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La señora de Haroldo Carvalho apareció en las portadas del Diario de Pernambuco, del Recifian e incluso del prestigioso Folha de Sao Paulo. En todas esas fotografías, la viuda de Carvalho tenía la cabeza torcida para mostrar el parche negro sobre su ojo izquierdo. La Costurera la había mutilado. El parche de cuero reflejaba el destello de la cámara, dándole un brillo plano. Para Emília, esto hacía que el parche de la viuda pareciera el monstruoso globo ocular de un insecto que estuviera protegiendo no un ojo, sino cientos de ellos.

Emília había escuchado a los hombres -al doctor Duarte en particular- bromear a propósito del incidente; una mujer vieja obligada a abrazar un cactus era algo divertido para la gente de la ciudad. Aunque la viuda era motivo de bromas, el ataque de la Costurera no lo era. Los cangaceiros habían ejecutado a cuatro soldados y a dos funcionarios encargados de la construcción de la carretera. Habían robado alimentos del gobierno. Habían profanado un gran cartel del presidente Gomes. Y según la viuda de Carvalho, la Costurera había cortado el cuello a un hombre y bebido su sangre, como haría una bruja. En otra entrevista a un periódico, la viuda dijo que la Costurera había matado a niños pequeños -sobre todo a bebés- con un cuchillo afilado. Y lo peor de todo, la líder cangaceira había elegido a algunas niñas de entre la multitud de flagelados y las había obligado a casarse con sus hombres. En todo Recife la gente comentaba que la aparición de estas bandoleras era la prueba de que las tierras del interior se estaban volviendo ingobernables y depravadas, un lugar donde hasta las mujeres se convertían en criminales.

Los periódicos pujaban por hacer entrevistas a la viuda de Carvalho. Había montones de flagelados que aseguraban haber visto a la Costurera de cerca, pero eran arrendatarios, campesinos sin tierras, personas tan pobres que ni siquiera podían comprarse unos zapatos. La viuda de Carvalho era una terrateniente, lo cual la hacía creíble. Poco después del ataque a su rancho, funcionarios gubernamentales fueron a aquel lugar, como estaba previsto, para recoger en sus filas de distribución de comida a los nuevos reclutas para la construcción de la carretera. Pero en lugar de trabajadores los funcionarios se encontraron con la masacre de sus reclutadores y de los soldados, y con la viuda atada a un cactus. Habían llevado a la anciana a Recife para que contara su historia.

Los funcionarios del gobierno le entregaron un cheque como pago por sus tierras, y el presidente Gomes envió a la viuda una nota manuscrita elogiando su espíritu patriótico y dándole las gracias por vender su rancho al Instituto Nacional de Caminos. Todos estos elogios aparecieron en los periódicos de Recife, con lo que la viuda se convirtió en una figura popular. Su historia obligó al gobernador Higino a asignar más fondos para el reclutamiento y entrenamiento de soldados. Los jóvenes varones flagelados que entraban a Recife en busca de comida y trabajo se encontraban con puestos de reclutamiento en las afueras de la ciudad, donde se les entregaba armas, uniforme y la promesa de un sueldo, y eran enviados de inmediato otra vez a las tierras áridas, para servir a Brasil y al presidente Gomes. Después de las numerosas entrevistas a la viuda de Carvalho y de los continuos ataques de los cangaceiros, la gente prestó más atención a las teorías del doctor Duarte. El suegro de Emília aparecía en los periódicos casi tan a menudo como la viuda misma, y sus explicaciones sobre la mente delictiva eran ampliamente aceptadas. Debido a este nuevo interés por su ciencia, el doctor Duarte trabajaba muchas horas en su Instituto de Criminología, midiendo cráneos y tratando de encontrar la manera de capturar a sus especímenes más codiciados: la Costurera y el Halcón. Los pernambucanos estaban indignados y a la vez fascinados por la famosa pareja de bandidos de su estado. Y los recifeños, que en circunstancias diferentes habrían considerado a la viuda de Carvalho demasiado rústica como para buscar su compañía, de pronto comenzaron a invitar a la anciana a almuerzos y a tomar café por la tarde, deseosos de escuchar su historia de primera mano.

