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En julio de 1933 la recién elegida Primera Asamblea Nacional nombró a Celestino Gomes para que cumpliera otro mandato como presidente de la república. Durante muchas semanas después del nombramiento, los soldados destinados en el noreste se quejaron de la interminable sequía y de las incursiones del Halcón y la Costurera.
– Los cangaceiros tienen comida y mujeres -le dijo un soldado a un periodista del Diario-. ¡Esas muchachas, las cangaceiras, son tan jóvenes, son como pequeños corderos! Cuando encontramos sus campamentos abandonados, juro que pude olfatear a las muchachas que estuvieron allí. Nosotros, los soldados, lo único que tenemos son estómagos vacíos, ropa rota y sueldos atrasados. Somos como animales abandonados por la fortuna.
El doctor Duarte contestó los informes acerca del predominio de los cangaceiros insistiendo en que el gobierno no debía abandonar los territorios interiores; eso solamente dejaría el campo libre a los cangaceiros para ganarse los corazones de los habitantes. Los trabajos para construir la carretera, las estaciones de telégrafos, las nuevas escuelas y los esfuerzos caritativos privados -como los envíos de ropa de Emília- demostraban a la gente del interior que la capital no los había olvidado durante la sequía.
Emília y sus costureras continuaron haciendo ropa para las víctimas de la sequía. Una vez al mes, un equipo de personal de mudanzas cargaba los cajones con ropa y los llevaba a un almacén del gobierno. Emília insistió en acompañar a Degas y al doctor Duarte a ese depósito secreto. Allí observó cómo los trabajadores volvían a envolver sus envíos de caridad. Y además metían armas de fuego y municiones entre las mantas, los pantalones, las faldas y la ropa para bebés. Había nuevos rifles Winchester, una remesa alemana de pistolas Máuser y varias Browning, todo ello para reemplazar los antiguos y destartalados rifles de los soldados.
Dado que el cargamento llevaba el nombre de Emília, no fue atacado. Una semana antes de que el primer envío de armas saliera de Recife en un tren del Ferrocarril Gran Oeste, Emília apareció en la sección de sociedad de los periódicos anunciando el envío del convoy de ayuda a los refugiados. La joven había dejado de buscar la atención de los reporteros, pero en las reuniones sociales era Degas quien arrastraba a los periodistas hacia ella. Con un tono de voz lo menos entusiasta posible, Emília les habló sobre su trabajo de caridad. No sonreía en las fotografías y había dejado de llevar a Expedito a esas reuniones, con la esperanza de que su ausencia produjera alguna sospecha en la mente de la Costurera.
Expedito aprendió a caminar con pasos firmes, plantando sus pies diminutos en el suelo. Trataba de coger a las tortugas. Agarraba los bordes de sus caparazones y alzaba a los animales para tenerlos en sus brazos. Le gustaba deslizarse en la cocina y esconderse en la despensa. Al principio, las criadas de Coelho gritaban asustadas cuando lo encontraban allí, en la oscuridad, con sus grandes ojos brillantes. Poco a poco, se fueron acostumbrando a su presencia. Llegaron a quererlo. Cuando doña Dulce no estaba mirando, las criadas le daban a Expedito trozos de pastel o cucharadas de mermelada. Al principio lo llamaban «el niño de la señorita Emília», pero pronto el doctor Duarte le dio un apodo con el que se quedó.
– ¿De dónde ha sacado tanta seriedad? -se reía el doctor Duarte-. Parece un coronel. ¡Siempre espero que se ponga una pipa en la boca y denuncie al gobierno!
Después de eso, todos lo llamaron «Coronel». Todos menos doña Dulce. Ella tenía sus propios nombres para Expedito. Lo llamaba «pequeño bárbaro» y «terror». Dejaba las marcas de sus dedos en las mesas barnizadas y en las vitrinas. Sin que nadie lo viera, sacaba el relleno de los almohadones que ella usaba y lo escondía en el patio.
Era tranquilo, pero no tímido. Cuando las visitas lo acariciaban o le pellizcaban las mejillas, él las miraba con gesto serio y se alejaba para ir junto a Emília. «¡Qué dulce!», solían decir las visitas, incómodas. «Es tímido». Pero no era timidez. Expedito nunca se escondía detrás de Emília. Nunca buscaba protección entre sus faldas. Se quedaba al lado de ella, agarrándole los dedos con fuerza con su mano pequeña.
