38619.fb2
Cuando un ataque fallaba -porque les habían preparado una emboscada o los militares los perseguían- los cangaceiros se sentían avergonzados y furiosos. Luzia no necesitaba motivarlos para que atacaran otro puesto de avanzada de la carretera en construcción o una estación de telégrafos; hombres y mujeres, instintivamente, querían venganza. Pero después de un ataque con éxito, una vez que la euforia de la lucha desaparecía, los cuerpos de los cangaceiros empezaban a decirles que estaban cansados, hambrientos, heridos.
Sin embargo, a pesar de su fatiga, tenían que buscar y llevarse todo lo que pudiera ser útil, moviendo los cuerpos de los soldados para coger las armas y la munición, para encontrar comida entre bolsas y barriles. No había ninguna emoción en esto, ningún sentido moral. Los cangaceiros eran como los buitres, que dependen de los muertos para su supervivencia.
Luzia recorrió el puesto de construcción de la carretera, andando sobre carpas y cuerpos. Sus ojos lloraban por el humo. Parpadeó y se colocó bien las gafas. Pequeños fuegos brillaban por todo el campamento; la sangre atraía a las moscas, a los buitres, a toda clase de plagas y predadores de las tierras áridas. Los fuegos los mantendrían alejados hasta que los cangaceiros terminaran su trabajo.
Los hombres y las mujeres se movían con rapidez, despojando a los cadáveres de sus sombreros y su ropa. Inteligente se probó las alpargatas de un soldado, poniéndoselas en sus grandes pies. Junto a él, el viejo Canjica abría en canal los bueyes muertos. La carne brilló a la luz del fuego. Debajo de los animales se formaba un charco oscuro. Canjica sudaba mientras descuartizaba, cortando grasientos pedazos para entregárselos a Sabia, quien los distribuía entre los cangaceiros heridos. Éstos iban a usar la grasa para extraer las balas alojadas debajo de la piel. Ponta Fina ya había llenado su botiquín con los suministros de yodo, mercromina, gasa y agujas del campamento. No había ninguna víctima mortal en el grupo de Luzia, sólo algunos heridos, pero éstos tenían agujeros de bala grandes y abiertos. Una cangaceira había perdido dos dedos. Los heridos iban a tener que descansar después de abandonar el campamento de trabajadores de la carretera. Luzia y Ponta Fina coserían las heridas y recurrirían a los viejos remedios de Antonio para impedir las infecciones. Buscarían cortezas para hacer cataplasmas. Si las heridas no se curaban de esta manera, tendrían que acudir al doctor Eronildes.
El pie de Luzia tropezó con algo. Bajó la vista y vio un brazo torcido en un ángulo anormal, con la mano en el extremo cerrada en un puño. Había un cuerpo al lado. Luzia se agachó. La mitad de la cara estaba cubierta de arena, que brillaba a la luz del fuego. La otra mitad estaba limpia. Sus ojos estaban muy abiertos, como si, incluso en la muerte, tuviera miedo de la Costurera. Los labios también estaban abiertos. No había pelos en su barbilla ni en sus mejillas; tenía 12 o 13 años como máximo. Luzia puso su mano en la barbilla, y le cerró la boca. Pensó en Expedito.
La capitana llevaba un sobre en el fondo de su morral. En él había una colección de fotografías recortadas del Diario de Pernambuco: Emília con un bulto en los brazos; Emília con un bebé gordo de ojos oscuros apoyado en su cadera; y más tarde, Emília al lado de un niño vestido con trajes diminutos, como un hombrecito. Se aferraba a la mano de Emília y fruncía el ceño mirando a la cámara. Luzia se permitía mirar las fotos sólo una vez cada vez que las sacaba, y nunca más. Borraba de su mente esas fotografías. Aunque a veces, cuando metía la mano en su morral para sacar un poco de comida o los viejos prismáticos de Antonio, sus dedos rozaban el sobre y Luzia sentía un calambre en el estómago, como si una mano fría le agarrara las tripas.