Algunas de las Damas Voluntarias alquilaron el famoso restaurante Leite y dieron un almuerzo en homenaje a la viuda de Carvalho. La anciana se sentó a la cabecera de una larga mesa, en el centro del restaurante. Llevaba un vestido negro y de cuando en cuando se tocaba el parche, dirigiendo así la atención general a su ojo herido. Los camareros permanecían cerca de la mesa. Y las Damas Voluntarias estiraban la cabeza cada vez que la viuda hablaba, pero la conversación de ésta era limitada.

– Alcánceme la sal -dijo. Y después-: ¿No hay un poco de harina?

Ninguna de las peticiones de la viuda era seguida por un «por favor» ni un «gracias», y esto molestaba a Emília. Estaba sentada más o menos hacia el centro de la mesa, al lado de la baronesa y de Lindalva, y apenas probó su plato de bacalao con nata. Emília, al igual que las otras Damas Voluntarias, estaba concentrada en la viuda de Carvalho. La anciana se daba cuenta de ello y sonreía mientras comía. Tenía una boca pequeña y de labios finos. «Una boca mezquina», pensó Emília, y observó a la mujer cuando cortó la carne. La anciana clavaba en ella el tenedor con tanta fuerza que dio la impresión de que el filete estaba a punto de saltar fuera de su plato. La anciana no puso la servilleta en su regazo y sus codos aleteaban desenfrenadamente mientras comía. Emília se sentía como doña Dulce -burlándose en privado de los modales de otra persona- y le disgustaba la viuda de Carvalho por hacerla sentirse de esta manera. Pendientes de ella, todas las Damas Voluntarias felicitaban a la viuda y la invitaban a que hablara.

– Están perdiendo el tiempo -susurró la baronesa-. Conozco a las mujeres de su clase. Esperará a los postres para hablar. O tratará de que las invitemos otra vez a comer.

Lindalva sacudió la cabeza disgustada.

– Si gastan un centavo más en ella, dejaré de ser Dama Voluntaria.

Emília asintió con la cabeza. Las historias sangrientas de la viuda de Carvalho acerca de su encuentro con la Costurera habían desplazado a noticias más importantes. En abril de 1933, noventa mil flagelados estaban albergados en siete campamentos de refugiados dispersos por todo el noreste. En Recife, la moda de adoptar bebés de la sequía había disminuido tan pronto como los pequeños ganaron peso y perdieron su trágico atractivo. Los grandes propósitos que la sociedad de Recife se había hecho por el futuro de los niños fueron olvidados. Los bebés de la sequía quedaron relegados a los cuartos de los criados, donde al final serían incorporados a las tareas cotidianas de las grandes casas como chicos de los recados o criadas. Lindalva estaba particularmente frustrada porque las historias de la viuda de Carvalho habían dejando en la sombra las elecciones que se aproximaban, las primeras en las que las mujeres podrían votar.

Tras su exitosa revolución, Celestino Gomes había ocupado el cargo de presidente por la fuerza y había, nombrado a miembros del Partido Verde para cargos de gobierno en todo el país. Tres años después, algunas personas afirmaban que su gobierno era una dictadura. Para demostrar que era un demócrata y un líder justo, Gomes convocó elecciones nacionales. Fueron programadas para mediados de mayo, pero sólo el 15 por ciento de las mujeres en condiciones de votar se había registrado. Lindalva quería que los periódicos divulgaran la cantidad de obstáculos que había para inscribirse en el padrón electoral. Las mujeres tenían que someterse a complejas pruebas de lectura y escritura. Además, había horarios irregulares para el registro. Aquellas que trabajaban no podían dejar sus trabajos durante mucho tiempo para registrarse, y las amas de casa tampoco podían abandonar los niños y las tareas domésticas. Lindalva y Emília presionaban para que las Damas Voluntarias se interesaran más por estos problemas, pero no obtuvieron suficientes apoyos. En lugar de patrocinar una campaña para promover un registro más equitativo, las Damas Auxiliares se dedicaban a cortejar a la viuda de Carvalho.

