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A lo largo de la vieja cañada de ganado había muchas tumbas poco profundas, cavadas para los refugiados que habían muerto de hambre. Algunos cuerpos no estaban enterrados y en el clima árido no se habían descompuesto, sino que se habían secado, de manera que permanecían tendidos con la boca abierta junto el sendero, la piel rígida como el cuero, el pelo brillante. Sólo las partes en otro tiempo blandas y húmedas -los ojos, la lengua, el vientre- habían desaparecido, devoradas por animales hambrientos.
A Luzia le dolía la cabeza. El polvo le cubría la cara como una máscara marrón. La tierra le tapaba la nariz y las orejas, hasta el punto de que todos sus sentidos parecían embotados. Después del anochecer, su visión disminuía y apenas podía ver. Los cangaceiros también se quejaban de esa ceguera nocturna. A las pocas semanas de abandonar el rancho de Eronildes, el grupo de cangaceiros sólo podía viajar de día.
El agua era el agente creador de los olores y los sonidos del monte. Sin ella, la región estaba en silencio, no olía a nada. Sólo se escuchaba el zumbido de las moscas. Parecía que eran millones de moscas las que cubrían los cadáveres de los animales y de las personas. Luzia oía su zumbido a kilómetros de distancia. Al principio, los cangaceiros y ella sentían el olor dulce y pestilente de las vacas, las cabras y las ranas muertas. Pero pronto, hasta ese olor se desvaneció. Las criaturas muertas no tenían tiempo de descomponerse; eran comidas con demasiada rapidez.
Luzia y sus hombres encontraban agua en los pliegues interiores de las bromelias y en el corazón de los cactus. Arrancaban los tallos jóvenes y puntiagudos de algunas plantas resistentes y chupaban sus extremos carnosos para engañar la sed. No tenían café, de modo que Luzia recordó las enseñanzas de Antonio y buscó ajenjo, cuyas hojas peludas cumplían la función de siete jarras de café. Cuando encontraba plantas macambira, cortaba sus ramas largas y puntiagudas hasta llegar a la médula y las ponía al fuego durante varias horas. Después de ser secada al sol, la bola amarillenta era machacada hasta que se convertía en una tosca harina. La mucana, esa enredadera leñosa que se enrosca en los árboles del monte, era también una fuente secreta de agua. Cuando Luzia cortaba la enredadera por el lugar adecuado, con un golpe certero arriba y otro abajo, aparecía el jugo. Los cangaceiros tenían que meterse rápidamente los extremos cortados en la boca, pues de otra manera el líquido se perdía.
El hambre aturdía las emociones. La conexión de Luzia con su hijo se volvió difusa, su fuerza se debilitó. Sus hombres y ella misma sólo pensaban en la comida, pero como no había llovido durante la temporada de siembra no había cultivos para cosechar, ninguna provisión que comprar o robar y pocos animales que cazar. Los pensamientos de los cangaceiros se concentraban en los trenes de provisiones de Gomes. Todas las noches los hombres imaginaban lo que había en los vagones del Ferrocarril Gran Oeste: bolsas de frijoles convertidas en feijoadas, guisos que borboteaban ilustrados con salchichas y manitas de cerdo, harina de maíz que se convertía en humeante sémola cubierta con leche templada, los trozos de carne que eran desmenuzados para ser servidos sobre raíces de mandioca untadas con mantequilla. Estos sueños hacían que los hombres estuvieran dispuestos a tolerar el calor, el hambre y la sed, y a seguir a Luzia hasta la estación más cercana del Ferrocarril Gran Oeste.
Cuanto más se alejaban del río San Francisco, los cangaceiros encontraban más casas abandonadas. A veces pueblos enteros estaban vacíos. Luzia y los cangaceiros registraban las casas y los cobertizos en busca de comida. Una tarde, dentro de una casa que ella creía que estaba vacía, Luzia encontró a una mujer.
El dobladillo de su vestido estaba deshilachado. Sus brazos eran tan delgados como ramas, los huesos de los codos eran bultos exagerados. Sus mejillas se veían ajadas, pero su nariz era amplia y noble. En un primer momento no vio a los cangaceiros detenidos en la entrada de la casa. La atención de la mujer se centraba en el suelo.
– ¡Levántate! -gritaba-. ¡Levántate, maldición!
