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Los cuellos eran como las ramas de los árboles de la caatinga: delgados, pero duros. Había tendones, músculos, vértebras y otras estructuras fuertes que hacían difícil el corte. También había diferencias entre individuos. Algunos cuellos eran más gruesos que otros. Luzia también evaluaba a los hombres por su cuello. Este sería difícil de cortar; aquél, fácil. Estos pensamientos le llegaban de manera tan natural que al principio la asustaban, y tuvo que concentrarse en el hecho de que si los soldados de Gomes la detenían le cortarían la cabeza. Es más, sería peor: la deshonrarían primero. Y serían recompensados por sus esfuerzos. Gomes le había puesto un alto precio a la cabeza de la Costurera. El gobernador Higino también dio un incentivo a los soldados. Cualquier hombre que detuviera a un cangaceiro o cangaceira podía quedarse con todo lo que se encontrara en sus cuerpos. Luzia encontró una carta de agradecimiento publicada en el Diario de Pernambuco. Era de un soldado que había matado no hacía mucho a uno de sus hombres.

«Obtuve muchos collares y anillos de oro para mi esposa e hijas -escribía el soldado-. ¡Gracias a Dios y a Gomes, encontré dinero suficiente en el macuto del ladrón como para arreglar la casa de mi madre!».

Debido a esto, Luzia puso en vigor una nueva regla en el grupo: a cualquier soldado que fuera capturado, incluso si estaba muerto, se le cortaría la cabeza y se le retirarían sus pertenencias.

– Gomes no pueden darnos órdenes -decía Luzia a sus cangaceiros después de cada ataque-. Somos nuestros propios amos.

Por la noche, cuando no podía dormir, recordaba las bulandeiras, los molinos de algodón, que antes de la sequía trabajaban a un ritmo vertiginoso, cada uno de ellos movido por dos mulas fuertes. Los animales eran enganchados a la rueda del molino y se movían en grandes círculos, haciendo dar vueltas y más vueltas a la rueda. Al final del día, las mulas no podían detener su marcha circular. Estaban aturdidas por el constante girar de la rueda, por el movimiento del molino, y se resistían cuando los trabajadores trataban de soltarlas. Las mulas se habían convertido en sus propios amos. Atrapadas por su propia necesidad de seguir dando vueltas, trabajaban hasta caer muertas.

Luzia comprendía a esos animales. Los ataques a las obras de la carretera provocaban más artículos en los periódicos, lo cual, a su vez, subía el precio de las cabezas de los cangaceiros, y esto hacía que se enviaran más soldados a las tierras áridas, lo que indignaba a los cangaceiros, provocando nuevos ataques. La Costurera y sus cangaceiros estaban atrapados en un gran círculo que ellos mismos habían creado, e iban a seguir empujando hasta la muerte.

Cada cabeza de cangaceiro que los soldados de Gomes cortaban pertenecía supuestamente al Halcón o a la Costurera. Hasta que las cabezas llegaban a Recife metidas en latas de formol y los científicos declaraban que los especímenes pertenecían a otros cangaceiros desconocidos. O hasta que Luzia enviaba un telegrama a la capital después de un ataque fallido a la carretera o a un campamento de refugiados y daba pruebas de su existencia. Los telegramas estaban firmados por el «capitán Antonio Teixeira y esposa». Cada vez que los funcionarios trataban de confirmar quién había enviado los mensajes, no podían hacerlo. Las estaciones de telégrafos habían sido quemadas con los telegrafistas dentro.

En esas estaciones de telégrafos, en los puestos de construcción de la carretera y en los trenes que los cangaceiros saqueaban, Luzia encontraba periódicos. El más reciente titular del Diario decía:

¡Capturado!

¡Por fin ha sido detenido el Halcón!