Emília nunca iba a admitir ante Lindalva que su interés por el sufragio era egoísta, pues así parecía menos interesada por la Costurera. Emília fingió estar poco entusiasmada por conocer a la viuda de Carvalho, pero la verdad fue que apenas había dormido la noche anterior a la comida. En el restaurante, Emília se exasperaba ante el silencio de aquella mujer. Al igual que la baronesa, Emília también conocía a ese tipo de mujeres. Allá en Taquaritinga, cuando trabajaba en la casa del coronel Pereira, la joven había visto a otros coroneles y sus esposas ir y venir como huéspedes. La viuda de Carvalho le recordaba al peor tipo de esposa de coronel. Siempre dispuesta a castigar a su marido y a sus criados; tacaña con la comida y con los elogios; y aparentemente piadosa, aunque proclive a chismorrear, a contar historias que convinieran a sus propósitos, aun cuando fueran mentiras.

Emília dejó los cubiertos. Se inclinó sobre la mesa para quedar cara a cara con la viuda.

– ¿Qué aspecto tenía? -le preguntó.

La viuda de Carvalho respondió con la boca llena de arroz:

– ¿Quién?

– La Costurera.

Los demás comensales se quedaron en silencio. Cerca de Emília, un camarero dejó de llenar vasos de agua. La viuda de Carvalho tomó otro bocado de comida.

– Era como un bandido -respondió mientras masticaba-: fea como un demonio.

Un ligero estallido de risas recorrió la mesa. Emília se puso tensa.

– Nadie comenta la fealdad de los hombres. -Su voz temblaba. Emília recordó las muchas lecciones de doña Dulce acerca de la compostura y de cómo no perderla. Tomó un sorbo de agua y sonrió-. He seguido sus entrevistas en los periódicos -continuó Emília-. ¡Usted brinda tantos detalles! Ojalá tuviera yo su don para la observación. Pudo ver muchas cosas a pesar de estar atada a un cactus con la cara pegada a él.

Lindalva se rió entre dientes. En la cabecera de la mesa, la viuda dejó de comer. Estudió a Emília con el ojo que le quedaba. La joven sonrió a manera de respuesta, pero las palmas de sus manos estaban húmedas. Luzia y ella no se parecían, pero tal vez después de observarla bien la viuda -al igual que el doctor Eronildes- había reconocido algún rasgo, algún parecido que Emília no podía ocultar. El corazón de la joven latió rápidamente. ¿Por qué estaba provocando a aquella viuda? ¿Por qué estaba corriendo ese riesgo? Después de un momento, la viuda de Carvalho se decidió a hablar:

– ¿Usted ha visto alguna vez un cactus mandacaru, jovencita?

– Sí.

– Entonces sabe lo largas y afiladas que son sus espinas. No importa lo que vi o escuché. Lo que importa es que sobreviví. Y quien sobrevive tiene el derecho de contar la historia que quiera.

– A los periódicos les encantan las exageraciones -aseguró Emília-. Venden más gracias a ellas.

La viuda de Carvalho se echó hacia atrás en su silla.

– ¿Apoya usted a los cangaceiros?

Emília entrelazó las manos en su regazo para impedir que temblaran.

– No -respondió-. Pero no siempre puedo sentirme superior a ellos. Nadie de nosotros puede afirmar que está en contra del uso de la violencia, porque matamos para hacer la revolución.

Se produjo un silencio alrededor de la mesa. Algunas Damas Voluntarias bajaron la mirada hacia sus platos. Otras miraron a Emília con sus bocas congeladas en sonrisas apretadas, pero con furia en los ojos, como madres demasiado educadas para reprender abiertamente en público a sus hijos, pero sin dejar de advertirles que el castigo vendrá después. Algunas mujeres parecían pensativas. Una de éstas fue la primera en romper el silencio.

– Los hombres fueron quienes mataron, no nosotras -dijo.

