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Las madres primerizas debían guardar reposo tres semanas como periodo de convalecencia. Se suponía que no debían bañarse ni abandonar la cama. Cuando eran niñas, Luzia y Emília habían acompañado a la tía Sofía en las visitas de felicitación a las nuevas madres. Las habitaciones de esas mujeres permanecían oscuras, con el aire viciado, como madrigueras de animales. Debajo de sus camas se colocaban tazones de aceite de lavanda, pero el perfume no era suficiente para tapar el fuerte olor. Las mujeres olían a leche acida, a sudor, a sangre seca. Luzia sabía que olía tan mal como aquellas nuevas madres que había conocido en su infancia, porque cada vez que Ponta Fina entraba en su habitación arrugaba la nariz.

Ponta Fina se sentaba al lado de la cama de Luzia y le contaba lo que ocurría fuera de su lecho de convaleciente. La criada de Eronildes había abandonado el rancho. La anciana se había reunido con el doctor, porque un hombre no podía ocuparse de un bebé recién nacido. Luzia no sabía dónde estaba el doctor Eronildes ni cómo planeaba dejar a su hijo en brazos de su hermana. Los pasos que diera Eronildes debían mantenerse en secreto -eso era lo que habían acordado antes del parió- para impedir que Luzia pudiera ir a buscarlo. Ella podría querer recuperar a su niño, pero no sabría dónde buscarlo.

– La comida escasea -le confió Ponta Fina. Sus ojos estaban fijos en el crucifijo que eslava encima de la cama de Luzia-. Los frijoles que el doctor nos dejó casi se han terminado. El Chico Viejo baja casi sin agua. Hemos avanzado cinco metros desde lo que era la orilla y el agua sólo nos llegaba hasta los tobillos. Nos ha llegado la noticia de que hay trenes que vienen de la capital. Gomes está enviando provisiones. Está montando campamentos para los refugia dos de la sequía. Algunos de los hombres Queves, Sabia, Canjica) están hablando de irse. Quieren interceptar esos trenes, saquearlos. Conseguir algo de comida. Baiano y yo les hemos dicho que esperaran.

Luzia asintió con la cabeza. Había estado en cama cuatro días. Si se quedaba allí mucho más tiempo, los cangaceiros la verían como una mujer normal, no como a su capitana invencible o su vigorosa madre. Había establecido un acuerdo con los hombres, tal como en su día hiciera Antonio. Se había cortado el pelo y se consideraba su capitana. Procuró asustarlos hasta conseguir que creyeran en ella; había hecho que los hombres dependieran de su liderazgo, del mismo modo que habían dependido de la dirección de Antonio. Al hacer esto, ella se había comprometido a renunciar a su bienestar personal por el bien del grupo. Había prometido guiar a los hombres. Ellos, a su vez, le prometieron obediencia.

Ponta Fina la miraba atentamente, como un campesino podría observar a una vaca enferma: preocupado por el bienestar de la bestia porque realmente le preocupaba, pero también porque ese bienestar afectaba a su propia forma de vida.

– Espera fuera -ordenó Luzia.

Una vez que abandonó la habitación, la joven apartó las sábanas. Salió de la cama y con sumo cuidado se puso sus viejos pantalones. Cada movimiento amenazaba con volver a abrir la herida que esos días en cama habían empezado a cicatrizar. Sentía que le temblaban las piernas, el vientre estaba demasiado distendido, las caderas curiosamente flojas, como cuerdas que hubieran sido estiradas tanto que se habían dado de sí y nunca volverían a recuperar su firmeza original. Luzia se vendó los pechos. Se abotonó la chaqueta y se colgó la pistolera en el hombro. Se puso el sombrero de Antonio. Estos pocos movimientos la cansaron tanto que se sintió tentada de echarse otra vez en la cama. Ponta Fina le impidió hacerlo: oía cómo el cangaceiro se paseaba impaciente delante de la puerta del dormitorio.

– ¡Ponta! -gritó Luzia. El joven entró y se mostró dispuesto a obedecerla.

– Reúne a los hombres -dijo ella-. Nos vamos.

– Pero… ¿tu convalecencia?

– He dado a luz un niño, no un buey. Cuatro días de descanso son suficientes.

En cuanto Ponta Fina salió de la casa principal del rancho, Luzia se dirigió a la cocina, enrolló su vestido de embarazada y lo echó al fuego.

Fuera, los hombres se reunieron en el porche de Eronildes. Luzia alzó el cristal de roca de Antonio y comenzó su oración. Cuando selló los cuerpos de ellos y el suyo mismo con el rezo del corpo fechado, Luzia observó a los cangaceiros arrodillados. Los hombres no le preguntaron por su niño. No le preguntaron por su salud. Comprendió cómo debía de haberse sentido Antonio: rodeado de gente, pero siempre lejos de ellos. Lejos incluso de ella, su propia esposa, que también lo había considerado como un guía casi sobrehumano, como la persona que toma las decisiones. En ese momento Luzia era la capitana.

Dirigió la mirada al monte bajo y gris. La sequía traería como consecuencia que las decisiones más rutinarias fueran importantes. Hacia dónde iban a ir los cangaceiros y hasta dónde; a qué hora debían despertarse; a qué hora dormirían, si es que podían dormir, porque la noche era el momento de mayor frescura, el mejor para caminar entre la maleza. Tomar el sendero equivocado o elegir mal el rumbo podía significar la deshidratación y la muerte. Las decisiones de Luzia eran las que iban a determinar la supervivencia de todos. Ponta Fina y Baiano podían aconsejarla, pero, más allá de todas las opiniones que ella escuchara, los hombres esperaban que su capitana llevara la carga de las decisiones. El precio del liderazgo era la soledad.

Luzia salió del porche. Los hombres la siguieron. Antes de internarse en el monte, la capitana se dio la vuelta y los miró a los ojos.

– No moriremos de hambre -anunció, imitando la confianza que siempre mostraba Antonio-. Si Dios nos quisiera ver muertos, lo habría conseguido hace mucho tiempo.