Luzia encontró una fotografía en la segunda página, con una advertencia arriba que sugería que las damas no miraran. Había una caja de municiones de madera y alrededor de ella una pila de sombreros de media luna y morrales bordados. Sobre la caja, cuidadosamente alineadas, estaban las cabezas. El pelo alborotado y largo. Sus caras parecían más gordas, las mandíbulas flojas y sin cuellos que las sostuvieran. Las bocas quedaron abiertas y los ojos cerrados, como si estuvieran profundamente dormidos. Sólo los ojos de Orejita estaban parcialmente abiertos, como si hubiera parpadeado mientras le sacaban la fotografía. Los cráneos habían sido llevados a Recife, decía el diario, al Instituto de Criminología, donde serían medidos y estudiados. Orejita había fingido ser el Halcón y había pagado por su farsa. Luzia recortó la fotografía y la puso en su morral para usarla más adelante. Iba a tener que demostrarles a los científicos de cráneos y a Gomes que estaban equivocados. El Halcón no estaba muerto, y tampoco la Costurera.

En el puesto de construcción de la carretera instalado cerca de Río Branco, los trabajadores estaban divididos en tres equipos: uno para talar árboles y cactus, otro para arrastrar los troncos y el tercero para preparar y aviar la tierra. Los bueyes arrastraban los carros sobre la tierra aplanada, mientras sus pezuñas aplastaban las piedras, dejándola todavía más plana. Cada vez que veía la tierra así arrasada, Luzia sentía pesadez en su estómago. Tenía la sensación de que aquellos árboles derribados, aquellas piedras, aquellas puntiagudas hojas de agave arrancadas, se metían en ella, cargándola con la culpa de su destrucción. Comprendía el amor de Antonio por aquel monte bajo: Las aves, las arenas, las rocas, los cactus y los manantiales secretos no recurrían a la Costurera en busca de orientación o liderazgo. La caatinga no le pedía nada a Luzia. Y Gomes, con su carretera, quería apoderarse precisamente de aquello que era su único consuelo.

Cerca de las obras, había hileras de tiendas para los trabajadores. El recinto se parecía a los campamentos de refugiados de Gomes, salvo que no había niños ni mujeres. Para proteger el puesto de construcción de la carretera había una jauría de perros flacos encadenados a unos matorrales. Los animales olfateaban el aire. Luzia y su grupo estaban agachados en la dirección del viento, de modo que la brisa no iba a llevar su olor a los perros. La capitana observó el campamento con los viejos prismáticos de Antonio. Cerca de ella, Ponta Fina miraba con atención a través de un catalejo alemán que le había quitado a un ingeniero de la carretera unos meses antes. Detrás de ellos, los otros cangaceiros esperaban.

Nubes de polvo se levantaban donde estaban trabajando. Los obreros de la carretera estaban cubiertos con esa tierra, que hacía que su piel pareciese gris y opaca, como de piedra. Al anochecer, un capataz interrumpía el trabajo de la carretera con un silbato. Los bueyes eran liberados de sus ataduras y bebían agua de recipientes poco profundos. Los hombres regresaban lentamente a sus tiendas. En lugar de llevar palas o azadas, algunos trabajadores llevaban pistola. Los nuevos soldados de Gomes no eran despistados niños de ciudad poco acostumbrados al calor y la vegetación de las tierras áridas. Estos nuevos soldados eran antiguos habitantes de la región que sabían cómo pelear y cómo esconderse en la caatinga. En lugar de llevar los uniformes verdes, que eran tan fácilmente descubiertos entre la maleza seca, los soldados ex flagelados estaban vestidos como los trabajadores de la carretera.

Luzia y sus cangaceiros también usaban uniformes más discretos, pero no por elección propia. Durante la sequía, habían entregado sus máquinas de coser a cambio de comida. No tenían la energía suficiente para llevar semejantes bultos y no tenían tiempo para el bordado. Sus uniformes estaban sucios y desgastados. Las aplicaciones y los finos pespuntes se habían desteñido. Las joyas estaban abolladas y opacas. Los medallones de oro de los santos de los cangaceiros eran sagrados, y no podían ser canjeados ni vendidos. Los anillos, los relojes y otras joyas que habían robado a lo largo de los años eran considerados inútiles durante la sequía. La gente de la caatinga quería cosas útiles como cuchillos, sombreros, zapatos y máquinas de coser. Solamente los soldados de Gomes codiciaban las joyas de los cangaceiros.