– Pero eran nuestros maridos e hijos -apuntó la baronesa-. Y nosotras los apoyamos.

Algunas mujeres se ruborizaron. Si se debía a que estaban asustadas por la conversación o a que ésta las excitaba, Emília no podía saberlo. A la cabecera de la mesa, la viuda de Carvalho sacó un pañuelo y se sonó la nariz, consiguiendo que la atención del grupo volviera a ella.

– La revolución era una causa noble -dijo, acariciándose el ojo que le quedaba y mirando a Emília-. Los cangaceiros matan por diversión. Ésa es la diferencia. Es imperdonable lo que ella me hizo. No había ningún motivo, ni tampoco mostró remordimiento.

Alrededor de la mesa, varias Damas Voluntarias asintieron con la cabeza. La mujer sentada más cerca de la viuda de Carvalho le dio suaves palmadas en la mano. Otros elogiaron su valentía. Emília cogió sus guantes. Sentía una profunda aversión por la viuda, un desprecio igual que el que había sentido hacia las niñas que molestaban a Luzia cuando era pequeña llamándola «lisiada» y «Gramola». Su hermana solía atacar a esas niñas. Les daba patadas o las abofeteaba en la cara, y Emília permanecía detrás mirando, hipnotizada y asustada por la rabia de su hermana. Las niñas que la molestaban quedaban dañadas, pero se lo merecían. El escozor de una bofetada desaparecía. El moretón dejado por un puñetazo se desvanecía con el tiempo. Esta lógica de patio de escuela no parecía que se pudiera aplicar a los actos de la Costurera. El castigo a la viuda le había dejado una lesión permanente. Emília había visto de cerca algún cactus de aquéllos; había tocado sus afiladas espinas. «¿Qué clase de mujer -se preguntó Emília- podía pensar en un castigo semejante? Y lo que es peor: ¿qué clase de mujer lo llevaría a cabo?». Cualquiera que hubiera sido el mal cometido por la viuda de Carvalho, no merecía la crueldad de la respuesta de la Costurera. Ser consciente de esto hizo que Emília guardara silencio durante el resto de la comida. Obligada a tolerar las historias de la viuda, la joven bebió vaso tras vaso de agua de coco para no tener que hablar y así no ponerse en situaciones embarazosas. Se retiró de la mesa con un humor horrible.

Cuando Emília regresó a la casa de los Coelho, se fue directamente arriba. Había puesto la cuna de Expedito en su habitación, al lado de la cama. Cerca de la cuna había un catre para la nodriza que había contratado. Ésta era una mujer grande. El primer día sacó rápidamente su pecho de color caramelo y alimentó al niño en el vestíbulo de la casa, delante de una horrorizada doña Dulce. Emília se había reído con ganas. Después, para no perturbar la sensibilidad de su suegra, organizó un horario de alimentación que consideraba adecuado y encontró un paño bordado para que la nodriza se lo pusiera sobre el pecho.

Encontró a ésta en su habitación. Expedito mamaba del pecho de la mujer, pero sus ojos se cerraban ya lentamente y su cabeza caía vencida hacia atrás. Era el final de su alimentación y estaba atrapado entre sus dos placeres más grandes: el sueño y la comida. Emília lo miró. Se alegraba de tener un ama de cría, pero sentía agudas punzadas de celos cada vez que Expedito se quedaba dormido en sus brazos. Emília se quitó los guantes y el sombrero. Extendió las manos y la nodriza se levantó de la silla y le entregó al pequeño. Cuando la nodriza salió de la habitación, Emília apretó la cara contra la cabeza del niño. Su cráneo se notaba blando y maleable, como arcilla a medio hornear. El sobrepeso, la grasa que tanto le había costado acumular, empezaba a desaparecer de forma natural. A los siete meses su barbilla y sus pómulos estaban más definidos. Su cuello se había estirado. Los brazos crecían lentamente, se estiraban, y los rollos de carne alrededor de las muñecas, que parecían chorizos embutidos, estaban desapareciendo. Emília se preocupaba por sus orejas, que estaban empezando a sobresalir. Cada vez que peinaba los rizos castaños de Expedito, Emília ponía las manos ahuecadas sobre su cabeza, temerosa por cómo iba a crecer, por los cálculos y mediciones que el doctor Duarte podría hacer.