Una pared entorpecía la visión de Luzia; no podía ver el objeto de la cólera de la mujer. Luzia creyó que se trataría de un animal, su perro tal vez. La mujer respiró hondo, como si estuviera reuniendo fuerzas. Se arrodilló y agitó aquello que estaba en el suelo, delante de ella. Se levantó polvo. Luzia se acercó un poco más, estirando el cuello. Vio un pie diminuto calzado con una sandalia que asomaba desde detrás de la pared. Luzia entró a la casa. Los hombres la siguieron.
La criatura -Luzia no podía precisar si era un niño o una niña- tenía puestos solamente unos pantalones cortos, sucios. Su cabeza era demasiado grande para su cuerpo. Tenía la boca abierta y le sobresalían las costillas, lo que hacía que pareciera un ave desplumada. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo tranquilamente a pesar de los gritos de la mujer. Esta no se mostró asustada ni sorprendida al ver a los cangaceiros. Sólo miró a los hombres y se tambaleó, como si estuviera a punto de caerse. Cuando Luzia destapó una cantimplora, la mirada de la mujer cambió de inmediato. Ya no era una mirada aturdida, sino concentrada.
«Serías capaz de matarme por esta agua marrón», pensó Luzia mientras sujetaba con fuerza su cantimplora.
– Échate a un lado -dijo.
La mujer pasó su lengua seca sobre los labios.
– Mi niña -gruñó, señalando a la criatura-. Mi niña.
Luzia se arrodilló. Puso su brazo lisiado debajo de la cabeza de la niña. Estaba floja y pesaba mucho, pero cabía perfectamente en el ángulo que formaba el brazo inmóvil de Luzia. Pareció que su brazo había sido diseñado precisamente para eso, que su función era ésa, la de acunar, no la de disparar, acuchillar o coser. Luzia sintió que algo se sobresaltaba dentro de ella. Ese hilo, esa inexplicable conexión, se había difuminado pero no había desaparecido. Miró a aquella criatura de cuerpo flácido. Sostuvo la cantimplora entre las rodillas y usó dos dedos para abrir la boca de la niña. Los labios de la pequeña estaban recubiertos de escamas, su lengua era de un tono gris. Luzia le puso la cantimplora en la boca. El agua que ésta contenía era marrón y arenosa. Unos días atrás, Ponta Fina había encontrado un viejo pozo, y después de cavar un metro en su fondo de barro había aparecido el viscoso líquido.
La niña no tragó. El agua llenó su pequeña boca y luego se desparramó, chorreando por la barbilla, el cuello y el pecho desnudo. Luzia le dio un masaje en la garganta. Levantó un poco más la cabeza de la criatura y le echó más agua.
– Bebe -susurró.
Baiano se agachó junto a ella. Se quitó el sombrero, luego puso dos dedos oscuros en el cuello de la niña. Negó con la cabeza. Luzia lo ignoró. Le dio más agua a la pequeña. Baiano le puso una mano en el hombro.
– No la malgastes, madre -dijo-. La madre está viva. Ella es quien necesita el agua ahora.
La mujer miró desesperadamente la cantimplora y a su niña, como si sólo tuviera energía suficiente para una de ellas y no supiera cuál elegir. Frunció la boca. Baiano se puso detrás de ella. Le sujetó los delgados brazos.
– Listo, madre -dijo.
Luzia se puso de pie. Si le daban la cantimplora, la mujer la vaciaría. La capitana tenía que darle el agua poco a poco. La mujer bebió con tragos largos, ruidosos. Cuando trató de mover los brazos para agarrar la cantimplora, Baiano la sujetó. Por debajo del gastado y casi transparente vestido de la mujer, Luzia vio unos pechos alargados y marchitos: eran los senos de una madre, estirados por haber dado de mamar.
– Le di toda la comida que tenía -explicó la mujer cuando terminó de beber. Se dirigía a Luzia, pero fue Baiano quien asintió con la cabeza en respuesta a sus palabras, como si él y la mujer estuvieran sosteniendo una conversación-. Las personas adultas podemos decirnos que no tenemos hambre. Escuchamos la voz dentro, pero no hablamos de eso -continuó-. Podemos silenciarla. Los niños no pueden. No pueden ser engañados.
Luzia asintió con la cabeza. Los ojos de la mujer estaban vidriosos, con la mirada perdida.
– Cuanto más se les da más quieren -continuó la mujer-. Le di el último trocito de rapadura. Le dije que tenía que retenerlo en su estómago y recodar que estaba allí, como un regalo. Un regalo que su madre le había dado. Tres minutos después ya estaba llorando, diciendo que tenía hambre. Dios, ayúdame: quise pegarla.
La mujer tosió y bajó la cabeza.
