el pelo en desorden y los ojos llenos de brillo, tenia una belleza extraña, como de leona recién casada.

– ¿Y él te corresponde?

– No le dejo.

A las cinco, la tertulia del Café de la calle de San Bernardo se disuelve, y a eso de las cinco y media, o aun antes, ya está cada mochuelo en su olivo. Don Pablo y don Roque, cada uno en su casa; don Francisco y su yerno, en la consulta; don Tesifonte, estudiando, y el señor Ramón viendo cómo levantan los cierres de su panadería, su mina de oro.

En el Café, en una mesa algo apartada, quedan dos hombres, fumando casi en silencio; uno se llama Ventura Aguado y es estudiante de Notarías.

– Dame un pitillo.

– Cógelo.

Martín Marco enciende el pitillo.

– Se llama Purita y es un encanto de mujer, es suave como una niña, delicada como una princesa. ¡Qué vida asquerosa!

Pura Bartolomé, a aquellas horas, está merendando con un chamarilero rico, en un figón de Cuchilleros. Martín se acuerda de sus últimas palabras:

– Adiós, Martín; ya sabes, yo suelo estar en la pensión todas las tardes, no tienes más que llamarme por teléfono. Esta tarde no me llames; estoy ya comprometida con un amigo.

– Bueno.

– Adiós, dame un beso.

– Pero, ¿aquí?

– Sí, bobo; la gente se creerá que somos marido y mujer. Martín Marco chupó del pitillo casi con majestad. Después respiró fuerte.

– En fin… Oye, Ventura, déjame dos duros, hoy no he comido.

– ¡Pero, hombre, así no se puede vivir!

– ¡Bien lo sé yo!

– ¿Y no encuentras nada por ahí?

– Nada, los dos artículos de colaboración; doscientas pesetas con el nueve por ciento de descuento.

– ¡Pues estás listo! Bueno, toma, ¡mientras yo tenga! Ahora mi padre ha tirado de la cuerda. Toma cinco, ¿qué vas a hacer con dos?

– Muchas gracias; déjame que te invite con tu dinero. Martín Marco llamó al mozo.

– ¿Dos cafés corrientes?

– Tres pesetas.

– Cóbrese, por favor.

El camarero se echó mano al bolsillo y le dio las vueltas: veintidós pesetas.

Martín Marco y Ventura Aguado son amigos desde hace tiempo, buenos amigos; fueron compañeros de carrera, en la Facultad de Derecho, antes de la guerra.

– ¿Nos vamos?

– Bueno, como quieras. Aquí ya no tenemos nada que hacer.

– Hombre, la verdad es que yo tampoco tengo nada que hacer en ningún otro lado. ¿Tú a dónde vas?

– Pues no sé, me iré a dar una vuelta por ahí para hacer tiempo.

Martín Marco sonrió.

– Espera que me tome un poco de bicarbonato. Contra las digestiones difíciles no hay nada mejor que el bicarbonato.

Julián Suárez Sobrón, alias la Fotógrafa, de cincuenta y tres años de edad, natural de Vegadeo. provincia de Oviedo, y José Giménez Figueras, alias el Astilla, de cuarenta y seis años de edad, y natural del Puerto de Santa María, provincia de Cádiz, están mano sobre mano, en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, esperando a que los lleven a la cárcel.

– ¡Ay, Pepe, qué bien vendría a estas horas un cafetito!

– Si, y una copita de triple; pídelo a ver si te lo dan.

El señor Suárez está más preocupado que Pepe, el Astilla; el Giménez Figueras se ve que está más habituado a estos lances.

– Oye, ¿por qué nos tendrán aquí?

– Pues no sé. ¿Tú no habrás abandonado a alguna virtuosa señorita después de hacerla un hijo?

– ¡Ay, Pepe, qué presencia de ánimo tienes!

– Es que, chico, lo mismo nos van a dar.

– Sí, eso es verdad también. A mi lo que más me duele es no haber podido avisar a mi mamita.

– ¿Ya vuelves?

– No, no.

A los dos amigos los detuvieron la noche anterior, en un bar de la calle de Ventura de la Vega. Los policías que fueron por ellos, entraron en el bar, miraron un poquito alrededor y, ¡zas!, se fueron derechos como una bala. ¡Qué tíos, qué acostumbrados debían estar!

– Acompáñennos.

– ¡Ay! ¿A mí por qué se me detiene? Yo soy ciudadano honrado que no se mete con nadie, yo tengo la documentación en regla.

– Muy bien. Todo eso lo explica usted cuando se lo pregunten. Quítese esa flor.

– ¡Ay! ¿Por qué? Yo no tengo por qué acompañarles, yo no estoy haciendo nada malo.

– No escandalice, por favor. Mire usted para aquí. El señor Suárez miró. Del bolsillo del policía asomaban los plateados flejes de las esposas.

Pepe, el Astilla, ya se había levantado.

– Vamos con estos señores, Julián; ya se pondrá todo en claro.

– Vamos, vamos. ¡Caray, qué modales!

En la Dirección de Seguridad no fue preciso ficharlos, ya lo estaban; bastó con añadir una fecha y tres o cuatro palabritas que no pudieron leer.

– ¿Por qué se nos detiene?

– ¿No lo sabe?

– No, yo no sé nada, ¿qué voy a saber?

– Ya se lo dirán a usted..

– Oiga, ¿y no puedo avisar que estoy detenido?

– Mañana, mañana.

– Es que mi mamá es muy viejecita; la pobre va a estar muy intranquila.

– ¿Su madre?

– Sí, tiene ya setenta y seis años.

– Bueno, yo no puedo hacer nada. Ni decir nada, tampoco. Ya mañana se aclararán las cosas.

En la celda donde los encerraron, una habitación inmensa, cuadrada, de techo bajo, mal alumbrada por una bombilla de quince bujías metida en una jaula de alambre, al principio no se veía nada. Después, al cabo de un rato, cuando ya la vista empezó a acostumbrarse, el señor Suárez y Pepe, el Astilla, fueron viendo algunas caras conocidas, maricas pobres, descuideros, tomadores del dos, sablistas de oficio, gente que siempre andaba dando tumbos como una peonza, sin levantar jamás cabeza.

– ¡Ay, Pepe, qué bien vendría a estas horas un cafetito! Olía muy mal allí dentro, a un olorcillo rancio, penetrante, que hacía cosquillas en la nariz.

– Hola, qué temprano vienes hoy. ¿Dónde has estado?

– Donde siempre, tomando café con los amigos. Doña Visi besa en la calva a su marido.

– ¡Si vieses qué contenta me pongo cuando vienes tan pronto!

– ¡Vaya! A la vejez, viruelas.

Doña Visi sonríe; doña Visi, la pobre, sonríe siempre.

– ¿Sabes quién va a venir esta tarde?

– Algún loro, como si lo viera. Doña Visi no se incomoda jamás.

– No, mi amiga Montserrat.

– ¡Buen elemento!

– ¡Bien buena es!

– ¿No te ha contado ningún milagro más de ese cura de Bilbao?

– ¡Cállate, no seas hereje! ¿Por qué te empeñas en decir siempre esas cosas, si no las sientes?

– Ya ves.

Don Roque está cada día que pasa más convencido de que su mujer es tonta.

¾¿Estarás con nosotras?

– No.

– ¡Ay, hijo!

Suena el timbre de la calle y la amiga de doña Visi entró en la casa al tiempo que el loro del segundo decía pecados.

– Mira, Roque, esto ya no se puede aguantar. Si ese loro no se corrige, yo lo denuncio.

– Pero, hija, ¿tú te das cuenta del choteo que se iba a organizar en la Comisaría cuando te viesen llegar para denunciar a un loro?

La criada pasa a doña Montserrat a la sala.

– Voy a avisar a la señorita, siéntese usted.

Doña Visi voló a saludar a su amiga, y don Roque, despues de mirar un poco detrás de los visillos, se sentó al brasero y sacó la baraja.