Emília metió a Expedito en su cuna. Sacó la pequeña llave de oro que llevaba en una cadena colgada alrededor del cuello y la usó para abrir el joyero. Junto al retrato de la comunión, metida debajo de su collar de perlas y un anillo, estaba la navaja de Luzia. Emília la observó. ¿Cómo le explicaría su existencia a Expedito?

Algún día preguntaría por su madre, su verdadera madre. Esos pensamientos conseguían que Emília se enfadara. Se trataba de un disgusto mezquino y confuso que recordaba haber experimentado desde la infancia. Luzia era la menor y por ello siempre comía corazones de pollo en el almuerzo, o se sentaba en el regazo de la tía Sofía. Para Luzia eran los caballos tallados en mazorcas, las frutas más maduras. Como hermana mayor e ignorada, Emília no sabía qué deseaba más, si la atención de los adultos o la de su hermana menor. Terminó maldiciendo ambas. Cuando pensaba en Expedito y las preguntas que acabaría por hacer, sentía la misma mezcla amarga de resentimiento y deseo que había sufrido cuando era niña.

Expedito había aprendido a emitir unos balbuceos que ella interpretaba como «ma-ma». Al final acabaría llamándola «madre» y ella tendría que corregirle. Sería «tía Emília». Ella le iba a recordar que se subiera los calcetines, que escribiera el alfabeto y que se bebiera el aceite de hígado de bacalao. Tía Emília formaría parte de su realidad cotidiana, mientras que su madre, su madre verdadera, sería una parte de su imaginación, tal como la madre de Emília lo había sido para ella. Emília comprendió finalmente la carga que había tenido que soportar su tía Sofía. Había tenido que competir con una madre imaginada, que era siempre más guapa, más amable y más lista. La fantasía era siempre mejor que la realidad. Un día, cuando él fuera lo suficientemente mayor como para guardar un secreto, Emília tendría que decirle exactamente quién era su madre. Incluso entonces, la realidad no iba a superar a la fantasía. Su madre era valiente, audaz y fuerte: ¡Una cangaceira! ¿Qué era Emília, comparada con eso? Nadie la consideraba valiente.

Se preocupaba por la seguridad de Expedito en la casa de los Coelho. Veía enemigos en cada habitación, tanto en la parte delantera de la casa como en las habitaciones de atrás. La lavandera era leal a doña Dulce, y a veces no hervía los pañales de Expedito, lo que le provocaba sarpullidos en el trasero y en los muslos. La cocinera, disgustada por tener más trabajo, en ocasiones abría cocos viejos y mezclaba su contenido opaco y ácido con el resto del agua de coco de Expedito. Cuando Emília puso estas cosas en conocimiento de doña Dulce, su suegra se mostró incrédula y castigó de mala gana a los criados. A Emília le preocupaba lo que podía ocurrir cuando Expedito empezara a caminar, a ensuciar y romper objetos en la casa inmaculada de doña Dulce. No estaba segura de hasta dónde podía llegar su suegra; doña Dulce hablaba a menudo de enviar a «ese niño», como llamaba a Expedito, a una escuela religiosa «en cuanto aprenda a hablar».

El día que llegó Expedito, doña Dulce expresó su aversión de inmediato.

– ¡No acogeré a otro mendigo dentro de mi casa! -había dicho. El doctor Duarte se vio obligado a reunir a su familia en el salón y cerrar las puertas.

– Emília se ocupará de él -había dicho el doctor Duarte-. ¿Verdad?

La joven asintió enérgicamente con un movimiento de cabeza. Tuvo el impulso de abrir las vitrinas del salón y romper las estatuillas de porcelana de doña Dulce, su cristalería antigua, sus adoradas chucherías. Pero permaneció inmóvil, únicamente porque necesitaba el consentimiento de su suegra.