Su aspecto humilde no importaba, les decía Luzia a sus hombres. El cangaço no tenía que ver con ropa fina y calzado brillante. A menudo escuchaba la voz de Antonio -suave y confiada- en su oído, y ella repetía todas las cosas que él le había dicho. El cangago tenía que ver con la libertad. Tenía que ver con la dignidad. La carretera era como una cerca, como un corral gigantesco que la ciudad y Gomes iban a usar para esclavizarlos. Ellos eran cangaceiros, no ganado.

Éste era el tipo de cosas que Luzia le decía a su grupo antes de un ataque, aunque sabía que tales discursos no eran necesarios; sus hombres y mujeres atacarían sin motivación ni persuasión especial. Querían pelear, y ella también.

Cuando miraba a aquellos trabajadores de la gran carretera y a aquellos soldados mal disimulados, a Luzia le picaban los dedos. Sentía ruidos en sus oídos. Su pulso se aceleraba.

Antes de los primeros ataques, fortalecía su ánimo pensando en la muerte de Antonio y en la ausencia de su hijo. Pensaba en Gomes. Pensaba en la gente de ciudad, que se consideraba civilizada y correcta pero se regodeaba con las informaciones sangrientas del Diario. Los cangaceiros que cortaban las cabezas de los soldados eran llamados bestias, pero los soldados que cortaban las cabezas de los cangaceiros eran considerados patriotas y científicos. Entonces, antes de un asalto Luzia no tenía que buscar la furia en ninguna parte. Ya estaba allí. Su aversión por Gomes, por la carretera, por los soldados, por la ciudad, por la sequía y por todo lo que no estuviera relacionado con sus cangaceiros y su caatinga había crecido de manera tan rápida y furtiva como ciertos arbustos. La copa y el tronco de la planta eran aparentemente pequeños, pero sus raíces eran gruesas y profundas, y prosperaban más por debajo de la tierra que en la superficie. Antes de que pudiera controlarla, la aversión de Luzia había penetrado tan profundamente como las raíces de esos arbustos. Se convirtió en odio. Sentía su sabor en la boca, como la sal, que producía un hormigueo en los laterales de la lengua. Luzia dejó los binoculares.

– Ya es la hora -les susurró a Bebé y a María Magra.

Las dos mujeres eran sus mejores cangaceiras. Se habían puesto vestidos sencillos y se habían quitado las pistoleras. Ocultos debajo de sus ropas llevaban cuchillos peixeira, con las hojas metidas disimuladamente en las axilas. Bebé y María Magra se arrodillaron para recibir la bendición de Luzia. Puso los dedos sobre sus frentes e hizo la señal de la cruz.

– Yo os bendigo -dijo Luzia.

Después de esto, las mujeres se pusieron de pie y se fueron por la maleza. Dieron un rodeo contra el viento hacia el puesto de obras de la carretera. Los perros guardianes ladraron. Mientras el olor de Bebé y de María Magra distraía a los perros, el grupo de Luzia se acercó al campamento.

Al ver a las dos mujeres, los soldados de la carretera gritaron. Bebé y María Magra levantaron sus manos.

– ¡Queremos trabajar! -gritó Bebé.

Dos soldados se acercaron lentamente hacia ellas, moviéndose pesadamente, como si tuvieran los pies quemados. Ésa era la razón por la que Luzia atacaba al anochecer. Los trabajadores y los soldados de la carretera estaban cansados después de un día de trabajo bajo el sol de las tierras áridas. La fatiga hacía que los reflejos de los hombres fueran lentos, sus sentidos menos agudos. Luzia, Ponta Fina, Baiano y el resto de los cangaceiros -treinta en total- se dirigieron agachados y en silencio hacia el campamento. Luzia podía oler el estiércol fresco de los bueyes. Podía escuchar a los soldados que interrogaban a sus cangaceiras.