– Dale de comer -ordenó Luzia.
Baiano obedeció. Abrió su morral y sacó un trozo de carne deshidratada. La carne tenía un brillo verdoso, pero la mujer se la arrebató ansiosa. Masticó rápidamente, con los ojos cerrados. Luzia se sintió de pronto avergonzada de observarla; ante el pesar de esa mujer, se sintió aliviada. Ella no tendría que ver cómo Expedito adelgazaba ni soportar sus gritos pidiendo comida. Su niño se había librado de la sequía.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó Luzia.
– María -respondió la mujer-. María das Dores.
La comida hizo que la mujer se recobrara un poco. Sus ojos se abrieron mucho cuando reparó en los cangaceiros que estaban a su alrededor. Poco a poco, se separó de Baiano y de Luzia.
– No me marquen -dijo, agarrándose las manos-. Tengan piedad.
– ¿Marcarte? -preguntó Luzia.
La mujer asintió con la cabeza.
– Sé que eso es lo que ustedes hacen. Conocí a una niña que llevaba una marca en la cara. La cicatriz le atravesaba la piel. Dijo que un cangaceiro, uno de orejas grandes, le había hecho eso.
La mujer recorrió el grupo con los ojos, buscando a aquel hombre.
– ¿De orejas grandes? -preguntó Luzia-. ¿Cómo se llama?
– El Halcón. Dicen que tiene un brazo vendado. Va con un grupo pequeño, y ha estado marcando a las mujeres. Solamente a las mujeres. Especialmente a las que llevan el pelo corto. Les quema la cara, o el vientre, o los pechos. Como si fueran animales.
– ¿Lo has visto? -preguntó Luzia.
La mujer negó con la cabeza.
– Sólo vi a la niña, la que él marcó. Tenía la mejilla tan hinchada que no podía ver con el ojo de ese lado.
– ¿Pudiste ver cómo era la marca?
– Parecía una letra. Yo no sé leer, pero recuerdo el aspecto que tenían. -La mujer se arrodilló y estiró el brazo. En la tierra, ante ella, dibujó una letra con mano temblorosa: «O».
Un chorro ardiente de bilis llegó hasta la garganta de Luzia. Quemaba como el zumo de xique-xique. Orejita estaba vivo, y se hacía pasar por el Halcón.
– Nosotros no marcamos -aseguró Luzia-. Ese hombre no es un cangaceiro.
– Es un traidor -precisó Ponta Fina. Junto a él, Bebé movió afirmativamente la cabeza.
Los cangaceiros enterraron bien hondo el cuerpo de la niña para que los buitres no lo descubrieran. Ponta Fina hizo una cruz con dos palos y los ató con su pañuelo de subcapitán. Habían pasado junto a decenas de tumbas similares durante sus desplazamientos. En cada una de ellas, Luzia y los cangaceiros se habían detenido para hacerse la señal de la cruz. Luzia lo había hecho por hábito y también por superstición -no quería irritar a los muertos-, pero nunca se había permitido preguntarse quién ocupaba aquellas tumbas. Después de enterrar a la niña, Luzia se vio forzada a pensar en todos los muertos junto a los cuales habían pasado. ¿Quiénes eran esas personas enterradas? ¿Cuáles eran sus nombres, sus ocupaciones? Y si la sequía empeoraba, ¿habría también tumbas sin nombre para sus hombres, para ella? ¿Serían tan fácilmente olvidados?
Cuando se alejaron de la tumba, María das Dores se fue con ellos. Los hombres la llamaron «María Magra» debido a su delgado cuerpo, y se rieron de este apodo, porque todos estaban muy flacos. Hasta Inteligente había perdido su corpulencia.
– Coge esto -le dijo Luzia, y ofreció a María Magra su cantimplora.
– María compartirá la mía -terció Baiano.
Aquella noche, en el campamento, Luzia soltó a Baiano y a María Magra el mismo sermón que endosara a Ponta Fina y a Bebé. Después de las oraciones Luzia hizo que ambas parejas se arrodillaran delante de ella. Antonio le había enseñado que esa ceremonia era importante, hacía que las cosas inmateriales parecieran reales. De modo que la capitana se quitó su chal y envolvió con él las manos de las parejas, uniéndolas. Hizo que los hombres y las mujeres intercambiaran sus zapatos. Cuando volvieron a intercambiárselos, Luzia los declaró casados y María Magra se convirtió en la tercera mujer admitida en el grupo de cangaceiros. Luzia intuía que no sería la última.