– Madre, sé que usted es una mujer caritativa -intervino Degas-. Podemos ayudar a este niño. Saldremos en los periódicos gracias a él. Han escrito historias muy buenas sobre mí y sobre Emília.

Doña Dulce miró, vencida, a su hijo. Sus labios pálidos se aflojaron en un mohín.

– Muy bien -aceptó, dirigiendo la mirada a Emília-, pero nunca será un Coelho.

– ¡Por supuesto que no, Dulce! -dijo el doctor Duarte-. Figurará con otro nombre en los documentos.

Desde entonces, Expedito siempre fue considerado una mascota, una distracción temporal sin ningún derecho a heredar los bienes de los Coelho. Emília prefería que fuera así. Ella era responsable del cuidado del niño, de sus éxitos y de sus fracasos. En los documentos de adopción, ella aparecía como única tutora. Le dio su apellido, Dos Santos. El apellido de soltera de Emília no tenía raíces distinguidas ni estaba ligado a ninguna herencia de familia. Era usado por tantos habitantes del noreste que resultaba imposible rastrear su procedencia.

De todas maneras, a Emília le preocupaba que alguien descubriera los orígenes de Expedito. Evitaba el estudio del doctor Duarte y su Instituto de Criminología. A medida que su sobrino crecía, ella temía más el ojo medidor de su suegro. En Degas percibía peligros aún más grandes. Le gustaba observar a Expedito cuando gateaba en el suelo de su dormitorio. A veces Degas le daba la mano al niño y se maravillaba de la fuerza con que apretaba. En esos momentos había ternura en la voz de su marido, y su cara se suavizaba en una afectuosa expresión de admiración. Enseguida, como si no quisiera encariñarse demasiado con el niño, Degas se apartaba de Expedito y abandonaba la habitación.

Su marido se daba cuenta de que Emília adoraba a Expedito, y usó esto a su favor. Durante los primeros meses de estancia del bebé en Recife, hizo que su mujer lo acompañara a los almuerzos del Club Británico y que permaneciera junto a él durante los actos realizados por el gobierno. Ella no rechazaba a su marido. Procuraba obedecerle sin mostrar su ansiedad, pues eso revelaría que tenía miedo, lo cual sólo serviría para confirmar las sospechas de Degas acerca de Expedito. En cualquier momento él podía contar a su padre o a doña Dulce que el bebé de la sequía que cuidaba su mujer era realmente su sobrino, y que su hermana era una mujer alta con un brazo lisiado, muy parecida a la Costurera.

Muy a menudo, Degas insistía en que le dijera dónde iba a estar durante los días laborables de la semana. Con frecuencia Emília llevaba a Expedito y a su nodriza al taller. Continuaba organizando grandes donaciones de ropa para los flagelados. Los días en que ella trabajaba, él aparecía a la hora de la comida. Le decía que se quedara en el taller en lugar de regresar a la casa de los Coelho para comer. Luego desaparecía por la puerta lateral de la tienda. A la hora de la cena con el doctor Duarte y doña Dulce, Degas hacía decir a su mujer que habían comido juntos.

Ella lo siguió una vez después de que se escabullera de la tienda. Degas ladeó el sombrero para ocultar su rostro lo más posible. Cruzó los callejones que había detrás de la Rúa Nova, atravesó el puente Mauricio de Nassau hacia el infame Barrio Recife. Emília no podía cruzar tras él; sólo hombres y mujeres «de la vida» frecuentaban las posadas y las casas de juego de aquella zona. Fueran cuales fuesen las actividades de su marido al otro lado de ese puente, esconderse en Barrio Recife era, como mínimo, un rasgo de inteligencia. Si algún chismoso lo sorprendía allí, no podría admitirlo por temor a acusarse a sí mismo.

