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A finales de 1933 la Costurera atacó dos campamentos de las obras de la carretera Transnordeste. Según las informaciones del periódico, los cangaceiros mataron a los ingenieros y quemaron suministros y herramientas. Les habían dicho a los trabajadores -todos hombres reclutados en los campamentos de refugiados- que se fueran con sus familias o se unieran al grupo. Algunos hombres partieron con los cangaceiros; la mayoría regresó al campamento de refugiados más cercano. Los trabajadores que regresaron contaban historias sobre la Costurera. Tenía buena puntería y llevaba el pelo corto, como un hombre. Desde lejos, los trabajadores no podían distinguirla de los demás cangaceiros, hasta que gritaba sus órdenes. Su voz la delataba. Su altura y el brazo lisiado la distinguían de las otras mujeres en el grupo del Halcón. Los trabajadores confirmaron que, efectivamente, había algunas cangaceiras de pelo largo que peleaban al lado de los hombres. Según los trabajadores que escaparon, las mujeres armadas eran las más violentas de todos ellos.
Después del ataque, el presidente Gomes unió el Servicio Nacional de Correos y la Unión General de Telégrafos en un solo departamento del gobierno. Necesitaba que el estado de Pernambuco aumentara el tendido de líneas de telégrafos. Las informaciones que publicaba el Diario de Pernambuco decían que las nuevas oficinas de telégrafos facilitarían las comunicaciones a lo largo de la carretera. Los mensajes podían llegar a Recife en unos minutos. Se podían enviar tropas a lugares precisos, en lugar de depender de los informes verbales. Las nuevas estaciones de telégrafos se conectarían con centros de comunicación más grandes ya existentes, como los de Caruaru, Río Branco y Garanhuns. Cuando las nuevas líneas de telégrafos estuvieran instaladas, el gobierno de Gomes iba a enviar telegrafistas, a los que se estaba dando formación en ese momento. Después de la crisis, muchos jóvenes necesitaban trabajo. Para principios de mayo, montones de postes de madera, rollos de cable y cajas de conectores de telégrafo de porcelana y vidrio partieron de Recife hacia el interior. Los suministros viajaban por tren y luego eran cargados en carretas tiradas por bueyes para llegar a pueblos estratégicos en todo el interior.
La Costurera interceptó muchos de estos envíos. Quemaron estaciones de ferrocarril. Atacaron a las tropas gubernamentales. El Halcón envió otra nota a la capital:
El interior necesita diques y pozos, no máquinas. Si veo otro de esos postes de telégrafos, haré que uno de sus soldados se lo trague entero.
Emília no estaba de acuerdo con la pelea de los cangaceiros contra Gomes y la gran carretera, pero creía que comprendía sus razones. Recordaba el día en que su antiguo patrón, el coronel Pereira, llevó su nuevo automóvil a Taquaritinga. Algunas personas -como ella misma- mostraron entusiasmo por él. Pero la mayoría, incluyendo a la tía Sofía y a Luzia, miró el vehículo con desconfianza. Más tarde, la tía de las muchachas declaró que el diablo se escondía debajo del capó del automóvil. Toda novedad era peligrosa. El cambio inspiraba miedo y a los habitantes de la caatinga no les gustaba tener miedo. En lugar de admitir su temor, se enfadaban. Esto, según Emília, era lo que le pasaba a la Costurera.
Los colaboradores de los cangaceiros, los coiteiros, fueron detenidos e interrogados. Durante la sequía, la mayoría de los coroneles y rancheros habían huido a ciudades como Campiña Grande, Recife y Salvador. Todos los terratenientes fueron alentados a jurar su lealtad a Gomes y a su gobierno provisional. Para evitar el espectáculo de la detención, algunos coiteiros aparecieron en la casa de Coelho para hablar con el doctor Duarte. La mayoría de estos hombres usaban botas altas de ranchero y traje sencillo, con chaqueta de lino rústico. Uno por uno, el suegro de Emília los fue recibiendo en su estudio.