Últimamente no había salido ninguna foto de él en la sección de sociedad. Emília siempre aparecía sola y miraba con aire de suficiencia a la cámara. Anunciaba nuevos envíos de caridad hacia las tierras áridas. Luzia comprendía el mensaje de su hermana. Emília le había hecho un gran favor a Luzia y quería protección a cambio. Luzia respetaba los favores -su supervivencia se basaba en ellos- y cumplió los deseos de Emília. No asaltaba los envíos de ropa con la esperanza de que, en agradecimiento, Emília volviera a hacer fotografiar a Expedito. Luzia no había esperado semejante comportamiento mercenario por parte de su hermana y se sentía enfadada con la señora de Degas Coelho por su tacañería. Pero Luzia estaba también agradecida. Quizá, pensaba, era mejor no saber ni ver cómo había crecido su hijo.
Tampoco quería saber nada del niño muerto delante de ella. Dejó de preguntarse por su nombre, su edad, sus gustos y aversiones, y qué lo habría llevado a trabajar en la nueva carretera. No tenía vida antes de esa vida, la que había escogido como soldado. Su elección lo había destruido. Luzia cogió sus armas.
Había dos: una pistola Browning negra con empuñadura grande y un Winchester largo y brillante cargado con balas que Luzia nunca había visto antes. Sus puntas eran muy delgadas y afiladas, mientras que la parte de atrás era gruesa y aplastada.
– Esas pueden reventar dentro de un hombre. Le destrozan las tripas -dijo Baiano. Estaba cerca de ella, con expresión de dolor y un brazo en cabestrillo. Ponta Fina permanecía junto a él.
– Nuevas armas -dijo Luzia-. Todas son armas nuevas. También las balas.
– ¿De dónde las sacarán? -se preguntó Ponta Fina-. Eso es lo que tenemos que averiguar.
– De Recife -aventuró Baiano-. Tal vez se las den cuando los reclutan y abandonen la ciudad con ellas en las manos.
Luzia negó con la cabeza.
– Eso no sale en los periódicos. En las fotografías los reclutas aparecen totalmente limpios; sólo tienen uniformes y comida, eso es todo. Gomes no les puede dar armas al principio para que no se sientan tentados de huir y unirse a nosotros. Les dan las armas aquí, cuando ya están instalados en los campamentos.
Ponta Fina suspiró.
– No llegan en los trenes de provisiones. Eso lo sabemos.
Luzia asintió con la cabeza. Habían atacado algunos trenes de suministros y no habían encontrado armas en ninguno de ellos.
– Podría ser algún coronel -sugirió Baiano.
– ¿Cómo? -quiso saber Ponta-. Habríamos notado algo. Nos habríamos enterado. Consiguen estas armas en la costa, no crecen en los árboles.
– Si fuera así, yo querría esas semillas -dijo Luzia, y sonrió.
Ponta Fina sacudió la cabeza.
– Esos trenes de caridad me dan que pensar.
– ¿Cómo es eso? -intervino Luzia-. ¿Por qué? ¿Acaso quieres ropa nueva?
– Madre -dijo Ponta con voz apremiante-, lo hemos robado todo: material para el telégrafo, trenes de suministros, propiedades de coroneles. ¿Por qué no esos cargamentos de caridad? Sólo uno, sólo para ver lo que encontramos.
– No encontraremos nada.
– ¿Estás segura?
– ¿Dudas de mí?
Ponta y Baiano la miraron a los ojos. Durante la sequía, se habían visto obligados a dejarse crecer la barba, porque no había agua para afeitarse. Los hombres se rascaban la cara y el cuello, pues los nuevos pelos duros les picaban. Pronto, las espesas y enredadas barbas se mezclaron con polvo para esconder las caras de los hombres. Tenían un aspecto salvaje y descuidado. Antonio no lo habría aprobado, pero a Luzia le gustaban así: los hombres resultaban temibles.
– Simplemente no me gusta -repitió Ponta Fina, señalando las nuevas armas-. Perdón, madre, pero no me siento cómodo. Hay algo en esos trenes de caridad que no me cuadra.
– Esos envíos son para personas a las que queremos tener de nuestro lado… Es nuestra gente -dijo Luzia-. Si los asaltamos, nos verán como criminales. Eso es lo que quiere Gomes.
Ponta sacudió la cabeza.
– Asaltamos los trenes de comida. Nadie se quejó, al ver que repartíamos los alimentos que llevaban. Podemos hacer lo mismo con los de la ropa. No vamos a detener los trenes para robarlos, sólo para mirarlos.
– No -insistió Luzia. La pesadez en su estómago aumentó-. Tengo mis razones.
– ¿Son buenas razones? -quiso saber Ponta.
Luzia cerró los ojos.
– No siempre comprendemos las cosas que Dios o los santos hacen, pero siempre confiamos en ellos.