El doctor Duarte admiraba el valor del pequeño, su firmeza silenciosa. Todas las semanas, llevaba al Coronel a la feria de pájaros de Madalena y se reía cuando Expedito metía los dedos entre los barrotes de las jaulas o les daba rodajas de plátano directamente en el pico a los loros. Emília estaba constantemente preocupada. Temía que las aves de la feria le picaran las manos al niño, o que las tortugas trataran de morderle los dedos.
Sus ojos eran de color castaño oscuro, con vetas verdes. Su mandíbula era recta y firme. Rara vez sonreía. Incluso cuando el doctor Duarte le daba un muñeco de trapo o un avión de juguete, Expedito permanecía serio. Sólo cuando Emília gritaba al tocar las tortugas que él ponía en su regazo, o cuando ella le hacía cosquillas antes de acostarse, Expedito sonreía. Esas sonrisas -tan dulces y tan poco frecuentes- eran como obsequios. Como secretos compartidos entre ellos.
El primer envío de armas no produjo ningún resultado. Pero después del segundo, los Coelho recibieron una llamada telefónica, muy tarde, por la noche. Emília oyó el sonido del teléfono a lo lejos, pero no se despertó hasta que escuchó al doctor Duarte en el pasillo golpeando la puerta del dormitorio de Degas.
– ¡Despierta! -gritaba su suegro.
Expedito se agitó en su cuna. Emília se levantó rápidamente y abrió la puerta. Su suegro se paseaba por el pasillo, con el pelo blanco despeinado, la camisa por fuera del pantalón. Cuando Degas finalmente abrió la puerta, el doctor Duarte entró apresuradamente.
– Vístete -ordenó jadeando-. Llévame al Instituto de Criminología.
– ¿Por qué? -preguntó Degas.
Su padre agitó los brazos.
– No confío en mi visión nocturna, y estoy demasiado nervioso como para prestar atención a las señales de tráfico.
– ¿Por qué tanta urgencia? -insistió Degas.
– ¡Por un espécimen, por supuesto! -respondió el doctor Duarte-. Hubo una escaramuza, un ataque a la carretera. Los soldados ganaron y me han traído uno.
– ¿Un qué?
– ¡Un espécimen! ¡Una cangaceira! -gritó el doctor Duarte.
Emília se aferró al pomo de la puerta. Sus rodillas se doblaron y se sintió como los muñecos de cuerda y madera de Expedito, cuyas piernas se soltaban al apretar un botón. Detrás de ella, escuchó al niño, que se movía en su cuna. En el pasillo oyó el ruido distante de una cafetera.
– Tu madre está haciendo café -informó el doctor Duarte-. Apresúrate y vamos.
Degas miró al otro lado del pasillo apenas iluminado. Vio a Emília.
– ¿Un espécimen vivo? -preguntó, volviéndose hacia su padre.
El doctor Duarte negó con la cabeza.
– Les rogué a los capitanes que me consigan uno vivo, pero es inútil. ¿Crees que prestan atención a mis telegramas? Ellos están medio locos de hambre y envidia. Me han enviado una cabeza. Por lo menos han tenido el buen criterio de mantenerla en una lata de formol, de otra manera sería irreconocible.
– ¿De quién es? -quiso saber Degas, mirando a Emília otra vez.
– ¡No lo sé! Por eso tengo prisa.
Siguió la mirada de su hijo y volvió la cabeza hacia atrás, hacia Emília. Al verla, su suegro sonrió.
– Lamento haberte despertado -se disculpó-. Asuntos de negocios.
Ella apretó con tanta fuerza el pomo que se le agarrotó la mano. Sabía que tenía que devolverle una sonrisa, tenía que aceptar la disculpa de su suegro y asegurar que no la había molestado, pero Emília sintió que tenía la cara rígida, que era incapaz de abrir la boca. Sólo sus manos parecían funcionar; cerró de golpe la puerta del dormitorio.
Escuchó que el portón de entrada chirriaba al abrirse y el ruido del motor del Chrysler. Su estómago estaba hecho un nudo, contraído. Quería un vaso de agua o una infusión de manzanilla, pero no quería encontrarse cara a cara con doña Dulce en la cocina. Se quedó en su habitación, mirando a Expedito en su cuna. Durante unos minutos el niño le devolvió la mirada; luego se quedó dormido otra vez.