A ella no se le permitía participar en esas reuniones. Tampoco podía escuchar a escondidas desde el patio, porque el doctor Duarte cerraba meticulosamente todas las puertas de su despacho. Los interrogatorios de ciertos coiteiros fueron dados a conocer, pero los nombres de aquellos que se presentaron en la casa de los Coelho fueron mantenidos estrictamente alejados de los periódicos; todos sabían que el Halcón y la Costurera leían el Diario. Una vez que la sequía terminara, aquellos coroneles y rancheros que se habían reunido con el doctor Duarte iban a regresar al campo. Emília sabía que, como ex coiteiros, tratarían de hacer que los cangaceiros se acercaran a ellos. De esa manera intentarían atraparlos.
Desde la adopción de Expedito, Emília llevaba al niño a tantas reuniones sociales como podía. Ella vestía sus conjuntos más audaces, chaquetas ajustadas, algún vestido con un revelador escote, unos pantalones de marinero. Quería que su foto saliera en la sección de sociedad. En todas las fotografías tenía a Expedito en brazos o sentado en su regazo. No posaba para las fotografías sin él. Unas semanas antes de que alguno de sus envíos de caridad fuera a ser enviado, Emília mencionaba el tema en la sección de sociedad. Se aseguraba de que los periodistas incluyeran el nombre y el destino del tren en sus entusiastas artículos sobre los envíos. Cuando las noticias de estas remesas de ropa aparecían en la sección de sociedad, los trenes nunca eran atacados. Emília tuvo la sensación de que la Costurera la estaba escuchando.
Después de que los coiteiros empezaran a reunirse con el doctor Duarte, Emília se dejó ver en varias reuniones sociales. Se encontraba con los periodistas de la sección de sociedad y los cogía del brazo. Se mantenía muda en lo que atañía a los temas nacionales, pero daba sus opiniones sobre los internacionales, como el boicot a las empresas judías en Alemania.
– ¡Odiaría vivir allí! -declaró, sabiendo que si hacía que su voz sonara alta y sus palabras audaces, seguramente las publicarían-. ¡Imaginen un lugar donde no se puede distinguir a los amigos de los enemigos! Donde a aquellos que alguna vez lo apoyaron a uno ya no se les permite seguir haciéndolo.
Esperaba que la Costurera prestara atención a sus advertencias. Emília se había transformado en una mujer de ciudad, pero seguía conservando un persistente orgullo de hija de la caatinga que le hacía odiar las trampas. Usar a los coiteiros para atrapar a los cangaceiros era una manera deshonesta de pelear. Por la noche, en su cama, Emília no podía dormir preguntándose si sus advertencias no causarían más daño que beneficios. ¿Esos coiteiros traidores no iban a salvar vidas inocentes? La Costurera estaba matando a trabajadores de la carretera e ingenieros. Pero la cangaceira también les había permitido a esos hombres elegir entre dejar de trabajar y pelear. Si decidían pelear, ¿no era esto su propia responsabilidad y no culpa de la Costurera? Emília dejó a un lado sus dudas y continuó saliendo en los periódicos.
Las palabras de Emília eran publicadas con regularidad, porque las opiniones políticas de las mujeres se habían convertido en un material de lectura muy solicitado. Todas las mañanas, el doctor Duarte apenas conseguía ahogar sus risitas al leer en el Diario la sección «¿Qué hay en la mente de las mujeres que votan?». Emília odiaba los comentarios que se hacían en ella. «¿Puede alguien imaginar los debates de las mujeres para escoger un candidato? -escribía un periodista-. ¿Quién es más apuesto? ¿Quién lleva el mejor bigote? ¡Cuando lleguen las elecciones, preferiría estar encerrado en el hospital psiquiátrico Tamarineira antes que quedarme encerrado en la sala de votación!».