– Si sale la sota de bastos antes de cinco, buena señal. Si sale el as, es demasiado; yo ya no soy ningún mozo. Don Roque tiene sus reglas particulares de cartomancia. La sota de bastos salió en tercer lugar.

– ¡Pobre Lola, lo que te espera! ¡Te compadezco, chica! En fin…

Lola es hermana de Josefa López, una antigua criada de los señores de Robles con quien don Roque tuvo algo que ver, y que ahora, ya metida en carnes y en inviernos, ha sido desbancada por su hermana menor. Lola está para todo en casa de doña Matilde, la pensionista del niño imitador de estrellas.

Doña Visi y doña Montserrat charlan por los codos. Doña Visi está encantada; en la última página de "El querubín misionero", revista quincenal, aparece su nombre y el de sus tres hijas.

– Lo va usted a ver por sus propios ojos cómo no son cosas mias, cómo es una gran verdad. ¡Roque! ¡Roque! Desde el otro extremo de la casa, don Roque grita:

– ¿Qué quieres?

– ¡Dale a la chica el papel donde viene lo de los chinos!

– ¿Eh?

Doña Visi comenta con su amiga:

– ¡Ay, santo Dios! Estos hombres nunca oyen nada. Levantando la voz volvió a dirigirse a su marido.

– ¡Que le des a la chica…! ¿Me entiendes?

– ¡Sí!

– ¡Pues que le des a la chica el papel donde viene lo de los chinos!

– ¿Qué papel?

– ¡El de los chinos, hombre, el de los chinitos de las misiones!

– ¿Eh? No te entiendo. ¿Qué dices de chinos? Doña Visi sonríe a doña Montserrat.

– Este marido mío es muy bueno; pero nunca se entera de nada. Voy yo a buscar el papel, no tardo ni medio minuto. Usted me perdonará un instante.

Doña Visi, al llegar al cuarto dónde don Roque, sentado a la mesa de camilla, hacía solitarios, le preguntó:

– Pero, hombre, ¿no me habías oído?

Don Roque no levantó la vista de la baraja.

– ¡Estás tú fresca si piensas que me iba a levantar por los chinos!

Doña Visi revolvió en la cesta de la costura, encontró el número de "El querubín misionero" que buscaba y, rezongando en voz baja, se volvió a la fría sala de las visitas, donde casi no se podía estar.

El costurero, después del trajín de doña Visi, quedó abierto y, entre el algodón de zurcir y la caja de los botones -una caja de pastillas de la tos del año de la polca- asomaba tímidamente otra de las revistas de doña Visi.

Don Roque se echó atrás en la silla y la cogió,

– Ya está aquí éste.

"Éste" era el cura bilbaíno de los milagros.

Don Roque se puso a leer la revista:

"Rosario Quesada (Jaén), la curación de una hermana suya de una. fuerte colitis, 5 pesetas."

"Ramón Hermida (Lugo), por varios favores obtenidos en sus actividades comerciales, 10 pesetas,"

"María Luisa del Valle (Madrid), la desaparición de un bultíto que tenía en un ojo sin necesidad de acudir al oculista, 5 pesetas."

"Guadalupe Gutiérrez (Ciudad Real), la curación de un niño de diecinueve meses de una herida producida al caerse del balcón de un entresuelo, 25 pesetas."

"Marina López Ortega (Madrid), el que se amansase un animal doméstico, 5 pesetas."

"Una viuda gran devota (Bilbao), él haber hallado un pliego de valores que había perdido un empleado de casa, 25 pesetas."

Don Roque se queda preocupado.

– A mí que no me digan; esto no es serio. Doña Visi se siente un poco en la obligación de disculparse ante su amiga.

– ¿No tiene usted frío, Montserrat? ¡Esta casa está algunos días heladora!

– No, por Dios, Visitación; aquí se está muy bien. Tienen ustedes una casa muy grata, con mucho confort, como dicen los ingleses.

– Gracias Montserrat. Usted siempre tan amable.

Doña Visi sonrió y empezó a buscar su nombre en la lista. Doña Montserrat, alta, hombruna, huesuda, desgarbada, bigotuda, algo premiosa en el hablar y miope, se caló los impertinentes.

Efectivamente, como aseguraba doña Visi, en la última página de "El querubín misionero", aparecía su nombre y el de sus tres hijas.

"Doña Visitación Leclerc de Moisés, por bautizar dos chinitos con los nombres de Ignacio y Francisco Javier, 10 pesetas. La señorita Julita Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Ventura, 5 pesetas. La señorita Visitación Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Manuel, 5 pesetas. La señorita Esperanza Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Agustín, 5 pesetas."

– ¿Eh? ¿Qué te parece?

Doña Montserrat asiente, obsequiosa.

– Pues que muy bien me parece a mi todo esto, pero que muy bien. ¡Hay que hacer tanta labor! Asusta pensar los millones de infieles que hay todavía que convertir. Los países de los infieles, deben estar llenos como hormigueros.

– ¡Ya lo creo! ¡Con lo monos que son los chinitos chiquitines! Si nosotras no nos privásemos de alguna cosilla, se iban todos al limbo de cabeza. A pesar de nuestros pobres esfuerzos, el limbo tiene que estar abarrotado de chinos, ¿no cree usted?

– ¡Ya, ya!

– Da grima sólo pensarlo. ¡Mire usted que es maldición la que pesa sobre los chinos! Todos paseando por allí, encerrados sin saber qué hacer…

– ¡Es espantoso!

– ¿Y los pequeñitos, mujer, los que no saben andar, que estarán siempre parados como gusanines en el mismo sitio?

– Verdaderamente.

– Muchas gracias tenemos que dar a Dios por haber nacido españolas. Si hubiéramos nacido en China, a lo mejor nuestros hijos se iban al limbo sin remisión. ¡Tener hijos para eso! ¡Con lo que una sufre para tenerlos y con la guerra que dan de chicos!

Doña Visi suspira con ternura.

– ¡Pobres hijas, qué ajenas están al peligro que corrieron! Menos mal que nacieron en España, ¡pero mire usted que si llegan a nacer en China! Igual les pudo pasar, ¿verdad, usted?

Los vecinos de la difunta doña Margot están reunidos en casa de don Ibrahim. Sólo faltan don Leoncio Maestre, que está preso por orden del juez; el vecino del entresuelo D, don Antonio Jareño, empleado de "Wagons-Lits", que está de viaje; el del 2.° B, don Ignacio Galdácano, que el pobre está loco, y el hijo de la finada, don Julián Suárez, que nadie sabe donde pueda estar. En el principal A hay una academia donde no vive nadie. De los demás no falta ni uno solo; están todos muy impresionados con lo ocurrido, y atendieron en el acto el requerimiento de don Ibrahim para tener un cambio de impresiones.

En la- casa de don Ibrahim, que no era grande, casi no cabían los convocados, y la mayor parte se tuvo que quedar de pie, apoyados en la pared y en los muebles, como en los velatorios.

– Señores -empezó don Ibrahim-, me he permitido rogarles su asistencia a esta reunión, porque en la casa en que habitamos ha sucedido algo que se sale de los límites de lo normal.

– Gracias a Dios -interrumpió doña Teresa Corrales, la pensionista del 4.° B.

– A Él sean dadas -replicó don Ibrahim con solemnidad.

– Amén -añadieron algunos en voz baja.

– Cuando anoche -siguió don Ibrahim de Ostolaza-, nuestro convecino don Leoncio Maestre, cuya inocencia todos deseamos que pronto brille intensa y cegadora como la luz solar…

– ¡No debemos entorpecer la acción de la justicia! -clamó don Antonio Pérez Palenzuela, un señor que estaba empleado en Sindicatos y que vivia en el 1.° C-. ¡Debemos abstenernos de opinar antes de tiempo! ¡Soy el jefe de casa y tengo el deber de evitar toda posible coacción al poder judicial!

– Cállese usted, hombre -le dijo don Camilo Pérez, callista, vecino del principal D-, deje usted seguir a don Ibrahim.