Unas horas más tarde Emília oyó que el coche regresaba. Abandonó su habitación y esperó en el pasillo oscuro. Degas subió las escaleras. Cuando vio a Emília con su camisón blanco, se sobresaltó.
– ¡Oh! -exclamó-. Me has dado un susto.
La boca de Emília estaba seca. Si hablaba, haría sólo una pregunta, y estaba asustada por la posible contestación de Degas. Temerosa, también, de lo que sus manos podrían hacerle a él en respuesta. Degas negó con la cabeza.
– No era ella -dijo.
Emília cerró los ojos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Los soldados enviaron una nota. Y la cabeza era demasiado pequeña. Ninguna de sus características coincide con la fotografía.
– ¿Quién era entonces?
– No lo sé. Una joven. Una de las esposas de los cangaceiros.
Emília se cubrió la cara con las manos. Estaba aliviada, pero también perturbada. Imaginó a la niña sirena, para siempre atrapada en un frasco de cristal. Las armas que habían matado a esa joven cangaceira eran las mismas que ella había permitido que pusieran en sus envíos de caridad. Degas le acarició el brazo tímidamente.
– Ellos mismos lo provocan, Emília. No es mi culpa. Ni tampoco la tuya.
Emília regresó a su habitación. Allí, levantó a Expedito de su cuna y lo llevó a su cama. Observó sus puños diminutos y apretados, sus pestañas largas, sus pies rollizos.
Habría más envíos de armas escondidas en los pliegues de la ropa de Emília, y después, más especímenes enviados a la costa. Emília iba a tener que asomarse a ese pasillo oscuro una y otra vez, esperando que Degas le dijera si el doctor Duarte había recibido su espécimen más deseado. Sintió dolor en el pecho. Su garganta estaba tensa. ¡Odiaba a esa Costurera! ¿Por qué aquella mujer no prestaba atención a sus advertencias? ¿Por qué no abandonaba la lucha y desaparecía en la caatinga? En cambio, la Costurera peleaba, saliendo siempre en los periódicos y haciendo que el secreto de Emília fuera más y más peligroso. Si no tenía cuidado o si Degas decidía abrir la boca, Expedito mismo podría convertirse en un espécimen. Pero si detenían a la Costurera, entonces la gente del gobierno podría terminar la carretera, las informaciones periodísticas disminuirían y los cangaceiros serían olvidados. Sería mejor para todos ellos que la Costurera muriese.
Emília se cubrió los ojos. Trató de respirar por la boca, para acallar los sonidos de su nariz taponada. A pesar de sus esfuerzos por no hacer ruido, Expedito se despertó. La miró con la expresión que los niños adoptan cuando ven a un adulto llorando…, una mezcla de confusión, preocupación y reproche. En ese momento, Emília recordó a Luzia mirándola desde el otro lado de la Singer a pedal, castigándola por pasarle notas al profesor Celio. Puso su mano en la cara de Expedito.
La Costurera era una criminal, pero en algún lugar dentro de esa mujer estaba Luzia. Y Luzia le había enviado a este niño, el obsequio más grande que Emília hubiera recibido jamás. Su hermana le había confiado a ella no sólo la vida de Expedito, sino también sus recuerdos. Emília le daría forma a la imagen de su verdadera madre. Y la manera en que ella la recordaba no era como un cangaceira, sino como Luzia: alta, de pelo largo, orgullosa. Bailando sola, con torpeza, en su dormitorio de la infancia. Dándoles de comer a las gallinas en el patio de la tía Sofía. Rezando frente a su altar de santos.
Emília no podía impedir que se siguieran escondiendo armas en sus envíos de caridad, pero podía continuar con sus sutiles advertencias. Enviaría mensajes todavía más claros, si tenía la oportunidad. Si no trataba de advertir a su hermana, entonces estaría ayudando al doctor Duarte a conseguir su espécimen. Y cuando llegara el momento de hablarle a Expedito acerca de la muerte de su madre, ¿cómo podría Emília mirarlo a los ojos? ¿Cómo le iba a explicar que ella había ayudado a condenar a Luzia?