Emília estaba entusiasmada por el hecho de votar hasta que leyó la lista de candidatos. Todos eran miembros del Partido Verde. Las elecciones estaban programadas para el 15 de mayo de 1933 y, aunque Gomes había prometido elecciones presidenciales, los brasileños solamente podrían elegir representantes en la Primera Asamblea Nacional. Estos representantes serían los encargados de elegir al próximo presidente. El presidente no saldría por votación directa. Dado que el Partido Verde iba a ganar las elecciones, los representantes elegidos seguramente iban a elegir a Celestino Gomes. No había ningún otro candidato a la presidencia.
Antes del día de las elecciones hubo desfiles y mítines del Partido Verde. Filas de escolares uniformadas -con prietas trenzas atadas con cintas verdes- desfilaron en ordenadas filas llevando pan cartas con el lema «Votantes femeninas del mañana». Las tiendas de Recife anunciaron liquidaciones especiales, con rebajas para las votantes registradas. La administración recuperó edificios abandonados y los convirtió en colegios electorales, que disponían de áreas cerradas con cortinas para que los votantes emitieran su voto secreto.
El día de las elecciones, Emília llevaba una ajustada falda sirena y una blusa cuidadosamente planchada. En la cabeza llevaba el fez que Lindalva le había traído de Europa. El sombrero estaba hecho de tela marrón prensada; doña Dulce sacudió la cabeza cuando lo vio. El doctor Duarte había ordenado al resto de los Coelho que se pusieran «elegantes» el día de las elecciones, porque iba a haber fotógrafos en el principal centro de votación, cerca del teatro Santa Isabel. A pesar de los requisitos de la ley electoral, que exigía a las votantes saber leer y escribir, el presidente Gomes hizo hincapié en la idea del voto popular, de modo que los Coelho no podían llegar al centro de votación en su Chrysler Imperial. Quedaría poco «popular». Ellos, al igual que otras familias del Partido Verde, fueron animados a desplazarse a pie para ir a votar. El doctor Duarte ordenó a Degas que aparcara el coche frente al taller de Emília. Desde allí, los Coelho se dirigirían dando un paseo, codo con codo, al centro de votación.
Cuando bajaron del automóvil, Degas y su padre permanecieron cerca de la puerta del taller. Doña Dulce se cruzó de brazos y golpeó el suelo con el pie. Emília también estaba impaciente por votar y regresar a su casa; no le gustaba dejar solos a Expedito y a su nodriza con las criadas de los Coelho.
El taller estaba cerrado, pues a las costureras se les había dado el día libre. El doctor Duarte recorrió el perímetro del edificio. Degas siguió a su padre mientras señalaba con el dedo el taller hablando en voz baja. Emília no podía distinguir sus palabras. Se alejó del vehículo para escuchar mejor a su marido. Antes de que hubiera avanzado ni un metro, doña Dulce la cogió del brazo.
– Déjalos tranquilos -dijo su suegra-. Tú ya recibes demasiada atención de su padre.
Cuando Degas dijo algo que ella no pudo oír, el doctor Duarte se volvió hacia él. Sus ojos se abrieron, como si su hijo lo hubiera sorprendido. Le dio una palmada a su hijo en la espalda.
– ¡Brillante! -proclamó.
Degas se ruborizó. El doctor Duarte cogió a su hijo por los hombros.
– Ya lo ves -dijo con voz fuerte y entusiasmada-. Has ejercitado la disciplina en estos años, Degas, y ha valido la pena. ¡Eso ha reforzado tu mente!
El doctor Duarte se dirigió hacia doña Dulce y Emília.
– ¡Vamos! -dijo, empujando a Degas hacia delante-. Después estudiaremos los detalles. No podemos llegar tarde a la votación.
El doctor Duarte cogió de la mano a su esposa. Degas enlazó su brazo con el de Emília.
– ¿Qué ha ocurrido? -quiso saber ella.
Degas no la miró a los ojos. Caminaba rápidamente, tratando de alcanzar a sus padres. La calle estaba llena de gente. Los vendedores ambulantes se dirigían a una multitud de votantes bien vestidos. Se vendían abanicos de papel y banderas verdes. Los puestos de bebidas despachaban zumo de caña de azúcar para proporcionar «energía electoral» a los votantes. A lo lejos, los tambores sonaban ferozmente y las trompetas seguían su ritmo acelerado tocando el himno nacional.