– Bien, don Ibrahim, continúe usted, no quiero interrumpir la reunión, tan sólo quiero respeto para las dignas autoridades judiciales y consideración a su labor en pro de un orden…

– ¡Chist,…! ¡Chist…! ¡Deje seguir! Don Antonio Pérez Palenzuela se calló.

– Como decía, cuando anoche don Leoncio Maestre me comunicó la mala nueva del accidente acaecido en la persona de doña Margot Sobrón de Suárez, que en Gloría esté, me faltó tiempo para solicitar de nuestro buen y particular amigo el doctor don Manuel Jorquera, aquí presente, que diese un exacto y preciso diagnóstico del estado de nuestra convecina. El doctor Jorquera, con una presteza que dice mucho y muy alto de su pundonor profesional, se puso a mi disposición y juntos entramos en el domicilio de la víctima.

Don Ibrahim quintaesenció su actitud tribunicia.

– Me tomo la libertad de solicitar de ustedes un voto de gracias para el ilustre doctor Jorquera, quien en unión del también ilustre doctor don Rafael Masasana, cuya modestia, en estos momentos, le hace semiesconderse tras la cortina, a todos nos honran con su vecindad.

– Muy bien -dijeron al tiempo don Exuperío Estremera, el sacerdote del 4.° C, y el propietario, don Lorenzo So-gueiro, del bar "El Fonsagradino", que estaba en uno de los bajos.

Las miradas de aplauso de todos los reunidos iban de un médico al otro; aquello se parecía bastante a una corrida de toros, cuando el matador que quedó bien y es llamado a los medios, se lleva consigo al compañero que tuvo menos suerte con el ganado y no quedó tan bien.

– Pues bien, señores -exclamó don Ibrahim-; cuando pude ver que los auxilios de la ciencia eran ineficaces ya ante el monstruoso crimen perpetrado, tan sólo tuve dos preocupaciones que, como buen creyente, a Dios encomendé: que ninguno de nosotros (y ruego a mi querido señor Pérez Palenzuela que no vea en mis palabras la más ligera sombra de conato de coacción sobre nadie), que ninguno de nosotros, decía, se viese encartado en este feo y deshonroso asunto, y que a doña Margot no le faltasen las honras fúnebres que todos, llegado el momento, quisiéramos para nosotros y para nuestros deudos y allegados.

Don Fidel Utrera, el practicante del entresuelo A, que era muy flamenco, por poco dice "¡Bravo!"; ya lo tenia en la punta de la lengua, pero, por fortuna, pudo dar marcha atrás.

– Propongo, por tanto, amables convecinos, que con vuestra presencia dais lustre y prestancia a mis humildes muros…

Doña Juana Entrena, viuda de Sisemón, la pensionista del 1.° B, miró para don Ibrahim. ¡Qué manera de expresarse! ¡Qué belleza! ¡Qué precisión! ¡Parece un libro abierto! Doña Juana, al tropezar con la mirada del señor Ostolaza, volvió la vista hacia Francisco López, el dueño de la peluquería de señoras "Cristi and Quico", instalada en el entresuelo C, que tantas veces había sido su confidente y su paño de lágrimas.

Las dos miradas, al cruzarse, tuvieron un breve, un instantáneo diálogo.

– ¿Eh? ¿Qué tal?

– ¡Sublime, señora! Don Ibrahim continuaba impasible.

– …que nos encarguemos, individualmente, de encomendar a doña Margot en nuestras oraciones, y colectivamente, de costear los funerales por su alma.

– Estoy de acuerdo -dijo don José Leciñena, el propietario del 2.° D.

– Completamente de acuerdo -corroboró don José María Olvera, un capitán de Intendencia que vivía en el 1º A.

– ¿Piensan todos ustedes igual? Don Arturo Ricote, empleado del Banco Hispano Americano y vecino del 4.° D, dijo con su vocecilla cascada:

– Sí, señor.

– Sí, si -votaron don Julio Maluenda, el marino mercante retirado del 2.° C, que tenía la casa que parecia una cha-marilería, llena de mapas y de grabados y de maquetas de barcos, y don Rafael Sáez, el joven aparejador del 3.° D.

– Sin duda alguna tiene razón el señor Ostolaza; debemos atender los sufragios de nuestra desaparecida convecina -opinó don Carlos Luque, del comercio, inquilino del 1.° D.

– Yo, lo que digan todos, a mi todo me parece bien.

Don Pedro Pablo Tauste, el dueño del taller de reparación de calzado "La clínica del chapín", no quería marchar contra la corriente.

– Es una idea oportuna y plausible. Secundémosla -habló don Fernando Cazuela, el procurador de los tribunales del principal B, que la noche anterior, cuando todos los vecinos buscaban al criminal por orden de don Ibrahim, se encontró con el amigo de su mujer, que estaba escondido, muy acurrucado, en la cesta de la ropa sucia.

– Igual digo -cerró don Luis Noalejo, representante en Madrid de las "Hilaturas Viuda e Hijos de Casimiro Pons", y habitante del principal C.

– Muchas gracias, señores, ya veo que todos estamos de acuerdo; todos nosotros hemos hablado y expresado nuestros coincidentes puntos de vista. Recojo vuestra amable adhesión y la pongo en manos del pío presbítero don Exuperio Estremera, nuestro vecino, para que él organice todos los actos con arreglo a sus sólidos conocimientos de canonista.

Don Exuperio puso un gesto mirífico.

– Acepto vuestro mandato.

La cosa había llegado a su fin y la reunión comenzó a disolverse poco a poco. Algunos vecinos tenían cosas que hacer; otros, los menos, pensaban que quien tendría cosas que hacer era, probablemente, don Ibrahim, y otros, que de todo hay siempre, se marcharon porque ya estaban cansados de llevar una hora larga de pie. Don Gumersindo López, empleado de la Campsa y vecino del entresuelo C, que era el único asistente que no había hablado, se iba preguntando, a medida que bajaba, pensativamente, las escaleras:

– ¿Y para esto pedí yo permiso en la oficina?

Doña Matilde, de vuelta de la lechería de doña Ramona, habla con la criada.

– Mañana traiga usted hígado para el mediodía, Lola. Don Tesifonte dice que es muy saludable.

Don Tesifonte es el oráculo de doña Matilde. Es también su huésped.

– Un higado que esté tiernecito para poder hacerlo con el guiso de los ríñones, con un poco de vino y cebollita picada.

Lola dice a todo que sí; después, del mercado, trae lo primero que encuentra o lo que le da la gana.

Seoane sale de su casa. Todas las tardes, a las seis y media, empieza a tocar el violín en el Café de doña Rosa. Su mujer se queda zurciendo calcetines y camisetas en la cocina. El matrimonio vive en un sótano de la calle de Ruiz, húmedo y malsano, por el que pagan quince duros; menos mal que está a un paso del Café y Seoane no tiene que gastarse jamás ni un real en tranvías.

– Adiós, Sonsoles, hasta luego. La mujer ni levanta la vista de la costura.

– Adiós, Alfonso, dame un beso.

Sonsoles tiene debilidad en la vista, tiene los párpados rojos; parece siempre que acaba de estar llorando. A la pobre, Madrid no le prueba. De recién casada estaba hermosa, gorda, reluciente, daba gusto verla, pero ahora, a pesar de no ser vieja aún, está ya hecha una ruina. A la mujer le salieron mal sus cálculos, creyó que en Madrid se ataban los perros con longanizas, se casó con un madrileño y ahora que ya las cosas no tenían arreglo, se dio cuenta de que se había equivocado. En su pueblo, en Navarredondilla, provincia de Ávila, era una señorita y comia hasta hartarse; en Madrid era una desdichada que se iba a la cama sin cenar la mayor parte de los días.

Macario y su novia, muy cogiditos de la mano, están sentados en un banco, en el cuchitril de la señora Fructuosa, tía de Matildita y portera en la calle de Fernando VI.

– Hasta siempre…

Matildita y Macario hablan en un susurro.