En sus viejas revistas Emília había leído historias sobre mujeres celosas de sus maridos que se volvían vengativas, pero sabía que los celos eran a menudo manifestación de un amor que había perdido el rumbo. Degas y ella nunca habían estado unidos por el amor. Los unían los secretos. La joven creía que ninguno de los dos debería usar los secretos del otro como moneda ni como arma. Ella, más que nadie, sabía lo que significaba amar a la persona equivocada y que la hicieran sentirse avergonzada por ello. Si él le hubiera pedido ayuda, ella se la habría dado. Pero Degas nunca pedía. El amenazaba. Sabía quién era su hermana y qué significaría revelar lo que él sabía. En un primer momento había amenazado sólo a Emília y ella le había tenido lástima, pues sabía que tales manejos provenían de la desesperación. En cambio ahora amenazaba a Expedito, y eso ella no lo podía tolerar. Cada vez que veía a Degas sentado a la mesa durante el desayuno sentía el impulso de darle patadas en las espinillas. Quería rayarle sus adorados discos de aprender inglés con las agujas de coser, escupir en el bote de fijador del pelo que tenía en el baño.

Comprendió que si continuaba viviendo con Degas sería consumida por la cólera hasta volverse tan amargada y mordaz como doña Dulce. Para librarse de este destino, imaginó un futuro fuera de la casa de los Coelho. Emília había sido siempre una mujer austera, ahorradora. La costura, con sus medidas, sus patrones, sus proporciones, la obligaba a calcular, a hacer números rápidamente. Había desarrollado una mentalidad económica. La habilidad matemática de Emília se trasladó a los libros de contabilidad; ella era quien llevaba las cuentas en el taller. Las ganancias aumentaron. Al principio, Lindalva y ella solamente ganaban lo suficiente como para pagar el alquiler y los sueldos de las costureras. En abril de 1933 los trajes elegantes y los vestidos floreados de Emília y Lindalva eran ya muy solicitados. La tinta que usaba en los libros de contabilidad cambió del rojo al verde. Las dos amigas se repartían las ganancias a partes iguales, pero, como estaba casada, Emília no podía abrir una cuenta bancaria sin el permiso de su marido. Salvaron este obstáculo desviando sus ingresos a través de Lindalva, que metía las ganancias de su socia en una cuenta separada. «Tus ahorros para escapar», los llamaba Lindalva. Emília nunca la corrigió. Y cuando Lindalva insistió en enseñarle a conducir, no se opuso.

Al igual que los Coelho, la baronesa también era dueña de un Chrysler Imperial con grandes faros y guardabarros curvos. Una vez por semana, Emília dejaba a Expedito en el porche con la baronesa y subía al coche. Ponía un pie en el grueso estribo y se sentaba en el asiento del conductor. Lindalva era también una conductora principiante, pero le daba instrucciones a Emília desde el asiento del acompañante y le decía cuándo tenía que pisar el embrague o el freno.

La primera vez solamente iban a recorrer el camino de entrada a la casa de la baronesa, pero aunque era un ejercicio tan fácil a Emília le sudaban las manos. El volante se le volvía resbaladizo. Cuando el motor se puso en marcha, el vehículo tembló. Emília movió la palanca de cambios hasta que consiguió meter la primera marcha. Soltó el freno. Sus pies apenas llegaban a los pedales: tenía que estirar los dedos del pie para mantener apretado el embrague. Pisó el acelerador. El coche rugió. Sobresaltada, Emília levantó el pie del embrague. El Chrysler se movió, dando sacudidas que le parecieron incontrolables. El motor dio varios estampidos y luego se detuvo. Esto ocurrió seis veces antes de que aprendiera a coordinar el pie derecho con el izquierdo, a retirar uno mientras bajaba lentamente el otro. Cuando lo logró, el coche avanzó con suavidad.

– ¡Bravo! -exclamó Lindalva.

Emília dejó escapar una risita tonta. Movió el volante para no salirse del camino de entrada. Mantuvo el pie en el acelerador y el automóvil avanzó aumentando su velocidad. El corazón de Emília latió desenfrenadamente. Iba demasiado rápido. En la siguiente curva, casi rozó uno de los jazmines perfectamente recortados de la baronesa antes de apretar el pedal del freno. El coche chirrió. Lindalva se deslizó hacia delante en su asiento hasta chocar contra el salpicadero. El Chrysler dio unas sacudidas y se detuvo otra vez. Lindalva se rió.