– No somos Dios, madre -susurró Ponta Fina-. No podemos ver las cosas como él las ve.
Era demasiado delicado como para desafiarla directamente; procuró que su locura pareciera colectiva. El «no somos» de Ponta realmente quería decir «no eres». «No eres Dios. Tú no puedes ver como Él ve». En cualquier caso, esas palabras la enfadaron. Había un propósito estratégico en su decisión de preservar los envíos de caridad, pero las razones de Luzia eran también egoístas. ¿Ponta sospechaba eso? ¿Acaso él creía que ella los estaba poniendo en peligro para satisfacer un deseo personal, preservando la seguridad de su hijo al beneficiar a Emília? Luzia se avergonzó ante esa idea.
– Si no te gustan mis decisiones, vete -dijo-. No te necesito.
Ponta Fina levantó la vista, sobresaltado. Se frotó los ojos enrojecidos.
– Yo voy a donde tú vayas -replicó.
A Luzia le ardió el pecho. Sintió la misma agitación incontenible que experimentaba antes de un ataque, pero lo cierto era que el ataque ya había pasado. Sus enemigos estaban muertos. No quedaba nadie contra quien pelear.
Luzia sacó el cristal de roca de su chaqueta. Iba envuelto en un papel en el que estaba escrita una oración que había encontrado en el morral de Antonio. Le había gustado la oración y la usaba después de cada ataque triunfal, antes de que empezaran las decapitaciones. Luzia llamó a los cangaceiros para que se reunieran y éstos se arrodillaron alrededor de ella. Las muchachas del grupo la observaban atentamente. Escuchaban a Luzia, la obedecían y se arrodillaban delante de ella durante las oraciones, pero, a diferencia de los hombres, las jóvenes la miraban fijamente. Observaban cada temblor de su mano, cada vacilación, cada paso inseguro. A Luzia le recordaban a ella misma cuando acababa de unirse a los cangaceiros y los espiaba constantemente en busca de alguna señal de debilidad. Luzia podía conducir a los hombres haciendo que la admiraran. Los cangaceiros estaban intimidados por su altura, su pelo corto y la amenaza del fantasma de Antonio. Las mujeres eran diferentes. A veces Luzia lamentaba haber permitido que se unieran al grupo. El asombro de las muchachas ante su aspecto se desvanecía después de los primeros días pasados con el grupo. Durante esa etapa crucial, la capitana tenía que convertirse en otra cosa. No podía ser vista simplemente como otra mujer. Si no podía impresionar a las muchachas del grupo, tenía que asustarlas. Poco a poco se convirtió en la Costurera, ni mujer ni hombre, sino algo diferente. Una especie de predador de las tierras áridas, despiadado e imposible de conocer.
Después de rezar, los cangaceiros se pusieron de pie y se dispersaron por el campamento atacado. Cada hombre y cada mujer encontró un soldado muerto. Sacaron los machetes de sus vainas. Luzia cogió el suyo. Miró al niño soldado tendido en el suelo delante de ella. No tenía pasado ni futuro. Había sido aliviado de la vida, mientras que Luzia seguía viviendo. Ella tenía un deber para con sus cangaceiros y Antonio, aun cuando se sentía vieja a los 24 años. Le dolían las articulaciones. Tenía la visión borrosa. Su pelo se había debilitado. Estaba tan gastada y se había vuelto tan cínica como las viejas cotillas de Taquaritinga, aquellas que le habían puesto el sobrenombre de Gramola. Había estado tan ansiosa por desprenderse de ese sobrenombre, por evitar ser la lisiada inútil que la gente creía que era, que había acabado convirtiéndose en la Costurera. Pero una vez, hacía mucho tiempo, antes de caerse de aquel árbol de mangos, había sido Luzia. ¿Quién era esa niña? ¿En qué se habría convertido si la gente no la hubiera enjaulado dentro del personaje de Gramola? ¿Y si no se hubiera encerrado ella misma dentro del corsé de la Costurera?
Las únicas recompensas de la Costurera eran la venganza y el olvido. Su machete cortó el aire al caer. El ruido de la hoja fue como un suspiro largo y satisfecho. Cuando golpeó, el impacto no fue ni elegante ni limpio. Pero cada vez que su machete cortaba era como si estuviera cortando aquel hilo invisible que la ataba a Expedito, su única debilidad y su última conexión con una vida normal.