– Adiós, pajarito mío, me voy a trabajar.

– Adiós, amor, hasta mañana. Yo estaré todo el tiempo pensando en ti.

Macario aprieta largamente la mano de la novia y se le vanta; por el espinazo le corre un temblor.

– Adiós, señora Fructuosa, muchas gracias.

– Adiós, hijo, de nada.

Macario es un chico muy fino que todos los días da las gracias a la señora Fructuosa. Matildita tiene el pelo como la panocha y es algo corta de vista. Es pequeñita y graciosa, aunque feuchina, y da, cuando puede, alguna clase de piano. A las niñas les enseña tangos de memoria, que es de mucho efecto.

En su casa siempre echa una manó a su madre y a su hermana Juanita, que bordan para fuera.

Matildita tiene treinta y nueve años.

Las hijas de doña Visi y de don Roque, como ya saben los lectores de "El querubín misionero", son tres: las tres jóvenes, las tres bien parecidas, las tres un poco frescas, un poco ligeras de cascos.

La mayor se llama Julita, tiene veintidós años y lleva el pelo pintado de rubio. Con la melena suelta y ondulada, parece Jean Harlow.

La del medio se llama Visitación, como la madre, tiene veinte años y es castaña, con los ojos profundos y soñadores.

La pequeña se llama Esperanza. Tiene novio formal, que entra en casa y habla de política con el padre. Esperanza está ya preparando su equipo y acaba de cumplir los diecinueve años.

Julita, la mayor, anda por aquellas fechas muy enamoriscada de un opositor a Notarías que le tiene sorbida la sesera. El novio se llama Ventura Aguado Sans, y lleva ya siete años, sin contar los de la guerra, presentándose a Notarías sin éxito alguno.

– Pero, hombre, preséntate de paso a Registros -le suele decir su padre, un cosechero de almendra de Riudecols, en el campo de Tarragona.

– No, papá, no hay color.

– Pero, hijo, en Notarías, ya lo ves, no sacas plaza ni de milagro.

– ¿Que no saco plaza? ¡El día que quiera! Lo que pasa es que para no sacar Madrid o Barcelona, no merece la pena. Prefiero retirarme, siempre se queda mejor. En Notarías, el prestigio es una cosa muy importante, papá.

– Sí, pero, vamos… ¿Y Valencia? ¿Y Sevilla? ¿Y Zaragoza? También deben estar bastante bien, creo yo.

– No, papá, sufres un error de enfoque. Yo tengo hecha mi composición de lugar. Si quieres, lo dejo…

– No, hombre, no, no saques las cosas de quicio. Sigue. En fin, ¡ya que has empezado! Tú de eso sabes más que yo.

– Gracias, papá, eres un hombre inteligente. Ha sido una gran suerte para mí ser hijo tuyo.

– Es posible. Otro padre cualquiera te hubiera mandado al cuerno hace ya una temporada. Pero bueno, lo que yo me digo, ¡si algún día llegas a notario!

– No se tomó Zamora en una hora, papá.

– No, hijo, pero mira, en siete años y pico ya hubo tiempo de levantar otra Zamora al lado, ¿eh? Ventura sonríe.

– Llegaré a notario de Madrid, papá, no lo dudes. ¿Un lucky?

– ¿Eh?

– ¿Un pitillo rubio?

– ¡Huy, huy! No, deja, prefiero del mío.

Don Ventura Aguado Despujols piensa que su hijo, fumando pitillos rubios como una señorita, no llegará nunca a notario. Todos los notarios que él conoce, gente seria, grave, circunspecta y de fundamento, fuman tabaco de cuarterón.

– ¿Te sabes ya el Castan de memoria?

– No, de memoria, no; es de mal efecto.

– ¿Y el código?

– Si, pregúntame lo que quieras y por donde quieras.

– No, era sólo por curiosidad.

Ventura Aguado Sans hace lo que quiere de su padre, lo abruma con eso de la composición de lugar y del error de enfoque.

La segunda de las hijas de doña Visi, Visitación, acaba de reñir con su novio, llevaban ya un año de relaciones. Su antiguo novio se llama Manuel Cordel Esteban y es estudiante de Medicina. Ahora, desde una semana, la chica sale con otro muchacho, también estudiante de Medicina. A rey muerto, rey puesto.

Visi tiene una intuición profunda para el amor. El primer día permitió que su nuevo acompañante le estrechase la mano, con cierta calma, ya durante la despedida, a la puerta de su casa; habían estado merendando té con pastas en Garibay. El segundo, se dejó coger del brazo para cruzar las calles; estuvieron bailando y tomándose una media combinación en Casablanca. El tercero, abandonó la mano, que él llevó cogida toda la tarde; fueron a oír música y a mirarse, silenciosos, al Café María Cristina.

– Lo clásico, cuando un hombre y una mujer empiezan a amarse -se atrevió a decir él, después de mucho pensarlo.

El cuarto, la chica no opuso resistencia a dejarse coger del brazo, hacia como que no se daba cuenta.

– No, al cine, no. Mañana.

El quinto, en el cine, él la besó furtivamente, en una mano. El sexto, en el Retiro, con un frío espantoso, ella dio la disculpa que no lo es, la disculpa de la mujer que tiende su puente levadizo.

– No, no, por favor, déjame, te lo suplico, no he traído la barra de los labios, nos pueden ver…

Estaba sofocada y las aletas de la nariz le temblaban al respirar. Le costó un trabajo inmenso negarse, pero pensó que la cosa quedaba mejor así, más elegante.

El séptimo, en un palco del Cine Bilbao, él, cogiéndola de la cintura, le suspiró al oido:

– Estamos solos, Visi…, querida Visi, vida mía.

Ella dejando caer la cabeza sobre su hombro, habló con un hilo de voz, con un hilito de voz delgada, quebrado, lleno de emoción.

– Sí, Alfredo, ¡qué feliz soy!

A Alfredo Ángulo Echevarría le temblaron las sienes vertiginosamente, como si tuviese calentura, y el corazón le empezó a latir a una velocidad desusada.

– Las suprarrenales. Ya están ahí las suprarrenales soltando su descarga de adrenalina.

La tercera de las niñas, Esperanza, es ligera como una golondrina, tímida como una paloma. Tiene sus conchas, como cada quisque, pero sabe que le va bien su papel de futura esposa, y habla poco y con voz suave y dice a todo el mundo:

– Lo que tú quieras, yo hago lo que tú quieras.

Su novio, Agustín Rodríguez Silva, le lleva quince años y es dueño de una droguería de la calle Mayor.

El padre de la chica está encantado, su futuro yerno le parece un hombre de provecho. La madre también lo está.

– Jabón Lagarto, del de antes de la guerra, de ese que nadie tiene, y todo, todito lo que le pida, le falta tiempo para traérmelo.

Sus amigas la miran con cierta envidia. ¡Qué mujer dé suerte! ¡Jabón Lagarto!

Doña Celia está planchando unas sábanas cuando suena el teléfono.

¾¿Diga?

– Doña Celia, ¿es usted? Soy don Francisco.

– ¡Hola, don Francisco! ¿Qué dice usted de bueno?

– Pues ya ve, poca cosa. ¿Va a estar usted en casa?

– Si, sí, yo de aquí no me muevo, ya sabe usted.

– Bien, yo iré a eso de las nueve.

– Cuando usted guste, ya sabe que usted me manda. ¿Llamo a…?

– No, no llame a nadie.

– Bien, bien.

Doña Celia colgó el teléfono, chascó los dedos, y se metió en la cocina, a echarse al cuerpo una copita de anís. Había días en que todo se ponía bien. Lo malo es que también se presentaban otros en los que las cosas se torcían y, al final, no se vendía una escoba.

Doña Ramona Bragado, cuando doña Matilde y doña Asunción se marcharon de la lechería, se puso el abrigo y se fue a la calle de la Madera, donde trataba de catequizar, a una chica que estaba empleada de empaquetadora en una imprenta.

– ¿Está Victorita?