– Le he dado una idea -respondió finalmente Degas.
Emília tropezó con un adoquín. Uno de sus zapatos -de tacón alto con punteras abiertas, cual doña Dulce lo consideraba antihigiénico- se torció. Su tobillo se dobló de manera antinatural. Sintió un fuerte dolor. Se tambaleó y Degas la sostuvo. Le puso un brazo alrededor de la cintura y ella se apoyó en él, su pecho contra el de él. Un transeúnte silbó, como si los hubiera sorprendido en un abrazo ilícito. Degas se apartó de inmediato, lo que provocó que ella se apoyara con fuerza en su pie lesionado. Emília hizo una mueca de dolor. Delante de ellos, el doctor Duarte y doña Dulce desaparecieron en la multitud.
– Mi padre te lo vendará -dijo Degas mirándole el tobillo-. Después de votar.
– Sigue sin mí -replicó Emília-. Mi voto no es importante. Es sólo para mantener las apariencias.
– ¡Ahora no quieres votar! -dijo Degas riéndose-. Ese niño te ha convertido en una mujer diferente.
– No tiene nada que ver con él.
– Tus prioridades han cambiado -continuó Degas, con el brazo todavía alrededor de la cintura de ella-. Lo comprendo.
Emília miró a su marido a los ojos. Las mejillas de él estaban rojas.
– ¿Cuál ha sido tu idea, antes en el taller? -preguntó Emília.
Degas suspiró.
– Se la he contado primero a mi padre -explicó-. Sabía que lo comprenderías.
Emília respiró profundamente. El tobillo le latía.
– Están buscando un medio mejor para enviar ciertos suministros al interior -continuó Degas-. Para que no sean atacados y robados.
– ¿Qué clases de suministros? -quiso saber Emília.
– Armas de fuego. Balas. Cosas que no deberían caer en manos de los cangaceiros.
– ¿Y qué más?
– La Costurera no asalta tus envíos de caridad -respondió Degas-. Tú apareces en los periódicos, anuncias el destino y los artículos que van en ese tren llegan siempre sanos y salvos.
– Esos trenes llevan provisiones para ayudar a los necesitados -explicó Emília-. Los cangaceiros lo saben. Respetan la caridad.
– Precisamente. Eso es lo que le he dicho a mi padre.
– ¿Por qué?
– Los usaremos en nuestro beneficio -informó Degas-. Esconderemos las armas en tus ropas de caridad. Llegarán a los campamentos y serán distribuidas a los soldados. Si los soldados consiguen armas nuevas, los cangaceiros no durarán mucho.
Emília le soltó el brazo. Se mantuvo erguida, sin apoyo. Un dolor punzante le subió desde la pierna. Se le había inflamado el tobillo, la piel estaba hinchada sobre un lado de su zapato.
– No vamos a realizar más envíos -dijo-. Lindalva y yo lo hemos decidido. Ya hemos enviado bastante.
– Si esta idea funciona, Emília, me llevaré todo el mérito. ¿Comprendes? La gente va a creer que tengo capacidad de organización. Olvidarán… todo lo demás.
– Quieres utilizarme. Como siempre.
– No. Quiero tu ayuda.
– ¿Y si no lo hago?
Los grupos de votantes empujaron a Emília y Degas, impacientes porque parados en medio les dificultaban el paso. Degas la envolvió con su brazo por la cintura y la levantó bruscamente. Ella cojeó y se apartó de la fila apoyándose en su marido.
– ¡Nada es fácil contigo! -susurró Degas, soltando a Emília. Cerró los ojos y se frotó la cara con las manos-. Tú… Todos me convierten en alguien que no quiero ser. Me gusta ese niño. Me dolería contarle a mi padre quién es. No quiero hacer eso.
– Entonces no lo hagas -replicó Emília.
– No soy un malvado, Emília -continuó él-. Ella sí lo es. Es una criminal. Ha matado a muchas personas. No olvides eso.