– Excelente trabajo, señora de Coelho -la felicitó. Lindalva volvió a acomodarse en el asiento de cuero y miró a Emília-. ¿Vas al taller mañana?

– Sí -respondió Emília, secándose las manos en su vestido-. Tenemos otra remesa de ropa para los refugiados.

– ¿Vas a ir con Degas? -quiso saber Lindalva.

– Sí-confirmó ella-. ¿Por qué?

Lindalva se movió en su asiento.

– He oído ciertos comentarios, cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

– ¡Oh, Emília, precisamente tú deberías saber cuánto se habla en esta ciudad! Y no para decir cosas buenas.

– ¿Sobre Degas? -preguntó Emília.

– No -continuó Lindalva-. Sobre ti.

– ¿Sobre mí?

– Se dice que tú lo estás encubriendo. Que lo proteges. -Lindalva arrugó sus cejas depiladas-. ¿Sabes adonde va por las tardes?

Asintió con la cabeza.

– A Barrio Recife. Lo seguí una vez, pero sólo hasta el puente.

Lindalva suspiró. Amagó con decir algo, pero luego se detuvo y agarró la mano de Emília.

– Cuando nos conocimos, te prometí hablar con franqueza.

– Entonces hazlo -le pidió.

– Se encuentra con ese piloto…, Chevalier. No es discreto al respecto. Bueno, por lo menos eso es lo que la gente está diciendo. La gente es hipócrita, Emília. Hablan de Degas, pero te condenan a ti por no ponerle freno. No es justo.

Emília asintió con la cabeza. Lindalva la abrazó y bajaron del coche. Después, mientras Emília iba en el tranvía de primera clase con Expedito en su regazo, las palabras de Lindalva revoloteaban en su mente. Degas corría grandes riesgos en sus andanzas cotidianas, pero ella se llevaba la peor parte del chismorreo. Sintió una chispa de furia. Estaba acostumbrada a ser el tema de las conversaciones -se había murmurado sobre ella tanto en Taquaritinga como en Recife-, pero hasta entonces como consecuencia de sus propios actos, no de los de otra persona. Y en ese momento parecía que Degas y la Costurera podrían comportarse como quisieran, mientras que Emília tendría que cargar con las consecuencias de sus actos.

Al día siguiente, cuando su marido le dijo que se quedara en el taller a la hora del almuerzo, ella se negó. El no discutió; regresaron a la casa de los Coelho, donde comieron junto a doña Dulce y el doctor Duarte. En medio de la comida, Degas sacó el tema de la Costurera. Cuando doña Dulce lo reprendió por ello, pasó a hablar de Expedito.

– El niño está creciendo muy rápidamente -dijo, mirando a Emília a los ojos-. Mi padre podrá medirlo pronto.

Emília dejó caer su tenedor, que golpeó un plato. El ruido recordó a Emília el que hacían, cuando se cerraban, las ratoneras de la tía Sofía, que se negaba a usar veneno, pues le preocupaba que contaminara la comida, de modo que recurría a las trampas de metal y cuando cazaba alguna rata metía la jaula entera en el agua, ahogando al animal dentro.

– No te preocupes por eso -dijo finalmente Emília, con la mirada en su plato-. Creo que descubrirá que es un niño común.

– Estoy de acuerdo -intervino doña Dulce-. «Común» es la definición exacta.

No discutió con su suegra. Al día siguiente permitió que Degas la acompañara al taller y no se opuso cuando él se escabulló y la dejó que almorzara sola en su oficina. Entonces, Emília fijó la vista en sus libros de contabilidad y en los crecientes números de su cuenta bancaria. Expedito y ella ya no estarían allí cuando quisieran medirle el cráneo. Iban a cambiar aquella vida por otra. Se irían al sur, o incluso al extranjero. A cualquier lugar donde no hubiera Coelhos ni cangaceiros.