– Si, ahí la tiene usted.

Victorita, detrás de una larga mesa, se dedicaba a prepara unos paquetes de libros.

– ¡Hola, Victorita, hija! ¿Te quieres pasar después por la lechería? Van a venir mis sobrinas a jugar a la brisca; yo creo que lo pasaremos bien y que nos divertiremos.

Victorita se puso colorada.

– Bueno; si, señora, como usted quiera.

A Victorita no le faltó nada para echarse a llorar; ella sabía muy bien donde se metía. Victorita andaba por los dieciocho años, pero estaba muy desarrollada y parecía una mujer de veinte o veintidós años. La chica tenía novio, a quien habían devuelto del cuartel porque estaba tuberculoso; el pobre no podía trabajar y se pasaba todo el día en la cama, sin fuerzas para nada, esperando a que Victorita fuese a verlo al salir del trabajo.

– ¿Cómo te encuentras?

– Mejor.

Victorita, en cuanto la madre de su novio salia de la alcoba, se acercaba a la cama y lo besaba.

– No me beses, te voy a pegar esto.

– Nada me importa, Paco. ¿A ti no te gusta besarme?

– ¡Mujer, si!

– Pues lo demás no importa; yo por ti sería capaz de cualquier cosa.

Un día que Victorita estaba pálida y demacrada, Paco le preguntó:

– ¿Qué te pasa?

– Nada, que he estado pensando.

– ¿El qué pensaste?

– Pues pensé que esto se te quitaba a ti con medicinas y comiendo hasta hartarte.

– Puede ser, pero, ¡ya ves!

– Yo puedo buscar dinero.

– ¿Tú?

A Victorita se le puso la voz gangosa, como si estuviera bebida.

– Yo, sí. Una mujer joven, por fea que sea, siempre vale dinero.

– ¿Qué dices?

Victorita estaba muy tranquila.

– Pues lo que oyes. Si te fueses a curar me liaba con el primer tío rico que me sacase de querida.

A Paco le subió un poco el color y le temblaron ligeramente los párpados. Victorita se quedó algo extrañada cuando Paco le dijo:

– Bueno.

Pero en el fondo, Victorita lo quiso todavía un poco más.

En el Café, doña Rosa estaba que echaba las muelas. La que le había armado a López por lo de las botellas de licor había sido épica; broncas como aquélla no entraban muchas en quintal.

– Cálmese, señora; yo pagaré las botellas.

– ¡Anda, pues naturalmente! ¡Eso si que estaría bueno, que encima se me pegasen a mi al bolsillo! Pero no es eso sólo. ¿Y el escándalo que se armó? ¿Y el susto que se llevaron los clientes? ¿Y el mal efecto de que ande todo rodando por el suelo? ¿Eh? ¿Eso cómo se paga? ¿Eso quién me lo paga a mí? ¡Bestia! ¡Que lo que eres es un bestia, y un rojo indecente, y un chulo! ¡La culpa la tengo yo por no denunciaros a todos! ¡Di que una es buena! ¿Dónde tienes los ojos? ¿En qué furcia estabas pensando? ¡Sois igual que bueyes! ¡Tú y todos! ¡No sabéis donde pisáis!

Consorcio López, blanco como el papel, procuraba tranquilizarla.

– Fue una desgracia, señora; fue sin querer.

– ¡Hombre, claro! ¡Lo que faltaba es que hubiera sido aposta! ¡Sería lo último! ¡Que en mi Café y en mis propias narices, una mierda de encargado que es lo que eres tú, me rompiese las cosas porque sí, porque le daba la gana! ¡No, si a todo llegáremos! ¡Eso ya lo sé yo! ¡Pero vosotros no lo vais a ver! ¡El día que me harte vais todos a la cárcel, uno detrás de otro! ¡Tú el primero, que no eres más que un golfo! ¡Di que una no quiere, que si tuviera mala sangre como la tenéis vosotros…!

En plena bronca, con todo el Café en silencio y atento a los gritos de la dueña, entró en el local una señora alta y algo gruesa, no muy joven pero bien conservada, guapetona, un poco ostentosa, que se sentó a una mesa enfrente del mostrador. López, al verla, perdió la poca sangre que le quedaba: Marujita, con diez años más, se había convertido en una mujer espléndida, pictórica, rebosante, llena de salud y de poderío. En la calle, cualquiera que la viese la hubiera diagnosticado de lo que era, una rica de pueblo, bien casada, bien vestida y bien comida, y acostumbrada a mandar en jefe y a hacer siempre su santa voluntad. Marujita llamó a un camarero.

– Tráigame usted café.

– ¿Con leche?

– No, solo. ¿Quién es esa señora que grita?

– Pues, la señora de aquí; vamos, el ama.

– Dígale usted que venga, que haga el favor.

Al pobre camarero le temblaba la bandeja.

– Pero ¿ahora mismo tiene que ser?

– Sí, Dígale que venga, que yo la llamo. El camarero, Con el gesto del reo que camina hacia el garrote, se acercó al mostrador.

– López, marche uno solo. Oiga, señora, con permiso. Doña Rosa se volvió.

– ¡Qué quieres!

– No, yo nada, es que aquella señora la llama a usted.

¾¿Cuál?

– Aquella de la sortija; aquella que mira para aquí.

– ¿Me llama a mí?

– Sí, a la dueña, me dijo; yo no sé qué querrá; parece una señora importante, una señora de posibles. Me dijo, dice, diga usted a la dueña que haga el favor de venir.

Doña Rosa, con el ceño fruncido, se acercó a la mesa de Marujita. López se pasó la mano por los ojos.

– Buenas tardes. ¿Me buscaba usted?

– ¿Es usted la dueña?

– Servidora.

– Pues sí, a usted buscaba. Déjeme que me presente: soy la señora de Gutiérrez, doña María Ranero de Gutiérrez; tome usted una tarjeta, ahí va la dirección. Mi esposo y yo vivimos en Tomelloso, en la provincia de Ciudad Real, donde tenemos la hacienda, unas finquitas de las que vivimos.

– Ya, ya.

– Si. Pero ahora ya nos hemos hartado de pueblo, ahora queremos liquidar todo aquello y venirnos a vivir a Madrid. Aquello, desde la guerra, se puso muy mal, siempre hay envidias, malos quereres, ya sabe usted.

– Sí, sí.

– Pues, claro. Y además los chicos ya son mayorcitos y lo que pasa, que si los estudios, que si después las carreras, lo de siempre: que si no nos venimos con ellos, pues los perdemos ya para toda la vida.

– Claro, claro. ¿Tienen ustedes muchos chicos? La señora de Gutiérrez era algo mentirosa.

– Pues, sí, tenemos cinco ya. Los dos mayorcitos van a cumplir los diez años, están ya hechos unos hombres. Estos gemelos son de mi otro matrimonio; yo quedé viuda muy joven. Mírelos usted.

A doña Rosa le sonaban, ella no podía recordar de qué, las caras de aquellos dos chiquillos de primera comunión.

– Y natural, pues al venirnos a Madrid, queremos, poco más o menos, ver lo que hay.

– Ya, ya.

Doña Rosa se fue calmando, ya no parecía la misma de unos minutos antes. A doña Rosa, como a todos los que gritan mucho, la dejaban como una malva en cuanto que la ganaban por la mano.

– Mi marido había pensado que, a lo mejor, no sería malo esto de un Café; trabajando, parece que se le debe sacar provecho.

– ¿Eh?

– Pues, sí, bien claro, que andamos pensando en comprar un Café, si el amo se pone en razón.

– Yo no vendo.

– Señora, nadie le había dicho a usted nada. Además, eso no se puede nunca decir. Todo es según cómo. Lo que yo le digo es que lo piense. Mi esposo está ahora malo, lo van a operar de una fístula en el ano, pero nosotros queremos estar algún tiempo en Madrid. Cuando se ponga bueno ya vendrá a hablar con usted; los cuartos son de los dos, pero vamos, el que lo lleva todo es él. Usted, mientras tanto, lo piensa si quiere. Aqui no hay compromiso ninguno, nadie ha firmado ningún papel.