– ¿Qué clase de trabajo estáis buscando?

Bebé sonrió, mostrando sus pequeños dientes marrones.

– Cualquier trabajo que pueda hacer una mujer.

Los trabajadores espiaban desde sus tiendas. Unas pocas mujeres ya empleadas en el campamento de trabajo se acercaron a las visitantes, a observar a la competencia. El soldado comenzó a responderle a Bebé, pero se detuvo. Miró hacia la maleza.

– ¿De dónde venís? -dijo, levantando su rifle-. No lleváis agua ni comida.

María Magra desabrochó el botón superior de su vestido. Antes de que el soldado pudiera apuntar su arma, ella se metió la mano por el escote y dio un paso adelante. Bebé hizo lo mismo. Los soldados no tuvieron tiempo de gritar ni de correr. Es más, daba la sensación de que las visitantes estaban abrazando a los hombres. Permanecieron así, sorprendidos e inmóviles, hasta que un soldado se agarró el vientre. Bebé dio un paso atrás. El mango de un cuchillo sobresalía en medio del cuerpo del desgraciado. Había hecho lo que Luzia y Baiano le habían enseñado. Había movido el cuchillo dentro del vientre en zigzag, con lo que la muerte era segura. Bebé y María Magra agarraron las armas de los soldados. Cerca de ellas, un trabajador de la carretera gritó y más soldados se dirigieron hacia las mujeres. Luzia apuntó con su rifle y disparó.

Algunas mujeres permanecían atrás durante los ataques, camuflándose como polillas del monte contra los árboles. Otras aprendieron a disparar y a apuñalar. Éstas peleaban al lado de Luzia y de sus maridos. Las mujeres atacaban sin adornos ni vanas demostraciones. Apuntaban a la cabeza. Les mordían las manos a los soldados para obligarlos a soltar sus pistolas. Las mujeres atacaban en silencio y de manera eficiente, con la misma distante frialdad que habían demostrado en sus vidas anteriores cuando retorcían el cuello a los pollos o cortaban las cabezas a las cabras, sabiendo de manera instintiva que esas tareas eran horribles, pero también necesarias para la supervivencia.

Luzia veía esta brutalidad y la comprendía. La sentía en ella misma. Los hombres podían jactarse y bromear durante los ataques porque ellos sólo se enfrentaban a la muerte. Los soldados querían sus cabezas y nada más. Con las cangaceiras las cosas eran diferentes. Si las atrapaban se enfrentaban a la vergüenza, a la violación y luego, si tenían suerte, vendría la muerte. Las mujeres peleaban con esto en la mente.

Los trabajadores se dispersaron. Sobresaltados por los fuertes ruidos de los disparos, los bueyes se alteraban, liberándose de las cuerdas que los ataban. Los animales no estaban acostumbrados a correr y se movían torpemente. Algunos caían y, al ser incapaces de levantar sus pesados cuerpos, aplastaban las tiendas y a los hombres que se habían refugiado dentro de ellas. Preocupada por sus propios hombres, Luzia apuntaba a las cabezas de los animales. Cuando estaba disparando, pensó en comer carne otra vez, en el rabo de buey y la carne asada. Su estómago protestó ruidosamente.

– ¡Bruja! ¡Serpiente! -gritó una voz detrás de ella.

Luzia se dio la vuelta. Vio a un hombre entre las grandes nubes de polvo y humo. Estaba armado con una pala y listo para atacar. Pero no lo hizo, sino que la miró a los ojos.

Antonio le había enseñado que la reputación de un hombre era su mayor arma. Una buena arma de fuego o el puñal más afilado eran inútiles en manos de un hombre sin reputación. Era el miedo de los adversarios, su temor, lo que lo salvaba a uno. Hacía que le temblaran las manos, arruinándole la puntería. Hacía que les sudaran las palmas de las manos, con lo que perdían el control de los mangos de sus cuchillos. Los volvía curiosos, con el deseo de ver a la Costurera antes de atacarla. Esto le daba tiempo a Luzia para disparar primero.