– No lo olvido nunca -confirmó su mujer-. No castigues a Expedito por eso.
– El estará más seguro cuando la detengan a ella -aseguró Degas-. Cuando él crezca, si su cráneo es deforme, ¿quién lo protegerá? Cuanto más me respete mi padre, más posibilidades tiene ese niño. ¿Crees acaso que mi padre y mi madre enviarán a un niño de la sequía a una escuela decente? Bien sabes que no. Sabes que ellos esperan que sea jardinero o que realice algún tipo de tarea en la casa. Si este plan de los envíos funciona, mi padre me dará parte del negocio. Podremos permitirnos tener nuestra propia casa. Podré tener intimidad. Tú podrás darle a ese muchacho lo que necesite. Podemos dejarle un legado.
En la distancia, la banda dejó de tocar. Emília escuchó gritos de entusiasmo; la votación había comenzado. Experimentó los mismos sentimientos que había tenido unos cuantos años atrás, hacía ya varios carnavales, cuando Degas le puso el pañuelo mojado con éter sobre la nariz y la boca. Se sentía mareada, confundida, no muy segura acerca de las palabras que había escuchado. Lo único que sabía era que tenía que tomar una decisión: condenar a su hermana o condenar a Expedito.
– Su cráneo es normal -dijo ella-. No puedes demostrar nada.
– No -replicó Degas-. No puedo. Pero el doctor Eronildes sí puede. Ese doctor no ha sido detenido porque está trabajando en los campamentos. En cuanto termine la sequía, mi padre lo presionará para que hable. Ya sabes lo persuasivo que es mi padre. Si el doctor Eronildes es frágil, se vendrá abajo y tendremos que defender al niño nosotros solos. Cuanto más persigamos a la Costurera ahora, menos problemas tendremos después.
Degas volvió su mirada hacia la calle.
– Esto no habría ocurrido si hubieras dejado al niño. No tenías ninguna obligación con él. Recogiéndolo abriste la puerta a los problemas.
– ¿Y tú? ¿A qué le estás abriendo la puerta? -replicó Emília-. Sé por qué cruzas ese puente todos los días.
Degas la miró con los ojos muy abiertos. Se apoyó sobre la vidriera de la tienda.
– Lo siento, Emília, pero ya no hay posibilidad de vuelta atrás. Mi padre está entusiasmado. Harás otro envío, lo quieras o no. Todos estamos obligados a hacer cosas que no nos gustan.
Caminaron lentamente hacia el colegio electoral. A Emília le dolía el tobillo, en el pie la sangre golpeaba debajo de la piel. Cada vez que se tambaleaba, Degas le ofrecía un apoyo, pero ella rechazaba su ayuda, apartándole las manos. El local de votación estaba lleno de funcionarios públicos, de periodistas y de la mayor parte de las votantes femeninas de Recife.
– ¡Primero las damas! -El gobernador Higino era un caballero. La gente allí reunida se rió y lanzó gritos de alegría. Emília cojeó hacia las cabinas de votación cerradas con cortinas. En el centro de la habitación había una urna de acero donde se depositaban las papeletas. En las cabinas de votación había un montón de papeletas y un recipiente con lápices. Emília tocó la punta perfectamente afilada de uno de ellos. Cuando hacía diseños de vestidos le gustaba que sus lapiceros estuvieran así. De este modo se podían dibujar líneas bonitas, cuidadosas. Si cometía un error, siempre podía borrarlo. Las papeletas, pensó, no deberían rellenarse a lápiz; el gobierno debería facilitar sellos o plumas de tinta. Pero en una elección sin competencia no habría nada en las papeletas que valiera la pena borrar. Emília cerró la cortina de su cabina. No había seguido el ejemplo de Lindalva y se había registrado para votar a pesar de los limitados candidatos para esas elecciones. En ese momento lo lamentó. Deseó haberse quedado en la casa de la baronesa, como forma de protesta. Miró atentamente la papeleta y sus candidatos: todos hombres de Gomes. Emília marcó las casillas al azar, consciente de que su elección no importaba.