La voz de que aquella señora quería comprar el Café corrió, como una siembra de pólvora, por todas las mesas.

– ¿Cuál?

– Aquélla.

– Parece mujer rica.

– Hombre, para comprar un Café no va a estar viviendo de una pensión.

Cuando la noticia llegó al mostrador, López, que estaba ya agonizante, tiró otra botella. Doña Rosa se volvió, con silla y todo. Su voz retumbó como un cañonazo.

– ¡Animal, que eres un animal!

Marujita aprovechó la ocasión para sonreír un poco a López. Lo hizo de una manera tan discreta, que nadie se enteró; López, probablemente, tampoco.

– ¡Ande, que como se queden con un Café, ya pueden usted y su esposo tener vista con este ganado!

– ¿Destrozan mucho?

– Todo lo que usted les eche. Para mi que lo hacen aposta. La cochina envidia, que se los come vivitos…

Martín habla con Nati Robles, compañera suya de los tiempos de la FUE. Se la encontró en la Red de San Luis. Martín estaba mirando para el escaparate de una joyería y Nati estaba dentro; había ido a que le arreglasen el broche de una pulsera. Nati está desconocida, parece otra mujer. Aquella muchacha delgaducha, desaliñada, un poco con aire de sufragista, con zapato bajo y sin pintar, de la época de la Facultad, era ahora una señorita esbelta, elegante, bien vestida y bien calzada, compuesta con coquetería e incluso con arte. Fue ella quien lo reconoció.

– ¡Marco!

Martín la miró temeroso. Martín mira con cierto miedo a todas las caras que le resultan algo conocidas, pero que no llega a identificar. El hombre siempre piensa que se le van a echar encima y que le van a empezar a decir cosas desagradables; si comiese mejor, probablemente no le pasaría esto.

– Soy Robles, ¿no te acuerdas?, Nati Robles. Martin se quedó pegado, estupefacto.

– ¿Tú?

– Sí, hijo, yo.

A Martín le invadió una alegría muy grande.

– ¡Qué bárbara, Nati! ¿Cómo estás? ¡Pareces una duquesa!

Nati se rió.

– Chico, pues no lo soy; no creas que por falta de ganas, pero ya ves, soltera y sin compromiso, ¡como siempre! ¿Llevas prisa?

Martín titubeó un momento.

– Pues no, la verdad; ya sabes que soy un hombre que no merece la pena que ande de prisa. Nati lo cogió del brazo.

– ¡Tan bobo como siempre!

Martín se azoró un poco y trató de escurrirse.

– Nos van a ver.

Nati soltó la carcajada, una carcajada que hizo volver la cabeza a la gente. Nati tenía una voz bellísima, alta, musical, jolgoriosa, llena de alegría, una voz que parecía una campana finita.

– Perdona, chico, no sabía que estuvieses comprometido. Nati empujó con un hombro a Martin y no se soltó; al contrario, lo cogió más fuerte.

– Sigues lo mismo que siempre.

– No, Nati; yo creo que peor. La muchacha echó a andar.

– ¡Venga, no seas pelma! Me parece que a ti lo que te vendría de primera es que te espabilasen. ¿Sigues haciendo versos?

A Martín le dio un poco de vergüenza seguir haciendo versos.

– Pues, si; yo creo que esto ya tiene mal arreglo.

– ¡Y tan malo! Nati volvió a reir.

– Tú eres una mezcla de fresco, de vago, de tímido y de trabajador.

– No te entiendo.

– Yo tampoco. Anda, vamos a meternos en cualquier lado, tenemos que celebrar nuestro encuentro.

– Bueno, como quieras.

Nati y Martín se metieron en el Café Gran Via, que está lleno de espejos. Nati, con tacón alto, era incluso un poco más alta que él.

– ¿Nos sentamos aquí?

– Sí, muy bien, donde tú quieras. Nati le miró a los ojos.

– Chico, ¡qué galante! Parece que soy tu última conquista.

Nati olía maravillosamente bien…

En la calle de Santa Engracia, a la izquierda, cerca ya de la plaza de Chamberi, tiene su casa doña Celia Vecino, viuda de Cortés.

Su marido, don Obdulio Cortés López, del comercio, había muerto después de la guerra, a consecuencia, según decía la esquela del ABC, de los padecimientos sufridos durante el dominio rojo.

Don Obdulio había sido toda su vida un hombre ejemplar, recto, honrado, de intachable conducta, lo que se llama un modelo de caballeros. Fue siempre muy aficionado a las palomas mensajeras, y cuando murió, en una revista dedicada a estas cosas, le tributaron un sentido y cariñoso recuerdo: una foto suya, de joven todavía, con un pie donde podía leerse: "Don Obdulio Cortés López, ilustre procer de la colombofilia hispana, autor de la letra del himno Vuela sin cortapisas, paloma de la paz, ex presidente de la Real Sociedad Colombófila de Almería, y fundador y director de la que fue gran revista 'Palomas y Palomares' (Boletín mensual con información del mundo entero), a quien rendimos, con motivo de su óbito, el más ferviente tributo de admiración con nuestro dolor". La foto aparecía rodeada, toda ella, de una gruesa orla de luto. El pie lo redactó don Leonardo Cascajo, maestro nacional.

Su señora, la pobre, se ayuda a malvivir alquilando a algunos amigos de confianza unos gabinetitos muy cursis, de estilo cubista y pintados de color naranja y azul, donde el no muy abundante confort es suplido, hasta donde pueda serlo, con buena voluntad, con discreción y con mucho deseo de agradar y de servir.

En la habitación de delante, que es un poco la de respeto, la reservada para los mejores clientes, don Obdulio, desde un dorado marco de purpurina, con el bigote enhiesto y la mirada dulce, protege, como un malévolo y picardeado diosecilio del amor, la clandestinidad que permite comer a su viuda.

La casa de doña Celia es una casa que rezuma ternura por todos los poros; una ternura, a veces, un poco agraz; en ocasiones, es posible que un poco venenosilla. Doña Celia tiene recogidos dos niños pequeños, hijos de una sobrinita que murió medio de sinsabores y disgustos, medio de avitaminosis, cuatro o cinco meses atrás. Los niños, cuando llega alguna pareja, gritan jubilosos por el pasillo: "¡Viva, viva, que ha venido otro señor!" Los angelitos saben que el que entre un señor con una señorita del brazo significa comer caliente al otro día.

Doña Celia, el primer dia que Ventura asomó con la novia por su casa, le dijo:

– Mire usted, lo único que le pido es decencia, mucha decencía, que hay criaturas. Por amor de Dios, no me alborote.

– Descuide usted, señora, no pase cuidado, uno es un caballero.

Ventura y Julita solían meterse en la habitación a las tres y media o cuatro y no se marchaban hasta dadas las ocho. No se les oía ni hablar; así daba gusto.

El primer día, Julita estuvo mucho menos azorada de lo corriente; en todo se fijaba y todo lo tenía que comentar.

– Qué horrorosa es esa lámpara; fíjate, parece un irrigador.

Ventura no encontraba una semejanza muy precisa.

– No, mujer, qué se va a parecer a un irrigador. Anda, no seas gansa, siéntate aquí a mi lado.

– Voy.

Don Obdulio, desde su retrato, miraba a la pareja casi con severidad.

– Oye, ¿quién será ése?

– ¡Yo qué sé! Tiene cara de muerto, ése debe estar ya muerto.

Julita seguía paseando por el cuarto. A lo mejor los nervios la hacían andar dando vueltas de un lado para otro; en otra cosa, desde luego, no se le notaban.

– ¡A nadie se le ocurre poner flores de cretona! Las clavan en serrín porque seguramente piensan que eso hace muy bonito, ¿verdad?

– Sí, puede ser.

Julita no se paraba ni de milagro.

– ¡Mira, mira, ese corderito es tuerto! ¡Pobre!

Efectivamente, al corderito bordado sobre uno de los almohadones del diván le faltaba un ojo.

Ventura se puso serio, aquello empezaba a ser el cuento de nunca acabar.

– ¿Quieres estarte quieta?

– ¡Ay, hijo mío, qué brusco eres! Por dentro, Julita estaba pensando: ¡Con el encanto que tiene llegar de puntillas al amor! Julita era muy artista, mucho más artista, sin duda, que su novio.

Marujita Ranero, cuando salió del Café, se metió en una panadería a llamar por teléfono al padre de sus dos gemelitos.

– ¿Te gusté?

– Sí. Oye, Maruja, ¡pero tú estás loca!

– No, ¡qué voy a estarlo! Fui a que me vieses, no quería que esta noche te cogiera la cosa de sorpresa y te llevaras una desilusión.

– Sí, sí…

– Oye, ¿de verdad que te gusto todavía?

– Más que antes, te lo juro, y antes me gustabas más que el pan frito.

– Oye, y si yo pudiese, ¿te casarías conmigo?

– Mujer…

– Oye, con éste no he tenido hijos.

– ¿Pero él?

– Él tiene un cáncer como una casa; el médico me dijo que no puede salir adelante.

– Ya, ya. Oye.

– Qué.

– ¿De verdad que piensas comprar el Café?

– Si tú quieres, si. En cuanto que se muera y nos podamos casar. ¿Lo quieres de regalo de boda?

– ¡Pero, mujer!

– Sí, chico, yo he aprendido mucho. Y además soy rica y hago lo que me da la gana. Él me lo deja todo; me enseñó el testamento. Dentro de unos meses no me dejo ahorcar por cinco millones.

– ¿Eh?

– Pues que dentro de unos meses, ¿me oyes?, no me dejo ahorcar por cinco millones.

– Sí, sí…

– ¿Llevas en la cartera las fotos de los nenes?

– Sí.

– ¿Y las mías?

– No; las tuyas, no. Cuando te casaste, las quemé; me pareció mejor.

– Allá tú. Esta noche te daré unas cuantas. ¿A qué hora irás, poco más o menos?

– Cuando cerremos, a la una y media o dos menos cuarto.

– No tardes, ¿eh?, vete derecho.

– Sí.

– ¿Te acuerdas del sitio?

– Sí. " La Colladense ", en la calle de la Magdalena.

– Eso es, habitación número tres.

– Sí. Oye, cuelgo, que arrima para aquí la bestia.

– Adiós, hasta luego. ¿Te echo un beso?

– Sí.

– Tómalo, tómalos todos; no uno, sino mil millones…

La pobre panadera estaba asustadita. Cuando Marujita Ranero se despidió y le dio las gracias, la mujer no pudo ni contestarle.

Doña Montserrat dio por terminada su visita.

– Adiós, amiga Visitación; por mí estaría aquí todo el santo día, escuchando su agradable charla.

– Muchas gracias.

– No es coba, es la pura verdad. Lo que pasa, ya le digo, es que hoy no quiero perderme la Reserva.

– ¡Si es por eso!

– Sí, ya he faltado ayer.

– Yo estoy hecha una laica. En fin, ¡que Dios no me castigue!

Ya en la puerta, doña Visitación piensa decirle a doña Montserrat: ¿Quiere que nos tuteemos? Yo creo que ya debemos tutearnos, ¿no te parece?

Doña Montserrat es muy simpática, hubiera dicho encantada que sí.

Doña Visitación piensa decirle, además:

– Y si nos tuteamos, lo mejor será que yo te llame Monse y tú me llames Visi, ¿verdad?

Doña Montserrat también hubiera aceptado. Es muy complaciente y, bien mirado, las dos son amigas ya casi veteranas. Pero, ¡lo que son las cosas!, con la puerta abierta, doña Visitación no se atrevió más que a decir:

– Adiós amiga Montserrat, no se nos venda usted tan cara.

– No, no; ahora voy a ver si vengo por aquí con más frecuencia.

– ¡Ojalá sea cierto!

– Sí. Óigame, Visitación, no se me olvide usted de que me prometió dos pastillas de jabón Lagarto a buen precio.

– No, no; descuide.

Doña Montserrat, que entró en casa de doña Visi bajo el mismo signo, se marchó al tiempo que el loro del segundo barbarizaba.

– ¡Qué horror! ¿Qué es eso?

– No me hable usted hija, un loro que es el mismo diablo.

– ¡Qué vergüenza! ¡A eso no debía haber derecho!

– Verdaderamente. Yo ya no sé lo que hacer.

Rabelais es un loro de mucho cuidado, un loro procaz y sin principios, un loro descastado y del que no hay quien haga carrera. A lo mejor está una temporada algo más tranquilo, diciendo "chocolate" y "Portugal" y otras palabras propias de un loro fino, pero como es un inconsciente, cuando menos se piensa y a lo mejor su dueña está con una visita de cumplido, se descuelga declamando ordinarieces y pecados con su voz cascada de solterona vieja. Angelito, que es un chico muy piadoso de la vecindad, estuvo tratando de llevar a Rabelais al buen camino, pero no consiguió nada; sus esfuerzos fueron en vano y su labor cayó en el vacío. Después se desanimó y lo fue dejando poco a poco, y Rabelais, ya sin preceptor, pasó unos quin.ce días en que sonrojaba oírle hablar. Cómo sería la cosa, que hasta llamó la atención a su dueña un señor del principal, don Pío Navas Pérez, interventor de los ferrocarriles.

– Mire usted, señora, lo de su lorito ya pasa de castaño oscuro. Yo no pensaba decirle nada, pero la verdad es que ya no hay derecho. Piense usted que tengo ya una pollita en estado de merecer y que no está bien que oiga estas cosas. ¡Vamos, digo yo!

– Sí, don Pío, tiene usted más razón que un santo. Perdone usted, ya le llamaré la atención. ¡Este Rabelais es incorregible!

Alfredo Ángulo Echevarría le dice a su tía doña Lolita Echevarría de Cazuela:

– Visi es un encanto de chica, ya la verás. Es una chica moderna, con muy buen aire, inteligente, guapa, en fin, todo. Yo creo que la quiero mucho.

Su tía Lolita está como distraída. Alfredo sospecha que no le está haciendo maldito el caso.

– Me parece, tía, que a ti no te importa nada esto que te estoy contando de mis relaciones.

– Sí, sí, ¡qué bobo! ¿Cómo no me va a importar?

Después, la señora de Cazuela empezó a retorcerse las manos y a hacer extraños, y acabó rompiendo en un llanto violento, dramático, aparatoso. Alfredo se asustó.

– ¿Qué te pasa?

– ¡Nada, nada!, ¡déjame! Alfredo trató de consolarla.

– Pero, mujer, tía, ¿qué tienes? ¿Metí la pata en algo?

– No, no, déjame llorar.

Alfredo quiso gastarle una bromita a ver si se animaba.

– Bueno, tía, no seas histérica, que ya no andas por los dieciocho años. Cualquiera que te vea va a pensar que lo que tú tienes son contrariedades amorosas…

Nunca lo hubiera dicho. La señora de Cazuela palideció, puso los ojos en blanco y, ¡pum!, se fue de bruces contra el suelo. El tío Fernando no estaba en casa; estaba reunido con todos los vecinos porque la noche anterior había habido un crimen en la casa y querían tener un cambio de impresiones y tomar algunos acuerdos. Alfredo sentó a la tía Lolita en una butaca y le echó un poco de agua por la cara; cuando se repuso, Alfredo les dijo a las criadas que le preparasen una taza de tila.

Cuando doña Lolita pudo hablar, miró para Alfredo y le dijo, con una voz lenta y opaca:

– ¿Tú sabes quién me compraría el cestón de la ropa sucia?

Alfredo se quedó un poco extrañado de la pregunta.

– No sé, cualquier trapero.

– Si te encargas de que salga de casa, te lo regalo; yo no quiero ni verlo. Lo que te den, para ti.

– Bueno.

A Alfredo le entró cierta preocupación. Cuando volvió su tío, lo llamó aparte y le dijo:

– Mira, tío Fernando, yo creo que debes llevar a la tía al médico, a mí me parece que tiene una gran debilidad nerviosa. Además, tiene manías; me dijo que me llevara de casa el cestón de la ropa sucia; que ella no quería ni verlo.

Don Fernando Cazuela no se inmutó, se quedó tan fresco como si tal cosa. Alfredo, cuando lo vio tan tranquilo, pensó que allá ellos, que lo mejor sería no meterse en nada.

– Mira -se dijo-, si loquea, que loquee. Yo ya lo dije bien claro; si no me hacen caso, peor para ellos. Después vendrán las lamentaciones y el llevarse las manos a la cabeza.

La carta está sobre la mesa. El papel tiene un membrete que dice: "agrosil. Perfumería y droguería. Calle Mayor, 20. Madrid". La carta está escrita con una bella letra de pendolista, llena de rabos, de fiorituras y de jeribeques. La carta, que ya está terminada, dice así:

"Querida madre:

Le escribo a usted estas dos lineas para comunicarle una noticia que sé que la va a agradar a usted. Antes de dársela quiero desearle que su salud sea perfecta como la mía lo es por el momento, a Dios gracias sean dadas, y que siga usted disfrutándola muchos años en compañía de la buena hermana Paquita, y de su esposo y nenes.

Pues, madre, lo que la tengo que decir es que ya na estoy solo en el mundo, aparte de ustedes, y que he encontrado la mujer que me puede ayudar a fundar una familia y a erigir un hogar, y que puede acompañarme en el trabajo y que me ha de hacer feliz, si Dios quiere, con sus virtudes de buena cristiana. A ver si para el verano se anima usted a visitar a este hijo que tanto la echa de menos y así la conoce. Pues, madre, he de decirla que de los gastos del viaje no debe preocuparse y que yo, sólo por verla a usted, ya sabe que pagaría eso y mucho más. Ya verá usted como mi novia le parece un ángel. Es buena y hacendosa y tan lucida como honrada. Su mismo nombre de pila, que es Esperanza, ya viene a ser como eso, una esperanza de que todo salga con bien. Pida usted mucho a Dios por nuestra futura felicidad, que será también la antorcha que alumbrará su vejez.

Sin más por hoy, reciba usted, querida madre, el beso de cariño de su hijo que mucho la quiere y no la olvida,

tinín."

El autor de la carta, al terminar de escribirla, se levantó, encendió un pitillo y la leyó en voz alta.

– Yo creo que me ha salido bastante bien. Este final de la antorcha está bastante bien.

Después se acercó a la mesa de noche y besó, galante y rendido como un caballero de la Tabla Redonda, una foto con marquito de piel y con una dedicatoria que decía: "A mí Agustín de mi vida con todos los besos de su Esperanza".

– Bueno; si viene mi madre, la guardo (1).

Una tarde, a eso de las seis, Ventura abrió la puerta y llamó en voz baja a la señora.

– ¡Señora!

Doña Celia dejó el puchero en el que se estaba preparando una taza de café para merendar.

– ¡Va en seguida! ¿Desea usted algo?

– Si, haga el favor.

Doña Celia cortó un poco el gas, para que el café no llegara a cocer y se presentó presurosa, recogiéndose el mandil a la espalda y secándose las manos con la bata.

– ¿Llamaba usted, señor Aguado?

– Sí, ¿me presta usted el parchís?

Doña Celia cogió el parchís del trinchero del comedor, se lo pasó a los novios y se puso a cavilar. A doña Celia le da pena, y también cierto temblor al bolsillo, el pensar que el cariño de los tortolitos pueda ir cuesta abajo, que las cosas puedan empezar a marchar mal.

– No, a lo mejor no es eso -se decía doña Celia tratando de ver siempre el lado bueno-, también puede ser que la chica esté mala…

Doña Celia, negocio aparte, es una mujer que coge cariño a las gentes en cuanto las conoce; doña Celia es muy sentimental, es una dueña de casa de citas muy sentimental.

Martin y su compañera de Facultad llevan ya una hora larga hablando.

– ¿Y tú no has pensado nunca en casarte?

– Pues no, chico, por ahora no. Ya me casaré cuando se me presente una buena proporción; como comprenderás, casarse para no salir de pobre, no merece la pena. Ya me casaré, yo creo que hay tiempo para todo.

– ¡Feliz tú! Yo creo que no hay tiempo para nada; yo creo que si el tiempo sobra es porque, como es tan poco, no sabemos lo que hacer con él.

Nati frunció graciosamente la nariz.

– ¡Ay, Marco, hijo! ¡No empieces a colocarme frases profundas! Martin se rió.

– No me tomes el pelo, Nati.

La muchacha lo miró con un gesto casi picaresco, abrió el bolso y sacó una pitillera de esmalte.

– ¿Un pitillo?

– Gracias, estoy sin tabaco. ¡Qué pitillera tan bonita!

– Si, no es fea, un regalo. Martín se busca por los bolsillos.

– Yo tenía una caja de cerillas…

– Toma fuego, también me regalaron el mechero.

– ¡Caray!

Nati fuma con un aire muy europeo, jugando las manos con soltura y con elegancia. Martín se le quedó mirando.

– Oye, Nati, yo creo que hacemos una pareja muy extraña, tú de punta en blanco y sin que te falte un detalle, y yo hecho un piernas, lleno de lámparas y con los codos fuera…

La chica se encogió de hombros.

– ¡Bah, no hagas caso! ¡Mejor, bobo! Así la gente no sabrá a qué carta quedarse.

Martín se fue poniendo triste poco a poco de una manera casi imperceptible, mientras Nati lo mira con una ternura infinita, con una ternura que por nada del mundo hubiera querido que se la notasen.

– ¿Qué te pasa?

– Nada. ¿Te acuerdas cuando los compañeros te llamábamos Natacha?

– Sí.

– ¿Te acuerdas cuando Gascón te echó de clase de Administrativo?

Nati también se puso algo triste.

– Sí.

– ¿Te acuerdas de aquella tarde que te besé en el Parque del Oeste?

– Sabía que me lo ibas a preguntar. Si, también me acuerdo. He pensado en aquella tarde muchas veces, tú fuiste el primer hombre a quien besé en la boca… ¡Cuánto tiempo ha pasado! Oye, Marco.

– Qué.

– Te juro que no soy una golfa.

Martin sintió unos ligeros deseos de llorar.

– ¡Pero, mujer, a qué viene eso!

– Yo sí lo sé, Marco, yo siempre te debo a ti un poquito de fidelidad, por lo menos para contarte las cosas.

Martin, con el pitillo en la boca y las manos enlazadas sobre las piernas, mira cómo una mosca da vueltas por el borde de un vaso. Nati siguió hablando.

– Yo he pensado mucho en aquella tarde. Entonces me figuraba que jamás necesitaría un hombre al lado y que la vida podía llenarse con la política y con la Filosofía del Derecho. ¡Qué estupidez! Pero aquella tarde yo no aprendí nada; te besé, pero no aprendí nada. Al contrario, creí que las cosas eran así, como fueron entre tú y yo, y después vi que no, que no eran así…

A Nati le tiembla un poco la voz.

– …que eran de otra manera mucho peor… Martin hizo un esfuerzo.

– Perdona, Nati. Es ya tarde, me tengo que marchar, pero el caso es que no tengo un duro para invitarte. ¿Me dejas un duro para invitarte?

Nati revolvió en su bolso y, por debajo de la mesa, buscó la mano de Martín.

– Toma, van diez, con las vueltas hazme un regalo.


  1. <a l:href="#_ftnref3">(1)</a> La carta de Agustín Rodríguez Silva tenia puntos, pero no tenía comas: al copiarla aquí se le pusieron algunas. También se corrigieron ciertas pequeñas faltas de ortografía. (N. del E.)